La desaparición en el Estado español, hace
ya más de treinta años, de los estudios de ‘filosofía y letras’, ha tenido como
desgraciada consecuencia que muy pocos filósofos sepan historia social y que la
mayoría de historiadores ignoren cuestiones básicas en filosofía. Ni filósofos
ni historiadores saben por lo general gran cosa de literatura, circunstancia
fácil de detectar cuando se observa cómo escriben. Por eso hay clásicos de la
historiografía que casi nunca son leídos desde la filosofía, y viceversa,
aunque con ello se pierdan importantes perspectivas de análisis. Un caso lamentable
en que todos pierden, es el del olvido en que ha caído la obra de Ernst H. Kantorowicz
(1895-1968), todo un clásico fundamental para el estudio de las relaciones
entre la Edad Media y la modernidad, y francamente ignorado en el ámbito de la
filosofía política —
y no digamos ya en la filosofía política que se pretende ‘progresista’ y que
con suerte llega a pedante en su intento de redescubrir cada cierto tiempo la
sopa de ajo.
Kantorowicz fue un historiador judío
alemán, (muy) de derechas, miembro en Heidelberg del círculo del poeta
nacionalista Stefan George y autor de dos obras de historia que siguen siendo
de referencia: la biografía EL EMPERADOR FEDERICO II (1927), sobre el soberano
Hohenstaufen (1194-1250) y especialmente el estudio LOS DOS CUERPOS DEL REY
(1957). Era conservador y hasta reaccionario, pero a Hitler eso no le
impresionaba demasiado; además era judío y por eso le tocó exiliarse en Estados
Unidos. LOS DOS CUERPOS DEL REY fue, pues, escrito en el exilio americano, que
resultó bastante penoso porqué Kantorowicz, todo un personaje peculiar, se negó
repetidamente a prestar juramento de fidelidad a los Estados Unidos, lo que le
acarreó numerosos problemas académicos y no sólo académicos.
Para un estudio solvente del contexto
cultural de las teorías hobbesianas, la lectura del segundo gran libro de
Kantorowicz resulta casi imprescindible porque permite entender algunos jalones
históricos de lo que se denomina ‘teología política’ y que muchos filósofos
sólo conocen a partir de Carl Schmitt, desde una perspectiva exclusivamente jurídica
que no describe adecuadamente la emergencia del concepto, entre otras cosas
porque Hobbes no era jurista de formación.
LOS DOS CUERPOS DEL REY toma como punto de
partida una fórmula que los juristas de la Inglaterra elisabethiana usaron para
diferenciar en el soberano su cuerpo personal (perecedero) y un cuerpo
político, cuyos miembros son sus súbditos y que no muere jamás. La teoría de
las dos naturalezas de Cristo, de origen medieval, se convierte así en el molde
que permite forjar en una teoría sobre el Monarca y después sobre el Estado
(que en Hobbes pasa a ser un «dios mortal»).
Los teóricos elisabethianos del Derecho establecieron
que: «el cuerpo del Rey está desprovisto de Infancia, de Vejez y de toda otra
debilidad o defecto natural». Así, los juristas de la corona en una asamblea en
Serjant’s Inn llegaron al acuerdo según el cual:
«Según la Common Law, ningún Acto que haga el rey puede ser invalidado por no provenir de
antiguo. Pues el Rey tiene en sí dos Cuerpos, a saber, un Cuerpo natural y un
Cuerpo político. Su Cuerpo natural, considerado en sí mismo, es un Cuerpo
mortal, sujeto a todas las enfermedades que sobrevienen por Naturaleza o
Accidente, a la debilidad de la infancia o de la vejez, y a deficiencias
parecidas a las que suceden en los cuerpos naturales de otra gente. Pero su
Cuerpo político es un Cuerpo que no puede ser visto ni tocado, consistente en
una sociedad política y en un gobierno, y constituido por la dirección del
pueblo y la gestión del Bien público, y este cuerpo se halla enteramente
desprovisto de Infancia y de Vejez, y de todas las otras debilidades y defectos
naturales a los cuales se encuentra expuesto el Cuerpo natural, y por dicha
razón, lo que hace en Rey en su cuerpo político no puede ser invalidado o
anulado por cualquier incapacidad de su cuerpo natural».
La idea de que los dos cuerpos «forman una
unidad indivisible y cada uno se halla contenido en el otro» tiene tras de sí
una larga historia: se origina de la concepción de Nicea y Calcedonia sobre las
dos personas de Cristo (auténtico hombre y auténtico Dios), pasó a expresarse
medinte la idea del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, se la reapropió
el Papado, (bajo la ‘pontificalis maiestas’ del Papa que se
denomina a partir de comienzos del siglo XIII «Príncipe y verdadero
emperador»), luego se encarnó en el Monarca absoluto y de ahí pasó a ser, en la
modernidad, una característica definitoria del Estado. En tal sentido —y mediante tantas
metamorfosis— puede hablarse de una ‘teología política’ en el origen del
Estado.
En su análisis del RICARDO II de
Shakespeare (una obra de teatro que estuvo prohibida por revolucionaria durante
el reinado de Carlos II, en los años de 1680), y que no se llegó a imprimir
íntegra durante el reinado de Elisabeth), Kantorowicz, que en su libro nunca se
refiere a Hobbes, tal vez consciente de la complejidad y la especificidad del
tema, reproduce tres versos atribuidos a Carlos I de un largo poema que lleva
por título «Majestad en la miseria», donde el rey lamenta que:
«Con mi propio
poder hieren mi majestad
En nombre del Rey
el rey mismo es depuesto
Así el polvo
destruye el diamante»
La expresión «corpus mysticum»
designaba hasta el siglo XII el sacrificio del altar; la eucaristía y la hostia
como lugar de encuentro de las dos naturalezas de Cristo. Pero inmediatamente
después comienza a usarse para referirse al «corpus iuridicum» de
la Iglesia.
Los juristas y los teólogos de la época
identificaron cada vez más «corpus mysticum» con «corpus fictum»,
«corpus imaginatum» y «corpus repraesentatum», es decir, el
colectivo corporativo intangible que es la base de la jurisprudencia. Toda «universitas»,
es decir todo colectivo jurídicamente estructurado — o toda
‘politeia’, si se prefiere — es en cierta manera un cuerpo, con una cabeza
situada en el momento histórico concreto y otra en el ámbito de lo
trascendente. En la doctrina corporativa. A mediados del siglo XIV el jurista
napolitano Lucas de Penna, escribe (y Kantorowicz cita el texto en latín en
nota, cap. V):
«Item,
sicut membra coniunguntur in humano corpore carnaliter, et hominis spirituali
corpori spiritualiter coniunguntur, cui corpori Christus est caput…, sic
moraliter et politice hominess coniungutur reipublicae quae corpus est: cuis
caput est principes.»
[«De la misma manera que los hombres están
unidos carnalmente en su cuerpo humano y espiritualmente en su cuerpo espiritual
cuya cabeza es Cristo,… también los hombres están unidos moralmente y
políticamente en la república que es un cuerpo cuya cabeza es el príncipe.»]
La teoría cristiana medieval de la unión
entre la Iglesia y Cristo como la Esposa y el Esposo se transmitió a la idea de
la relación entre el Príncipe y el Estado. El rey Jaime I de Inglaterra decía
en el discurso a su primer Parlamento en (1603): «`Pues que ningún hombre
separe lo que Dios ha unido’. Yo soy el esposo y esta isla entera es mi esposa
legítima; yo soy la cabeza, ella es mi cuerpo; yo soy el pastor, ella es mi
rebaño.»
La concepción del «rex et patria» (y,
asociada a ella, la tesis del deber de morir por la patria) es una de las ideas
que retomará la filosofía política republicana, donde la Ley (la constitución)
asume el papel que antes correspondió al rey en la vertebración del Estado y
donde el papel de la dinastía como cuerpo corresponde a las instituciones
jurídicas establecidas.
Hobbes constituye un eslabón especialmente
significativo en este tránsito. Su concepción del Estado, por mucho que pueda
parecer moderna, retoma y asume la del cuerpo místico que adquiere un «character aeternitatis» paradójico porque, pareciendo establecer una diferencia,
enlaza también una continuidad. Obviamente, Hobbes es un materialista o, por
mejor decirlo, su religión (entendiendo por tal la síntesis de lo sagrado, lo
terrible y fascinante) es el Estado. Cuando Hobbes afirma, en tanto que buen
materialista, que todo es cuerpo (y que todo cuerpo obedece a las leyes del
movimiento), lo hace desde la continuidad de fondo y desde la ruptura formal
con la vieja concepción del cuerpo místico. Cuerpo es movimiento y movimiento absoluto,
sin vacío posible. La idea de que en el poder no puede haber vacío y que el
poder es una totalidad es la que nos ha llevado, siglos más tarde, al
totalitarismo, en cuya lógica lo absoluto del poder monárquico se transfiere a
lo absoluto del Estado.
Así el Antiguo Régimen donde se gobernaba «por
la gracia de Dios», se convierte en un espacio civil en que la ‘gracia’
pertenece al pacto que deja a los individuos indefensos ante el Estado. La
Gracia, como la Justicia serán valores eternos o cuasi eternos (siguiendo la
clasificación de santo Tomás que distinguía entre ‘tiempo’, ‘eternidad’ y
‘eones’ cuasi eternos). Hay algo que no muere nunca: el Estado que devora a sus
súbditos, como el tiempo de lo místico, del poder absoluto devora (y no
constituye sino que eclipsa) a la ciudadanía. Es un viejo mito cuyo fulgor aún
no se ha apagado. Hobbes, simplemente lo vistió con ropas nuevas.
A los nazis y a los marxistas italianos
desnortados de finales del siglo 20, les encantaba creer (cf: Carl Schmitt: «El
Leviathan en la teoría del Estado de Thomas Hobbes», cap. 5), que: «Al buen
cristiano debió parecerle una idea espantosa que al ‘Corpus mysticum’ del Dios
hecho hombre, del gran Cristo, se opusiera la imagen de un animal grande (…) El
hombre humanitario de la Ilustración era capaz de concebir y admirar al Estado
como obra de arte; pero su gusto clasicista, su sensibilidad sentimental, no
podían por menos que de considerar el Leviathán, convertido en símbolo del
Estado, como una bestialidad o una máquina, especie de Moloch, sin la energía
de un mito racional.»
El problema, sin embargo, no se sitúa donde
creyó situarlo Schmitt. El problema es que en la obra de Hobbes se prescribe
una continuidad más que una ruptura entre la mística trascendente y la mística
estatista. La ley natural (ley divina) es complementaria de la ley civil. El
dios Estado hobbesiano (para él, único dios verdadero) simplemente recupera y
actualiza las características del dios trascendente, espantajo para incultos. Ambos
son cuerpos místicos. Ambos constituyen simplemente dos formas no necesariamente
contrarias entre sí sobre las que ejercer un poder pastoral.
Dios y Estado (ambos) son hijos y producto del
terror; pero el terror es, precisamente, aquello que toda comunidad democrática
quiere exorcizar mediante una serie de instituciones que sirvan de base a la
confianza, garantizada por un sistema de contrapoderes. Donde se promociona el
miedo hay poder pero no hay política. En una democracia la anarquía no se
disuelve mediante el miedo al poder brutal (y brutalizador) del Estado, más
bien es al contrario: el miedo al Estado crea anarquía violencia sacrificial y
mártires, porque el miedo es la antítesis de la confianza en que se basa la
buena vida. En la democracia liberal moderna, se llama política, precisamente,
a la manera que los humanos hemos descubierto para mantener a raya el miedo. Mal
le pese a los nazis y algunos sedicentes marxistas italianos de ahora mismo, el
Estado liberal moderno no es un ‘dios nacido de la razón humana’, sino sólo un
instrumento, una herramienta que puede ser mejor o peor usada, pero al que no
hay que ofrecer víctimas. Incluso si se acepta que Dios ha muerto, eso no
autoriza a situar nuevos diosecillos o ídolos en el lugar vacío de los viejos dioses
muertos. Montesquieu tenía razón y Hobbes no la tenía, esa es la clave de la
democracia.
Toda crítica democrática a Hobbes pasa por
desmontar el mito de que el poder tiene un “cuerpo” o una naturaleza mística
(es decir, absoluta). En democracia, lo absoluto no existe — o si existe no
corresponde al ámbito de la filosofía práctica, sino al de las matemáticas — y,
en consecuencia, el mundo de los hombres es una construcción, no una ontología.
De ahí que Kantorowicz, leído desde una perspectiva actual, resulte instructivo
para entender que los cuerpos sociales de la modernidad son variables y que esa
conciencia de lo provisional es la condición que permite, en la modernidad,
hacer frente a los totalitarismos, más o menos heideggerianos o schmittianos. Expresado
de la forma más sencilla, para un demócrata el concepto de lo ‘sagrado’ no
constituye jamás una categoría política; y sacralizar la ley, revestirla de un
orden revelado olvidando su carácter funcional, constituye el principio de todo
totalitarismo. Cuando el republicanismo sacraliza la ley, olvidando que esa ley
surge de un proceso de discusión que es civil, largo y contradictorio, acaba
abriendo una brecha que conduce al totalitarismo — como sucedió en algunos
desarrollos del pensamiento de Rousseau y Marx.