¿Qué
es filosofía?
XII.
Sobre su discurso acerca de la filosofía y que fue el primero
que se dio el nombre de filósofo y las razones para ello.
XII
[58] Se dice que Pitágoras fue el primero que se llamó
a sí mismo filósofo. Con ello no sólo estaba
utilizando un nuevo nombre sino que también estaba instruyendo
previamente de forma útil sobre su objeto apropiado. Dijo,
en efecto, que la entrada de los hombres en la vida se asemeja
a la multitud que acude a las fiestas solemnes. Así como
confluyen allí hombres de todas clases, cada uno con un
propósito –uno ansioso por vender su mercancía
con vistas a obtener una saneada ganancia, otro acude para mostrar
su fuerza corpórea en busca de fama, incluso hay una tercera
clase, la más libre que se congrega para ver lugares y
obras artesanales bellas, hechos y palabras virtuosas, que se
suelen dar en las fiestas solemnes– del mismo modo en la
vida se congregan en un mismo lugar hombres de todas clases con
sus afanes; de unos se apodera el ansia de riqueza y molicie,
a otros les invade el deseo de dominio y de mando, les domina
una ambición insana de gloria. El más puro es ese
tipo de hombre que se dedica a la contemplación de las
cosas más bellas, a quien se da el nombre de “filósofo”.
[59]
Agregó que era hermosa la contemplación del cielo
en su conjunto y la observación de los astros que se mueven
en él, pero que ello se debía a la participación
de la esencia primera e inteligible. La primera esencia era la
naturaleza de los números y proporciones que se extiende
a través de todas las cosas, de acuerdo con los cuales
todo está armónicamente dispuesto y convenientemente
ordenado. Sabiduría es un conocimiento real que versa sobre
lo bello, primero, divino, puro, y que tiene siempre una substancia
inmutable, por cuya participación las demás cosas
pueden ser llamadas bellas. Filosofía es la aspiración
a tal contemplación. Hermosa es también esa solicitud
por la formación integral que pretende enderezar al ser
humano.
Jamblico:
“Vida Pitagórica”. Madrid:
Ed. Etnos, 1991
Traducción Enrique A. Ramos Jurado
(Universidad de Cádiz)
Comentario
de R. Alcoberro:
Hay
una curiosa –y fácil– paradoja en el estudio
del pitagorismo: cuanto más alejándose halla un
comentarista en el tiempo, más detalles nos ofrece sobre
Pitágoras y su filosofía. Platón sólo
lo cita explícitamente un par de veces (aunque hace repetidas
referencias a los pitagóricos) y Aristóteles alude
vagamente a “los llamados pitagóricos” como
si no fuese posible atestiguar nada del propio Pitágoras
con certeza; y cuando quiere desacreditar a su maestro Platón
deja caer que era un pitagórico (Libro I de la Metafísica).
La paradoja es comprensible porque, de una parte, en la época
helenística y romana (Jámblico es un autor del siglo
II n.e.), Pitágoras formaba ya parte de la leyenda y porqué,
además, el pitagorismo que nos ha llegado es el de la reconstrucción
neopitagórica, alejandrina y romana, seiscientos años
posterior al maestro de Samos. Y lo mismo podría decir
la crítica positivista sobre Platón. Pero para ser
justos, importa poco que un texto sea atribuido sin demasiado
fundamento, o directamente “inventado”, como es absurdo
criticar una tradición por el hecho de ser “inventada”:
todas lo son (también las tradiciones “científicas”)
y lo realmente importante es comprender “por qué”
fue (o es) necesaria y significativa una tradición.
La
VIDA PITAGÓRICA es, pues, un texto retrospectivo, destinado
a “construir” a posteriori un personaje ejemplarizante
–y no a “explicarlo”– y el texto que comentamos
sobre la vida filosófica presuponía de sus lectores
el conocimiento de una tradición ya consolidada: cuando
Jámblico nos describe el origen pitagórico de la
palabra “filosofía”, asume que el lector está
familiarizado con una tradición ya entonces vieja de por
lo menos medio milenio, en que se habría venido discutiendo
sobre el posible significado del término y sobre la misma
utilidad y sentido de la vida filosófica. En cualquier
caso la argumentación que aquí se atribuye a Pitágoras
se origina en una época muy posterior a la Academia: es
indudable que si el viejo Sócrates (el modelo de actitud
filosófica por excelencia) o incluso algún sofista,
hubiese conocido la exhortación didáctica que aquí
se nos narra se habría referido a ella de alguna manera
–lo que no es el caso. Además, la referencia a que
en el mundo hay mala gente y: «hombres de todas clases con
sus afanes; de unos se apodera el ansia de riqueza y molicie,
a otros les invade el deseo de dominio y de mando, les domina
una ambición insana de gloria», muestra específicamente
que la filosofía tiene un sentido de “cura del alma”,
tema claramente helenístico y romano, como nos ha enseñado
Hadot. La filosofía tiene también un cuerto sentido
de defensa ante la inmediatez. Sólo el hombre tocado por
la filosofía estará en condiciones de vivir una
vida en paz atenta al sentir de su propia alma. La contraposición
de la filosofía a la ambición y a la gloria es un
tema que presupone las predicaciones estoicas y epicúreas.
El
texto de Jámblico muestra además claramente su contexto
neoplatónico cuando en la frase: «Agregó que
era hermosa la contemplación del cielo en su conjunto y
la observación de los astros que se mueven en él,
pero que ello se debía a la participación de la
esencia primera e inteligible.» presenta la idea típicamente
platónica de la participación de lo sensible en
lo inteligible como modelo del perfecto conocimiento. Dejaremos
de lado aquí si el origen de la teoría de la participación
es platónico –o si Platón lo tomó de
fuentes pitagóricas anteriores (como parecía creer
Diógenes Laercio, también del siglo II n.e., al
divulgar que Platón había adquirido por la astronómica
cantidad de cien minas los tratados pitagóricos de Filolao
de Crotona). Platón menciona a Filolao en el “Fedón”
(61e) y alude también a él a propósito del
tema del “soma sema” (el cuerpo como cárcel
del alma) en “Gorgias” (493a), pero ese es un largo
y tortuosos debate. Por lo demás cuando se habla sobre
la comunidad pitagórica en los textos de época romana,
conviene recordar que en la época existían otras
comunidades filosóficas –espefícamente los
epicureos que no sólo vivían juntos sino que se
hacían enterar en comunidad. Es sobre ese modelo epicúreo,
y no al revés, que Jámblico construye la idea pitagórica
de comunidad de conocimiento.
Pero
no es sobre historia sobre lo que quisiera hablar a propósito
del texto, sino sobre el concepto de “filosofía”.
Si he dedicado unos momentos a ilustrar los implícitos
textuales es, sencillamente, para evitar que alguien pudiera creer
que el texto pitagórico es “arcaico” o algo
parecido. Sencillamente no es el caso: no estamos ante una expresión
de la sabiduría primegenea o algo parecido, sino ante una
elaboración tardía, romana, que atribuye a Pitágoras
esa anécdota pedagógica simplemente porque es ya
un personaje presigioso e incitante, perdido en las brumas de
la leyenda.
Que
el texto debía ser ya un cuento popular bien conocido cuando
lo recogió Jámblico, no lo convierte en menos significativo
para un lector de nuestra época. La conciencia de que Pitágoras:
«...no sólo estaba utilizando un nuevo nombre sino
que también estaba instruyendo previamente de forma útil
sobre su objeto apropiado» muestra el sentido pedagógico
del mensaje que se nos pretende transmitir. Se trata del viejo
lugar común griego –y moderno, claro está
–del filósofo como individuo que “no acaba
de encajar”, que “no tiene su lugar”, y es inevitablemente
«atopos». Buena parte del sentido, de la utilidad
y de la esperanza que le es dada a la actividad filosófica
está, ayer como hoy, contenida es esa declaración
de excentricidad del trabajo filosófico.
Vayamos
por partes, pues, en la lectura del texto: «Dijo, en efecto,
que la entrada de los hombres en la vida se asemeja a la multitud
que acude a las fiestas solemnes.» Y sigue siendo cierto
hoy, al menos para algunos de nosotros, que la filosofía
es una fiesta. La filosofía no es la actividad propia del
dia de cada día, dominado por el trabajo, sino que debe
ser reservada para la fiesta solemne, que es la del espíritu.
Pero cada cual va a una fiesta con su propio fin: «Así
como confluyen allí hombres de todas clases, cada uno con
un propósito –uno ansioso por vender su mercancía
con vistas a obtener una saneada ganancia, otro acude para mostrar
su fuerza corpórea en busca de fama, incluso hay una tercera
clase, la más libre» Encontramos, pues, los tres
órdenes sociales de los indoeuropeos, que también
constituyen las tres almas de la “República”
platónica: los obreros o comerciantes, los soldados, o
quienes muestran su fuerza, y finalmente, la enigmática
tercera clase «la más libre» con la que se
identifica a los filósofos. Esos extraños individuos
no hacen nada útil, nada que tenga que ver con la vida
en su sentido más inmediato: no reproducen la fuerza de
trabajo, no poseen la fuerza ni el dinero.
Los
filósofos simplemente han venido: «para ver lugares
y obras artesanales bellas, hechos y palabras virtuosas, que se
suelen dar en las fiestas solemnes»; y esa actividad que
llamaremos filosófica, porque no es un “saber”,
sino un “amor contemplativo, se realiza mediante la palabra.
Pero la filosofía no se basa tampoco en cualquier tipo
de palabra, sino en la que se considera «virtuosa»
y que, además, tiene una curiosa relación con la
obra artesanal o técnica: mientras que la técinica
es un poder, a los filósofos, como seres contemplativos.
no les interesa la habilidad del artesano por la fuerza que exprea,
sino que admiran las «obras artesanales bellas», no
las potentes.
Aquí
se introduce un concepto, muy neoplatónico y helenístico,
que ha gozado de una abundante posteridad en la ética cristiana:
el de la “pureza”, considerada como incapacidad (¿o
imposibilidad existencial?) de mezclarse con las cosas de este
mundo: «El más puro es ese tipo de hombre que se
dedica a la contemplación de las cosas más bellas,
a quien se da el nombre de “filósofo”».
Que la filosofía sea “pura” la acerca a los
dioses (Atenea, como antes algunas diosas babilónicas,
y como después María, son vírgenes) pero
le da también una responsabilidad especial: la pureza es
un estado que no existe en la vida cotidiana; toda vida verdadera
es impura: exige pactos y nos obliga a justificar la fealdad,
simplemente porque la fealdad es barata y la belleza es cara.
Pero el filósofo no sabe, ni puede, justificar la miseria
(lo “instrumental”, diríamos hoy). He aquí
que vivir con filosofía es lo más difícil:
por una parte se trata de asumir la vida como un bello espectáculo,
como una feria animada, y de no implicarse en ella tanto como
para perder de vista su propia diferencia. Pero a la vez, el filósofo
no desprecia el espectáculo sino que se implica en él;
pero no para actuar en la farándula de las opiniones, sino
para mostrar que nada de lo que (nos) sucede es arbitrario.
Lo
propio de un filósofo es conocer las cosas: «Agregó
que era hemosa la contemplación del cielo en su conjunto
y la observación de los astros» Por la contemplación,
más que por el trabajo repetitivo y serial, se alcanza
lo que las cosas realmente son y desde ese desinteresado conocimiento
la actitud filosófica expresa un orden, una regularidad
de las cosas, que es a la vez e inseparable: “belleza”
y “pureza”. El filósofo no ve la feria como
un azar, sino que, muy al contrario: «todo está armónicamente
dispuesto y convenientemente ordenado». Entender que existe
un «un conocimiento real que versa sobre lo bello, primero,
divino, puro, y que tiene siempre una substancia inmutable»,
es lo que se llamará «Sabiduría»
El
filósofo hace, pues, una opción por la sabiduría
entendida como pura contemplación del orden: «por
cuya participación las demás cosas pueden ser llamadas
bellas». Por eso el filósofo no se implica en la
cosa, sino que la observa y la medita «Filosofía
es la aspiración a tal contemplación». Fijémonos
en que no es una contemplación lograda, que sería
inefable, sino una «aspiración», que se deja
decir todavía en palabras. Pero de esa «contemplación»
pura, el filósofo extrae también una manera de obrar
que se implica con los hombres: «Hermosa es también
esa solicitud por la formación integral que pretende enderezar
al ser humano». La contradicción entre la pureza
filosófica y el rumbo torcido de una humanidad que se debe
«enderezar» constituye también una de las esenciales
tareas filosóficas