Alasdair
McINTYRE
«HISTORIA
DE LA ÉTICA»
(cap. 14)
KANT
Alasdair McINTYRE fue uno de los principales teóricos
de la llamada “ética de las virtudes” en la
segunda mitad del siglo XX, cuya reflexión se halla en
el origen del “comunitarismo” contemporáneo.
Su HISTORIA DE LA ÉTICA (1966) marcó en profundidad
a diversas generaciones de estudiantes. En este capítulo
de dicha obra resume las aportaciones fundamentales del kantismo,
pero es especialmente relevante su crítica a la filosofía
moral kantiana en las últimas páginas del texto.
Kant
se ubica en uno de los grandes hitos divisorios de la historia
de la ética. Quizá para la mayoría de los
autores posteriores, incluso para muchos que conscientemente son
antikantianos, la ética se define como tema en términos
kantianos. Para muchos que nunca han oído hablar de la
filosofía, y mucho menos de Kant, la moralidad es aproximadamente
lo que era para Kant. La razón de esto sólo puede
insinuarse cuando se haya comprendido lo que Kant dice. Pero al
comenzar se tiene que poner en claro una cuestión muy general
con respecto a Kant. En cierto sentido fue a la vez un típico
y supremo representante de la Ilustración: típico
a causa de su creencia en el poder del razonamiento valiente y
en la eficacia de la reforma de las intituciones (cuando todos
los Estados sea repúblicas no habrá más guerras);
supremo porque en sus pensamientos o resolvió los recurrentes
problemas de la Ilustración o los volvió a formular
de una forma mucho más fructífera. El más
grande ejemplo de esto es su síntesis de esos dos ídolos
de la Ilustración, la física de Newton y el empirismo
de Helvecio y Hume, en la CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA.
Los empiristas habían sostenido que tenemos fundamentos
racionales para no creer en nada más allá de lo
que ya ha sido encontrado por nuestros sentidos; y la física
de Newton ofrece leyes aplicables a todos los sucesos en el espacio
y en el tiempo. ¿Cómo reconciliar ambas posiciones?
Kant sostiene que podemos contar con la seguridad a priori de
que toda nuestra experiencia será gobernada por leyes,
y gobernada por leyes a la manera de la causalidad newtoniana,
no en virtud del carácter de los conceptos mediante los
cuales captamos ese mundo. La experiencia no es una mera recepción
pasiva de impresiones; es una captación y comprensión
activa de percepciones, y sin los conceptos y categorías
con los que ordenamos y entendemos las percepciones carecería
de forma y de significado. “Los conceptos sin percepciones
son vacíos, las percepciones sin conceptos son ciegos”.
La
teoría kantiana del conocimiento, aun con un bosquejo tan
somero, tiene importancia, por lo menos en dos sentidos, para
la teoría de la moral. Puesto que las relaciones causales
se descubren sólo cuando aplicamos las categorías
a la experiencia, no hay forma de inferir relaciones causales
fuera y más allá de la experiencia. Por lo tanto,
no podemos inferir del orden causal de la naturaleza un Dios que
es el autor de la naturaleza. La naturaleza es completamente impersonal
y no-moral; puede ser considerada como si fuera el producto de
un diseñador grande y benevolente, pero no podemos afirmar
que es tal cosa. Por eso tenemos que buscar el reino de la naturaleza.
La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo,
porque lo que sucede en el mundo es ajeno a la moral. Además,
el procedimiento de Kant no consiste nunca en buscar –como
lo hicieron Descartes y algunos empiristas– una base para
el conocimiento, es decir, un conjunto de primeros principios
o datos sólidos, con el fin de reivindicar nuestra pretensión
de conocimiento contra algún hipotético escéptico.
Kant da por supuesta la existencia de la aritmética y la
mecánica newtoniana e investiga cómo deben ser nuestros
conceptos para que estas ciencias sean posibles. Lo mismo sucede
con la moral. Kant da por supuesta la existencia de una conciencia
moral ordinaria. Sus propios padres, cuyos sacrificios habían
hecho posible que él se educara, y cuyas dotes intelectuales
eran notablemente inferiores a las suyas, le parecían ser
modelos de simple bondad. Cuando Kant leyó a Rousseau,
las observaciones de éste sobre la dignidad de la naturaleza
humana ordinaria le llamaron inmediatamente la atención.
La conciencia moral de la naturaleza humana ordinaria proporciona
al filósofo un objeto de análisis, y, como en la
teoría del conocimiento, la tarea del filósofo no
es buscar una base o una reivindicación, sino averiguar
cuál debe ser el carácter de nuestros conceptos
y preceptos morales para que la moralidad sea posible tal como
es.
Kant
se ubica, por lo tanto, entre los filósofos que consideran
que su tarea es un análisis post eventum: la ciencia es
lo que es, la moralidad es lo que es, y nada puede hacerse al
respecto. Esta visión esencialmente conservadora es tanto
más sorprendente si se tiene en cuenta que la vida de Kant
(1724-1804) transcurre en un período de rápido cambio
social. Una parte de la explicación de las actitudes de
Kant quizá sea biográfica: Königsberg, cercana
a los límites orientales de Prusia, no era una metrópoli;
y Kant vivió una existencia académica aislada. Pero
mucho más importante es el hecho de que Kant concibió
su tarea como el aislamiento de los elementos a priori –y
por lo tanto inmutables– de la moralidad. En las diferentes
sociedades quizás haya diferentes esquemas morales, y Kant
insistió en que sus propios estudiantes se familiarizaran
con el estudio empírico de la naturaleza humana, pero,
¿qué es lo que convierte en morales a estos esquemas?
¿Qué forma debe tener un precepto para que sea reconocido
como precepto moral?
Kant
emprende el examen de esta cuestión a partir de la aseveración
inicial de que no hay nada bueno excepto una buena voluntad. La
salud, la riqueza o el intelecto son buenos sólo en la
medida en que son bien empleados. Pero la buena voluntad es buena
y “resplandece como una piedra preciosa” aun cuando,
“por la mezquindad de una naturaleza madrastra” el
agente no tenga la fuerza, la riqueza o la habilidad suficientes
para producir el estado de cosas deseable. Así la atención
se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus
móviles o intenciones, y no en lo que realmente hace ¿Qué
móviles o intenciones hacen buena a la buena voluntad?
El
único móvil de la buena voluntad es el cumplimento
de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Todo lo que
intenta hacer obedece a la intención de cumplir con su
deber. Un hombre puede lo que, en realidad, es su deber respondiendo
a móviles muy distintos. Un comerciante que entrega el
cambio correcto puede ser honesto no a causa de que es su deber
ser honesto, sino porque la honestidad trae buenos resultados
al atraer a la clientela y aumentar las ganancias. Y es importante
hacer notar aquí que una voluntad puede no llegar a ser
buena no sólo porque cumple con el deber en virtud de móviles
egoístas, sino también porque lo cumple en virtud
de móviles altruistas, los cuales, sin embargo, surgen
de la inclinación. Si soy una persona amistosa y alegre
por naturaleza, que gusta de ayudar a los demás, mis actos
altruistas –que pueden coincidir con los que, de hecho,
me exige mi deber– quizá se realicen no porque el
deber los exija, sino simplemente porque tengo una inclinación
a comportarme de esa manera y disfruto de ello. En este caso,
mi voluntad no llega a ser decisivamente buena, lo mismo que si
hubiera actuado por interés egoísta. Kant raramente
menciona y nunca profundiza la diferencia entre las inclinaciones
a actuar en un sentido o en otro; y establece todo el contraste
entre el deber por una parte, y la inclinación de cualquier
tipo, por la otra. Pues la inclinación pertenece a nuestra
determinada naturaleza física y psicológica, y no
podemos, según Kant, elegir nuestras inclinaciones. Lo
que podemos hacer es elegir entre nuestra inclinación y
nuestro deber. ¿Cómo se me hace presente, entonces,
el deber? Se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente
válida para todos los seres racionales. ¿Cuál
es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia
de ella?
Tomo
conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer
para mi mismo y querer coherentemente que sean obedecidos por
todos los seres racionales. La prueba de un auténtico imperativo
es que puedo universalizarlo, esto es, que puedo querer que sea
una ley universal o, como lo señala Kant en otra formulación,
que puedo querer que sea una ley de la naturaleza. El sentido
de esta última formulación es poner de relieve que
no sólo debo ser capaz de querer que el precepto en cuestión
sea reconocido universalmente como una ley, sino que también
debo ser capaz de querer que sea ejecutado universalmente en las
circunstancias apropiadas. El sentido de “ser capaz de”
y “poder” en estas formulaciones equivale al “poder
sin inconsistencia”, y la exigencia de consistencia es parte
de la exigencia de racionalidad en una ley que los hombres se
prescriben a sí mismos como seres racionales. El ejemplo
más útil de Kant es el del mantenimiento de las
promesas. Supóngase que estoy tentado de romper una promesa.
El precepto según el cual pienso actuar puede formularse
así: “Me es posible romper una promesa siempre que
me convenga” ¿Puedo querer consistentemente que este
precepto sea universalmente reconocido y ejecutado? Si todos los
hombres actuaran de acuerdo con este precepto y violaran sus promesas
cuando les conviene, evdentemente la práctica de formular
promesas y confiar en ellas se desvanecería, pues nadie
sería capaz de confiar en las opiniones de les demás,
y, en consecuencia, expresiones de la forma: “Yo prometo...”
dejarían de tener sentido. Por eso querer que este precepto
se universalice es querer que el mantenimiento de las promesas
ya no sea posible. Pero querer que yo sea capaz de actuar de acuerdo
con este precepto (lo que debo querer como parte de mi voluntad
de que el precepto sea universalizado) es querer que sea capz
de formular promesas y violarlas, y esto implica querer que la
práctica del mantenimiento de las promesas continúe
con el fin de que pueda sacar provecho de ella. Por eso querer
que este precepto sea universalizado es querer, a la vez, que
el mantenimiento de promesas subsista y no subsista como práctica.
Así, no puedo universalizar el precepto en forma consistente,
y, por lo tanto, éste no puede ser un verdadero imperativo
moral o, como lo llama Kant, un imperativo categórico.
Al
darles la denominación de categóricos, Kant contrapone
los imperativos morales a los imperativos hipotéticos.
Un imperativo hipotético tiene la forma: “Debes hacer
tal y cual cosa si ...” El “si” puede introducir
dos tipos de condición. Hay imperativos hipotéticos
de habilidad: “Debes hacer tal y cual cosa (o “Haz
tal y cual cosa”) si quieres obtener este resultado”
(p.ej., “Aprieta la perilla si quieres tocar el timbre”);
y hay imperativos hipotéticos de prudencia: “Debes
hacer tal y cual cosa si deseas ser feliz (o, “para tu beneficio”)”.
El imperativo categórico no está limitado por ninguna
condición. Simplemente tiene la forma “Debes hacer
tal y cual cosa”. Una versión del imperativo categórico
kantiano aparece, por cierto, en expresiones morales comunes a
nuestra sociedad: “Debes hacerlo”. “¿Por
qué?” No hay un motivo. Simplemente debes hacerlo”.
La eficacia del “No hay un motivo” reside en que establece
un contraste con los casos en que se debe hacer algo porque nos
traerá placer o provecho o producirá algún
resultado que deseamos. Así, la distinción entre
imperativos categóricos e hipotéticos es, a este
nivel, una distinción familiar. Lo que no es familiar es
la prueba kantiana de la capacidad para universalizar el precepto
en forma consistente, pues lo que no está presente en nuestro
discurso moral cotidiano en el concepto de un criterio racional
–y en cuanto racional, objetivo– para decidir cuáles
son los imperativos morales auténticos. La importancia
histórica de Kant se debe en parte a que su criterio está
destinado a reemplazar dos criterios mutuamente excluyentes.
Según
Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de
la moralidad. No obedece más que a sí mismo. La
obediencia no es automática porque no somos seres completamente
racionales, sino compuestos de razón y de lo que Kant llama
la sensibilidad, en la que incluye nuestro modo de ser fisiológico
y psicológico. Kant contrapone lo que denomina “amor
patológico” –expresión que no designa
un amor mórbido o inhumano, sino un afecto natural, esto
es, el amor que surge en nosotros espontáneamente–
al “amor que puede ser ordenado”, es decir, la obediencia
al imperativo categórico, que se identifica con el amor
al prójimo ordenado por Jesús. Pero Jesús
no puede constituir para nosotros una autoridad moral; o más
bien, lo es sólo en la medida en que nuestra naturaleza
racional lo reconoce como tal y le acuerda autoridad. Y si esa
es la autoridad que aceptamos, lo que en última instancia
se nos presenta como tal, es de hecho nuestra propia razón
y no Jesús. Podemos expresar esto mismo en otra forma.
Supóngase que un ser divino, real o supuesto, me ordena
hacer algo. Sólo debo hacer lo que me ordena si lo que
me ordena es justo. Pero si estoy en la situación de juzgar
por mí mismo si lo que me ordena es justo o no, entonces
no necesito que un ser divino me instruya con respecto a lo que
debo hacer. Cada uno de nosotros es, ineludiblemente, su propia
autoridad moral. Comprender esto –lo que Kant llama autonomía
del agente moral– es comprender también que la autoridad
externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para
la moralidad. Suponer que puedo hacerlo implicaría ser
culpable de heteronomía, es decir, del intento de someter
al agente a una ley exterior a sí mismo, ajena a su naturaleza
de ser racional. La creencia en la ley divina como fuente de moralidad
no es el único tipo de heteronomía. Si intentamos
encontrar un criterio para evaluar los preceptos morales en el
concepto de felicidad o en el de lo que satisfaría los
deseos y necesidades humanas estaremos igualmente mal encaminados.
El reino de la inclinación es tan ajeno al de nuestra naturaleza
racional como cualquier mandamiento divino. Por eso la “eudaimonia”
de Aristóteles es tan inútil para la moralidad como
la ley de Cristo.
Es
inútil, en todo caso, porque no puede proporcionar una
guía fija. La noción de felicidad es indefinidamente
variable porque depende de las variaciones en el modo de ser psicológico.
Pero la ley moral debe ser completamente invariable. Cuando he
descubierto un imperativo categórico, he descubierto una
ley que no tiene excepciones. En un corto ensayo titulado SOBRE
EL SUPUESTO DERECHO A MENTIR POR MOTIVOS BENÉVOLOS, Kant
responde a Benjamin Constant que lo había criticado sobre
este punto. Supóngase que un probable asesino me interroga
sobre el paradero de una futura víctima, y que yo miento
con el fin de salvarla. El asesino procede a seguir mis indicaciones,
pero –sin que yo lo sepa– la víctima se encamina
precisamente al lugar hacia el que he enviado al asesino. En consecuencia,
el asesinato se produce a causa de mi mentira, y soy responsable
precisamente porque he mentido. Pero si hubiera dicho la verdad,
pasara lo que pasara, no podría ser responsabilizado; pues
mi deber es obedecer al imperativo y no considerar las consecuencias.
La semejanza entre Kant y Butler es notable, y no es una casualidad
que tanto en Kant como en Butler la insistencia en las consecuencias
irrelevantes se equilibre con una invocación a la teología.
Kant sostiene que mi deber es un deber que no toma en cuenta las
consecuencias, sea en este mundo o en el próximo. No tiene
nada de la crudeza e insensibilidad de los utilitarios teológicos.
Pero todavía sostiene, o más bien asevera, que sería
intolerable que la felicidad no coronara finalmente el deber.
Pero lo particular del caso es que si la felicidad es una noción
tan indeterminada como Kant sugiere en otras partes –y en
forma correcta, pues la noción kantiana de felicidad ha
sido separada de cualquier noción de fines socialmente
establecidos y de la satisfacción que ha de obtenerse al
alcanzarlos– apenas puede introducir aquí en forma
consistente la felicidad como recompensa de la virtud. Aunque
no sea buscada –y sea, por cierto, la recompensa de la virtud
sólo en tal caso–, la felicidad es aquello sin lo
cual toda la empresa de la moralidad casi no tendría sentido.
Y esto implica una admisión tácita de que sin una
noción semejante, no la moralidad misma, sino la interpretación
kantiana de ella apenas tiene sentido.
Según
Kant la razón práctica supone una creencia en Dios,
en la libertad y en la inmortalidad. Se necesita de Dios como
un poder capaz de realizar el summum bonum, es decir, de coronar
la virtud con la felicidad; se necesita de la inmortalidad porque
la virtud y la felicidad manifiestamente no coinciden en esta
vida, y la libertad es el supuesto previo del imperativo categórico.
Pues sólo en los actos de obediencia al imperativo categórico
nos liberamos de la sevidumbre a nuestras propias inclinaciones.
El “debes” del imperativo categórico sólo
puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido
“debes” implica “puedes”. Y ser capaz
de obedecer implica que uno se ha liberado de la determinación
de sus propias acciones por las inclinaciones, simplemente porque
el imperativo que guía la acción determinada por
la inclinación es siempre un imperativo hipotético.
Éste es el contenido de la libertad moral.
El
poder de esta descripción kantiana es innegable, y se acrecienta
y no disminuye cuando la doctrina del imperativo categórico
se aparta del dudoso apoyo ofrecido por las formas kantianas de
creencia en Dios y en la inmortalidad. ¿De dónde
deriva este poder? En el curso de la exposición de Hume
describí el surgimiento del “debes” moral en
el sentido moderno. Aunque podemos examinar los primeros signos
del reconocimiento filosófico de este “debes”
en un autor como Hume, su utilitarismo no le permite asignarle
un lugar central. Pero en Kant este “debes” no sólo
ocupa una posición central, sino que absorbe todo lo demás.
La palabra “deber” no sólo se separa por completo
de su conexión básica con el cumplimiento de un
papel determinado o la realización de las funciones de
un cargo particular. Se vuelve singular más bien que plural,
y se define en términos de la obediencia a los imperativos
morales categóricos, es decir, en términos de mandatos
que contienen el nuevo “debes”. Ésta nueva
separación del imperativo categórico de acontecimientos
y necesidades contingentes y de las circunstancias sociales lo
convierte al menos en dos sentidos en una forma aceptable de precepto
moral para la emergente sociedad individualista y liberal.
Hace
que el individuo sea moralmente soberano, y le permite rechazar
todas las autoridades exteriores. Y le da la libertad de perseguir
lo que quiere sin insinuar que debe hacer otra cosa. Esto último
quizá sea menos obvio que lo primero. Los ejemplos típicos
dados por Kant de pretendidos imperativos categóricos nos
dicen lo que NO debemos hacer: no violar promesas, no mentir,
no suicidarse, etc. Pero en lo que se refiere a las actividades
a las que debemos dedicarnos y a los fines que debemos perseguir,
el imperativo categórico parece quedarse en silencio. La
moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y
los medios con los que lo hacemos, pero no les da una dirección.
Así, la moralidad sanciona, al parecer, cualquier forma
de vida que sea compatible con el mantenimiento de las promesas,
la expresión de la verdad, etc.
Un
aspecto relacionado estrechamente con lo anterior se acerca más
a temas de interès filosófico directo. La doctrina
del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar
las máximas propuestas, pero no me dice de dónde
he de obtener las máximas que plantean, en primer lugar,
la exigencia de una prueba. Así, la doctrina kantiana es
parasitaria con respecto a alguna moralidad preexistente, de la
que nos permite entresacar elementos; o, más bien, de la
que nos permitiría entresacarlos si la prueba que proporciona
fuera una en que se pudiera confiar. pero En realidad no es digna
de confianza, incluso en sus propios términos. Pues la
prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad
de universalizarlo en forma consistente. Sin embargo, con suficiente
ingenio, casi todo precepto puede ser universalizado consistentemente.
Todo lo que necesito hacer es caracterizar la acción propuesta
en una forma tal que la máxima me permita hacer lo que
quiero mientras prohibe a los demás hacer lo que anularía
la máxima en caso de ser universalizada. Kant se pregunta
si es posible consistentemente universalizar la máxima
de que puedo violar mis promesas cuando me conviene. Supóngase,
sin embargo, que hubiera investigado la posibilidad de universalizar
consistentemente la máxima de que: “Yo puedo violar
mis promesas sólo cuando...” El espacio en blanco
se llena con una descripción ideada en forma tal que se
aplica a mis actuales circunstancias, a muy pocas más,
y a ninguna en que la obediencia de alguien más a la máxima
me produjera inconvenientes, y mucho menos me demostrara que la
máxima no es capaz de una universalidad consistente. Se
deduce que, en la práctica, la prueba del imperativo categórico
sólo impone restricciones a los que no están suficientemente
dotados de ingenio.
La
vacuidad lógica de la prueba del imperativo categórico
tiene por sí misma una importancia social. Puesto que la
noción kantiana de deber es tan formal que puede dársele
casi cualquier contenido, queda a nuestra disposición para
proporcionar una sanción y un móvil a los deberes
específicos que pueda proponer cualquier tradición
social y moral particular. Puesto que separa la noción
de deber de los fines, propoósitos, deseos y necesidades,
sugiere que sólo puedo preguntar al seguir un curso de
acción propuesto, si es posible querer consistentemente
que sea universalizado y no a qué fines o propósitos
sirve. Hasta aquí, cualquiera que haya sido educado en
la noción kantiana del deber habrá sido educado
en un fácil conformismo con la autoridad.
Nada
podría estar más lejos, por cierto, de las intenciones
y del espíritu de Kant. Su deso es exhibir al individuo
moral como si fuera un punto de vista y un criterio superior y
exterior a cualquier orden social real. Simpatiza con la Revolución
Francesa. Odia el servilismo y valora la independencia del espíritu.
Según él. El paternalismo es la forma más
grosera del despotismo. Pero las consecuencias de su doctrina
–por lo menos en la historia alemana– hacen pensar
que el intento de encontrar un punto de vista moral completamente
independiente del orden social puede identificarse con la búsqueda
de una ilusión, y con una búsqueda que nos convierta
en meros servidores conformistas del orden social en mucho mayor
grado que la moralidad de aquellos que reconocen la imposibilidad
de un código que no exprese, por lo menos en alguna medida,
los deseos y las necesidades de los hombres en circunstancias
sociales particulares.
Aladair. McIntyre: HISTORIA DE LA ÉTICA (1976). Trad. española
de Roberto Juan Walton. Ed. Paidos.