EL
CRITICISMO KANTIANO
Agustín
González
1. Período precrítico
En el comúnmente denominado «período precrítico»,
que abarca la produc¬ción kantiana anterior a la publicación
de Crítica de la razón pura(1781), podemos seguir
el proceso de formación del filósofo, así
como su relación con la ciencia y filosofía de su
tiempo. Las influencias de Schultz y Knutzen, en estos primeros
momentos, fueron fundamentales ya que determinaron el que pronto,
en el espíritu del joven pensador, se enfrentaran los dos
sistemas cuyos campos, en su madurez, tratará de delimitar:
Wotff, (metafísica racionalista) y Newton (método
empírico científico). Dos rasgos podemos destacar
de este primer período: preo¬cupación por la
ciencia, y escepticismo frente a la metafísica tradicional.
La pri¬mera etapa de este período está marcada
por su atracción hacia las llamadas cien¬cias naturales:
la física y las matemáticas. El problema de lo finito
y lo infinito, el concepto de fuerza, la estructura astronómico-cósmica,
la síntesis armónica de toda la realidad, eran temas
centrales de los científicos y filósofos del momento.
Kant no escapa a este influjo y durante este tiempo también
es movido por el afán de síntesis más que
por el de análisis o crítico, que más tarde
le serán propios. Tal como señala Cassirer en el
capítulo II de Kant, vida y obra, (Fondo de Cultura Económica),
no es posible juz¬gar la obra kantiana de este primer período
desde categorías racionalistas o empi¬ristas, ya que
el deseo de síntesis le lleva a manejar unas y otras constantemente.
La postura kantiana está en la línea de la filosofía
que mueve a los científicos mo¬dernos, los cuales,
sobre todo a partir de Galileo, conciben la ciencia como ciencia
de la hipótesis, de la experiencia imaginaria, y cuyo lenguaje
es el lenguaje matemático. Este lenguaje proporciona el
acceso a una estructura del universo que se concibe, por este
motivo, «escrito en lenguaje geométrico». «Las
matemáticas son la nueva sintaxis de la ciencia física,
de acuerdo con la estructura racional de la naturaleza, en una
concepción apriorística de la ciencia experimental
moderna, que solamente de esta forma puede constituirse como algo
autónomo de la filoso¬fía y de la teología».
La
curiosidad científica y el afán de conocimiento,
proporcionan al joven Kant una sólida información
sobre toda clase de problemas científicos y mate¬máticos.
En las obras de esta primera etapa vemos al joven filósofo
dialogando con Descartes, Leibniz, Galileo, Lamben, Kepler, Braher
y Newton, lo cual no hubiera sido posible sin esa información
y sin un criterio propio que ya empezaba a manifestar una capacidad
de crítica y síntesis poco común. «Ideas
sobre la ver¬dadera apreciación de las fuerzas vivas»
nos muestra a Kant interviniendo en la polémica mantenida
entre Leibniz y Descartes, pero, sin lugar a dudas, es «Histo¬ria
general de la naturaleza y teoría del cielo» la obra
más importante de esta pri¬mera etapa del «período
precrítico, donde encontramos la primera aportación
científico-filosófica de Kant: las fuerzas de atracción
y repulsión, de una manera mecánica, explican el
origen del universo, a la vez que afirma la existencia de un espacio
inmenso repleto de materia cósmica. Esta primera aportación
teórica kan¬tiana fue tan importante que, tras la confirmación
experimental que de la misma hizo el astrónomo francés,
se la conoce con el nombre de «teoría Kant-Laplace».Su
preocupación por la totalidad y por buscar los fundamentos
de los fenómenos naturales, no deteniéndose en la
mera descripción de los mismos, en contra de las corrientes
escéptico-nominalistas, son evidentes en esta obra.
Con la publicación de «Nueva luz sobre los principios
fundamentales del co¬nocimiento metafísico» (1755)
comienza la segunda etapa de este primer pe¬ríodo,
centrada en su preocupación por la metafísica y
la orientación hacia el em¬pirismo inglés y
el criticismo. Kant se enfrenta a la filosofía de su tiempo
po¬niendo de relieve la mayoría de sus insuficiencias.
Los temas centrales se pueden reducir a: ruptura con la metafísica
de Wolff, demostración del falso uso de la lógica
aristotélica yla oposición entre pensamiento y realidad.
Del diálogo con Aristóteles, Descartes, Spinoza,
Leibniz y Wolff, sale la crítica a la metafísica
tra¬dicional y su firme convicción de la insuficiencia
de la misma para resolver las necesidades que la ciencia y la
moral le estaban planteando. «La falsa sutileza de las cuatro
figuras silogísticas», «La única prueba
posible para demostrar la existencia de Dios», «Investigaciones
sobre la evidencia de los principios de la teología na¬tural
y de la moral» y «Sueños de un visionario,
interpretados mediante los sue¬ños de la metafísica»
pueden ser consideradas como las obras más representativas
de esta etapa. Poco a poco van apareciendo los elementos que configuran
su criti¬cismo trascendental. En «Sobre el primer fundamento
de la diferencia de las zo¬nas dentro del espacio» pasa
a un primer plano de su preocupación la proble¬mática
del espacio. La consideración del espacio como condición
de la experien¬cia, pero no como objeto de la misma, es la
conclusión más importante de la obra. Una vez más,
como sucedió en su diálogo con la ciencia, Kant
busca los funda¬mentos, la relación de necesidad, la
totalidad desde la que todo sea comprensible, la justificación
de la universalidad del conocimiento. Esta tensión es la
que le hace considerar insatisfactorios los resultados de la metafísica
racionalista y del empi¬rismo inglés. Su inclinación
por los métodos de las ciencias y las matemáticas
—sintéticos, necesarios y sobrios—, frente
a los de la metafísica —analíticos, espe¬culativos
y complicados—, ya es evidente en esta época. Los
primeros resultados de su insatisfacción y del nuevo criticismo,
aparecen en la «Dissertatio» de 1770.
Kant
considera esta obra como el verdadero comienzo de su «revolución
co¬pernicana». Está seguro de que en ella se
encuentran los principios de un nuevo «modus operandi»
de la filosofía. La cátedra, para la que había
sido nombrado, era un auténtico desafío para un
filósofo que, como él, había adquirido un
sólido prestigio, pero que aún no había producido
lo que de él se esperaba, y precisa¬mente en el campo
de la metafísica. Sus agudos planteamientos en la filosofía
de la ciencia y sus críticas a la metafísica tradicional
daban pie a esperar mucho del, ya no tan joven filósofo.
Kant no rehuye el reto y hace su presentación con una comunicación
auténticamente revolucionaria, y no tanto por lo que explica
en ella, como por lo que implícitamente hace suponer vendrá
después. Él tiene con¬ciencia de esta importancia
y así se lo hace saber a sus amigos. «Desde hace
alre¬dedor de un año he llegado, y ello me alegra,
a una idea, la cuál ya no me preo¬cupa tener alguna
vez que modificar, aunque sí necesitaré ampliarla,
con cuyo me¬dio todo género de cuestiones metafísicas
puede ser decidido si son solubles o no»(1) . Poco más
adelante, y en la misma carta añade: «Las secciones
primera y cuarta pueden ser pasadas por alto como de menor relieve;
pero en la segunda, tercera y quinta aunque por causa de mi falta
de salud no las he podido elaborar a satisfacción, me parece
que se ofrece una materia, que sería digna de una realiza¬ción
más cuidadosa y prolija. Las leyes generales de la sensibilidad
juegan falsa¬mente gran papel en la metafísica, en
la cual, sin embargo, todo estriba en concep¬tos y principios
de la razón pura. Parece que debería preceder a
la metafísica una ciencia especial, aunque puramente negativa,
en la que se fijen a los principios de la sensibilidad su validez
y sus límites, para que no perturben los juicios sobre
los objetos de la razón pura, como hasta ahora ha sucedido
casi siempre. En efecto, espacio y tiempo y los axiomas, para
considerar todas las cosas bajo sus relacio¬nes, son, respecto
de los conocimientos empíricos y de todos los objetos de
los sentidos, muy reales y contienen en verdad las condiciones
de
(1)
Carta a Lambert, 2 septiembre 1770.
todos los fenóme¬nos y juicios empíricos. Pero
si algo no es de manera ninguna objeto de los senti¬dos, sino
que es pensado por un concepto general y puro de la razón,
como una cosa o una sustancia en general, etc., entonces se produce
muy falsas posiciones, si se quiere someter a la sensibilidad
ese concepto fundamental pensado». Esta afir¬mación
kantiana de la necesidad de una ciencia «que debería
preceder a la meta¬física», de una auténtica
propedéutica en la que «se fijen a los principios
de la sen¬sibilidad su validez y sus límites, para
que no perturben los juicios sobre los obje¬tos de la razón
pura», es el anuncio dc su futura Crítica, de la
que la «Dissertatio» vendría a ser una especie
de avance.
El
interés por diferenciar el conocimiento sensible del intelectual
es lo más importante de toda la obra: «establecer
con el mayor rigor la distinción entre sen¬sibilidades
e intelecto, o mejor entre razón sentiente y razón
pura y abstracta (in¬telligentia), y a su vez, la distinción
de sus respectivos objetos»(2). En este proceso de diferenciación,
que lleva a cabo en la obra, van apareciendo toda una serie de
teorías que pasarán, sin modificaciones, a la «Crítica
de la razón pura» —doctrina de la sensibilidad,
espontaneidad del conocimiento intelectual y receptividad del
sensible, imposibilidad de la intuición intelectual, materia
y forma del conoci¬miento, aprioridad del espacio y el tiempo.
Con la «Dissertatio», prácticamente, comienza
una nueva etapa de la filosofía. Kant busca la base en
que pudieran apoyarse la necesidad y exactitud de las matemáticas.
La influencia de Euler, en estos momentos, es evidente, así
como el definitivo distanciamiento de las Posi¬ciones de Leibniz
y Newton. El espacio y el tiempo serán las bases buscadas;
la determinación de ambos como a priori y a la vez, como
necesarios para la expe¬riencia, hace posible una fundamentación
de la «ciencia de lo sensible», a la vez que se pone
de manifiesto el valor de los conocimientos a priori. Es el momento
de la «gran luz», la distinción entre la materia
y la forma en el conocimiento, la separación esencial y
metodológica entre los contenidos del mundo sensible y
el inteligible, como única manera de solucionar las situaciones
a que habían llegado empiristas y racionalistas. Metafísica
y física-matemática deben tener sus campos perfectamente
limitados, tanto por sus fundamentos como por sus métodos.
Kant, en estos momentos, tiene el proyecto claro y ve inminente
su realización; la realidad no fue así. La anunciada
inmediata aparición de la obra (“Crítica de
la razón pura”) tardaría once años
en producirse.
(2) Kant, Dissertatio, Madrid, 1961, Introducción de R.
Ceñal, p. 37.
2.
Período crítico: uso teórico de la razón
«La
razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos
de conoci¬miento, de hallarse acosada por cuestiones que no
puede rechazar por ser plantea¬das por la misma naturaleza
de la razón, pero a las que tampoco puede responder por
sobrepasar todas sus facultades».(3)
«...; es, por una parte, un llamamiento a la razón
para que de nuevo comprenda la más difícil de todas
sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para
que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas
y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas,
no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e
invariables que la razón posee. Seme¬jante tribunal
no es otro que la misma crítica de la razón pura».
«De
todo lo anterior se desprende la idea de una ciencia esencial
que puede llamarse Crítica de la Razón Pura... Un
órganon de la razón pura sería la síntesis
de aquellos principios de acuerdo con los cuales se pueden adquirir
y lograr relati¬vamente todos los conocimientos puros a priori.
La aplicación exhaustiva de semejante órganon suministraría
un sistema de la razón».
En los textos anteriores Kant expone la necesidad, la razón
y cuál debe ser el contenido de la Crítica de la
Razón Pura. Ya en la carta a Lambert nos anunciaba la necesidad
de construir una propedéutica de la metafísica,
una ciencia que fijará los límites del conocimiento
sensible. Aquel proyecto se ha ampliado: ahora es necesario constituir
un «tribunal que garantice sus pretensiones legítimas
y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas,
no con afirma¬ciones de autoridad, sino con las leyes eternas
y invariables que la razón posee». Fijar límites
a la capacidad de la razón podía ser considerado
como negativo, y en efecto, Kant mismo afirma que fijar límites
era, en primer lugar, decir qué no po¬día construir
la razón humana, cuáles eran sus usos legítimos
e ilegítimos. Fijar, en una palabra, la imposibilidad de
la metafísica para fundamentar el conocimiento científico.
Esta negatividad del primer momento dará paso a un segundo
mo¬mento, el más genuinamente kantiano: averiguar la
legitimidad de un segundo uso de la razón, el práctico.
La
universalidad y validez del conocimiento matemático-científico,
es para Kant una realidad de la que hay que partir. El problema,
por consiguiente, no era el de discutir su idoneidad en base a
determinados paradigmas, sino el de averi¬guar cómo
(3)
Kant, Crítica de la Razón Pura, Prólogo,
A VII, Madrid, Alfaguara, 1978,
p.,7.
alcanzaban su status gnoseológico. Tal investigación
se convertirá, en el fondo, en una investigación
sobre la verdad de la trascendencia ontológica, tal como
indica Heidegger, «Si la verdad de un conocimiento pertenece
a su esencia, el problema trascendental de la posibilidad interna
del conocimiento sintético a priori equivale a preguntar
por la esencia de la verdad de la trascendencia onto¬lógica»(4).
El problema de esta universalidad y validez quedará reducido
a averi¬guar cómo son posibles los «juicios sintéticos
a priori», problema que es, en reali¬dad, el averiguar
en qué consisten las condiciones de la certeza. El conocimiento
de las condiciones de toda presencia como tales es lo que Kant
llama «conoci¬miento trascendental». «Llamo
trascendental todo conocimiento que en general se ocupa, no tanto
de los objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste
debe ser posible a priori». Este método trascendental
parte de una serie de supuestos: «en primer lugar, la existencia
de conocimientos universales y necesa¬rios; luego, la existencia
y el valor objetivo de ciencias necesarias, como las mate¬máticas
y la física mecánica; en tercer lugar la aceptación
de que la necesidad no tiene otro origen que un a priori de la
razón; y, en fin, que la experiencia no es una pura combinación
de percepciones, sino que implica además una actividad
combinada de la sensibilidad y del entendimiento».(5) La
mezcla de elementos em¬piristas y racionalistas (wolffianos)
es evidente.
El
juicio analítico no puede aportar conocimientos ya que
no hay nada dado en e1, pero tiene necesidad y universalidad,
condiciones que se dan en el conoci¬miento científico
y en las matemáticas. El juicio sintético, como
muy bien había señalado Hume, aporta conocimiento
particular, por lo que no hay en él necesi¬dad ni universalidad.
El conocimiento científico, de cuya existencia y realidad
parte Kant, tiene universalidad y necesidad, a la vez que comporta
un aumento del conocimiento. Estas características le son
propias al juicio «sintético a priori»; en
él, lo dado se convertirá en la materia del conocimiento:
todo aquello que puede ser recibido por nuestra sensibilidad.
La forma será la que aporte la necesi¬dad y la universalidad:
los elementos puros que posibilitan el conocimiento y la misma
existencia. «Pues bien, la tarea propia de la razón
pura se contiene en esta pregunta:¿cómo son posibles
los juicios sintéticos a priori ? En base a esto Kant hace
una primera distinción entre los conocimientos que se construyen,
que usan, con juicios sintéticos
(4) M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica,
México, F.C.E.,1973, p.23
(5) H. J. Vleeschauwer, Historia de la filosofía, vol.
7, Madrid, Siglo XXI,
1977, p. 184
a
priori y los que no los usan, por lo que la pregunta anterior,
«incluye la respuesta a las siguientes preguntas: ¿
Cómo es posible la ma¬temática pura? ¿Cómo
es posible la ciencia natural pura?» y nos obligará
a pre¬guntarnos, ¿cómo es posible la metafísica
como disposición natural? o ¿cómo es posible
la metafísica como ciencia?
La
primera investigación consistirá en averiguar cuáles
son esos elementos puros y a priori que aportan la necesidad y
la universalidad al conocimiento, a la vez que posibilitan la
experiencia (deducción metafísica). La segunda,
cómo es po¬sible su aplicación a la experiencias
cuál es su uso en el conocimiento científico (deducción
trascendental). La intención última que mueve estas
investigaciones vendría a ser «la búsqueda
de cómo debe ser estructurada la razón para poder
op¬tar al título de ciencia real». Goldman nos
dirá que el fin último de la obra kan¬tiana
será la búsqueda y justificación de la totalidad,
A. Philonenko, que su objeto será la unidad de una multiplicidad,
unidad que encontrará «en las funciones a priori
unificadoras y objetivantes de la razón», y Heidegger
que la tarea de la «Crítica de la Razón Pura»
consiste en determinar la esencia del conocimiento ontológico
por la explicación de su origen y de los gérmenes
que lo hicieron posi¬ble».(6)
La
posibilidad de las matemáticas como ciencias puras quedará
demostrada en la Estética Trascendental, donde se determinará
cuáles son sus elementos a priori o formas puras: el espacio
y el tiempo. Frente a Leibniz (conceptos discursi¬vos), frente
a Newton (espacio y tiempo como absolutos) y frente a Locke (con¬ceptos
empíricos), Kant mantiene la concepción de espacio
y tiempo como formas a priori o intuiciones puras de la sensibilidad.
No proceden de la experiencia, ni son cosas en sí, pero
son los que la hacen posible. El mismo Kant en la «Explica¬ción»
que sigue a la exposición de espacio y tiempo sale al paso
de la posible reali¬dad de ambos: tienen una realidad subjetiva,
están en las cosas como formas de nuestra intuición,
tienen una realidad empírica como condiciones de la experiencia
posible, pero en ningún caso pertenecen a las cosas como
son en sí mismas. «To¬mados juntamente, espacio
y tiempo son formas puras de toda intuición sensible, gradas
a lo cual hacen posibles las proposiciones sintéticas a
priori». Estas for¬mas de la sensibilidad, a la vez
que aportan la necesidad y la universalidad a los juicios sintéticos
a priori, dan como resultado el que el objeto experimentado nunca
puede ser el objeto tal como es en sí mismo, sino como
es captado por la sensibilidad humana. «Al ser simples condiciones
de la
(6) M. Heidegger, opus cit., p. 26
sensibilidad,
estas fuentes de conocimiento a priori se fijan sus propios límites
refiriéndose a objetos conside¬rados tan sólo
en cuanto fenómenos, pero no representan cosas en sí
mismas». «Por consiguiente, si fenómeno, considerado
en su sentido original, no significa otra cosa que el objeto de
la experiencia, el cual, como tal, no puede sernos dado nunca
más que bajo las condiciones de la experiencia misma».
La sensibilidad aparece como pasividad, puramente receptiva, abierta
al objeto al que recibe, por medio de sus intuiciones puras, como
fenómeno.
La
segunda facultad cognoscitiva es el entendimiento, el cual ejerce
su activi¬dad discursiva por medio de los juicios, los cuales
son posibles por medio de las categorías (conceptos puros
del entendimiento) y de sus principios puros. La de¬ducción
trascendental de aquéllas, constituyó, según
el mismo Kant, la parte más difícil de la Crítica:
«Para examinar a fondo la facultad que llamamos entendi¬miento
y para determinar, a la vez, las reglas y límites de su
uso, no conozco in¬vestigaciones más importantes que
las representadas por mí en el segundo capítulo
de la Analítica Trascendental bajo el título de
Deducción de los conceptos puros del entendimiento. Esas
investigaciones son las que más trabajo me han costado,
aunque, según espero, no ha sido vano. Esta indagación,
que está planteada con alguna profundidad posee dos vertientes
distintas. La primera se refiere al objeto del entendimiento puro
y debe exponer y hacer inteligible la validez objetiva de sus
conceptos a priori. Precisamente por ello es esencial para lo
que me pro¬pongo».
La
intuición sensible proporciona al entendimiento una diversidad
que será asumida por éste, en un acto espontáneo,
de una forma determinada. Esta síntesis es posible debido
a las categorías. Tenía razón Hume, no hay
nada en la intuición sensible, en la experiencia, fuera
de su diversidad, pero como para construir el co¬nocimiento
son necesarios conceptos como sustancia y causa, concluía
en un es¬cepticismo. La Deducción Trascendental kantiana
supera este escepticismo al mostrar que las categorías
(conceptos puros del entendimiento) contienen «desde el
entendimiento, las bases que posibilitan toda la experiencia en
general». Ya los empiristas vieron que tales conceptos no
procedían de la experiencia, ni tampoco son disposiciones
objetivas que estén «en perfecta concordancia con
las leyes dc la naturaleza (en tal caso les faltaría la
necesidad), sino que las categorías contienen las bases
de «toda experiencia en general». La realidad, al
presentarse como el conjunto de nuestra experiencia, o no es nada,
las categorías no sólo aparecen como conceptos puros
del entendimiento, sino que también tienen un valor em¬pírico.
«Las cosas en sí mismas se conformarían necesariamente
con sus leyes con independencia de que un entendimiento conociera
tal conformidad». Ahora bien, nosotros sólo tenemos
experiencia de fenómenos, los cuales, en tanto que re¬presentaciones,
están sujetos a la «ley de conexión»
impuesta «por nuestra capaci¬dad conectora». Las
leyes del mundo fenoménico son las leyes de su posibilidad
«En otras palabras. todos los fenómenos de la naturaleza
tienen que someterse, en lo que a su combinación se refiere,
a las categorías, de las cuales, como funda¬mento originario
de la necesaria legalidad de la naturaleza (en cuanto natura for¬maliter
spectata), depende esta». Las categorías no proceden
de la experiencia, ni son cosas en sí (trascendentes),
son conceptos puros del entendimiento humano con valor trascendental.
Si las intuiciones sin las categorías son ciegas, las catego¬rías
sin las intuiciones están vacías. «No podemos
pensar un objeto sino mediante las categorías ni podemos
conocer ningún objeto pensado sino a través de intui¬ciones
que correspondan a esos conceptos. Igualmente, todas nuestras
intuiciones son sensibles y este conocimiento, en la medida en
que su objeto es dado, es em¬pírico. Ahora bien, el
conocimiento empírico es la experiencia. No podemos, pues,
tener conocimiento a priori sino objetos de experiencia posible».
Para que sea posible esta síntesis de lo diverso de la
intuición sensible por las categorías del entendimiento
(“síntesis de aprehensión en la intuición”),
«es, pues, absolutamente imprescindible que en mi conocimiento
toda conciencia pertenezca a una sola conciencia (la de mí
mismo). «Puesto que «lo diverso dado en una intuición
se halla necesariamente sujeto a la originaria unidad sintética
de apercep¬ción, ya que sólo tal unidad hace
posible la de la intuición». Esta originaria uni¬dad
sintética es la «síntesis trascendental de
la imaginación»: el «Yo pienso» o apercepción
pura.
Las
categorías, a su vez, para que los objetos puedan ser subsumidos
bajo un concepto, tienen «necesidad de un tercer término
que sea homogéneo con la cate¬goría, por una
parte, y con el fenómeno, por otra, un termino que haga
posible aplicar la primera al segundo». «Llamaremos
a esa condición formal y pura de la sensibilidad, a la
que se halla restringido el uso de los conceptos del entendi¬miento,
esquema de esos conceptos y denominaremos esquematismo del entendi¬miento
puro al procedimiento seguido por el entendimiento con tales esque¬mas».
La
«Analítica de los principios» nos va a mostrar
los principios del enten¬dimiento para que sea posible la
experiencia. Para que la categoría pueda consti¬tuir
conocimiento, para que, en definitiva, sea posible el que la diversidad
de la in¬tuición sensible pueda ser expresada por medio
de juicios sintéticos a priori, tiene que ser posible la
experiencia, «los principios del entendimiento puro no son
otra cosa que principios a priori de la posibilidad de la experiencia
y que a ésta se refie¬ren todas las proposiciones sintéticas
a priori». “Por consiguiente, el uso que el entendimiento
puede hacer de todos sus principios a priori, de todos sus conceptos,
es un uso empírico, nunca trascendental”.
La
tercera pregunta, ¿cómo es posible la metafísica
como ciencia? encontrará su respuesta en la Dialéctica
Trascendental. Nuestras dos únicas fuentes de cono¬cimiento
son el entendimiento y los sentidos. Ambos son correctos en cuanto
a su uso. Es en el juicio, cuando no se atiene a las reglas de
objetividad, donde se da el error. «En un conocimiento enteramente
concordante con las leyes del entendi¬miento, no hay error.
Tampoco lo hay en una representación de los sentidos, al
no incluir juicio alguno». La «ilusión trascendental»
se produce, al hacer, en el juicio, un indebido uso trascendente
de las categorías. El entendimiento puro trata de ampliar
su campo de acción trasladándose a territorios ajenos
a la expe¬riencia, lejos de su demarcación y sobrepasando
el uso trascendental de sus princi¬pios. La función
de la Dialéctica Trascendental será descubrir en
qué consiste esa ilusión y a qué es debida.
La «ilusión trascendental», como producto de
una «ilu¬sión natural», no desaparecerá
con el descubrimiento del error, ya que es una ten¬dencia
inevitable. Si la función del entendimiento como facultad
cognoscitiva es la de dar unidad a la diversidad de la intuición
sensible, la de la razón, como facul¬tad discursiva,
es la de dar unidad a la diversidad de las reglas del entendimiento.
La razón tiende a la unidad de los principios, a buscar
«una total concordancia del entendimiento consigo mismo».
Ahora bien, este principio de la razón, en nin¬gún
caso se refiere a la experiencia, ni para dictar sus leyes, ni
su posibilidad. Es¬tos principios de la razón son las
«ideas trascendentales», conceptos de la razón
pura que rebasan el límite de toda experiencia. Estas ideas
pueden tener un uso práctico o un uso especulativo. En
este último, que es el que aquí se considera, sus
posibles objetos nos son completamente desconocidos.
3.
Período crítico: uso práctico de la razón
El
sujeto del conocimiento y el sujeto de la ley moral son cosas
di¬ferentes, aunque vinculadas entre sí. Las dos Críticas,
pues, se mantienen en pla¬nos diferentes, pero ambas están
orientadas hacia una única finalidad: el hombre como ser
dotado de libertad y, desde él, la posibilidad de las ideas
con realidad objetiva. Ya en el Prólogo de la «Crítica
de la razón pura» se nos anunciaba un posible nuevo
uso de la razón sin restricciones: «De ahí
que una crítica que res¬trinja la razón especulativa
sea, en tal sentido, negativa. pero. a la vez, en la me¬dida
en que elimina un obstáculo que reduce su uso práctico
o amenaza incluso con suprimirlo, sea realmente de tan positiva
e importancia utilidad. Ello se ve claro cuando se reconoce que
la razón pura tiene un uso práctico (el moral) abso¬lutamente
necesario, uso en el que ella se ve inevitablemente obligada a
ir más allá de los limites de la sensibilidad. «Este
uso tiene su razón de ser en la moral y no como simple
especulación, sino como algo «absolutamente necesario».
«Las ideas del alma y de Dios dejan de ser «trascendentes
y regulativas» para convertirse en inmanentes y constructivas»
del objeto de la razón práctica, el sumo bien. Los
límites que el uso teórico imponía a la razón,
desaparecen en el uso práctico de la misma. La razón
pura es moral porque posee la ley y esta confiere absolutez al
bien moral con independencia de la actividad humana.
El
ser moral consiste en representarse la ley en sí misma
y hacer de esta repre¬sentación el principio determinante
de su voluntad. Esta ley que se presenta como universal y a priori,
no puede deducirse de la experiencia, siendo la existencia de
la libertad la que posibilita tal valor. La razón no puede
tener limites fuera de sí misma, a la vez que la voluntad
no puede estar determinada por las leyes natura¬les. «El
concepto de libertad, en la medida en que su realidad pueda demostrarse
mediante una ley apodíctica de la razón práctica,
constituye la coronación de todo el edificio de un sistema
de la razón pura, aún de la especulativa, y de todos
los demás conceptos (Dios y la inmortalidad) que en ésta
carecen de apoyo como meras ideas, se enlazan con este concepto,
y con él y gracias a él adquieren exis¬tencia
y realidad objetiva, es decir, que su posibilidad se demuestra
por el hecho de que la libertad es real, pues esta idea se revela
mediante la ley moral». «Pero además, de todas
las ideas de la razón especulativa, la libertad es la única
de la cual sabemos a priori la posibilidad, aunque sin inteligirla,
porque es la condición de la ley moral que sabemos».(7)
La función que el entendimiento tenía en la “Crítica
de la razón pura”, es la asignada a la razón
en la “Crítica de la razón práctica”.
El entendimiento fijaba los límites de un correcto uso
de la razón teórica, que tenía por objeto
el conocer; la razón
(7) Kant, Crítica de la Razón Práctica, Buenos
Aires, Losada, 1961. Prólogo, p.8.
fijará
los límites o, más correctamente, las condiciones
en que debe darse la moral como auténtico conocimiento
práctico. Si el entendimiento nos prevenía contra
los usos indebidos de la razón teórica, la razón
va a descalificar toda moral basada en principios trascendentes
o empíricos. Todo fanatismo quedará descalificado
a partir de este momento. “Distinto es ya lo que sucede
con el uso práctico de la razón... El uso de la
razón pura, una vez que se ha puesto en claro que la hay,
es únicamente inmanente; el empíricamente condicionado
que se jacta de ser soberano único, es, por el contrario,
trascendente y se manifiesta en exigencias e imperativos que van
totalmente más allá de su territorio, lo cual es
precisamente la situación inversa de lo que pudo decirse
de la razón pura en su uso especulativo”.
«En
lo práctico, nos dirá Kant, la razón tiene
que ver con el sujeto. Este su¬jeto está dotado de
una voluntad que puede ser determinada por la razón y por
la sensibilidad. Si cualquiera de las dos pudiera determinar absolutamente
tal volun¬tad, estaríamos ante seres puros o ante seres
totalmente instintivos, determinados. El sujeto moral kantiano,
es el hombre concreto, finito, cuya voluntad puede ser determinada
por toda una serie de motivos, y que tiene libertad para moverse
en función de lo querido o deseado. Por su exigencia de
universalidad, la ley moral que mueve a este sujeto, ha de situarse
en el reino del «deber ser» y no en el del «ser».
«La regla práctica es en todo momento producto de
la razón porque pres¬cribe la acción como medio
para la realización de un pronóstico. Para un ente,
empero, en quien la razón no sea totalmente el único
motivo determinante de la vo¬luntad, esta regla es un imperativo,
es decir, una regla que se designa por un de¬ber-ser que expresa
la obligación objetiva de la acción, y significa
que si la razón determinara totalmente la voluntad, la
acción tendría que suceder intelectual¬mente
según esa regla».
La
razón proporcionará los principios para una posible
legislación moral, ha¬cia la que tenderá la
«buena voluntad» del sujeto en base a su libertad;
«buena voluntad» que, como único bien incondicionado,
será la que haga posible el juicio moral. La «Analítica
de la razón práctica pura» tendrá como
fin el encontrar los principios que deben determinar esa «buena
voluntad».
La
voluntad no puede ser movida por un contenido concreto, por la
materia, sino por la forma, por la representación de la
ley. La representación de estos prin¬cipios hace que
la necesidad se manifieste como una obligación que toma
la forma de «imperativo categórico» (máximas
universales), frente al hipotético (máximas subjetivas).
El imperativo categórico representa la acción como
absolutamente ne¬cesaria, siendo, por consiguiente, estas
leyes, como principio de la moralidad, pu¬ramente formales.
«Si un ser racional debe pensar sus máximas como
leyes prácti¬cas universales, puede sólo pensarlas
como principios tales que contengan el fun¬damento de determinación
de la voluntad, no según la materia, sino sólo según
la forma».
De esta ley moral, como forma legislativa que determina la voluntad,
tene¬mos conciencia inmediatamente, inmediatez que no se puede
demostrar, sino que se nos impone por sí misma, pues es
un hecho de razón. El imperativo categórico (“Obra
de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda valer
siempre al mismo tiempo como principio de una legislación
universal”), es válido para todos los hombres. No
tiene más contenido que su mismo carácter o forma
de ley. Cual¬quier máxima que quiera elevarse al rango
de ley universal, siendo subjetiva, mos¬trará su contradicción,
tal como Kant nos muestra con una serie de ejemplos, por lo que
será inmoral. La posibilidad de esta moral reside en la
libertad, libertad que, a su vez, sólo es posible si yo
decido de mí mismo como “noúmeno”, pues
como «fenómeno» estoy condicionado por las
causas de mi conducta, por «máxi¬mas subjetivas».
«La libertad es la razón de ser que constituye la
moralidad, mientras que la ley moral es la santidad, cosa imposible
para el hombre, sólo con¬cebible en Dios, por lo que
solamente nos es posible el mantener la tensión hacia esa
entidad, es decir, movernos en el «debe-ser» y no
en el «ser». «Sin embargo, la ley moral ordena
a todo el mundo y exige la más estricta observancia».
«Por consiguiente, la ley moral no expresa sino la autonomía
de la razón práctica pura, es decir, la libertad,
y ésta misma es la condición formal de todas las
máximas, la única bajo la cual pueden concordar
con la ley práctica suprema». «Ahora bien,
el concepto de un ente que tiene voluntad libre, es el concepto
de causa noume¬non, y éste es un concepto que no se
contradice en sí».
La
moral así entendida es una moral autónoma, tiene
en sí misma fundamen¬tación de su obligatoriedad,
tal como lo muestra la Deducción Trascen¬dental, frente
a las demás que, al estar movidas por principios materiales
subjeti¬vos u objetivos, son heterónomas (obligan hipotéticamente);
es una ley formal frente a las demás que son de contenido.
Una voluntad determinable por esta ley tiende hacia el «bien
supremo» que, conforme a la razón práctica,
es el perfecto, aquél en que la moralidad se convierte
en fuente de la felicidad. El bien supremo supone el perfecto
acuerdo entre la voluntad y la ley moral. Como este acuerdo no
llega a darse nunca, es necesario admitir un progreso indefinido,
el cual supone para el uso una «existencia indefinida»,
«sólo posible bajo el supuesto de la in¬mortalidad
del alma». El segundo elemento del «bien supremo»,
la existencia de Dios, es la consecuencia del acuerdo entre la
virtud y la felicidad. Inmortalidad del alma y existencia de Dios
aparecen. pues, como postulados de la razón prác¬tica
pura, en base al principio, ya mostrado por la razón teórica,
de que siempre que se da un condicionado tendemos a remontarnos
al incondicionado. «Estos postulados no son dogmas teóricos,
sino presupuestos en un aspecto necesaria¬mente práctico;
por lo tanto, si bien no amplían el conocimiento especulativo,
dan realidad objetiva a las ideas de la razón especulativa
en general (mediante su refe¬rencia a lo práctico)
y la autorizan a conceptos cuya posibilidad de sostenerlos ni
siquiera podría pretender en otro caso».
Estos
postulados son los de la inmortalidad del alma, de la libertad,
conside¬rada positivamente y de la existencia de Dios. La
voluntad pura, indirectamente determinada por el principio de
la moralidad, “exige estas condiciones necesarias de la
observación de su precepto”: los postulados.
«Pues
bien, ¿se amplía realmente nuestro conocimiento
de esta suerte me¬diante la razón práctica pura,
y lo que era trascendente para la especulativa es in¬manente
para la práctica? Desde luego, pero sólo en el aspecto
práctico. En efecto, con eso no conocemos lo que son en
sí mismos ni la naturaleza de nuestra alma, ni el mundo
inteligible ni el ente supremo; nos hemos limitado a unir sus
conceptos en el concepto práctico de bien supremo, como
objeto de nuestra vo¬luntad, y totalmente a priori por medio
de nuestra razón, pero sólo mediante la ley moral
y también solamente en relación con ella respecto
al objeto que ella ordena».
Estos
postulados, pues, no añaden nada a nuestro conocimiento,
ni el creerlos o no creerlos añade nada a nuestra obligación
moral. Por otra parte con su afir¬mación deducida de
la moralidad no decimos nada a cerca de ellos. En la Crítica
de la Razón Pura se nos presentaban como problemáticos
y aquí se nos presentan como ciertos y con valor constitutivo.
Lo que en la razón pura se presentaba como trascendente,
aquí es inmanente, aunque, repito, en ningún caso
podemos llegar a conocer lo que sean en sí mismos, sino
solamente afirmarlos. Son una ne¬cesidad del ser moral finito
y de ellos no podemos hacer ningún uso en el terreno de
lo especulativos por ejemplo en la teología ya que ello
implicaría un conoci¬miento. Si tal conocimiento fuera
posible al hombre, como sujeto moral quedaría determinado
con lo que perdería su libertad y con ella su dimensión
moral. El problema del determinismo, con Spinoza al fondo, está
gravitando sobre estas a¬firmaciones:
“Por
el contrario, un requerimiento de la razón práctica
pura se funda en un de¬ber de hacer que algo (el bien supremo)
sea objeto de nuestra voluntad para pro¬moverlo con todas
nuestras fuerzas: pero para ello es preciso suponer su posibi¬lidad
y. en consecuencia, también las condiciones necesarias
para ella, o sea Dios, la libertad y la inmortalidad, porque no
puedo demostrarlas, aunque tam¬poco refutarlas, con mi razón
especulativa. Desde luego, este deber se funda en una ley totalmente
independiente de estas últimas suposiciones, apodícticamente
cierta por sí misma, a saber, la ley moral...”
“...la mayoría de las acciones legales se harían
por temor, sólo pocas veces por esperanza y ninguna por
deber, y no existiría un valor moral de las accio¬nes,
que es lo único que importa para el valor de la persona
y aún para el del mundo a los ojos de la suprema sabiduría.”
4. Período crítico: La facultad de juzgar
La «Crítica del juicio» es la tercera, y última,
gran obra del período crítico. Pensando en las dos
críticas anteriores, nos encontramos con que el sujeto
hu¬mano tiene una doble actividad: el mundo fenoménico
(reino de la causalidad), el mundo de la moral (reino de la libertad).
Esta doble actividad es ejercida por un único sujeto con
una única razón, por lo que debe haber algún
modo de armonizar ambas actividades. La «facultad de juzgar»
será la encargada de restablecer la ar¬monía
primaria por medio de la «idoneidad». «Pero
en la familia de las superio¬res facultades de conocimiento
hay otro miembro intermedio más entre el enten¬dimiento
y la razón: es la facultad de juzgar, la cual hay motivos
para suponer, por analogía, que puede contener igualmente,
si no una legislación propia, sí un principio peculiar
suyo para buscar leyes, bien que ese principio sea meramente subjetivo,
a priori, el cual, sin tener como jurisdicción propia ningún
campo de objetos, puede tener, sin embargo, algún territorio
y cierta cualidad del mismo para la cual precisamente sólo
sería válido ese principio «propio».(8)
Esta
facultad a la que se refiere Kant, actúa por medio de «juicios
reflexio¬nantes». El sujeto puede juzgar subsumiendo
lo particular en lo universal (función determinante del
mundo fenoménico, conocimiento del mismo) o bien puede
con¬templar los objetos ya constituidos no preocupándole
su constitución. En este
(8) Kant, Crítica del juicio, Buenos Aires, Losada, 1861.
Introducción, III, pp
19-20
último caso tiene ante él lo múltiple como
conocido, pero sin ser subsumido en una ley universal. La averiguación
de esa ley es lo propio del «juicio reflexionante»,
donde «lo dado es sólo lo particular y para ello
hay que encontrar lo universal». Los principios que el entendimiento
proporcionaba el juicio determinante (las ca¬tegorías)
ya no son válidos, ahora es necesario buscar un principio
que nos sirva para comprender el por qué de lo múltiple,
que nos confirme que la naturaleza no responde accidentalmente
a ciertos conceptos. Tal principio no puede ser constitu¬tivo
de objetos, ni de la posibilidad de experiencia de los mismos,
«sino reglas para operar su «unidad sistemática».
Este principio es «la idea de finalidad», por medio
del cual suponemos que la naturaleza prescribe fines a las cosas.
La idea de finalidad ofrece la posibilidad de subordinar todos
los principios empíricos en un sistema. Mostrar esa posibilidad
de unidad es el cometido de la “Crítica del juicio”.
Esta
finalidad, que tiene su fundamento en el entendimiento, no presupone
ninguna modificación: teóricamente no es necesaria
para la experiencia y práctica¬mente tampoco lo es
para el deber. «La finalidad de la naturaleza es, pues,
un concepto a priori especial que tiene simplemente su origen
en la facultad reflexio¬nante, puesto que no puede atribuirse
a una cosa semejante a los productos de la naturaleza, como si
ésta los hubiera dotado de fines, sino que este concepto
sólo puede usarse para reflexionar sobre ellos acerca del
enlace de los fenómenos que en la naturaleza se dan, enlace
regido por las leyes empíricas». La finalidad puede
ser: subjetiva (“crítica de la facultad de juzgar
estética”) u objetiva (“crítica de la
facultad de juzgar teleológica”). Las conclusiones
de ambas críticas consis¬ten en determinar las características
del juicio estético y del teleológico.
4.1.
El juicio estético
El
juicio estético se ocupa de lo bello y lo sublime, y con
él Kant entra de lleno en uno de los temas centrales de
la Aufklärung. Su repercusión llegó al ro¬manticismo
(Goethe y Schiller). En el juicio estético se dan dos características
aparentemente opuestas: universalidad y subjetividad. La universalidad
consiste en la comunicabilidad, es decir, «posibilidad que
tiene aquel placer de ser partici¬pado por todos los hombres»,
y es alcanzable cuando se descubre la finalidad, «sin representación
concreta de fin», por medio de la contemplación.
La «Ana¬lítica de lo bello» nos presenta
los factores del juicio del gusto: según la cualidad, lo
bello es desinteresado; según la cantidad, es universal;
según la relación, «no tiene por fundamento
más que la forma de la finalidad de un objeto»; según
la modalidad, «la necesidad del sentimiento universal implícito
en un juicio de gusto, es una necesidad subjetiva, representada
como objetiva partiendo de la hipótesis de un sentido común».
Por otra parte, lo sublime viene a ser una representación
de lo infinito añadido a lo bello. «No se mira aquí
el objeto del agrado como algo contrario a unos límites,
sino como algo suprahumano e impotente». «Es una magnitud
que sólo es igual a sí misma. De ahí se deduce
que lo sublime no debe buscarse en la naturaleza sino únicamente
en nuestras ideas». «Sublime es lo que, por ser sólo
capaz de concebirlo, revela la facultad del espíritu que
va más allá de toda medida de los sentidos».
4.2. El juicio teleológico
Las
repercusiones leibnizianas, en esta parte de la obra, son evidentes.
La causalidad mecánica nos explica cómo es y cómo
funciona la realidad, pero no nos dice nada acerca de esa aparente
fuerza interna que hace que sus partes sean a la vez medios y
fines. La realidad como «substancia organizada y que se
organiza a sí misma» es, como producto, un fin natural.
Este fin no se presenta como regla constitutiva o explicativa
de la naturaleza; su valor es meramente regulativo. La experiencia
no lo necesita, pero tampoco se opone a ella, ya que «no
es una regla de la naturaleza misma, sino una regla de la razón»
que sirve para orientar a la ex¬periencia. El concepto de
fin es quien produce aquella unidad de la multiplicidad de lo
concreto a que antes aludíamos, por lo que es un verdadero
trascendental. «Por consiguiente, toda apariencia de antinomia
entre las máximas del modo de explicación propiamente
físico (mecánico) y teleológico (técnico),
se basa en que se confunde el principio de la facultad de juzgar
reflexionante con el de la deter¬minante, y la autonomía
de la primera (válida sólo subjetivamente para el
uso de nuestra razón con respecto a las leyes particulares
de la experiencia) con la hete¬ronomía de la otra,
que tiene que regirse por las leyes (universales o particulares)
dadas por el entendimiento». Son dos formas diferentes de
ordenación de la realidad, pero que se complementan. La
insuficiencia de la explicación mecani¬cista, para
los seres finitos, es la que nos hace recurrir a la “consideración
teleo¬lógica”.
Esta consideración teleológica lleva a Kant a la
afirmación del hombre como fin supremo de la creación,
en cuanto que es un ser moral, y en segundo lugar ,a considerar
como posible la existencia de un ser inteligente y libre de quien
de¬pende esa finalidad de la naturaleza, a la vez que nuestra
moral. «Ahora bien, aquella teleología en modo alguno
conduce a un determinado concepto de Dios, concepto que, por el
contrario, sólo se encuentra en el de un autor moral del
mundo, porque únicamente éste proporciona fin final,
dentro del cual sólo pode¬mos incluirnos a condición
de que nos comportemos en consonancia con lo que nos impone, o
sea: con aquella que nos obliga, a título de fin final,
la ley moral». Aquí está, posiblemente, la
clave de toda la obra kantiana.
Agustín
González
6/3/2001