El mundo espiritual heleno: ¡por todos los dioses¡
María RIBADENEIRA
La mitología impregnaba la vida política, social y religiosa de los griegos. Sus dioses enamoradizos y vengativos tenían más atributos humanos que ningún otro panteón. Los héroes, casi divinos, eran también venerados.
Para nosotros la naturaleza se rige por causas y efectos, mientras que el ser humano es el único responsable de sus decisiones y sentimientos. Sin embargo, para los griegos de la Antigüedad, ni la naturaleza ni los seres humanos eran autónomos: los dioses los conducían. Las divinidades eran, entonces, omnipresentes.
En el universo griego no existía una «ley natural», que explicara el origen de los fenómenos; por el contrario, desde el mundo divino se podía interrumpir en cualquier momento el curso del sol o la vida humana. Los dioses eran, entonces, omnipotentes.
Para conseguir sus fines, los eternos empleaban a su antojo las fuerzas de la naturaleza y la voluntad humana, atendiendo a su propio criterio e interés. Los dioses eran, entonces, imprevisibles.
Omnipresentes, omnipotentes e imprevisibles. Así eran los dioses que regían los destinos de las «polis» griegas, cuya memoria resulta, aún hoy, tan próxima y atractiva.
La mitología que los señores del panteón griego protagonizaron, representó un cruce en el tiempo y en el espacio. En sus relatos confluía el tiempo del mito y el tiempo de los propios individuos; los dramas y los valores divinos, con los pesares y anhelos de los hombres.
UNA RELIGÍON QUE CAMBIA Y EVOLUCIONA CON EL PASO DE LOS TIEMPOS
La vida cotidiana y privada, al igual que la vida pública, se organizaba en la «polis» en torno a una diversidad de ritos; lo religioso impregnaba todas las acciones y etapas de la vida ciudadana. De modo que la espiritualidad griega obliga al investigador a pensar en conjunto recurriendo a la antropología, la historia, la literatura y la filosofía. En una de las múltiples paradojas que ofrece, lo religioso podía ser ubicuo. Pero como observan Louise Bruit y Pauline Schmitt: «el ritualismo exacerbado, el recurrir de manera enfermiza a la interpretación de los signos y el miedo cerval a la divinidad resultan ridículos y poco acordes con la piedad griega». En definitiva, el griego era religioso, pero no beato ni excesivamente supersticioso.
La religión griega fue el resultado de una fusión entre las creencias prehelénicas y los cultos aportados por los pueblos que llegaron a la Hélade a lo largo del II milenio. Este conjunto de prácticas y credos se estructuró en torno al siglo VIII a.C. cuando apareció la organización política típica del mundo griego: la «polis». A finales del siglo VIII a.C. comenzaron a aparecer santuarios panhelénicos, no asociados exclusivamente a una ciudad, cuya función fue aglutinar a los habitantes de la Hélade en torno a una identidad, a través de sus dioses y su lengua. El resultado final de siglos de creación y recreación de mitos fue una religión en la que no había iglesia, ni clero, ni dogma, ni textos sagrados que consagrasen una versión única y oficial. Los mitos y sus dioses permanecieron a lo largo del tiempo, pero su significado fue adaptándose a las necesidades de los humanos y a sus valores, no sin ser objeto de severas críticas.
LA BIBLIA DEL GRIEGO: POEMAS ÉPICOS, MÍTICOS Y OBRAS DRAMÁTICAS
Los santuarios se diseminaban por todo el territorio de la «polis» -en su acepción de ‘Ciudad Estado’–, por lo tanto cualquier lugar podía convertirse en sagrado sin necesidad de costosas construcciones. Como en otros lugares del mundo, la América prehispánica, por ejemplo, los rituales se hacían en espacios abiertos, mientras los templos permanecían cerrados al público, por ser la morada de los dioses. La misma «ágora» o plaza pública, además de ser el corazón de la actividad ciudadana, era un santuario, con sus recintos sagrados, sus altares y sus tumbas de héroes. En las puertas de los templos y en las plazas se escribían las leyes sobre la observancia de los ritos, una publicidad que en otras religiones se ha reservado a la casta sacerdotal. Pero estos textos epigráficos son sólo una pequeña fuente de información sobre la religión griega: la mayor parte de conocimientos que se conservan sobre ella procede de la literatura. Y es que en la Grecia antigua fueron los poetas quienes formaron y transmitieron el saber mitológico, no los sacerdotes, como ocurre con la mayoría de los credos contemporáneos.
Son poetas que no inventan; no crean aunque sí recrean: su función es recopilar, ordenar y transmitir una tradición épica ancestral, para dar sentido a lo que parece un conglomerado de personajes en perpetuo conflicto. La «Iliada» y la «Odisea» de Homero –fuera quien fuera ese personaje–; la «Teogonía» y «Los trabajos y los días» de Hesíodo, la «Historia» de Herodoto, y las múltiples obras dramáticas que enriquecieron la literatura son la ‘biblias’ del griego. Entre todas ellas destaca la «Teogonía», del siglo VIII a.C. por ser la primera narración ordenada del origen de las divinidades y del mundo. Su autor presenta una visión global del universo divino, desde los dioses primigenios –Caos, Gea y Eros–, hasta el conocido Zeus y su familia. La obra es, según Carlos García Gual, un exponente de la fusión entre lo oriental y lo occidental: «A la herencia oriental de la mitología griega se une el anhelo de sistematización, de ordenación global y de explicación, rasgos del pensamiento griego en sus inicios».
Cada religión dota de significado propio a los conceptos que expresan su esencia, es pues, imprescindible atender al contenido de cada concepto, no a su expresión formal. Lo sacro y lo profano son en la religión griega conceptos que tienen un significado muy diferente al utilizado en el cristianismo, por ejemplo, pues un objeto se sacraliza por su función, no por su naturaleza. De ahí que, un sacerdote sólo tuviera carácter sagrado cuando ejercía como tal, ya que cualquier individuo podía ejecutar los actos de culto.
La piedad y la impiedad tienen en el mundo griego una connotación difusa, poco precisa. Ser piadoso significaba creer en la eficacia del sistema simbólico - establecido para administrar las relaciones entre los hombres y los dioses- y, además, participar de la manera más activa posible. Si bien la herejía y la persecución por motivos religiosos eran, en principio, imposibles, se condenaba severamente la impiedad o «asebeia», entendida como la ausencia de respeto por las creencias y los rituales comunes entre los habitantes de la ciudad.
La «polis» permitía la incredulidad siempre que no implicara gestos de impiedad. Es decir, siempre y cuando no se atentara contra la propiedad de los dioses, los rituales o sus representaciones, no se introdujeran nuevas divinidades o no se emitieran ciertas opiniones denigratorias sobre éstas. Como prototipo de impío aparece comúnmente que fue condenado a muerte en Atenas en 399 a.C. por corromper a la juventud, destruir la fe en los dioses de la ciudad e introducir divinidades nuevas. Su impiedad era, por lo visto, absoluta.
Además de piadoso, el ciudadano griego y la «polis» en su conjunto, - concebida como un ser concreto y vivo- debía cumplir una serie de obligaciones para mantener el favor de su dios o dioses protectores: respetar y participar en los ritos ancestrales, destinar a la divinidad parte de los ingresos obtenidos mediante ofrendas y guardar devoción a los antepasados y a los dioses protectores de la familia. En general, el respeto y la participación en los rituales eran considerados como dos signos de razonable piedad.
A CADA POLIS SUS SANTUARIOS, DIOSES, SACRIFICIOS Y RITOS.
Los griegos honraban a diferentes tipos de fuerzas divinas: los dioses, los “démones” -fuerzas misteriosas bienhechoras o malévolas- y los héroes, cuya vida y muerte fueron gloriosas e hicieron un servicio a la comunidad. A todos ellos se ofrecían sacrificios o «thysia», tanto de carácter colectivo como individual. El sacrificio significaba la renovación del pacto que unía a la ciudad con sus dioses y garantizaba el orden y la prosperidad. Éste suele describirse como cruento, porque implica derramar la sangre de algún animal degollado, desde el modesto gallo al imponente buey, parte del cual era incinerado en los altares para que convertido en humo alimentara a los dioses. Sin embargo, comparada con otras culturas, la griega tenía una concepción más bien sosegada de los sacrificios: más de mil años después, los aztecas mesoamericanos sacrificarían miles de víctimas para alimentar y complacer a sus feroces y distantes divinidades.
Saber lo que querían o pensaban los dioses resultaba a veces un tanto complicado. Para afrontar este problema, otras culturas crearon una casta sacerdotal. Es decir, especialistas en el culto capaces de servir de interlocutores entre lo divino y lo humano, así como de interpretar lo que la divinidad requería del individuo o de la comunidad.
A falta de clero, en sentido estricto, los griegos recurrieron a los oráculos, portadores de la palabra divina, entre los que destaca el ubicado en Delfos. Rodeada de un halo de misterio, en estado de trance, seguramente tras haber ingerido o inhalado algún tipo de alucinógeno, la pitonisa transmitía el mensaje del dios invocado utilizando un lenguaje críptico que el interesado debía descifrar con ayuda de los sacerdotes.
El panteón griego puede interpretarse como«una construcción intelectual, viva y operativa que sirve como sistema de clasificación de las fuerzas que llamamos dioses», según Bruit y Schmitt. Cada «polis» honraba a un determinado número de dioses y de héroes con santuarios y cultos. De ahí que el panteón variara de una ciudad a otra, lo que da esa imagen de complejidad y de diversidad característica de la mitología griega.
En este panteón no hay un ser supremo, primigenio e incuestionable: Caos fue sustituido por Urano, Urano fue castrado por Cronos y éste a su vez derrocado por Zeus, quien tuvo que luchar por alcanzar y defender el poder. En el polo opuesto, tampoco hay en la mitología griega ninguna divinidad del mal pero sí una serie de personajes que representan el lado oscuro de la existencia. Entre ellos, se encuentra la Discordia, hija de Nix (la Noche), de quién nació la Fatiga, el Olvido, el Hambre, los Dolores, las Guerras y la Destrucción.
Los conocidos doce dioses del Olimpo son los parientes de Zeus, lo que podríamos llamar la «familia real divina». Esos felices inmortales de vida fácil representan solo una pequeña parte del panteón. De las tres entidades primordiales –Caos, Gea y Eros- nacieron otras divinidades al margen del conocido linaje de Gea-Urano, del que surgió Cronos y tras él Zeus. Entre ellas se encuentran la mencionada Noche (con sus hijos el Sueño, la Angustia y la Hémera –la luz del día), así como las montañas y el Ponto, ambos hijos de Gea. Las cuatro generaciones que van desde el Caos hasta los hijos de Zeus constituyen el núcleo central de la familia olímpica, cuyas uniones y desuniones, venturas y desventuras, presididas por las frecuentes trifulcas entre Zeus y su hermana-esposa Hera son de dominio público.
La diversidad del mundo divino heleno se refleja en los diferentes atributos de las fuerzas que lo integran, pero podemos entresacar algunas características comunes. Para empezar, los dioses no son algo externo al mundo, como el dios cristiano, sino parte esencial de él. Tampoco han creado el mundo y al ser humano, sino que ellos mismos fueron creados en algún momento.
UN PANTEÓN IMPREVISIBLE Y BELICOSO, MÁS PARA ADORAR QUE PARA ADMIRAR
Los dioses no son eternos sino inmortales, pueden ser heridos –derramando el «icor» que corre por sus venas–, se alimentan de ambrosía, néctar y exhalaciones y están sometidos al destino. Los dioses son fuerzas, no personas, de ahí que no todos tengan aspecto humano ni se comporten como tales. Sería en caso de las Montañas, el Ponto, Temis (ley o orden) y Mnémosis. No poseen ni todos los poderes, ni todos los saberes, sino tan sólo algunos. De hecho, aunque cada divinidad tenga su nombre, sus atributos, sus aventuras y peculiaridades, sólo existe en función de los vínculos que la unen al sistema divino global. Un sistema que además es dinámico y cuya percepción por parte de los humanos cambia a lo largo del tiempo y se adapta a las necesidades de cada época. Curiosamente, las diosas del panteón griego podían tener hijos sin concurso de varón. La intervención de la pareja era, en definitiva, tan sólo una opción, no un requisito. Gea alumbró a Urano sin mediar encuentro sexual, la Noche tuvo sola a las Hespérides, al Lamento, al Engaño, a la Ternura, a la Vejez y a Eris (la Discordia). Por su parte, Hera, furiosa con Zeus por enésima vez, parió al Ponto por su cuenta y riesgo.
Por diversos motivos, los dioses griegos no fueron nunca considerados como un referente para los humanos. No son modelos a seguir; pueden ser personajes a quienes adorar, recurrir y temer, pero no necesariamente susceptibles de imitación. De hecho eran imprevisibles por lo que frecuentemente son descritos como caprichosos, están sujetos a pasiones poco edificantes y, lo que más llama la atención, intervienen constantemente en los asuntos humanos.
Los conflictos entre divinidades ocupan buena parte de los relatos mitológicos, pero no todos ellos proceden de la frivolidad que se les atribuye. A veces se trataba de auténticas luchas de poder en las que se dirimía algo más que un simple capricho. Dado que cada polis estaba colocada bajo la protección de una divinidad, las rivalidades entre unas y otras eran consecuencia de su afán por convertirse en el dios tutelar de una misma ciudad: tal fue el origen del enconado enfrentamiento entre Atenea y Poseidón por el control de Atenas.
Podríamos decir, en conclusión, que mientras en otras religiones los humanos declaran guerras y se enfrentan a otros humanos invocando a sus dioses, en el mundo griego eran los dioses los que se enfrentaban entre ellos por proteger y controlar a los humanos. Substancial diferencia.
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