MONTAIGNE:
LA LIBERTAD DE CREER Y DE PENSAR
Géralde NAKAM*
Título elocuente de un capítulo que Montaigne convierte
en pieza clave de su edición de los ESSAIS en dos libros,
de 1580, «la libertad de conciencia» es para él
un valor esencial. La libertad por lo demás, y especialmente
la libertad de pensamiento, constituye una de las constantes de
los ESSAIS, como materia, ciertamente, de la meditación
filosófica y política de Montaigne; pero también
en su concepción misma y en su escritura, la libertad constituye
la característica, la razón de ser, el motor, el
genio. Porque si la pluma de Montaigne «se ensaya»
escribiendo los «ensayos» de los ESSAIS, es la libertad
de su pluma la que los inventa y los crea.
La
palabra «libertad» se halla entre las más frecuentes
en su libro –aparece 162 veces– y se opone rigurosamente
a servidumbre. [«servitude»]. Nunca designa la licencia
para hacer o para decir cualquier cosa. Se integra en una ética
de la justicia y del honor, de la responsabilidad. Montaigne habla
así del «esplendor de la libertad», de manera
que: «Si la acción no posee algún esplendor
de libertad, no tiene gracia ni honor» (III, 9).
El
texto del «De la libertad de conciencia» (ESSAIS,
II, 19), desde su título se sitúa en el corazón
de la crisis religiosa contemporánea. Es el eco inmediato
de los edictos de pacificación de 1576-1577 promulgados
por la monarquía. Cuatro años después de
las masacres de protestantes que se habían producido durante
la noche de Saint-Barthélemy y en los meses siguientes,
tanto en París como en provincias, esos edictos reanudan
la política de tolerancia del edicto de enero de 1561 del
gran Michel de L’Hospital y van más lejos: tras de
condenar explícitamente los crímenes de 1572 y rehabilitar
la memoria ensuciada del almirante de Coligny, reconocen la legitimidad
de la libertad de conciencia y otorgan a los protestantes (aunque
ciertamente con algunas reservas y condiciones) su libertad de
culto.
El
hombre es un lobo para el hombre. Montaigne presenta como emblema
de esa política de tolerancia al emperador Juliano de quien
pinta un retrato entusiasta. Erróneamente –como subraya
Montaigne– fue «llamado Apóstata», Juliano
encarna una política de coexistencia entre religiones,
que es la única solución a los conflictos sangrientos
y una necesidad absoluta para lograr la paz y el bien de un Estado.
Frente a una religión de la intolerancia y de la crueldad,
Juliano (y Montaigne con él) propone el cálculo
lúcido, tan generoso como eficaz de la paz religiosa: «Que
cada cual sin impedimento y sin miedo sirva su religión»
(II, 19). Pues, recuerda también Montaigne, Juliano había
experimentado personalmente: «por la crueldad de algunos
cristianos, que no hay en el mundo bestia tan de temer como el
hombre».
La
arquitectura del libro II reposa sobre este capítulo, cuya
idea central adquiere un relieve sorprendente cuando se le encuadra
entre dos ensayos simétricos contra la crueldad (y la maldad
que con ellos se mezcla), con los que Montaigne expresa su horror
ante los crímenes contemporáneos. «Detesto
cruelmente la crueldad», martillea. (II, 11).
Por lo demás, los 37 ensayos del libro II encajan exactamente
en los 57 capítulos del libro I. «De la libertad
de conciencia» pertenece al núcleo del edificio de
1580. Se corresponde con el núcleo del libro II habitado
por la presencia de La Boétie, consagrado a su obra política
y poética. El DE LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA, después
muy correctamente rebautizado CONTRA EL UNO por sus editores protestantes
–es así como Montaigne presenta el libro de su amigo–
ha sido escrito «en honor de la libertad y contra los tiranos».
Se superponen y coinciden libertad religiosa y libertad política,
opuestas a la intolerancia y a la tiranía.
Separar
la religión y el Estado. Con los que llamará «los
Políticos», muchos de los cuales son amigos suyos,
Montaigne funda aquí una concepción laica del Estado
mucho más allá del galicanismo, en la medida en
que diferencia y separa dos órdenes: el de la religión,
dominio privado, y el del Estado. Montaigne, por lo demás
no deja de hacer notar en cualquier dominio la diversidad, la
«différence», otra de las grandes palabras
de su libro y en particular de su último capítulo
«De la experiencia».
Los
años siguientes desmienten las promesas de los edictos
y las esperanzas de los pacifistas. Se endurecen los dogmatismos
por ambas partes. El fanatismo provoca el caos mantenido, envenenado,
por intereses materiales y por aspiraciones políticas,
particularmente de los españoles que sostienen a los Guisa,
cabezas del partido liguista ultracatólico. Los ENSAYOS
de 1588 con su audaz libro III y último se publican en
medio de la más atroz confusión política,
religiosa, intelectual y moral que hayan engendrado esas «guerras
de Religión». Montaigne describe especialmente en
las páginas del «De la vanidad» y «De
la fisonomía», la «monstruosa guerra»,
sus insensatos tumultos, los vicios, las violencias, las crueldades
que se amparan mediante «el glorioso título de justicia
y de devoción». La corrupción de la realidad,
la perversión de valores, su inversión son demoledores:
«No se puede imaginar un rostro peor de las cosas que aquel
en que la maldad llega a ser legítima y toma con el permiso
del magistrado el manto de la virtud» (III, 12). Las aberraciones
se multiplican. Las imposturas se convierten en ley. Después
de 1588, en una de sus incendiarias adiciones manuscritas, Montaigne
añade: «La más extrema especie de injusticia,
según Platón, es que lo que es injusto sea tenido
por justo». (III, 12 – C)
Montaigne
se reclama aquí de Platón. Hubiese podido citar
el libro del Eclesiástico, del que está empapado:
«En el templo de la justicia domina la iniquidad, en la
sede del derecho triunfa la injusticia» (Eccl., III, 16).
Porque el texto bíblico inspira ya directamente, tres capítulos
antes, el ensayo «De la vanidad» en el que Montaigne
denuncia la «fiebre» del odio que rige unas costumbres
«monstruosas en inhumanidad» (III, 9)
«Buscar
la verdad». ¿Por qué tantos crímenes
y tanto sufrimiento? ¿Qué justificación tienen?
Ninguna, para Montaigne. La culpa incumbe sólo a los humanos.
A la «petulancia desmesurada» del espíritu
humano, fecundo en terroríficos dogmatismos. La guerra
de religión es, en opinión de Montaigne, un atentado
sacrílego contra el misterio divino. Sólo Dios posee
la verdad. Al hombre le corresponde únicamente buscarla
sin cesar. En esto reside la verdadera vocación humana,
si se sabe comprenderla. En eso consiste su honor, si todavía
se puede hablar de honor en un tiempo en que todo lo desmiente.
«Hemos nacido para buscar la verdad: poseerla pertenece
a una potencia mayor» (III, 8). El Pirrón de la APOLOGÍA
DE RAMON SIBIUDA o el SÓCRATES de LA FISONOMÍA no
dicen otra cosa. Pues los personajes de Montaigne (Pirrón,
Juliano, Sócrates e incluso Epaminondas con su horror por
la sangre derramada), son otros tantos aspectos de la reflexión
y las convicciones montaigneanas, proyectadas en el teatro de
los ESSAIS.
Por
lo que a él respeta, asegura que no enuncia otra cosa que
«opiniones», sus opiniones. ¿Argumento de modestia?
Ciertamente, es el que ofrecía a la censura eclesiástica
en 1581. ¿Modestia? Seguramente. Pero sorprendámonos
ante la riqueza y el atrevimiento real de su argumento, que firma
y autentifica su opción. O mejor que designa una continua
prosecución de su examen. El dogma aprisiona la búsqueda.
En cambio, la «opinión», imperfecta, modificable,
contestable, está viva y abre el campo del «ensayo».
La
libertad de Montaigne son «sus» opiniones. Tras de
«la» libertad o de «la libertad de elegir»
(II, 17) lo que Montaigne plantea es «mi» libertad:
modulación esencial entre las dos ediciones de los ESSAIS.
Se lee: «la libertad de mi juicio», «de mis
palabras» (III, 13 «De la experiencia»). Libre
de cualquier a priori, la escritura de los ESSAIS es audaz, incluso
provocativa, como sucede con la invención, contestada en
su tiempo incluso y mucho antes de que lo hiciese Pascal, del
autorretrato.
Recordar,
aún después del Eclesiástico, la precariedad
a la vez de quienes somos mortales y la de nuestros –todavía
más frágiles– pensamientos temporales, provisionales,
limitados, al mismo tiempo que los verdaderos deberes y las riquezas
posibles de nuestra «humana condición», es
también rechazar la pretensión de todo sistema,
la presunción y la arrogancia de todo tipo de dogmatismo
y las aberraciones criminales de sus certezas. En Montaigne, su
agudo sentido de la multiplicidad de las formas de la vida y del
pensamiento humano se une a su respeto fundamental por la diversidad
de los seres y de lo viviente; entero y en todas partes: en Francia,
en Italia, en el Nuevo Mundo, o más lejos aún. Formas
vivientes, irreductibles a un único modelo.
Géralde NAKAM es profesor emérito en la
Universidad de París III, Sorbona y autor de libros como
“Montaigne en son temps”, “Montaigne la manière
et la matière”, etc. Texto publicado en LE MAGAZINE
LITTÉRAIRE, mayo de 2007, p. 56-58.