Un vagón suelto corre  vertiginosamente hacia un grupo de ferroviarios que se encuentran trabajando en  las vías, inconscientes del peligro inminente que se cierne sobre ellos. Si  nadie interviene, los cinco hombres morirán atropellados. El azar ha querido que  usted se halle en un cambio de vías y puede hacer que el vagón fuera de control  se desvíe hacia una vida secundaria, donde, por desgracia, hay otro trabajador  que pagaría con su vida esa maniobra. Con la mano en el corazón ¿movería usted  la aguja del cambio de vías para salvar la vida de cinco personas a cambio de  una?
              Escenario número dos: usted se  encuentra en un puente peatonal, por debajo del cual pasa el tren. De nuevo, la  vida de cinco trabajadores del ferrocarril está amenazada por un vagón  descolgado. Junto a usted, en el puente, se halla un hombre obeso. Sólo basta  un empujón para que su cuerpo imponente sirva de freno al vagón, antes de que  alcance a los trabajadores. Evidentemente, él moriría. Y de nuevo la pregunta:  ¿empujaría a un inocente hacia la muerte para salvar a cinco?
              Los filósofos han reflexionado  una y otra vez sobre esa valoración moral en términos de coste-beneficio. Pero  si la cuestión la trasladamos a la persona común, sin dedicación profesional a  la filosofía, se observan los resultados siguientes: en el primer caso la  mayoría responde afirmativamente, pero en el segundo contesta vehementemente de  forma negativa.
              Desde el punto de vista  numérico, las consecuencias de ambas actuaciones son idénticas: un hombre muere  y cinco se salvan. Sin embargo, consideradas desde una perspectiva psicológica,  no parece que las dos tengan la misma valoración. Para los ‘utilitaristas’  –quienes se orientan hacia un mayor beneficio social–, con el fin de evitar un  mal mayor, tampoco tendríamos que vacilar en empujar al obeso puente abajo.  Pero ¿por qué este argumento, en apariencia lógico, no nos deja satisfechos?
              Joshua Greene decidió en 2001  arrumbar el ensimismamiento filosófico para investigar en el cerebro de quienes  especulaban en torno a ese tipo de problemas. En la Universidad de  Princeton expuso a una serie de voluntarios ante veinte dilemas ‘morales  personales’ –similares al ejemplo del hombre obeso sobre el puente– y ante  otros veinte casos ‘morales impersonales’, del tipo de las agujas de las vías. 
              En este segundo caso, los  voluntarios aceptaban los daños: se los consideraba, según Greene, una suerte  de efectos secundarios. Quien cambia las agujas de las vías interviene en el  curso de las cosas, pero no causa ‘necesariamente’ la muerte del otro. Se trata  de un daño colateral. Lo que no es lo mismo que en el caso del empujón del  puente, acción que causa directamente la muerte de un inocente. 
              Greene explica análogamente la  diferente valoración de los casos. Las actuaciones del tipo de una moral  personal exigen que superemos una barrera emocional, a diferencia de lo que  ocurre con la actuación impersonal del cambio de agujas. El cálculo racional de  los utilitaristas no tiene, por lo tanto, apenas efecto. 
              Tal diferencia se refleja  también en la actividad cerebral. El equipo de Greene descubrió que los  escenarios que implican una moral personal producen una excitación intensa en  la corteza prefrontal medial y en la corteza singular posterior. En un ensayo  semejante, la amígdala mostró, a su vez, una llamativa actividad. Hablamos de  regiones que comparten cierto rasgo: elaboran emociones. 
              Los problemas de tipo moral  impersonal, por el contrario, demandaron más enérgicamente la actividad de  áreas cerebrales que desempeñan funciones cognitivas, por ejemplo, las  relacionadas con la atención y la memoria operativa. 
              Los tiempos de reacción de los  voluntarios proporcionaban datos acerca del resultado de sus decisiones: las  personas que desatendían la prohibición personal de matar a fin de salvar a un  mayor número de personas necesitaron, por término medio, dos segundos más de  tiempo para tomar su decisión que los que no querían pagar semejante precio. En  los escenarios de moral impersonal no había diferencia temporal alguna entre  los que dijeron que sí y los que dijeron que no. 
              SUPERAR LAS BARRERAS EMOCIONALES
              En un experimento ulterior,  acometido en 2004, los investigadores se aprestaron a determina la actividad  cerebral específica que se producía en los voluntarios que actuaban en  consonancia con las valoraciones coste-beneficio; es decir, con aquellos que  encontraban justificado sacrificar una persona sola para salvar a un  grupo.  Comprobaron que en tales sujetos  la parte anterior del cerebro frontal se activaba con particular intensidad. 
              Greene, ahora en la Universidad de  Harvard, explicaba los resultados enmarcándolos en su ‘modelo  conflicto-control’ de valoración moral. A tenor de esa hipótesis, los dilemas  éticos del tipo personal generan un conflicto interior que se representa en la  corteza prefrontal medial. Sólo quien, a través de la activación de  ‘mediadores’, lo lleva a la parte anterior del lóbulo frontal, puede decidirse  por el sacrificio del inocente.
              El modelo de Greene no agota  todas las explicaciones ofrecidas. Jorge Moll del Instituto Nacional de Salud  de Bethseda y Hauke Heekeren, de la   Charité de Berlín, han estudiado también la cuestión del  anclaje de la moral en el cerebro. A diferencia de los complicados dilemas de  Greene, estos autores se han concentrado en la manera en que se produce la  percepción de conductas no éticas, como puede ser la observación de un asalto o  las descripciones verbales breves del robo de un coche.   
              LA RED MORAL DEL CEREBRO 
              A imagen de Greene, también  Moll y Heekeren apelaban a la actividad de una red moral neuronal especial.  Dicha red comprendía la corteza prefrontal medial (CPFM), el surco temporal  superior (STS), el polo temporal anterior y la corteza órbitofrontal (COF).
              Algunas de estas regiones  intervienen en la cognición social o en la solución de problemas, procesos en  los que debemos tener en cuenta los pensamientos y puntos de vista ajenos.  Otras áreas corticales mediales, suelen entrar en acción cuando los voluntarios  se remiten a sí mismos, a su propio yo o a sus percepciones subjetivas. 
              Hasta el momento, dos modelos  neuropsicológicos distintos compiten en la explicación del comportamiento ético  del hombre. El planteamiento clásico de Lawrence Kohlberg (1927-1987), que  estudió el desarrollo de la moral en los niños y jóvenes, distinguía hasta seis  niveles: desde el puro ‘egocentrismo’ hasta la ‘orientación hacia los  principios universales’. 
              Según este psicólogo de  Harvard y discípulo de Piaget, la adscripción a los diferentes ‘niveles morales’  se realizaba conforme a las razones morales que los encuestados alegaban. Las  influencias emocionales se quedaban fuera, motivo por el cual la teoría de  Kohlberg se considera ahora verbal-racional unilateral. 
              Debemos a Jonathan Haidt, de la Universidad de  Virginia en Charlottesville, un planteamiento alternativo, la teoría ‘social  intuitiva’. Propone ésta que las razones meditadas no son las que determinan  nuestro juicio moral. Los hechos a enjuiciar son valorados de forma automática,  casi intuitiva. Este proceso inconsciente no se deja condicionar por  argumentos. Según Haidt, la justificación de nuestros juicios espontáneos la  elaboramos, por regla general, a posteriori. 
              Un estudio reciente, publicado  por Michael Koenig, de la   Universidad de Iowa, parece corroborar la teoría de Haidt.  Con Antonio Damasio y otros, Koenig ha investigado pacientes que presentan un  daño cerebral en el tracto ventromedial de la corteza prefrontal (CPFVM). Esta  área desempeña un importante papel en el proceso de tomar decisiones, según  mostrara Damasio hace ya algunos años. Los afectados por las lesiones carecen  de la capacidad para integrar las señales emocionales en su conducta. En un  juego de azar, los voluntarios sanos consideraban señal de precaución el  sentimiento desagradable, en cambio permanecían imperturbables los sujetos con  daños en dicha zona cerebral. De forma similar, pensó Koenig, cuando las  emociones tuvieran una especial importancia para realzar una decisión, los  pacientes con el CPFVM lesionado encontrarían grandes dificultades para  tomarla. 
              A partir de esos datos, Haidt,  expuso a los pacientes ante dilemas morales similares a los mencionados más  arriba. Comparó sus respuestas con las proporcionadas por sujetos sanos y por  otros sujetos con lesiones cerebrales distintas. El resultado fue que las  personas con el CPFVM dañado decidían mucho más rápido en contra de la  prohibición de matar, es decir, sacrificaban sin reparo a un individuo para  salvar a varios.
              La diferencia era tanto más  tajante cuanto mayor era el potencial conflicto emocional del escenario. En  otro de los casos presentados se trataba de una mujer que abandonaba a su bebé  para garantizar la supervivencia del resto de su familia. A los pacientes con  la lesión mencionada, tal decisión les pareció legítima, a diferencia de lo que  sucedía con el resto de las personas que realizaban la prueba. Es posible que  los pacientes en cuestión experimentaran un conflicto atenuado y puedan así  decidirse por la conducta más razonablemente ‘adecuada’. 
              En opinión de Marc Hauser,  psicólogo de Harvard y especialista en la investigación en primates, las  decisiones morales ponen en marcha un mecanismo basal en el cerebro. En MORAL  MINDS (publicado en 2006), explica los datos obtenidos de la fisiología  cerebral a través de una teoría que se apoya en la idea de la gramática  profunda de Noam Chomsky. De forma análoga a los principios fundamentales  innatos postulados por Chomsky, que posibilitan la adquisición del lenguaje por  el niño, el ser humano vendría al mundo con un ‘órgano moral’: una máquina  cerebral para la valoración de problemas morales.
              ¿UNA GRAMÁTICA MORAL INNATA? 
              Del mismo modo que los bebés  pueden aprender de cualquier lenguaje existente, nosotros poseemos desde el  nacimiento la capacidad de adoptar cualquier principio moral,  independientemente de su procedencia cultural. Una vez que se han adquirido las  líneas directrices morales, prosigue Hauser, las aplicamos a los hechos. Además  las directrices nos ponen en situación de generar un número teóricamente  infinito de normas y de reglas. La posterior adquisición de otro sistema moral  nuevo nos resulta tan difícil como el aprendizaje de un idioma extranjero. 
              Hauser descompone la moral  humana en ‘estructuras intencionales-causales’ de actuación con sus correspondientes  consecuencias. En otras palabras, analiza quién, a quién, qué, por qué y con  qué consecuencias ha hecho algo. Componentes importantes de nuestra dotación  ética son, además, reglas como la siguiente: las consecuencias intencionadas de  un hecho pesan más que sus efectos colaterales. Los daños originados de forma  activa son juzgados más graves que los causados por omisión. 
              La base empírica de esta  hipótesis la constituyen el ‘test del sentido moral’ de Hauser. Consta de un  elenco de dilemas morales en los que el investigador manipula sin cesar las  intenciones y las consecuencias de las actuaciones. En un año han participado  por Internet más de 60.000 personas procedentes de 120 países. Hauser ha  llegado a la conclusión de que las intenciones constituyen, por regla general,  el ‘alimento’ de nuestro órgano moral. ‘Está prohibido causar daños  intencionadamente a otro, incluso cuando ese daño originaría un bien mayor; sin  embargo resulta admisible causar daños cuando éstos son una consecuencia indirecta  de la intención de conseguir un bien mayor’. Tal postulado podría quizás  explicar por qué en los juicios morales se activan las regiones cerebrales que  representan el estado mental del otro. 
              En todo caso, el punto capital  de la hipótesis de Hauser concierne a su paralelismo con la gramática profunda  del lenguaje. Del mismo modo que ocurre con ésta, los principios básicos  morales nos serían del todo inconscientes. Por tanto, a pesar de que en la  mayoría de los casos estamos convencidos de lo que consideramos que es moral,  en realidad apenas sabemos nunca por qué lo es.
              No sabemos qué teoría  prevalecerá. De lo que no cabe duda es de la utilidad de los experimentos sobre  moral realizados por psicólogos. Esclarecen procesos que no serían accesibles  con la mera reflexión u observación. Aunque de manera provisional, puede  afirmarse que en la ética cotidiana la razón abstracta parece desempeñar un  papel menor que el de nuestras emociones. 
              Un asunto más a contemplar es  el de la actuación moralmente correcta. ¿Por qué nos comportamos con tanta  frecuencia de una manera inmoral sin saberlo? Aquí también las emociones pueden  ayudarnos a entenderlo. Los voluntarios de los ensayos de Jorge Moll tenían que  decidirse por contribuir con aportaciones de dinero a una serie de  organizaciones cuyos ideales compartían. Pero también podían optar por impedir  donaciones a otras que estuvieran en contradicción con sus propias ideas. Una  mezcla abigarrada de objetivos –desde el derecho al aborto, pasando por la  libre posesión de armas, hasta las iniciativas contra la guerra nuclear–  garantizaba los conflictos. Moll vio así que los participantes acostumbraban a  poner su veto, incluso cuando eso conllevaba pérdidas financieras propias.
              No nos basta con tener las  normas morales bien guardadas en nuestro corazón. Queremos materializarlas en  la sociedad y solemos implicarnos tenazmente en ello.
                                            
                  © Revista MENTE Y CEREBRO, nº 32, Septiembre-Octubre de  2008; pp. 56-61. Henrik WALTER dirige el Departamento de psicología médica de la Universidad de Bonn,  donde trabaja Stephan SCHLEIM