Walter
F. OTTO (Heichigen, 22 de junio de 1874 – Tubinga, 23 de
septiembre de 1958) fue el estudioso de la religión griega
más significativo en la corriente hermenéutica que
tomó en serio las intuiciones de Hölderlin y Nietzsche
y que desemboca en la segunda época de Heidegger. W. Otto
–miembro del Grupo de Eranos– es el teólogo
de la nostalgia de Grecia; un lugar y un tiempo donde los dioses
“son demasiado naturales y alegres para conceder a la moral
el valor supremo”, para decirlo con sus propias palabras
en la Introducción a LOS DIOSES DE GRECIA. Para Otto, el
mito es la forma de “autorevelación del ser”,
anterior a toda lógica y a la distinción entre sagrado
y profano. El mito vive en el fondo del corazón humano,
en el sentimiento, no en la razón, ni en las teorías
antropológicas o etnológicas. El mito según
nos dice en su texto EL MITO Y LA PALABRA, indica una “sabiduría
originaria de la humanidad referida a su propia existencia”.
Sus obras, LOS DIOSES DE GRECIA (1929), DIONISIOS (1933), EL MITO
Y LA PALABRA (manuscrito de 1952-53), ESPÍRITU CLÁSICO
Y MUNDO CRISTIANO... pueden ser criticadas por espiritualistas,
por culturalistas e, incluso, por suponer una cultura griega sin
ninguna relación con su propio contexto geográfico
e histórico. Su Grecia es la de Hölderlin y no la
de los arqueólogos, pero eso mismo la hace sugestiva.
Recogemos
los cuatro primeros apartados del cap. VIº del libro LOS
DIOSES DE GRECIA (“Dioses y Hombres”) que resulta
significativo del tono general de su obra y del modelo hermenéutico
que defendió W. Otto. [R.A.]
DIOSES Y HOMBRES
Walter
OTTO
1
Que
el hombre está hecho a imagen de Dios, lo dice el Génesis
con orgullo. Encontramos el mismo pensamiento en la doctrina griega
acerca de la creación. “Cuanto el joven, del alto
éter, diversas tierras y gérmenes del afín
cielo abrigó en sí, lo mezcló Prometeo con
corriente y agua y lo formó a imagen del dios todopoderoso”.
Finxit
in effigiem moderantum cuncta deorum
(OVID,
Met, I, 82 y sig.)
El
ser divino posee también la perfección, de la cual
la humana es un reflejo.
Por
consiguiente, ¿cuál es, en el espejo del espíritu
griego, la más alta expresión del ser humano, o
su mayor transfiguración, en la que se revela igualmente
la imagen de la deidad? ¿Qué ideal del hombre nos
mira desde el rostro divino como grande e importante?
Los
rasgos para determinar lo esencial en su fundamento no se demuestran
por medio de interpretaciones directas. Por muy numerosos que
pudieran ser los expresos testimonios acerca del carácter
de una deidad, ellos dan siempre una concepción unilateral
y exagerada. Incluso en las religiones superiores debemos reparar
en lo más profundo de la predicación dotada de visión
plástica, porque ella permite hacer aparecer viva ante
nosotros a la deidad. Y esta imagen es tanto más corriente
cuanto no busca mejorar al mundo, avergonzar o consolar, sino
simplemente dar testimonio de lo mayor, lo más divino y
digno de veneración en que el espíritu puede creer
y ver. Para los griegos no son las divinas formas, como para otros
pueblos, solamente signos secundarios y no responsables de la
verdad divina; en esta religión natural y no dogmática
ellos son directamente los profetas.
Al
poeta lo exponen los dioses en acciones y palabras; el artista
figurativo lo lleva, inmediatamente, ante los ojos. Las obras
de los grandes plásticos estimulan la más fuerte
impresión en el espectador a quien se le ocurre clarificarla.
Por el contrario resultaría suficientemente advertido con
prejuzgar la antigua representación griega de los dioses
según historias graciosas y frívolas, como han sido
relatadas en la poesía posterior. Porque esas imágenes
respiran una elevación y una grandeza que se deben oír
sólo con veneración, en antiguas canciones y, a
veces, alegres o estremecidas advocaciones de la tragedia, donde
encuentran aquéllas sus iguales. Es un triunfo concebir
el sentido de estas cualidades ya que así se responde a
la pregunta de cómo ha visto el antiguo espíritu
griego la perfección del hombre y, consecuentemente, la
imagen de la deidad.
Los
dioses y su imperio, cuya significación hemos buscado oportunamente,
testimonian el vivo y abierto sentido con el que el griego buscaba
reconocer lo divino en sus múltiples formas del ser natural;
el grave como el jugetón, el poderoso como el humilde,
el abierto como el enigmático. En ninguna parte era el
vuelo del soñar y los deseos humanos, siempre y en todas
partes era el poder de la realidad, la respiración, el
aroma y el vislumbre de la vida que corre, que lo rocía
con el espléndido púrpura de lo divino. Cuando la
deidad le sale al encuentro en figura humana, cuando se encuentra
en sus imágenes no debemos esperar que la naturaleza, en
cuyo fundamento también siempre aspira a superarse y a
librarse, sea su único apoyo, ya que por su esencialidad
solamente un dios puede y se atreve a ocupar tal imagen.
No
será fácil para nosotros, hombres de hoy, seguir
a los griegos por estos caminos. La tradición religiosa
en que hemos sido educados reconoce en la naturaleza sólo
el lugar de combates de virtudes piadosas, cuyo hogar espiritual
yace más allá de sus flores, de sus desarrollos
o de sus formas. El modo de pensar mecánico y técnico
ha convertido al mundo, formado y planificado, en un engranaje
de fuerzas invisibles y aspiraciones; el hombre es un ser que
desea o quiere, dotado de grandes o pequeñas cualidades.
Cuando el griego veía en cada cruce de caminos un rostro
divino, cuando él, incluso en la muerte, confiaba en las
imágenes de la vida autosuficiente, tanto que con cada
verdad adornaba su monumento, así también para nosotros
toda existencia es un correr hacia metas cada vez más lejanas,
y el valor del hombre lo constituyen sus energías. Lo más
humano debe hallarse lo más alejado posible de la sencillez
y rectitud del existir que nosotros, con expresión rápida,
llamamos natural. Las dificultades que ello encuentra en sí,
la contradicción del mundo dado, lo simple de los encadenamientos
y motivos, el largo dolor de la búsqueda y del choque,
nos lo hacen auténticamente interesante. Junto a estos
ideales aparecen las imágenes griegas y gustosamente reconocemos
su belleza tan infantil, tan complaciente, tan sin problemas.
Solamente lo nacido del combate lo llamamos significativo y profundo.
Acerca de lo sangriento de la aparición griega podemos
dejarnos encantar, pero evitamos nuestra reverencia por lo circulante,
lo titánico en la voluntad y en la búsqueda, por
todo lo incondicionado, ilimitado e inesperado que empuja, por
todo lo inalcanzable y laberíntico de la humanidad. Esta
estructura de la vida se encuentra profundamente en las formas
griegas. Ella se desgasta contrapuesta a las grandes figuras del
ser, que tanto decían al antiguo espíritu griego.
Mientras nosotros nos hemos limitado a lo subjetivo –ya
fuere la buena o mala voluntad en sus formas poderosas de aparición,
o lo acostumbrado, lo que busca una salida en los tormentos y
penurias sobrellevados– el modo del genio griego fue el
reconocer las formas eternas del crecimiento y del florecer, de
la risa y del llanto, del juego y de la seriedad como realidades
del ser humano. Su atención no la dirigían los poderes,
sino el ser; el griego supo –ante las formas humanas enfrentadas
con tales esencialidades –que él debía ser
reverenciado como los dioses.
2
Entre
las preciosidades del templo romano se encontró la cabeza
de una durmiente. Se la ha señalado con diversos nombres
falsos, ya como Medusa, ya como Furia. Ella debe ser Ariadna o
una bailarina que se ha extraviado del grupo de Dioniso. la divina
duerme. Santo es el tranquili plano de la fuente, santa la profunda
reserva de los ojos, santa la boca inconsciente, a través
de cuyos labios semiabiertos la tranquila vida respira quedamente.
Pero a esta sentidad no podemos llamarla inocencia, ni salvación,
ni profundidad del alma, ni placer, ni pena, ni bien, ni porfía:
por medio de esos rasgos salientes habla solamente el divino abismo
del dormir. Su grandeza atemporal se halla tan arrebatada con
todo el poderío esencial en la aparición, que el
simple pensamiento del simbolismo o la espiritualización
sería una evasión. Observemos mejor desde la total
plenitud de la existencia y experimentemos allí el encuentro
con lo infinito y lo divino. Solamente la antigua poesía
tiene palabras que son iguales. Properz ha visto a su durmiente
amada de tal modo que “como Ariadna dormía en la
abandonada playa, o la Ménade que exhausta de las danzas
infinitas, se derrumbó entre las flores de la ribera del
río...” (Ilíada 3). Él se tuvo de pie
ante la sublimidad de la naturaleza perfecta y cuidó a
una diosa, que era demasiado grande para el elogio: “un
buen corazón” con el que Goethe debía, mediante
su animada poesía, rendir homenaje a la amable niña:
“En
los labios estaba la tranquila confianza
en las mejillas la corporalidad en su casa
y la inocencia de un buen corazón
movía los senos una y otra vez”.
Así
se cambia la dimensión de lo divino, insensiblemente, en
la plenitud del sentimiento. La visión del poeta romano
casi nos estremece, ya que nos arranca de pronto de la sensibilidad
y de lo acostumbrado hacia lo alto, donde se halla la imagen de
los dioses. Quien aquí ha aprendido a ver, no mide más
la profundidad del alma, delante del abismo abierto y de la corona
de la naturaleza viviente, tan poco como las terrenales expresiones
de su santidad que serán considerados como los legítimos
signos de lo divino.
La
grandeza natural de la protoimagen del hombre es igualmente una
figura de la deidad. Solamente el imprudente puede sostener que
por eso debe ser abolida; porque los rasgos dignos de ser cuestionados
por el hombre son eso, y permanecen alejados de él. Esta
imagen no se halla pura y simplemente libre de faltas que puedan
degradar al individuo humano, sino –lo cual arriesga mucho
más– de todas las celosas no-libertades y angosturas
y también de aquello que es en verdad demasiado humano,
y sin embargo tan a menudo celebrado como una perfección
divina. Su rostro nos mira con una claridad que no sabe de fanatismo.
Su orgullo no tiene nada de la falsa alegría propia de
la autoproclamación. Sentimos que busca ofrendar, pero
incluso así el deseo de alabanza eterna está ausente
y eso no le interesa, dado su grado de autodonación. Allí,
donde nosotros queremos seguir siempre su individualidad se remite
de nuevo a lo originario esencial. Siempre que podemos distinguir
los caracteres divinos individuales nos alcanza una mirada de
gran tranqquilidad. Ningú rostro está dominado por
la soledad de un pensamiento o de una sensación. Ninguno
quiere una determinada virtud y verdad, o, en general, predicar
una virtud y verdad. Ninguno se arroga lo distintivo de un acontecimiento
o resolución ante los ojos, en el juego de los labios.
Tanto puede contar el mito acerca del destino, la amistad y la
pena, el trinfo y la separación, todos los acontecimientos
no significan nada para su existencia. Los rasgos notables de
la personalidad solamente determinan la expresión en la
cual el ser viviente se revela con poderosa originalidad. Estas
formas no tienen historia porque “son”. Lo primitivo
y eterno de su “ser” es sobrehumano y la más
perfecta semejanza con la del hombre.
El
rostro divino no expresa la voluntad. Toda forma de poderío
o salvajismo le es extraña. En su mejilla no se lee el
sobresalto sino la claridad, ante la cual las monstruosidades
bárbaras se esfuman. Ninguna rareza llamea en su mirada,
ningún enigma místico juega perdiéndose en
esos labios, ningún exceso rasga el gran carácter
de la expresión y lo aleja hacia lo fantástico.
La aparición divina no tiene nada de la irrupción
sin medida, de la fuerza de lo colosal; ella no soporta, según
el modo asiático, lo gigantesco de la potencia mediante
una construcción grotesca y multiplicada sobre la visión.
Toda esa monstruosa dinámica será igualmente dejada
de lado mediante la pura grandeza de la naturaleza.
No
podríamos imaginarnos un contacto de tú a tú
con un ser de esta naturaleza, al igual que un confidente o una
persona amada. Ante él nos sentiríamos avergonzados
y pequeños, cuando el poderío existencial del gran
rostro no apagase el propio sentimiento de sí y elevase
la vida derramada de nuevo a la luz. Un instante de hundimiento
en ese rostro es como un baño de renacimiento en aguas
eternas, que purifican todo lo demasiado humano. Por el sueño
de un momento –en este sueño desaparece el hombre
no-divino– el que no se ha degradado con pecados y apetitos,
sino que ha cuidado su celo y la necesidad de sus propias ligaduras;
él, el esclavo de su propia comprensión, igualmente
mezquino y temeroso, se preocupa en torno de lo cotidiano, de
la virtud y de la bienaventuranza. Y cuando la estrechez viene
mediante lo insólito, cuando incluso la aspiración
hacia la santidad aparece todavía como muy terrenal, es
así como surge el dios en el hombre y el hombre en dios.
La
unidad del dios y del hombre en la esencia primitiva, ése
es el pensamiento griego. Y sólo aquí se hace pleno
el sentido general de la forma humana, mediante la cual lo divino
se revela a los griegos. También para otros pueblos lo
esencial en el hombre es la Idea y lo igual con el conocimiento
de la deidad. Mientras que lo divino busca posibilitar la perfección
del hombre como poder absoluto, sabiduría, justicia o amor,
esto se ha ofrecido a los griegos en la figura natural de los
hombres. Sabemos que les estaba reservado ver y concebir a los
hombres como hombres, y que sólo ellos podían tener
como tarea el no dedicarse a ninguna otra meta. Lo cual no es,
ante todo, la idea de la filosofía: pertenece al espíritu
que ha construído la imagen de los dioses olímpicos
y con ellos ha dado su dirección dominante al pensamiento
de los griegos. Este espíritu fue la imagen del hombre,
como una forma de eterno carácter cuyos rasgos puros son
los de la deidad. En lugar de aumentar sus poderes y virtudes
con fantasías piadosas, se mostró en las líneas
cerradas de su naturaleza el contexto de lo divino. Así
aparece todo lo que se ha dicho contra el “antropomorfismo”
de la religión griega, una hueca charlatanería.
Ella no ha hecho humana a la deidad, sino que ha visto divinamente
la esencia del hombre. “El sentido y el esfuerzo de los
griegos –escribe Goethe– es divinizar al hombre, y
no antropomorfizar la deidad. ¡Aquí se da un teomorfismo,
ningún antropomorfismo!”. (Myrons Kuh, 1812). La
obra más importante de este teomorfismo es el descubrimiento
de la protoimagen del hombre que, como la más sublime revelación
de la naturaleza, también debía ser la más
propia expresión de lo divino.
3
La
forma de la deidad muestra al hombre el camino de lo personal
desde la esencialidad de la naturaleza. No se hace visible mediante
ninguno de sus rasgos; ninguno habla de un yo con voluntad propia,
con experiencias y destinos. Se imprime completamente en ella
un determinado ser: pero este ser no es único, sino una
constancia eterna del mundo vivo. Por ello debía decepcionar
siempre el deseo de las almas menesterosas de amor, de una ligazón
con el corazón. Su tierno deseo se enfrió cuando
en lugar de un yo a quien es dable amar u odiar, se encuentra
con el ser atemporal, el que no puede atribuir valor absoluto
a su existencia contingente. Solamente cuando esta realidad corresponde,
como sentido más elevado y más santo, con los rasgos
divinos es que arrancan para sí la devoción y el
amor. Por esta razón nunca se podía llegar a Grecia
en un decido monoteísmo. También en épocas
posteriores cuando se llegó a la familiaridad con el pensamiento
que dice que el sentido de todo ser y acontecer simplemente debía
surgir de un único y primer fundamento, no se le dio importancia
a este uno, y no se entendieron las doctrinas de los judíos
y de los cristianos, ya que éstos predicaban la idea del
Uno mientras que ellos habían alabado a muchas apariciones
vivientes. El dios griego es la autosorpresa, algo siempre extraño,
que no puede ver entre sí a otros. Nunca emplazó
al mundo con palabras autoconscientes “Yo soy éste
o aquél”, cuyo tono es para las deidades orientales
algo característico (ver E. Norden, Agnostos Theos). Incluso
las personificaciones homéricas, que tan a gusto colocan
a su dios en lo ilimitado, no olvidan que él conoce a otros
dioses junto a sí y permiten con nobleza que sean reconocidos.
El más hermoso ejemplo lo da la divinidad que durante largo
tiempo ha ejercido el mayor influjo sobre la vida religiosa de
Grecia y, sin embargo, su poder no lo quiso utilizar para la destrucción
de otros dioses: Apolo. Durante siglos los griegos han buscado
consejo para los asuntos religiosos y los mundanos en las consultas
al oráculo de Delfos; su autoridad traspasó los
límites naturales hacia el Este y hacia el Oeste, hacia
otras tierras, con otra nacionalidad, lenguaje, cultura y religión.
Muchos de los dichos que en su nombre llevaban a los señores
de otras tierras nos resultan conocidos, y todavía hoy
nos habla su sabiduría a través de un Píndaro.
Pero ¡qué diferencia entre la profecía apolínea
y la del Yahvé del Antiguo Testamento! Aquí la predicación
apasionada de Dios y de su santísimo nombre, allí
la distinguida retracción de la persona divina. Zeus da
sus oráculos; por medio de Apolo revela lo justo, pero
no a sí mismo. Y así tampoco habla Apolo de sí
ni de su grandeza. Él no busca más que el reconocimiento
comprensible de su divinidad y el agradecimiento debido a la revelación
de la verdad. Se le ha preguntado, muy a menudo, sobre cuestiones
de moral y religión pero nunca es el interrogado el más
elevado objeto de la reverencia: ni a los griegos ni a los extranjeros
los ha aconsejado de manera que no hayan podido ser fieles a sus
deidades. Cuanto mayores eran, tanto más lejos se hallaban
los dioses griegos de la persona individual. Por otra parte, la
personalidad del ser divino, a medida que la religión se
profundiza y se convierte en más estricta y santa, se resuelve
de nuevo en el elevado servicio a la divinidad. Apolo ha señalado
a Sócrates, de modo grande, como lo reconoce éste
antes de la muerte (ver Platón, Apol. 21 y sigs.), pero
no para sí mismo sino para la razón. Y con ello
no quería significar ni fe ni rostros, sino el claro conocimiento
de las esencias.
Esta
superioridad de lo esencial sobre lo personal la encontramos en
Atenea. Canciones y obras plásticas la colocan al lado
del mejor combatiente. Heracles, Tideo, Aquiles, Odiseo y otros
muchos poderosos confían en ella. En el momento de la decisión
sienten un divino aliento, y a menudo está ella viva ante
sus ojos, en el entusiasmo del mayor riesgo. Ella anima a sus
héroes, ella misma levanta su divino brazo y lo increíble
acontece; una sonrisa de la diosa saluda al impávido como
vencedor. Donde la prudencia obliga, donde la discreción
aconseja, está ella con espíritu vigilante, y el
pensamiento recto es su inspiración. ¿Quién
no piensa en los héroes de otros pueblos y épocas,
que también se hallaban ligados con una mujer divina y
que bajo su mirada y con su apoyo realizaron sus acciones? Pero
la diferencia es sorprendente. Allí pelea el caballero
para acatar a la señora celestial y quiere satisfacerla
con su poder y audacia. Pero Atenea nunca es la dama divina de
su caballero, y nunca sus actos son para amarla o alabarla. Ciertamente
ella busca, como cualquier otro dios, que se reconozca su poder
y sabiduría, y que no se olvide de pedir su auxilio. Pero
ella no cumple con los deseos de sus siervos dependientes de tal
manera que le dediquen con fuego interior o simplemente los hechos
realizados. Donde golpea un gran corazón en la tormenta,
donde un pensamiento relampaguea extrañamente, allí
está presente, más cerca del apresto heroico que
de las humillantes plegarias. Lo escuchamos de su propia boca:
que el valiente mismo atrae a su persona, no su buena voluntad
o resignación. Los hombres que más seguramente pueden
alcanzarla no le rinden, en absoluto, ningún culto desacostumbrado,
y sería equivocarse pensar que ella alguna vez podría
ser motivada en su benevolencia con la ejemplar obediencia del
protegido. En el coloquio con Odiseo (Odisea 13, 287 y sigs.),
en el cual se da a conocer como diosa, enseña al quejoso
que ella nunca lo ha olvidado, y le dice rectamente que es su
espíritu superior, que él le agrada y que ella se
liga a él: la diosa no puede estar lejos del inteligente
e ingenioso. Y cuando el hombre bien probado no anhela creer en
la diosa, que este país sea realmente su Ítaca,
ella ni piensa sentirse disminuida en su santa persona; no es
mala con el escéptico, sino que se alegra con esa nueva
prueba de su vigilante discreción y reconoce que por eso
no puede dejarlo en el problema.
Sería
una mala interpretación ver los relatos de la venganza
de una diosa olvidada como prueba de una personalidad envidiosa.
¿No experimentamos acaso también un desafío
en la propia presunción y tememos llamar a la desgracia
cuando hablamos en alta voz de nuestra suerte? La perdurabilidad
de este temor prueba cuán profundamente se halla arraigado
en la naturaleza. ¡Y también el desatino de compararse
con los dioses! Contra ello previenen muchos mitos. Niobe, la
madre de doce preciosos hijos, ha vencido en insolencia a la diosa
Niobe que sólo ha engendrado a dos (Ilíada 24, 603
y sigs.). Así se perdió con un golpe y fue aislada
en un triste monumento eternamente. Otros mitos señalan
la fructífera caída del hombre que ha olvidado o
ha sido olvidado por los poderes celestiales, y que sin su apoyo
no pueden estar prestos. Quien es ciego para los altos poderes,
se arroja en el abismo. La verdad de la vida de estos relatos
típicos no se desconoce. Es de especial significación
que cuando una deidad toma venganza será poco a poco señalada
por otras voluntades. Hera y Atenea que siguieron muy bien el
juicio de Paris, se convirtieron en el enemigo mortal de Troya.
No debemos afligirnos porque el relato del conflicto de la belleza
de las diosas alguna vez pudo ser contado. Para el espíritu
homérico adquiere un sentido muy serio. Cuando Paris despreció
a Hera y a Atenea, en ese momento se puso en contra de la dignidad
y del heroísmo. Los espíritus que él desprecia
debían oponérsele. Pensamos ciertamente en el sentido
de la cosmovisión homérica cuando dedicimos: era
su destino, el que debía escoger. Cada poder de la vida
es celoso, no cuando se lo reconoce como uno entre otros, sino
cuando se rechaza su voluntad o se le hace caso omiso. Paris ha
despedido a los genios de la nobleza y de la acción. En
cambio se halla junto a Hipólito, como nos lo muestra Eurípides.
Y aquí el mito no abandona al destino desde fuera, como
elección forzada, al cuidado de los hombres: su carácter
propio consiste en haber llegado al momento decisivo y haber así
puesto en marcha la tragedia. Con todo el entusiasmo de su corazón
purovenera el joven hijo del rey a la diosa del alba, Artemis,
cuyo brillo hace relucir las flores. Como el joven desprecia toda
afrenta y rodeo, así demuestra su inocencia:con simples
pensamientos hacia la diosa de la dulce noche (Eurip. Hipól.
99 y sigs.). pero él no lo demuestra, simplemente, él
vuelve de espaldas su altanería. Su altivez no conoce ningún
respeto hacia el poderío divino que tiene a todo lo divino
en su favor. Orgullo y dureza lo llevan por encima de la infeliz
mujer que arde como una brasa. Su virtud permanece intacta frente
a la más sublime benevolencia de Afrodita, la que sabe
(ver V. Wilamowitz, Eurípides: Hipólito, Introducción).
Así ella se convertirá para él en destino.
El favorito de una diosa rompe, sin que ella pueda salvarlo, el
inmedido e inhumano desprecio de otros. En este ejemplo se mostró
qué distancia existe entre los hombres y la deidad por
más humanas que pudieran parecer. En la esfera celeste
se hallan las formas puras enfrentadas. Allí se atreve
la intacta Artemis a mirar la ternura de Afrodita con fresca extrañeza.
Pero el hombre corre peligro cuando busca estar en la cima de
la soledad y pretende ser tan incondicionado como sólo
un dios puede serlo. No piden eso de él; ellos desean que
se modere en la esfera que le corresponde donde todas las divinidades
actúan juntas y ninguna se atreve a detentar la atención.
La distinción entre lo humano y lo divino, que es también
lo propio de las doctrinas y advertencias, proviene de los dioses.
Ellos hablan al hombre no de los orígenes, plenos de misterio
y de las determinaciones; no le señalan un camino por encima
de la forma natural de su esencia hacia una situación sobrehumana
de perfección y bienaventuranza. Por el contrario, lo previenen
contra ciertos pensamientos y búsquedas, y agudizan su
mirada para la ordenación de la naturaleza. Sin embargo,
sectas órficas y pitagóricas creían en un
saber superior para poseer y conocer por medio de la revelación
el camino santo, el que debía conducir a la plenitud. Pero
ellos están de este lado de la piedad de los grandes siglos.
Los olímpicos, que desde Homero a Sócrates otorgan
su sello a la religión, a la que por boca de un Esquilo
o de un Píndaro nos habla todavía hoy, se hallan
muy alejados de llevar al hombre a misterios sobrenaturales, planificándolo
con ocultas esencias de los dioses. No al cielo, sino a sí
mismos. Lo cual no significa una prueba de conciencia moral ni
reconocimiento de pecado. “Conócete a ti mismo”
–esta frase, que ya fuera dicha, aunque con otras palabras,
por el homérico Apolo, quiere decir: “fíjate
en la forma natural de la naturaleza, reconoce los límites
de la humanidad; reconoce lo que el hombre es y cuán lejana
es la distancia que lo separa del señorío de los
dioses eternos”.
4
¿Qué
distingue a los dioses de los hombres?
Los
dioses son grandes en poder y saber; su vida no conoce ningún
hundimiento. Sin embargo, no hemos llegado al punto principal,
porque a pesar de ser parecidos al hombre no son meros hombres
divinizados y eternos. “Inmoral” es la virtud principal
que los distingue de los hombres; y el mito puede ofrecernos relatos
de hombres que mediante el otorgamiento de la inmortalidad han
llegado a lo sobrehumano. Pero la idea del ser divino no se sustenta
con el concepto de un hombre que por medio de la elevación
y la prolongación pueda convertirse en Dios. Lo esencial,
como en todas las religiones, no se explicita.
El
hombre es un ser contradictorio que participa en diversas esferas
del existir. Día y noche, frío y calor, claridad
y tormenta, vienen a consideración. Esta pluralidad que
es su placer y su tormento lo hace un ser más limitado
y perecedero. Él es todo y nada a la vez en el sentido
más positivo; contento de sí, es totalidad y plenitud
de la forma vital. Él abarca toda la soledad, la penuria
y la pérdida de la vida. En lo divino sería contradictoria
esta naturaleza: lo temporal en lo eterno, lo contradictorio en
lo sin contradicción. Entonces se dirige hacia lo perfecto.
Sea el placer, sea el conocimiento, el mundo elevado ha irrumpido
y para señalar que ahí está, el yo y la personalidad
son eliminados, ya que pertenecen a lo pasajero. Pero esta naturaleza
terrestre no puede permanecer en este dominio de lo particular
y lo general. Eso sólo le está permitido al dios.
Sí, él mismo es este dominio y esta plenitud. Pero
el hombre que, no debe olvidarlo, es sólo hombre, se atreve
siempre a arrojarse fuera de las pequeñas ataduras y seducciones
del existir pasajero en dirección a la gran protoimagen
de la deidad.
Quien
considera la grandeza de esta diferencia entre hombres y dioses,
no puede maravillarse cuando el ser divino, en muchos pasajes,
sigue otras leyes distintas de las de los hombres. Es lo que el
juicio ha explicado al considerar atentamente las costumbres de
los dioses griegos. Ciertamente no se puede negar que el relato
señala muchos ejemplos, lo cual es compatible con la necesaria
lealtad y continencia. Para justificar tales libertades no queremos
señalar que muchos mitoseróticos hayan recibido
un carácter grave y que las distintas formas y hombres
bajo los cuales se expresa a lo largo del tiempo se ligaban a
un dios, cuyo compañero de trono en distintos lugares aparecía
con diversos nombres y debía mostrarse en la tradición
como un desdichado amante. Los griegos homéricos no han
tropezado con la vida amorosa de sus dioses. Y la verdad es que
la deidad olímpica se concilia con el pensamiento de una
ligazón en pareja. Esto es digno de ser tomado en cuenta
porque los antiguos cultos relacionan al dios con la diosa, y
el elevado tiempo santo pertenece a las fiestas sinceras del antiguo
culto. Hera, la divina suavidad de las parejas, no puede ser considerada
soltera, sin dejar de reconocer que ella es mucho más esposa
que Zeus marido. Lo cual no es ningún juego del poeta,
ni liberación de la moral, sino la consecuencia necesaria
de la fe homérica, que no podía considerar al dios
“casado en la forma humana”, sino únicamente
en la apasionada ligazón del amor. Ahora bien, cuando esta
fe comienza a cabilar, como si se jugara con la expresión
del dios, las aventuras amorosas pudieron tomar un carácter
sensual. No es sorprendente que ya en los primeros tiempos griegos
la crítica se hiciera escuchar. La especulación
abstracta y el racionalismo que se enfrentaron con la forma humana
de los dioses se han sentido lastimados por esas transgresiones,
y así Jenófanes hizo los más duros reproches
a los dioses de Homero y de Hesíodo por sus adulterios.
Pero
en los primitivos y piadosos tiempos se esperaba de los eternos
que se exponían en la pura humanidad, solamente lo extraordinario.
Y verdaderamente la más recia naturaleza no es capaz de
desencantar tanto como el orden y el decoro de los buenos burgueses.
Las antiguas estirpes nobles descendían de la unión
de una mujer con el dios, pero no como fruto de la felicidad cuyo
amor pusiese en juego su honra, sino que pensaban con piadosas
imágenes las grandes horas; allí el señorío
del cielo descendía sobre la esposa terrenal amorosamente.
Y en la noche de bodas, la deidad podía igualmente servir
a los planes maravillosos. Ya la poesía de Hesíodo
da un ejemplo: “El padre de los hombres y de los dioses
–se dice allí (27 y sigs.)– aconsejó
como podría auxiliar a los dioses y a los hombres. Y él
bajó del Olimpo con sentidos divinamente cubiertos, languidecientes
por el abrazo del Señor...” El fruto de este amor
fue Heracles, el salvador, la protoimagen de todos los héroes.
WALTER F. OTTO: LOS DIOSES DE GRECIA: LA IMAGEN DE LO DIVINO A
LA LUZ DEL ESPÍRITU GRIEGO. Traducción de Rodolfo
Berge y Adolfo Murguía Zuriarrain; Buenos Aires: Eudeba,
1973 (2ª ed. 1976); pp. 193-203.