Pascal
y la «filosofía del descentramiento»
Si
hay una tradición compleja y difícil de perseguir
en la historia de la filosofía de Occidente es la que se
inicia en Blaise Pascal (1623-1662) para continuar en Kierkegaard
y seguir tal vez hasta Kafka y Wittgenstein. Son los filósofos
del descentramiento; los que rechazan con furia el antropocentrismo
y a la vez desearían entender al hombre para poder salvarlo.
Hay una tradición de filosofía “descentrada”
, escrita desde la convicción de que, por decirlo en frase
de Pascal, vivimos en un círculo extraño cuyo centro
se halla en todas partes y cuya circunferencia no está
en ningún sitio (¿o sería al revés?).
Para todos ellos lo sagrado, lo indecible, la religión
y el temor reverente, se convirtieron en una obsesión fundamental;
casi en una monomanía. Con Pascal se inicia una especial
manera de “pensar la religión”: el estilo de
los hombres que se toman en serio el dolor del mundo; tipos duros
–casi siempre en un cuerpo débil– que desconfían
hasta de sí mismos y que consideran la calma y la belleza
tranquila como algo sospechoso, casi indigno del Dios poderoso
que aspiran a encontrar y cuya ausencia les conmueve.
Tanto
Pascal como sus herederos consideran que si el hombre tiene que
medirse con alguien sólo puede hacerlo -sólo merece
hacerlo- con el mismo Dios; cualquier otra disputa les resulta
demasiado insignificante. Por ello sienten una “impotencia
existencial” paradójica, que en vez de llevarlos
al silencio les conduce a la escritura, y viven con un pánico
cerval a la muerte o, más en concreto, al juicio divino.
Además están convencidos, de que los humanos son
incapaces de alcanzar la verdad por sí mismos y de que
inevitablemente la humanidad siempre ha sido y será infeliz
porqué es dependiente –y jamás puede dejar
de serlo.
Otro
rasgo que une a esa extraña cofradía filosófica
es el uso descarnado de la ironía: Pascal y los filósofos
que hemos llamado “del descentramiento” nunca jamás
se permitirían el chiste explícito, finalmente vulgar;
pero para ellos el mundo tiene un sentido trágico que sólo
puede acabar de resolverse en un sarcasmo a veces innecesariamente
cruel, y -eso también es significativo- ejercido siempre
con perfecta indiferencia tanto contra uno mismo (contra el “amor
propio”) como sobre los demás. Los filósofos
de esa extraña cofradía dan por hecho, además,
que formar parte de “los que han entendido” obliga
a pagar un precio casi imposible; sólo se salda la deuda
con lo Absoluto dejando jirones de la propia vida en el empeño.
Y
finalmente, “last but not least” para agobio de psicólogos,
todos los filósofos de esa estirpe pasan la vida notando
la sombra de un padre –casi freudiano– que se encarga
de amargarles la vida, en el más estricto sentido de la
palabra, haciéndose omnipresente y odioso hasta cuando
se empeña en hacer desaparecer.
Blaise
Pascal (1623-1662) forma parte del pequeño grupo de filósofos
que escriben para conocerse a sí mismos, porque les va
su vida en ello –y no para resolver problemas conceptuales.
Sería abusivo reducirlo a «pensador religioso»,
etiqueta hoy desprestigiada, porque en él lo religioso
es condición necesaria pero no suficiente de su obra, por
decirlo en vocabulario escolástico. Los pensadores de la
estirpe que se inicia en Pascal se tienen a si mismos como el
único problema conceptual verdaderamente significativo
y buscan a Dios entre tinieblas. De hecho su obra es su vida y
la escritura viene a ser como el latido de su corazón:
viven porque escriben de la misma manera que los demás
mortales vivimos porque el corazón no sabe ni pude pararse.
Ese es el tipo humano que escribe las «PENSÉES»
para defender la religión incluso contra ella misma (Pascal
es un jansenista que ve en los jesuitas casi al demonio), que
escribe para no perderse y para mostrar un camino de salvación,
conseguido al precio de la propia negación; un camino que
en su caso no es otro que el de la paradoja.
Sin
embargo, y a diferencia de Kierkegaard, especialmente, pero también
de Kafka o Wittgenstein, Pascal no llega nunca de forma explícita
a las “cimas de la desesperación”, por usar
un tópico, ni a las de la brutalidad, ni a las del cinismo.
Jean Mesnard dijo que lo esencial de Pascal se resume en la idea
de «miseria del hombre sin Dios» y esa convicción
existencial conduce a la piedad, más que al cinismo.
Ciertamente
está convencido de que a Dios no se conseguirá llegar
jamás mediante el razonamiento; pero el hombre según
Pascal es un ser doble: lleno a la vez de miseria y de grandeza;
y ello le salva. Mientras que sus herederos espirituales olvidarán
la grandeza de lo humano para centrarse en su miseria, Pascal,
que inicia un existencialismo no pesimista, será siempre
un católico, y en consecuencia no puede creer en un Dios
de predestinación (protestante) o de destino (judío)
aunque coincida con Kierkegaard, Kafka o Wittgenstein en conceptuar
la miseria humana como impotencia, es decir, como imposiblidad
absoluta y total para lograr la plenitud a la que se aspira.
Como
enseñó Jean Mesnard: «La miseria del hombre
[en Pascal] es esencialmente “impotencia”. Es un efecto
de su grandeza. El hombre es semejante a los animales, que no
son miserables, pero se ha encontrado en una situación
mucho más elevada y el vago recuerdo que conservó
de este primer estado le torna insoportable su condición
actual. La miseria del hombre proviene de la contradicción
ente la realidad de lo que es y el ideal al que aspira. Aspira
a la verdad y sólo encuentra error; aspira a la felicidad
y sólo encuentra aburrimiento; aspira a la verdadera justicia
y no encuentra más que falsa justicia; aspira al infinito
y sólo encuentra finitud. El hombre se halla, pues, escindido;
su vida es un perpetuo drama». Convertir ese drama en discurso
es lo que hace a Pascal un pensador imprescindible para la antropología
filosófica, incluso desde una óptica no creyente.
Pascal
es también un escritor paradójico por lo que hace
a la transmisión de su obra: sin que sea posible repetir
el tópico según el cual su libro principal está
constituido por “los papeles de un difunto”, como
quiso cierta crítica romántica, hay que decir que
no escribió las «PENSÉES» tal como actualmente
las leemos, es decir, como textos discontinuos, fragmentarios,
incompletos... de hecho lo que nos ha llegado son las notas previas
a la redacción de una inacabada «Apología
de la religión cristiana» que, aunque prevista por
el autor, que incluso había elaborado un índice
de la obra, nunca llegó a ver la luz. Fueron sus editores
de 1670-1671, y los posteriores, quienes interpretando, no siempre
con buen criterio, aproximadamente un millar de fragmentos “construyeron”
el texto. Incluso el título del libro se debe a una discutible
y un tanto arbitraria decisión de sus editores que lo publicaron
como «PENSÉES DE M. PASCAL SUR LA RELIGION ET SUR
QUELQUES AUTRES SUJETS; QUI ONT ÉTÉ TROVÉES
APRÈS SA MORT PARMI SES PAPIERS». Las «PENSÉES»
no son “ensayos” digresivos, tipo Montaigne, sino
conjeturas, apuntes o fogonazos cuyo valor formal proviene posiblemente
de su carácter fragmentario, que le da una fuerza expresiva
imposible de lograr, por una pura razón formal, en un texto
piadoso más convencional. Pero leer a Pascal –que
exige un lector adulto y un tanto “de vuelta” de muchas
ilusiones vanas– sigue siendo una experiencia que va mucho
más allá del ámbito religioso.
¿Un
cristianismo antihumanista?
Por
estrictas razones de cronología Pascal no pudo leer ni
a La Rochefoucauld ni a La Bruyère y, aunque conocía
las «Meditaciones Metafísicas» de Descartes
(1641) a quien tenía por “inútil e incierto”,
tampoco alcanzó a conocer las obras mayores de Malebranche,
Spinoza o Leibniz, sus contemporáneos; por ello su texto
implica no sólo una novedad en el campo del cristianismo,
sino una peculiar e incisiva comprensión antihumanística
del racionalismo y de la problemática que implicaba con
relación a la fe. Pascal, desde luego no es un puro “moralista”
barroco, sino un cristiano que descubre su crisis de fe y busca
caminos para superarla y eso mismo le hace plenamente moderno.
Es además un hombre que ha vivido crisis y “conversiones”
(por lo menos dos documentadas en 1646 y en 1654) y que, por ello
mismo, conoce la complejidad y los silencios de la fe.
La
finalidad de la «Apología de la religión cristiana»
era una defensa de la fe contra los “libertinos”,
es decir contra el tipo humano que se veía reflejado en
Montaigne; pero afortunadamente las «PENSÉES»
aunque discontinuas abordan un campo de intereses mucho más
amplio, que incluye la filosofía, la antropología
moral, la retórica e incluso la política. Todo ello
visto por un laico que no deja de ironizar sobre cualquier argumentación
elaborada desde la tradición y que, además, por
su formación como matemático está en excelentes
condiciones para comprender el trascendental cambio cultural que
implica el cogito cartesiano –y las inevitables consecuencias
para la fe de la duda escéptica (o “pirroniana”,
en su vocabulario) implícita en el racionalismo.
Pascal
que escribe de una forma perfectamente clara y estrictamente moderna,
resulta –sin embargo– de lectura enrevesada hoy, precisamente
porque vivimos en una época cada vez más “postcristiana”,
que ha perdido muchas de las claves culturales tradicionales.
Por ello la mejor estrategia consiste en abordarlo desde el prisma
de la paradoja. En sus «PENSÉES» se encuentran
los fundamentos del debate entre razón y fe en la modernidad
y, en cierta manera, con él aparece también el complejo
tema –luego central en el existencialismo del siglo 20–
de la relación entre la fe y el absurdo existencial. Con
Kierkegaard, Pascal es, entre los clásicos, quien mejor
asume el reto que significa para el cristianismo una modernidad
racionalista, pero a la vez instrumental. A la razón geométrica,
Pascal opondrá el conocimiento profundo del corazón
humano que le lleva a encontrar un hombre desorientado y, por
ello mismo, sediento de Absoluto. A la concepción mecánica
del mundo, Pascal le enfrentará una radical afirmación
de la insuficiencia y de la provisionalidad de la razón
que sólo un Dios puede colmar.
Hay
un «temor bueno», que viene de Dios y de la fe, y
un «temor malo» que viene de la duda. Hay un temor
a perder a Dios y otro a encontrarle (L 908). El corazón
conoce ambos temores y es en el corazón –y no en
la razón– donde se juega la partida.
Creer
tras el desafío racionalista
Como
creyente “moderno”, y por primera vez desde el mismo
interior del cristianismo, Pascal se da cuenta de que la mejor
defensa posible de la fe tras del “cogito” cartesiano
ya no puede vincularse a la defensa de ninguna tradición,
sino que se halla en la reivindicación de la paradoja como
fuente y límite de razón, pues, finalmente la razón
es un criterio de conocimiento a la vez útil e incompleto,
porque «[..] Todo lo que es incomprensible no deja de ser»
(L 521). En palabras de Bérengère Parmentier: «La
verdad, para Pascal, escapa a la razón; por ello no pretende
persuadir racionalmente» («Le Siècle des moralistes:
de Montaigne a La Bruyère», París: Seuil,
200, p. 99).
Mientras
Descartes y el racionalismo ponían el énfasis en
el orden (y en el principio de evidencia, que es el fundamento
de la racionalidad misma), Pascal se precia de todo lo contrario,
repudia cualquier principio metódico y, mucho más
aún, denuncia la insuficiencia de la razón como
criterio: «Escribiré mis pensamientos sin orden y
no tal vez en una confusión sin designio. Es el verdadero
orden y él marcará siempre mi objetivo por el desorden
mismo» (L 532). El orden pascaliano proviene del “corazón”,
que considera más adecuado al conocimiento que de verdad
le importa, es decir, al de la transcendencia. Tal como dice en
un texto bien conocido: «El orden. Contra la objeción
de que la Escritura no tiene orden/ El corazón tiene su
orden, la inteligencia [esprit] tiene el suyo que es por principio
y demostración. El corazón tiene otro. No se prueba
que se deba ser amado exponiendo las causas del amor. Ello sería
ridículo» (L 298). Mientras los matemáticos
pretenden racionalizar el mundo, el creyente Pascal reivindica
un «orden de la caridad, no de la inteligencia [esprit]»
cuyo núcleo «consiste principalmente en la digresión»
(L 298) y que a su parecer es el de Cristo, el de San Pablo y
el de San Agustín.
Pascal
es el iniciador de un cristianismo tan absolutamente exigente
que llega a ser antihumanista -porque creer en el hombre sería
pecar contra Dios; que se reivindica como paradójico y
que considera a la vez: «Incomprensible que Dios sea e incomprensible
que no sea» (L 809). Su más profunda convicción
es, para decirlo con Antony McKenna que: «La única
certeza de la que el hombre es capaz es la del sentimiento: ésta
es la certeza que la “naturaleza” ofrece a la razón
“impotente” y “lamentable en todos los sentidos”:
“la naturaleza confunde a los Pirronianos” (L 131)»,
(p. 25). Sólo la “conversión de corazón”
nos permite acceder a lo que está más allá
de lo razonable.
La
estrategia pascaliana en el debate entre razón y fe propone
una novedad radical: ya no se trata de “defender”
la fe ante el incrédulo (algo que el racionalismo ha vuelto
azaroso, o tal vez imposible), sino de mostrar que “la razón”
aunque poderosa como herramienta resulta, a la vez, insuficiente
como finalidad en sí misma, para animarnos de esta manera
a dar el salto a la dimensión trascendente y sobrehumana.
La razón deja insatisfecha a la propia razón y,
en ese mismo acto, abre la puerta a la necesidad de la fe. Por
ello Pascal asume de entrada que «el cristianismo es extraño».
(L 351), pero lo es precisamente porque toda la realidad está
entetejida de paradoja y contradicción. O en su propio
vocabulario de «contrárietés» ante las
cuales la razón se halla impotente.
Pascal
ha sido el filósofo que quiso hacer del escepticismo una
demostración de la existencia de Dios en un mundo que considera
irremisiblemente irracional, pues, finalmente: «Éste
no es para nada el país de la verdad, ella va errante desconocida
entre los hombres...» (L 840). Debería quedar claro
que Pascal no se opone a la razón de ninguna de las maneras.
Si chocase con los principios de la razón «nuestra
religión sería absurda y ridícula»
y es en el pensamiento donde se manifiesta la grandeza humana.
Pero claramente considera que existe una instancia superior y
más decisiva que la razón calculadora: se trata
de la razón que nace del “coeur”, hecha de
“instinct” y “sentiment”, (el ámbito
del sentimiento, el corazón, la intuición emocional...
) [L 110] y es allí donde se pone en juego lo realmente
valioso, que ya no es racional y que nos permite situarnos ante
lo trascendente, es decir, ante lo decisivo.
Casi
se podría decir, con un mínimo anacronismo, que
la estrategia pascaliana ante el desafío racionalista prefigura
la de algunos pensadores judíos centroeuropeos del siglo
pasado frente a la herencia ilustrada: no pretendían negarla
directamente, sino mostrar su supuesta insuficiencia hasta convertirla
en algo, en el fondo, insignificante. De la misma manera, Pascal
jamás reniega de la razón pero si de la pretensión
según la cual el hombre es un ser razonable. Por retomar
una de sus más citadas frases: «No hay nada tan conforme
a la razón como el desacuerdo en la razón».
En consecuencia, si la razón ni siquiera es capaz de ponerse
de acuerdo consigo misma, sólo se puede superar el absurdo
[de la razón] a condición de admitir lo inexplicable
[la fe]. Aquello que los humanos toman por “razón”
permite, según Pascal, poco más que la sacralización
de la costumbre y, por ello mismo, resulta insuficiente cuando
se plantea seriamente la cuestión de la Verdad (es decir
de Dios –con mayúsculas).
Como
ha repetido el estudioso Jean Mesnard: «en el hombre [según
Pascal] se revelan dos aspectos contradictorios, la miseria y
la grandeza». Pero la grandeza del hombre sólo se
encuentra en el nivel de la “esperanza” mientras que
la miseria se descubre brutal y pesada a cada momento en la vanidad,
en el amor propio y en las relaciones humanas en general. Hay
como una especie de principio axiológico en Pascal según
el cual «Cada cosa es en parte verdadera y en parte falsa»
(L 905). Incluso la pena de muerte, la castidad o el matrimonio
tienen su lado bueno y su lado malo. Por eso la razón no
sería tampoco verdadera sin la fe.
Al
afrontar la lectura de su obra no estaría de más
recordar que, a su parecer, la contradicción y la paradoja
reinan en el mundo y, por ello mismo, también son una regla
de estilo en la retórica. En opinión de Pascal:
«La verdadera elocuencia se ríe de la elocuencia,
la verdadera moral se ríe de la moral... Reírse
de la filosofía es verdaderamente filosofar». Las
«PENSÉES» expresan una búsqueda de la
trascendencia y, a la vez, la conciencia de la crisis existencial
como único horizonte de lo humano, de ahí su éxito
literario, en la medida en que modernidad y crisis han tendido
a ser líneas paralelas a la largo de la historia.
Pascal
fue el primer creyente para una modernidad que se construye desde
la duda; por primera vez un pensamiento religioso se elabora desde
la consciencia de que en la modernidad el deseo se ha convertido
en motor de la acción –y que en el núcleo
mismo de tal deseo habita la insatisfacción. El mínimo
análisis de la modernidad nos muestra como: «Nada
se detiene para nosotros. Es el estado que nos resulta natural
y a la vez contrario a nuestra iniciación: quemamos de
deseo para encontrar un fundamento firme y una última base
constante para edificar una torre que se eleva hasta el infinito,
pero todo nuestro fundamento se hunde y la tierra se abre hasta
los abismos».
Un
profundo reconocimiento de lo contradictorio como necesario, es
decir, de la necesidad de la fe y a la vez de la dificultad de
su fundamentación, recorre toda la obra pascaliana y la
convierte en la primera reflexión estrictamente moderna
elaborada en el marco del catolicismo. Mientras los jesuitas todavía
creían –y creen– posible pensar el mundo desde
la perspectiva del orden, Pascal fue el primer cristiano que tuvo
una profunda conciencia del desorden –característica
básica de la modernidad. Mientras los cartesianos concebían
el mundo como “máquina”, Pascal sabe –aunque
lo lamente– que el cuerpo y las pasiones nos impiden ser
puramente racionales y ve en esa exigencia pasional y desordenada
una extraña muestra de la sabiduría divina que,
a través de la pasión nos muestra de la necesidad
de un Dios que nos lleve a escuchar el corazón humano más
allá de una razón “ployable à tous
sens” (L 530).
A
manera de biografía
Blaise
Pascal nació el 19 de junio 1623 en Clermont (Aubernia),
entonces una pequeña ciudad de 9.000 habitantes. Su padre,
Étienne Pascal, era magistrado –juzgaba los pleitos
en materia de impuestos– pero en 1631, cuando el pequeño
tenía poco más de siete años, vendió
su cargo para vivir de rentas en París, establecido en
el barrio aristocrático del “faubourg” Saint-Germain,
dedicado por entero a la educación de sus tres hijos, Gilberte
(1620), Blaise (1623) y Jacqueline (1625), que se hizo monja.
En París, la familia Pascal, que formalmente pertenecía
la nobleza de toga pesa a vivir de hecho como un burguesía
rentista, logró la amistad de algunas de las más
importantes familias de alcurnia que les fueron muy útiles
(los Roannez, la duquesa de Aiguillon, la marquesa de Sablé,
etc.) y Ëtienne mantenía contactos con los intelectuales
más significativos de la época.
En
1926 muere la madre del futuro filósofo y el padre educa
a la prole de una manera que podríamos llamar “liberal”.
De hecho Blaise Pascal no sufrió jamás una educación
escolástica de la que necesitase liberarse, porque ni siquiera
la aprendió. La vocación científica, en cambio,
apareció muy pronto, en plena infancia. En la academia
de Mersenne, amigo de su padre, conoció a los principales
talentos matemáticos y todavía no había cumplido
17 años cuando publicó su primer tratado de geometría
el «ESSAI SUR LES CONIQUES».
Para
situar la obra pascaliana tampoco está de más recordar
que se produce en el momento en que la comprensión científica
evoluciona, “del mundo cerrado al universo infinito”,
por decirlo con el título de un clásico libro de
Alexandre Koyré (1957). La nueva noción del mundo:
«no comporta ya –dice Koyré– ninguna
jerarquía natural y está unido por la identidad
de las leyes que lo rigen en todas sus partes». Las correspondencias
establecidas por la tradición entre el orden cósmico
de los elementos y el orden fisiológico del cuerpo humano,
entre el orden moral de los sentimientos humanos y el orden metafísico
o cósmico de las cosas se revela sólo como una metáfora
o una fábula. Esa idea de que en el mundo se ha entronizado
el azar y, más estrictamente, de que el hombre ha perdido
su lugar en el mundo, es una constante en el contexto cultural
e ideológico de Pascal. Pero Pascal no quiere “salvar”
el humanismo, sino redimir al hombre de su propia miseria para
llevarlo a Dios.
Incluso
si las matemáticas debieran ser la expresión de
un mundo organizado, jerárquico y estable, en que la tradición
no tiene ningún valor ante el rigor puramente lógico,
los temas que se planteó Pascal son precisamente los que
muestran más interés filosófico, en la medida
en que aparecen como retos al mecanicismo: en geometría
estudió el infinito; en física, el vacío
y en aritmética, el azar. No hay en ello ninguna casualidad:
también en sus objetos de estudio positivo lo que le interesa
es mostrar la fragilidad de las cosas, más allá
del absurdo (“odioso”) dogmatismo del racionalismo,
ingenuamente optimista. Conviene no olvidar, por otra parte, y
para evitar cualquier malentendido, que Pascal tenía plena
conciencia de su valor como científico y que jamás
pretendió, más bien al contrario, que su fe interfiriese
en su trabajo como científico. Sea dicho ya ahora que jamás,
ni al final de su vida, interrumpió ningún trabajo
científico por ningún (supuesto) escrúpulo
de conciencia.
Entre
1639 y 1647 Étienne Pascal, que había sido sospechoso
de poca fidelidad al rey y llegó a ocultarse durante una
temporada para evitar caer en prisión por los movimientos
políticos de la época, fue nombrado por Richelieu
comisario para el impuesto en Rouen y la familia se trasladó
con él a Normandía, que por entonces se hallaba
prácticamente en estado de “revuelta fiscal”
contra los altos impuestos que la empobrecen. El pequeño
Blaise tiene ya fama de genio matemático e inventa para
su padre una máquina de calcular. El invento fue lo suficientemente
significativo para que todavía un siglo después
Diderot incluyese un croquis detallado en los volúmenes
de «Planches» de la «ENCYCLOPÉDIE».
La
estancia en Normandía tiene también importancia
porque será allí donde, a raíz de un accidente
de su padre, la familia entra en contacto con el jansenismo que
practicaban los piadosos médicos, y hermanos, Deschamps,
una especie de santones o predicadores populares que mezclaban
religión, ciencia médica y protesta antinobiliaria.
En el jansenismo hay, obviamente, un componente religioso perfectamente
central, pero es, también, un movimiento de protesta con
raíces populares que exige una cierta “autenticidad”
a la política y no puede extrañar que el padre del
filósofo, que había tenido alguna simpatía
por los movimientos antiseñoriales, se sintiese cercano
a esta espiritualidad exigente –y mucho más si la
fe religiosa se entemezcla con un sentido de la amistad muy profundo.
La amistad será, por cierto, uno de los ejes vitales del
joven Pascal.
En
1643 Arnauld, uno de los teóricos más importantes
del jansenismo, publica «La comunión frecuente»
y al año siguiente se traduce el «Discurso sobre
la reforma del hombre interior» del propio Jansenio. El
joven Pascal leyó ambas obras y para él significaron
un profundo revulsivo, suficiente para marcarlo de por vida. Su
propia hermana Gilberte dirá más tarde que: «Dios
le iluminó de tal modo con esta santa lectura que comprendió
perfectamente que la religión cristiana nos obliga a vivir
sólo para Dios, y a no tener más mira que él.
Y esta verdad se manifestó tan evidente, tan necesaria
y tan útil que dio al traste con todas sus investigaciones.
De forma que a partir de entonces renunció a todos los
otros conocimientos para consagrarse a la única cosa que
Jesucristo llama necesaria». Aunque el texto suena a hagiografía
familiar –y los estudiosos sitúan su conversión
algo más tarde– es significativo que la vivencia
de su fe pueda, cuanto menos, plantearse en estos términos.
El
período de 1647 a 1652 fue el de profundizacion del sabio
precoz en la espiritualidad jansenista. En compañía
de su hermana frecuenta el hogar parisiense la abadía de
Port-Royal y su hermana Jacqueline habla de «una persona
que no es ya un matemático» aludiendo a él
en una carta del 25 de septiembre de 1647; pero se trata todavía
de una conversión incompleta muy condicionada por la enfermedad
(dolores de cabeza, parálisis de las piernas...) de la
que logró una curación sólo parcial. De hecho
son unos años absolutamente brillantes en la investigación
matemática. En octubre de 1647 publica sus «NUEVOS
EXPERIMENTOS EN TORNO AL VACÍO». Poco antes los días
23 y 24 de septiembre, Descartes de paso por París se había
entrevistado con el joven Pascal con quien discutió aspectos
de la obra. Descartes, por cierto, defendía erróneamente
que el vacío no existía, de modo que el encuentro
entre ambos sabios fue un pequeño fracaso En 1648 a petición
de Pascal su cuñado y primo Florien Pérrier realiza
un experimento sobre la presión en la montaña del
Puy-de-Dôme, cerca de Clermont que justifica las ideas del
libro y lo confirma como uno de los científicos más
importantes del momento.
Pero
en Pascal el matemático es inseparable del hombre piadoso.
Jacqueline entra en el convento a la muerte del padre (enero de
1652) y tras un período de “divertissement”
(en que es presentado a la Corte, lee a Montaigne y Epicteto y
trata a algunos de los más conocidos libertinos de la época
–aunque más bien se trata de indiferentes que de
ateos), Blaise cae en una crisis moral que él mismo describe
como de «grand mépris du monde» (septiembre
de 1654). En la noche del 23 de noviembre de 1654 tiene un éxtasis
místico, cuyo recuerdo consigna en una hoja de papel, el
famoso «MEMORIAL» que llevó siempre cosida
en el forro de su jubón. Será a partir de aquí
que sus contemporáneos y los estudiosos posteriores hablen
de una definitiva “conversión” del autor. Si
Pascal se enamoró jamás no lo sabemos pero el «DISCURSO
SOBRE LAS PASIONES DEL AMOR» que se le atribuye desde 1842,
cuando lo editó el positivista Victor Couisin, parece no
ser debido a nuestro autor, aunque se ha reeditado muchas veces
y es un texto significativo para entender la mentalidad de la
época.
En
enero del año 1655 Pascal se retira brevemente a Port-Royal-des-Camps
y tiene lugar el «ENTRETIEN AVEC M. DE SACI SUR ÉPICTÈTE
ET MONTAIGNE»; es importante consignar la idea central de
esta “Conversación” porque aparece ya una intuición
que arraiga profundamente en el Pascal de la «Apología».
El pensador estoico ve al hombre capaz de cumplir con sus deberes
por su propia fuerza, el escepticismo de Montaigne, en cambio,
muestra la debilidad de la razón y la fuerza de la costumbre.
Pero la interesante es que, según la lectura pascaliana
ambos retratan al hombre anterior a la caída y Montaigne
muestra su corrupción actual. El Evangelio, en la lectura
que propone Pascal, concilia las opiniones contrarias: la debilidad
es lo propiamente humano y la grandeza provienen de Dios pero
ambas naturalezas se hallan unidas en la persona del Hombre-Dios
(Jesucristo) de aquí que la debilidad humana no pueda ser
condenada de forma radical.
El
retiro en Port-Royal se repite en enero de 1656, momento en que
emprende la redacción de sus «CARTAS PROVINCIALES»,
cuyo mejor título debiera ser «CARTAS PROVINCIANAS»,
pues fingen ser enviadas por un provinciano que informa de la
polémica entre jesuitas y jansenistas. La polémica
de las «PROVINCIANAS» le lleva a redactar 18 textos
de enero de 1656 hasta junio de 1657, que pese a ser supuestamente
anónimas –las firmaba como “Louis de Montalte”–
y más o menos clandestinas, constituyen un éxito
“de crítica y público” tal vez porque,
como dice Mesnard, “añaden ingenio a la claridad”,
usando un sistema retórico significativo: la gradación
de citas, cuyo horizonte es más psicológico que
lógico.
Mediante
el uso intencionado de las citas en la obra, Pascal crea una figura
literaria destinada a convertirse en arquetipo: el «jesuita»
(especialmente en la Carta nº 4). Un jesuita será
desde entonces un tipo psicológico especial: serio, reflexivo,
mundano y franco pero que, por decirlo con Mesnard, «ha
rendido su criterio en manos de sus superiores» para convertirse
(en las Cartas 5ª a 9ª) en un moralista patético,
en un coleccionista de casos de conciencia hundido en arenas movedizas
que se llaman “probabilismo”, “equívoco”
y “restricción mental” –y que termina
supeditando la moral evangélica a una pura casuística
mundanal. Quede en todo caso, y por encima de la discusión
teológica sobre la «atrición» jesuítica
frente a la «contrición» jansenista, la constatación
de una voluntad de estilo. Si algo se puede defender sin atisbo
de duda es que la ironía pascaliana abrió el campo
a Voltaire.
La
curación milagrosa de una sobrina de Pascal, religiosa
en Port-Royal, librada de una inflamación ocular tras de
tocar una santa espina de la corona de Cristo fue recibida por
el filósofo como una especie de mensaje sobrenatural que
confirmaba la justicia de la causa jansenista. Pascal concreta
su pensamiento teológico en los «ÉCRITS SUR
LA GRACE» de 1657 y en 1658 da una conferencia en Port-Royal
donde expone el plan de su «Apología», es decir,
el núcleo de la argumentación de donde surgen las
«PENSÉES». Mucho se ha discutido sobre el contenido
de esta conferencia pero posiblemente en los legajos A.P.R [À
Port-Royal] se encuentra el núcleo de lo que supuestamente
debería ser la «Apología», cuya redacción
jamás emprendió por problemas de salud.
Entre
1659 y su muerte el 19 de agosto de 1662, Pascal sufre un proceso
que los estudiosos han llamado a veces “Dépouillement”
[“despojamiento”, “abatimiento”...]. Entre
marzo de 1659 y agosto del año siguiente Pascal cae en
un «état de anéantissement de toutes ses forces».
Según su hermana Gilberte: «no pudo ya hacer nada
durante los cuatro años que aún vivió, si
es que se puede llamar vida a la languidez tan lastimosa en que
los pasó». Será entonces cuando redacta su
«ORACIÓN PARA PEDIR A DIOS EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES»,
que junto al «MEMORIAL» son clásicos de la
espiritualidad católica.
Pero
eso no significa que Pascal sea un enfermo puramente pasivo y
silencioso: incluso entonces fantasea con la posibilidad de convertirse
en educador de un Príncipe cristiano, a cuyo fin escribió
–en 1660 según Lafuma– los tres «DISCURSOS
SOBRE LA CONDICIÓN DE LOS GRANDES», destinados al
duque de Chevreuse, hijo del duque de Luynes. También en
su enfermedad Pascal encontró tiempo y energías
para fundar una compañía de transporte en carruajes
“a cinco sueldos” cuyos beneficios debían dedicarse
a socorrer a los pobres de París. Pero en octubre de 1661,
en plena persecución contra Port-Royal, muere su hermana
Jacqueline y finalmente cae abatido el filósofo.
Si
hemos expuesto por extenso su vida –y aún debiera
hacerse más hincapié en su obra científica
y en la espantosa miseria de su época, rota por las guerras–
es porque Pascal constituye todo un ejemplo de filósofo
«existencial», cuya vida no puede separarse de su
obra. Es el cristiano radical y el matemático especializado
en las paradojas quien nos permite comprender al filósofo
de la religión.
¿Qué
es un «libertino» y cómo enfrentársele?
Las
«PENSÉES», en la medida que tienen una pretensión
apologética –aunque no se limiten a ello, ni mucho
menos– se pueden entender mejor si se comprende “contra”
quien se dirige el texto. Es obvio que el, por así llamarlo,
“enemigo” (¡por favor, con muchas comillas!)
son los «pirrónicos» (y sobre todos ellos Montaigne)
y muy especialmente los supuestos «libertinos», aunque
no se trata tanto de combatirlos como de “salvarlos”,
mostrando su propia contradicción e insuficiencia que es,
al cabo, la contradicción y la insuficiencia de toda la
razón humana.
Pero:
¿qué puede ser un «libertino»; palabra
que, por cierto, hoy ya no suena para nada atroz, sino simplemente
anacrónica y francamente cómica? En un sentido amplio,
“libertino” es el epicúreo lector de Montaigne.
Pero eso nos dice muy poco, porque Montaigne puede ser leído
en claves francamente diversas e incluso contradictorias. Debemos
a Antony MacKenna, en su magnífico libro: «Entre
Descartes et Gassendi. La première edition des “Pensées”
de Pascal» (1993), resumen de una investigación más
amplia, haber desempolvado el «DISCOURS SUR LES “PENSÉES”
DE M. PASCAL» de Filleau de La Chaise (1668) escrito en
colaboración con algunos íntimos amigos de Pascal,
y particularmente con el duque de Roannez, donde entre otros testimonios
sobre los manuscritos pascalianos se ofrece una pequeña
galería de lo que se entendía en la época
por “libertino”. Un tal epíteto se aplicaba
por entonces a:
.-
Quienes viven dedicados al «divertissement», sin ocuparse
propiamente por nada en concreto.
.-
Quienes «se aplican a los conocimientos, a las investigaciones
del intelecto [esprit] y al estudio de la naturaleza», pero
lo hacen por “orgullo” y “curiosidad”.
.-
Quienes, como Hobbes, por ejemplo, son filósofos «pirronianos
materialistas», que se limitan al puro cálculo, aunque
lo hagan «en vías rectas y poco sujetas a error».
.-
Quienes, finalmente, siendo creyentes y filósofos, se limitan
a defender la «honnêteté», pero separada
de la fe. Aunque estos últimos sean, como dice Filleau
de La Chaise, «casi tan raros como los verdaderos cristianos»,
en realidad sin la fe les falta el principio mismo de la virtud.
Según
Filleau de La Chaise, cuyo libro había sido aprobado por
la familia directa de Pascal, siempre muy estricta y exigente
cuando de su hermano y tío se trataba, el filósofo
habría intentado contra estos “libertinos”
todo un arsenal de pruebas:
a.-
De tipo “geométrico”, que se organizan a partir
de principios incontestables como las demostraciones.
b.-
Basadas en “razones comunes” aunque sólo convenzan
a los ya convencidos, tales como la prueba de la existencia de
Dios por el orden de la naturaleza.
c.-
Basadas en “razones metafísicas” (o “sutiles”),
aunque los humanos tengan, como bien recuerda Filleau de La Chaise,
«la cabeza poco apta para los razonamientos metafísicos»
y para las abstracciones en general.
d.-
Fundadas “lugares comunes”, es decir, en pruebas de
hecho, cuya fundamentación se halla en el “corazón”
y en el autoconocimiento del hombre interior.
Habría
que matizar un poco el distinto valor de las cuatro pruebas. Las
primeras seguramente debieran ser analizadas alrededor de la famosa
“apuesta” pascaliana, de la que luego hablaremos.
La segunda y la tercera tienen muy poco valor para Pascal –que
de hecho niega cualquier valor a las “razones metafísicas”.
De
hecho, lo que dará valor al esfuerzo pascaliano serán
las pruebas basadas, precisamente, en las «raisons du coeur».
Es “la dureza de su corazón”, en definitiva,
lo que mueve al libertino y lo que Pascal pretende desmontar.
Si Pascal es un creyente que pretende responder a la modernidad
no deja, sin embargo de reconocerle una legitimidad perfectamente
coherente. En definitiva sabe que: «Todos sus principios
son verdaderos, de los pirronianos, de los estoicos, de los ateos,
etc; pero sus conclusiones son falsas porque los principios opuestos
son también verdaderos» (L 619). Es decir, el moderno,
el libertino, no es un “insensato”, sino alguien que
–partiendo de principio perfectamente lógicos desde
una concepción mundana de la racionalidad– no entendió
la peculiar forma de razonamiento propia del cristianismo, cuya
base se halla en la conciliación de lo que desde fuera
de la fe debería necesariamente ser considerado como contradictorio.
Pascal
se toma siempre muy en serio la afirmación paulina del
“escándalo de la fe” y a través de un
ejercicio retórico (que en ese sentido debe a los jesuitas
y a la casuística más de lo que quisiera reconocer)
pretende reivindicar lo trascendental asumiendo como método
la contradicción. Sólo el cristianismo es capaz
de asumir la combinación de las verdades opuestas sin caer
por ello en la contradicción: «... Hay, pues, un
gran número de verdades de fe y de moral que parecen repugnantes
y que subsisten todas en un orden admirable / La fuente de todas
las herejías es la exclusión de alguna de esas verdades»
(L 131).
El
texto pascaliano debería leerse, así, como un ejercicio
de apologética, es decir, de retórica (en la medida
que se pretende cuestionar mediante el razonamiento la cambiante
naturaleza humana). Pascal tiene en mente una determinada concepción
de lo humano (que juzga incierto y desordenado) y convierte también
su texto en una cierta apuesta: no se puede recuperar al libertino
para la causa de la fe usando un orden de razones estrictamente
lógico, pues, al fin y al cabo, el libertinaje es inmune
a ese tipo de razonamientos. Se necesita, en cambio, una forma
de expresión más digresivo. Por ello las «PENSÉES»
se escriben desde una determinada estrategia; según Pascal
ante el desorden del mundo el libertinaje no puede ser atacado
de frente, sino de una forma lateral, indirecta. Como dice en
un de sus textos: (L 298): «El corazón tiene su orden,
la inteligencia [esprit] tiene el suyo, que es por principio y
demostración. El corazón tiene otro. No se prueba
que se debe ser amado exponiendo ordenadamente las causas del
amor; ello sería ridículo... Ese orden consiste
principalmente en la digresión sobre cada punto que tiene
relación con un fin para mostrarlo siempre».
En
tanto que ejercicio de combate contra los libertinos puede entenderse
mejor por qué las «PENSÉES» deben ser,
inevitablemente fragmentarias –precisamente porque deben
adecuarse a un objeto que es, en él mismo, arbitrario y
fragmentado.
El
plan de la «Apología»: los veintisiete legajos
Para
reconstruir el orden las «PENSÉES» en la medida
de lo posible es imprescindible acudir a la conferencia que dio
el propio Pascal en Port-Royal, cuya datación va de mayo
a noviembre de 1658. Parece establecido que Pascal trabajaba con
una serie de veintisiete legajos o carpetas de materiales destinados
a la «Apología». Aunque sea del todo imposible
reestablecer el contenido de cada una de estos legajos no estará
de más recoger cuál debía ser su sentido
más probable, Damos, con Claude Genet, el título
de cada uno de esos legajos, del propio Pascal, y resumimos de
una manera tentativa y subjetiva el plan o índice de la
obra:
1.-
ORDEN
Disponer
en principio al incrédulo a aceptar la fe, porque la fe
conoce al hombre y le aporta el único verdadero bien. Mostrar
a continuación la verdad del cristianismo
2.-
VANIDAD
El
hombre incapaz de la verdad; juguete de las apariencias y de las
«potencias engañadoras»: costumbre, imaginación,
amor propio.
3.-
MISERIA
El
hombre incapaz del bien; no conoce ni la virtud, ni la justicia,
ni el reposo
4.-
ABURRIMIENTO
A
penas logra reposo, el hombre nota su dependencia y cae en el
aburrimiento. Para escapar a él recorre a una vana agitación
que le hace desear de nuevo el reposo y así sucesivamente.
5.-
RAZÓN DE LOS EFECTOS
Tres
categorías de hombres: el pueblo –ingenuo; los medio
capaces –puramente escépticos; los capaces –que
encuentran un sentido al aparente absurdo del mundo.
6.-
GRANDEZA
La
conciencia de su miseria hace la grandeza del hombre. Su grandeza
reside, pues, en el pensamiento.
7.-
CONTRADICCIONES [“Contrariétés”]
Los
escépticos sólo han considerado la miseria del hombre,
los dogmáticos sólo su grandeza. Aspectos contradictorios
cuya clave ofrece el cristianismo
8.-
DISTRACCIÓN [“Divertissement”]
Buscamos
la felicidad en el olvido de nuestra miseria, distracción
(o “divertimento”) que nos ofrece sólo una
paz ilusoria.
9.-
FILÓSOFOS
Los
epicúreos sitúan la felicidad en los placeres fáciles,
simples y sencillos, pero nosotros tenemos mayores aspiraciones.
Los estoicos sitúan el placer en nosotros mismos, pero
olvidan nuestras debilidades. No hay en absoluto ninguna verdadera
moral si no tiene en cuenta nuestra grandeza y, a la vez, nuestra
bajeza.
10.-
El SOBERANO BIEN
El
hombre tiene nostalgia de una felicidad perdida. Nuestra alma
es un abismo infinito que sólo el infinito puede llenar.
11.-
A. P. R. (A PORT-ROYAL)
Sólo
el cristianismo explica nuestra naturaleza, también es
lo único que nos da el absoluto que buscamos. Alguna vez
se ha sugerido que éste sería el legajo de la conferencia
de Port-Royal y es el apartado más citado por los apologetas.
12.-
INICIO
Impotencia
de la razón para probar tanto la existencia como la inexistencia
de Dios. Es necesario, pues, apostar, y apostar por Dios pues
la ganancia supera infinitamente al riesgo. Comencemos, pues,
por “entontecernos” aparentemente al menos, cumpliendo
con los gestos de la fe.
13.-
SUMISIÓN Y USO DE LA RAZÓN
El
cristianismo supera la razón pero sin contradecirla.
14.-
EXCELENCIA DE TAL MANERA DE PROBAR A DIOS
Excluir
la razón sería absurdo, no admitir más que
la razón sería orgullo. Siendo el hombre incapaz
de conocer a Dios por sus propios medios, Dios le es revelado
a través de signos.
15.-
TRANSICIÓN DEL CONOCIMIENTO DEL HOMBRE A DIOS
El
hombre, criatura finita, no guarda proporción con el infinito
de la naturaleza y, por mayor motivo, tampoco con Dios. No es
lo finito que capta la infinito, sino al contrario lo infinito
que se comunica con lo finito.
16.-
FALSEDAD DE OTRAS RELIGIONES
Sólo
el cristianismo es verdadero porque de cuenta de nuestras «contradicciones»
y nos ofrece pruebas históricas.
17.-
HACER AMABLE LA RELIGIÓN
Universalidad
del cristianismo: existen “verdaderos” paganos, los
que tienen conciencia de su miseria y buscan la salvación,
como hay falsos “cristianos” demasiado satisfechos
de sí mismos.
18.-
FUNDAMENTO DE LA RELIGIÓN Y RESPUESTA A LAS OBJECIONES
Las
pruebas de la religión son medio claras y medio obscuras.
No hay salvación sin una búsqueda humilde y perseverante.
“Deus absconditus”.
19.-
QUE LA LEY ERA FIGURATIVA
Estrictamente,
el Antiguo Testamento tiene un sentido escondido. Tras de las
figuras materiales discernimos un sentido absolutamente espiritual.
20.-
RABINISMO
Reflexiones
sobre el Talmud, el pecado original –misterio que nos ilumina–
la redención...
21.-
PERPETUIDAD
El
Antiguo Testamento anuncia el Nuevo y éste se prolonga
en el desarrollo de la Iglesia que resiste a sus enemigos seculares.
22.-
PRUEBAS DE MOISÉS
La
preparación del cristianismo debe mucho a la longevidad
de los patriarcas.
23
.- PRUEBAS DE JESUCRISTO
La
divinidad de Cristo es probada por las profecías, por los
milagros y todavía más por la santidad de Su persona
y de Su doctrina, sólo visible a los hombres que tienen
el corazón puro. Distinción entre los tres órdenes:
carne, espíritu y caridad
24.-
PROFECÍAS
Las
profecías no son sólo anteriores a la vida de Cristo,
sino que constituyen un “milagro subsistente”.
25.-
FIGURAS PARTICULARES
Capítulo
sólo esbozado. Sin duda, Pascal quería mostrar cómo
algunas realidades del A. T. profetizan ciertos aspectos de la
Iglesia.
26.-
MORAL CRISTIANA
El
convertido debe odiar su propia voluntad, su amor propio, para
vincularse a Dios. Debe evitar el desespero como la presunción
orgullosa
27.-
CONCLUSIÓN
Sólo
hay conversión en la humildad. Toda gracia proviene de
Dios. Conocer a Dios sin amarlo es inútil. Quienes creen
sin pruebas, porque sencillamente conocen su miseria y aspiran
a la salvación, tienen sin embargo una fe cierta.
Para
el Cardenal Jean Daniélou (en «Le Figaro littéraire»
de agosto de 1970) la argumentación que debía presentarse
en la «Apología» pascaliana se despliega progresivamente
en tres tiempos, se trataría así de mostrar que:
1.-
La religión es razonable (legajos 1 a 7). Tras de haber
descrito la debilidad del hombre, Pascal muestra su grandeza.
“Contradicción” que sólo explica el
pecado original, de forma que el cristianismo «ha conocido
bien al hombre».
2.-
La religión es “amable” (legajos 8 a 11). El
común de los hombres busca el «divertissement»,
mientras que los filósofos nos proponen el estoicismo o
el epicureísmo, igualmente decepcionantes. Sólo
la religión ha sido capaz de comprender la incapacidad
del corazón humano para satisfacerse mediante los bienes
terrenales. El hombre, en profundidad, únicamente puede
ser feliz si participa de la vida de Dios. De allí que
el cristianismo «promete el auténtico bien».
3.-
La religión es verdadera (legajos 12 a 27). Podría
parecer que la pretensión de participar en la vida de Dios
sea algo increíble, imposible o absurdo. Pero ello no sólo
es posible en la medida en que el hombre es un ser que tiende
al infinito (legajos 12 a 14) sino que es incontestable, como
lo prueban el Antiguo Testamento, los milagros y el argumento
de los tres órdenes (legajos 15 a 27).
En
consecuencia podría decirse que en el supuesto plan de
su obra, Pascal parte de la consideración de la naturaleza
humana, de sus contradicciones y de sus necesidades para llevar
al escéptico a jugarse «su eternidad y su todo»
en la búsqueda de la verdad. Se trataría, pues,
de una obra que mantiene desde el punto de vista literario una
argumentación coherente... aunque no sea posible ya reconstruirlo,
ni siquiera en parte.
Queda
abierta la pregunta de qué hubiese sucedido en caso de
haber podido levar a cabo este proyecto de «Apología».
Para algunos (como Sartre) fue una suerte que no desarrollase
el libro en su intención original, pues no hubiese pasado
de ser un vulgar “Catecismo” de apologética,
tan previsible como otros muchos. Otros autores no han dejado
de recordar que Pascal era un polemista de genio, capaz de convertir
sus «PROVINCIANAS» en gran éxito de público,
por lo que seguramente el libro habría sido de gran interés.
Tal vez, de acuerdo a los usos literarios del momento, habrían
desaparecido los fragmentos más emotivos o existenciales.
En todo caso, como es obvio, no hay respuesta posible para lo
que aquí se plantea, como no la hay para ninguna ucronía.
El texto que tenemos no es el que hubiera podido ser, sino el
que es.
Espíritu
de geometría y espíritu de fineza; la “apuesta”
La
defensa pascaliana de la fe parte de una distinción muy
clara y radical; la que distingue entre «espritu de geometría»
(es decir: lógica, racionalismo, mundaneidad al fin al
cabo) y «espíritu de fineza» (el necesario
para captar las “razones del corazón”). Ambos
son propia y estrictamente humanos y expresión de la gloria
de Dios, pero el primero resulta, sencillamente, insuficiente
para acercarse a lo que de verdad importa, es decir, a Dios. El
libertino es, de una manera muy simple y clara, el que se ha quedado
anclado en el primer nivel, pero no puede ser criticado por ello.
De hecho, sin espíritu de geometría no habría
para nada ciencia deductiva y la famosa “apuesta”
pascaliana proviene de la deducción, es decir, del método
científico.
Claude
Genet en un estudio introductorio a las «PENSÉES»
muestra, a propósito de los textos sobre el «divertissement»
como la argumentación que propone Pascal sigue fielmente
los pasos de la reflexión matemática, en tres tiempos.
En el espíritu de geometría se parte de la observación
(p.e., la agitación propia del corazón humano),
se busca la causa (imposibilidad de quedarse quieto en una habitación)
y se llega finalmente a la razón profunda (incapacidad
de refexionar seriamente sobre lo que nos sucede). Luego Pascal
analiza lo que sucedería si se realiza lo que nos divierte
y lo que sucedería, también, caso de no realizarse;
de forma que la verificación de los hechos toma forma de
ley. En definitiva, la lógica no es algo que un creyente
pueda tirar al cesto de los papeles.
La
«apuesta» pascaliana constituye así un ejemplo
de la utilidad del espíritu de geometría también
en el ámbito de la fe. Se trata de optar entre «Infinito/Nada»
(L 418). Incluso si el libertino no ha hecho ninguna experiencia
espiritual (propia del “espíritu de fineza”),
apostar a que Dios existe, regulando mi vida en consecuencia,
significa ganarlo todo en la Eternidad. Y al revés, si
Dios no existe no pierdo más que pequeños placeres
mundanos, egoístas, efímeros y mediocres. A mi muerte
entraré en la nada, sin más. En cambio si apuesto
a que Dios no existe y resulta que me equivoco, mi pérdida
sería inmensa pues me condenaría eternamente.
Aunque
pueda tener algún valor apologético y convenza a
los convencidos, como argumento filosófico no resulta convincente
de ninguna de las maneras, porque, de hecho, la “apuesta”
trata a los individuos como menores de edad –y en tal sentido
es irrelevante, tanto desde el punto de vista moral (porque se
sitúa al margen de la autonomía), como en una seria
concepción religiosa, incompatible con cualquier “juego”.
Lo significativo, en todo caso es que Pascal creía que
la razón, incluso la matemática de las probabilidades,
ponía de verdad al alcance del hombre religioso un argumento
para confirmar y/o demostrar la fe.
Pero
el creyente sabe que la razón por ella sola no pude de
ningún modo conducirnos a la fe, precisamente porque el
hombre es “poco” razonable. El error de los incrédulos
no es otro que el de no darse cuenta de las limitaciones que corroen
ala razón, en ella misma, implícitamente y de forma
inevitable. El hombre nace del pecado original y por eso mismo
siempre será un ser imperfecto. La razón sin la
fe vale de poco. He ahí, pues, el papel del corazón,
que tiene «razones que la razón no conoce»
(L 423). De la misma manera que no se ama por la razón,
tampoco es ella el instrumento adecuado para el conocimiento de
Dios. Como dice en L 424: «Es el corazón quien siente
a Dios y no la razón. He aquí lo que es la fe. Dios
sensible al corazón, no a la razón».
La
«miseria del hombre sin Dios» se verá compensada
por la «grandeza del hombre con Dios», pero para eso
se necesita un «esprit de finesse» que no se opone
mecánicamente al de geometría sino que lo complementa.
Es el corazón y la sensibilidad, es decir, la aspiración
al infinito lo que determina la grandeza humana. Haberlo entendido
no es poco. En un momento de crisis de la religión “social”,
regresar a la concepción pascaliana del “coeur”
tal vez indica un camino...
APÉNDICE:
EL «MEMORIAL»; LA ORACIÓN DE PASCAL
El
año de gracia 1654,
Lunes 23 de de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir,
y otros en el martirologio
vigilia de san Crisógeno, mártir, y otros
desde cerca de las diez y media de la noche hasta cerca de la
una y media
Fuego
«Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob»
no de los filósofos y de los sabio
Certeza [alegría], certeza, sentimiento [visión],
alegría, paz
Dios de Jesucristo.
Deum meum et Deum vestrum [Jn 20,17]
«Tu Dios será mi Dios» [Rut]
Olvido del mundo y de todo, fuera de Dios.
No se encuentra sino por las vías enseñadas en el
Evangelio
Grandeza del alma humana
«Padre justo, el mundo no te ha conocido pero yo te he conocido»
[Jn, 17]
Alegría, alegría, alegría [y] llantos de
alegría.
Yo no me he separado
Dereliquierunt me fontem aquae vitae
¿Dios mío, me abandonaréis?
Que no esté separado de vos eternamente
«Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único
verdadero Dios y al que has enviado»
Jesucristo
Jesucristo [en letra de mayor tamaño en el pergamino]
Yo me he separado de Él, le he huido, renunciado, crucificado
Que nunca sea separado de Él
No se conserva sino por las vías enseñadas en el
Evangelio
Renunciación total y suave [también en letra de
mayor tamaño]
[Sumisión
total a Jesucristo y a mi director
Eternamente en alegría por un día de ejercicio en
la tierra
Non obliviscar sermones tuos. Amen]
Dereliquierunt
me fontem aquae vitae: Me han abandonado a mí, fuente de
agua viva (Jr 2,13).
Non
obliviscar sermones tuos. Amen: No olvidaré tus palabras
(Ps 119,16)
Posdata: Me gustaría que estos apuntes
sobre Pascal, lanzados a Internet desde Catalunya para uso promordial
de amigos latinoamericanos, valgan también como un pequeño
homenaje al Profesor Pere LLUÍS FONT (Pujalt, 1934) en
su jubilación de la docencia en la Universitat Autònoma
de Barcelona y en su nombramiento como «Doctor honoris causa»
por la Universitat de Lleida (abril, 2005). Nunca pude ser alumno
suyo en la Universidad pero su enseñanza sobre Pascal en
el ya mítico Col·legi de Filosofia, en un seminario
de la Fundació Maragall y en el libro publicado en catalán
INTRODUCCIÓ A LA LECTURA DE PASCAL [Barcelona, Ed. Cruïlla,
1996] me ha orientado en el (poco) Pascal que puedo transmitirles.
Lo insuficiente de estos apuntes anótese en mi cuenta;
y valga lo útil de la labor didáctica de Pere LLUÍS
y la huella que ha dejado su enseñanza sobre múltiples
generaciones de pensadores catalanes. « Gràcies de
debò, Pere! » [R. A., marzo de 2005]