LA
CAVERNA PLATÓNICA
Eugenio
TRÍAS
Para
que se dé el milagro que siempre constituye la emergencia
de la filosofía se requieren dos condiciones: que se produzca
un radical distanciamiento respecto a la obviedad; y que se elija
un contrincante de entidad y valía semejante a la del que
se mide con él. La mejor prueba de que un escrito no es
filosófico se halla en la transigencia con lo obvio, y
en el uso de un adversario de nula entidad y solvencia. La jibarización
del enemigo es la más segura prueba de que un discurso
no pretende ponerse a prueba. Y una filosofía que no acepta
ese envite no puede justificarse como tal.
La
grandeza de La República de Platón puede advertirse
ya desde su primer libro. En él se plantea la cuestión
crucial que atraviesa el diálogo de parte a parte: la justicia.
Pero en lugar de examinar en positivo este difícil asunto,
Platón deja que irrumpa un enemigo de avasalladora vitalidad
que genera dificultades casi insuperables en su adversario (Sócrates).
No
se plantea a través del joven Trasímaco la esencia
de la justicia sino algo mucho más inquietante. El terrible
personaje irrumpe en la escena desestimando cualquier pretensión
de acceso al tema del diálogo. Nada le importa la esencia
ni la idea de justicia. Nada quiere saber de esencia, idea o sustancia.
Sencillamente advierte que lo que importa es, frente a esas morosas
aproximaciones dialécticas propias del eterno Sócrates,
aceptar un veredicto que todo el mundo secretamente asume pese
a contradecir cualquier amago de obviedad; y que pocos están
dispuestos a contradecir, aunque nadie se atreva a confesar.
Trasímaco
señala que lo importante no es saber qué es la justicia
(con el fin de ejercerla y practicarla). Lo que verdaderamente
importa (a la inmensa mayoría) es alcanzar un comportamiento
que, pese a ser en su raíz profundamente injusto, pueda
presentarse ante la opinión pública con el atributo
de lo justo y conveniente.
Todo
el diálogo consistirá en la paciente refutación
de este listón en que coloca Trasímaco la cuestión
de la justicia. Un mérito grande de esta obra radica en
ese inquietante comienzo. No se plantea en positivo lo que la
justicia pueda ser. Se plantea lo que la mayoría tiende
a asumir en su práctica (aunque no en las coartadas morales
con que ésta suele recubrirse). El diálogo cobra
solvencia al sobreponerse a esa prueba.
Para
lo cual Platón arbitra el conocido expediente de examinar
esa virtud, la justicia, en el contexto aumentado en el cual su
incidencia en el ánimo puede advertirse: el que la revela
en la ciudad. Platón edifica, para el caso, una ciudad;
y la construye con el más legítimo y frágil
de los medios: la bella escritura. Kalípolis será
el fruto de una escritura que discurre en forma de diálogo.
En esa ciudad podrá hallarse, en la armonía musical
(y medicinal) entre sus segmentos sociales, y sus correspondientes
potencias anímicas, y excelencias éticas, lo que
por justicia pueda entenderse.
Sin
que esa investigación se de así por cancelada, el
diálogo culmina con la búsqueda de un fundamento
para la propuesta conseguida. Acontece en el libro sexto, en el
cual se indaga en el Bien (comparable al sol) ese principio sin
condiciones. Y una vez se ha vislumbrado ese ámbito de
la suprema de las ideas se le impone a Sócrates un descenso
a la realidad terrenal de la que originariamente se partió.
Insiste
en el diálogo el doble plano de toda inauguración
ciudadana: el celeste, en que el augur (Sócrates) contempla
el cielo, y los meridianos en los cuales circula y ronda el sol
en su despliegue de ideas, y el plano terrenal en el cual lo contemplado
se proyecta.
Esa
contemplación, o ‘cumtemplatio’, traza el cruce
de dichas ideas, todas ellas gobernadas o presididas por la idea
suprema (el Bien o el Sol). Ahora se trata de proyectar ese mundo
ideal sobre la ciudad real. O de proponer, como en el viejo rito
grecolatino de la inauguratio de la ciudad, que era de hecho un
rito cosmológico y cosmogónico como el que Platón
remachará en su cosmología en el Timeo, una caracterización
de la ciudad que se nos ofrece en la experiencia.
Y
es entonces cuando se produce el más hermoso golpe de efecto
estético y gnoseológico de toda la historia de la
filosofía (y de la literatura). Lo que se apercibe es un
mundo cavernoso, en claroscuro y penumbra, en el que, como en
una sala de cinematógrafo avant la lettre, o al modo de
ese proyector de cine que acontece en nuestra existencia durmiente,
asistimos, sin remisión, encadenados a la visión
de lo que delante de nosotros se proyecta, a una sucesión
de imágenes a las que asignamos el fuste de la realidad,
siendo como son puras sombras chinescas proyectadas ante nuestros
ojos alucinados. La vida misma, tal como la percibimos, posee
ese ambiguo estatuto de las imágenes oníricas, sin
quizás el regusto oracular de verdad escondida que el sueño
real posee.
Y
la liberación sólo puede producirse a través
de la educación. La política se asimila a la ardua
tarea de educación, o paideia, que permitiría al
prisionero librarse de las cadenas que le condenan a mirar siempre
de frente, de manera que pudiese iniciar un dificultoso giro hacia
los objetos que sobre la oscura pared se proyectan, dejando un
saldo de sombra y claroscuro como único cómputo
aceptable de realidad.
La
grandeza del diálogo platónico estriba en la exigencia
ética, por amor a la justicia y a la ciudad, de que una
vez efectuado el ascenso sea preciso exigir a los liberados prisioneros
su retorno a la caverna. Pues sólo en ella pueden realizar
el objetivo y fin de la educación que se les ha dado; esa
educación que les ha liberado de la servidumbre a las imágenes
falsificadas. Ese es uno de los más grandes momentos, no
ya del diálogo platónico, sino de toda la filosofía
occidental surgida del suelo nutricio griego. Una filosofía
que tiene en ese diálogo platónico su verdadera
carta magna.
Eugenio
TRÍAS
El
Cultural, suplemento de EL MUNDO; Madrid, 27.12.2000; p.3