¿POR
QUÉ ACTUAR MORALMENTE? ÉTICA PRÁCTICA
Capítulo
12; Alianza Ed.
En anteriores capítulos de este libro hemos analizado lo
que moralmente debemos hacer sobre varios temas prácticos
y hemos visto qué medios podemos adoptar de forma justificada
para lograr nuestros objetivos éticos. La naturaleza de
nuestras conclusiones sobre estos temas —las exigencias
que nos plantean— nos conduce a otro interrogante, más
fundamental: ¿por qué debemos actuar moralmente?
Tomemos
nuestras conclusiones sobre la utilización de animales
como alimento, o la ayuda que los ricos deberían ofrecer
a los pobres. Quizá algunos lectores acepten estas conclusiones,
se hagan vegetarianos, y hagan lo posible por reducir la pobreza
absoluta. Quizá otros no estén de acuerdo con ellas,
manteniendo que no hay nada de malo en comer animales y que no
tienen la obligación moral de hacer nada por reducir la
pobreza absoluta. Es probable, sin embargo, que exista un tercer
grupo, compuesto por los lectores que no critican los argumentos
éticos de estos capítulos, pero que no cambian sus
hábitos alimenticios o sus contribuciones a los países
pobres. De este tercer grupo, algunos simplemente tendrán
una voluntad débil, pero otros quizá quieran una
respuesta a otra cuestión práctica. Si las conclusiones
de la ética nos exigen tanto, se podrían preguntar
por qué tenemos que preocuparnos por ella.
Entender
la pregunta
"¿Por
qué debo actuar moralmente?" constituye un tipo diferente
de pregunta con respecto a las que hemos venido analizando hasta
el momento. Preguntas como "¿Por qué debo tratar
igual a los miembros de diferentes grupos étnicos?"
o "¿Por qué es justificable el aborto?"
persiguen razones éticas para actuar de una determinada
manera. Son interrogantes dentro de la ética, y presuponen
un punto de vista ético. La pregunta de "por qué
debo actuar moralmente" está en otro nivel. No es
un interrogante dentro de la ética, sino un interrogante
sobre la ética.
"¿Por
qué debo actuar moralmente?" es, por tanto, una pregunta
sobre algo que normalmente se presupone, y dicho tipo de preguntas
nos causan perplejidad. Algunos filósofos han determinado
que dicha pregunta les ha causado tanta perplejidad que la han
rechazado por considerarla lógicamente incorrecta, como
un intento de preguntar algo que no se puede preguntar correctamente.
Un
motivo para este rechazo lo constituye la afirmación de
que nuestros principios éticos son, por definición,
los principios que tomamos como esencialmente importantes. Esto
quiere decir que cualesquiera que sean los principios esenciales
para una determinada persona son necesariamente los principios
éticos de esa persona, y una persona que acepte como principio
ético la obligación de dar su riqueza para ayudar
a los pobres debe, por definición, haber tomado la decisión
de darles su riqueza. Sobre esta definición de la ética,
una vez que una persona ha tomado una decisión ética,
no podemos plantear ninguna otra pregunta práctica. De
ahí que sea imposible encontrar sentido a la pregunta:
"¿Por qué debo actuar moralmente?"
Se
podría considerar una buena razón para aceptar la
definición de ética como esencial el que nos permita
descartar, por no tener sentido, una pregunta que, de otra forma,
sería problemática. Sin embargo, adoptar esta definición
no resuelve problemas reales, puesto que conduce a dificultades
mayores a la hora de establecer cualquier conclusión ética.
Tomemos, por ejemplo, la conclusión de que los ricos deben
ayudar a los pobres. Pudimos argumentar este punto en el capítulo
8 sólo porque supusimos que, como se sugirió en
los dos primeros capítulos de este libro, la universalizabilidad
de los juicios éticos nos exige ir más allá
de pensar sólo en nuestros propios intereses, y nos lleva
a adoptar un punto de vista desde el cual debemos dar igual consideración
a los intereses de todas las personas afectadas por nuestras acciones.
No podemos mantener que los juicios éticos deben ser universalizables
y al mismo tiempo definir los principios éticos de una
persona como cualesquiera que sean los principios que dicha persona
considere esencialmente importantes, puesto que, ¿qué
ocurre si tomamos como esencialmente importante algún principio
no universalizable como el de "tengo que hacer aquello que
me beneficie a mí"? Si definimos los principios éticos
como los que uno considera esenciales, cualquier cosa puede contar
como principio ético, puesto que uno puede considerar como
esencialmente importante cualquier principio. De esta forma, lo
que ganamos al poder descartar la cuestión: "¿Por
qué debo actuar moralmente?", lo perdemos al no poder
utilizar la universalizabilidad de los juicios éticos —o
cualquier otro rasgo de la ética— para argumentar
conclusiones particulares sobre lo que es moralmente correcto.
Considerar la ética como algo que en algún sentido
implica necesariamente un punto de vista universal me parece una
manera más natural y menos confusa de analizar estos temas.
Otros
filósofos han rechazado la pregunta de "por qué
debo actuar moralmente" por un motivo diferente. Creen que
ha de ser rechazada por la misma razón que debemos rechazar
la pregunta "¿Por qué debo ser racional?",
que al igual que la anterior también plantea algo —en
este caso la racionalidad— que normalmente se presupone.
"¿Por qué debo ser racional?" es en realidad
lógicamente incorrecta puesto que al responderla estaríamos
dando razones para ser racional. De esta forma, presupondríamos
racionalidad al intentar justificar la racionalidad. La justificación
resultante de la racionalidad sería circular, lo que demuestra,
no que la racionalidad carezca de una justificación necesaria,
sino que no necesita justificación, ya que no se puede
preguntar de forma inteligible a menos que ya se presuponga.
¿Son
iguales las preguntas "¿Por qué debo actuar
moralmente?" y "¿Por qué debo ser racional?"
en el sentido en que presuponen el mismo punto de vista que cuestionan?
Deberían serlo, si interpretamos el "debo" como
un "deber" moral. Entonces la cuestión pediría
razones morales para ser moral, y esto sería absurdo. Una
vez que hayamos decidido que una acción es moralmente obligatoria,
no hay ninguna otra cuestión moral que preguntar. Es redundante
preguntar por qué debo hacer moralmente una acción
que moralmente debo hacer.
No
obstante, no hay necesidad de interpretar la pregunta como exigencia
de una justificación ética de la ética. "Deber"
no tiene por qué significar "deber moralmente".
Podría simplemente ser una forma de pedir razones para
la acción, sin ninguna especificación sobre el tipo
de razones requeridas. A veces queremos hacer una pregunta práctica
general, sin partir de ningún punto de vista determinado.
Al enfrentarnos a una elección difícil, le pedimos
consejo a un amigo íntimo. Moralmente, éste nos
dice que debemos hacer A, aunque B sería mejor para nuestros
intereses, C sería lo correcto según las normas
sociales y D supondría un verdadero alarde de estilo. Puede
que esta respuesta no nos satisfaga, y lo que queremos es que
nos aconsejen sobre cuál de estos puntos de vista adoptar.
Si es posible hacer tal pregunta, debemos plantearla desde una
posición neutral entre todos los puntos de vista, y no
de compromiso con ninguno de ellos.
"¿Por
qué debo actuar moralmente?" es de este tipo de preguntas.
Si no es posible hacer preguntas prácticas sin presuponer
un punto de vista, no podemos decir nada inteligible acerca de
las opciones prácticas más elementales. Actuar de
acuerdo con consideraciones éticas, de interés propio,
según las normas sociales, o la estética, sería
una opción "más allá de la razón",
en cierto sentido, una opción arbitraria. Antes de resignarnos
a esta conclusión, deberíamos al menos intentar
interpretar la pregunta de manera que el mero hecho de plantearla
no nos comprometa a ningún punto de vista determinado.
Ahora
podemos formular la pregunta de forma más precisa. Es una
pregunta sobre el punto de vista ético, planteada desde
una posición externa a él. Pero, ¿cuál
es el punto de vista ético? Hemos sugerido que un rasgo
diferenciador de la ética lo constituye el que los juicios
éticos son universalizables. La ética nos exige
que vayamos desde nuestro punto de vista personal a una posición
como la del espectador imparcial que adopta un punto de vista
universal.
Dada
esta concepción de la ética, "¿Por qué
debo actuar moralmente?" es una pregunta que puede enunciar
de forma correcta cualquiera que se plantee si ha de actuar sólo
por motivos que serían aceptables desde este punto de vista
universal. Después de todo, es posible actuar —y
algunos lo hacen— sin pensar en nada excepto en el interés
propio. La pregunta exige razones para ir más allá
de esta base de acción personal y actuar sólo en
juicios en los que uno esté dispuesto a recomendar de forma
universal.
Razón
y ética
Existe
una antigua línea de pensamiento filosófico que
intenta demostrar que actuar de forma racional es actuar de forma
ética. La argumentación se asocia hoy con Kant y
la podemos encontrar en las obras de autores kantianos modernos,
aunque se remonta al menos a los estoicos. La forma en la que
se presenta la argumentación varía, pero su estructura
común es la siguiente:
Es esencial para la ética algún requisito de universalizabilidad
o imparcialidad.
La razón es universal u objetivamente válida. Si,
por ejemplo, de las premisas "Todos los humanos son mortales"
y "Sócrates es humano", se desprende que Sócrates
es mortal, esta deducción debe regir de forma universal.
No puede ser válida para unos e inválida para otros.
Esta es una cuestión general sobre la razón, bien
sea teórica o práctica.
Por tanto:
Sólo un juicio que satisfaga el requisito descrito en (1)
como condición necesaria de un juicio ético será
un juicio objetivamente racional de acuerdo con (2). Pues no podemos
esperar que ningún otro agente racional acepte como válido
para él un juicio que no aceptaríamos si estuviéramos
en su lugar; y si dos agentes racionales no pudieran aceptar los
juicios, cada uno del otro, no podrían ser juicios racionales
por la razón expuesta en (2).
Decir
que aceptaríamos los juicios que hacemos, incluso si estuviéramos
en la posición de otra persona y esa otra persona en la
nuestra, es, sin embargo, simplemente afirmar que nuestro juicio
es tal que podemos plantearlo desde un punto de vista universal.
Tanto la ética como la razón nos exigen que nos
alcemos por encima de nuestro punto de vista particular y que
adoptemos una perspectiva desde la cual nuestra propia identidad
personal —el papel que nos haya tocado desempeñar—
no sea importante. De ahí que la razón nos exija
actuar sobre juicios universalizables y, en esa medida, actuar
de forma ética.
¿Es
válida esta argumentación? Ya he señalado
que acepto el primer punto sobre que la ética conlleva
universalizabilidad. El segundo también parece innegable.
La razón debe ser universal. ¿Es, por tanto, lógica
la conclusión? Aquí está el fallo en la argumentación.
La conclusión parece deducirse directamente de las premisas;
pero este paso implica un desplazamiento del sentido limitado
en el cual es cierto que un juicio racional debe ser universalmente
válido, hacia un sentido más fuerte de "validez
universal" que es equivalente a la universalizabilidad. La
diferencia entre estos dos sentidos se puede ver al considerar
un imperativo no universalizable, como el puramente egoísta:
"Que todo el mundo haga lo que vaya en favor de mis intereses".
Esto difiere del imperativo de egoísmo universalizable
—"Que todo el mundo haga lo que vaya en favor de sus
intereses"— puesto que contiene una referencia no eliminable
a una persona en particular. De ahí que no pueda ser un
imperativo ético. ¿Carece también de la universalizabilidad
requerida si ha de ser base racional para la acción? Seguramente
no. Todo agente racional aceptaría que la actividad puramente
egoísta de otros agentes racionales es racionalmente justificable.
El egoísmo puro podría ser adoptado racionalmente
por todos.
Analicemos
esto más detenidamente. Hay que reconocer que existe un
sentido en el que un agente racional puramente egoísta
—llamémoslo Juan— no aceptaría los juicios
prácticos de otro agente racional puramente egoísta,
al que llamaremos María. Teniendo en cuenta que los intereses
de María difieren de los de Juan, María puede estar
actuando de forma racional al pedir a Juan que haga A, mientras
que Juan también está actuando de forma racional
al decidir no hacerlo.
Sin
embargo, este desacuerdo es compatible con el hecho de que todos
los agentes racionales acepten el egoísmo puro. Aunque
lo acepten, el egoísmo puro les indica direcciones diferentes
ya que parten de diferentes lugares. Cuando Juan adopta el egoísmo
puro favorece sus intereses, y cuando lo adopta María favorece
los suyos. De ahí el desacuerdo sobre lo que hay que hacer.
Por otra parte —y éste es el sentido en el que todos
los agentes racionales podrían aceptar el egoísmo
puro como válido— si preguntáramos a María
(confidencialmente y prometiéndole que no se lo diríamos
a Juan) lo que cree que sería racional que hiciera Juan,
tendría que responder, si es honesta, que sería
racional que Juan hiciera lo que favorece a sus intereses, y no
lo que favorece a los de ella.
Por
tanto, el hecho de que unos agentes racionales puramente egoístas
se opongan a los actos de otros, no indica un desacuerdo sobre
la racionalidad del egoísmo puro. El egoísmo puro,
aunque no es un principio universalizable, podría ser aceptado
como base racional de acción por todos los agentes racionales.
El sentido en el que los juicios racionales deben aceptarse universalmente
es más débil que el sentido en el que deben serlo
los juicios éticos. Que una acción me beneficie
a mí más que a los demás podría ser
una razón válida para llevarla a cabo, aunque no
sería una razón ética.
Una
consecuencia de esta conclusión es que los agentes racionales
pueden intentar racionalmente impedir que los demás hagan
lo que ellos admiten que los otros tienen justificación
de hacer. Desafortunadamente, no hay nada de paradójico
en esto. Dos vendedores que compiten por una importante venta
aceptarán la conducta del otro como racional, aunque cada
uno de ellos intente desbaratar los planes del otro. Lo mismo
se puede decir de dos soldados que se enfrentan en combate, o
de dos futbolistas que se disputan el balón.
Por
consiguiente, este intento por demostrar que existe una relación
entre la razón y la ética fracasa. Puede que haya
otras formas de forjar esta relación, pero es difícil
ver alguna que prometa garantías de éxito. El obstáculo
más importante a salvar es la naturaleza de la razón
práctica. Hace bastante tiempo, David Hume indicó
que la razón en la acción se aplica sólo
a los medios, y no a los fines. Los fines deben estar dados por
nuestras necesidades y deseos. Hume, de forma diligente, extrajo
las implicaciones de este punto de vista:
“”No
es contrario a la razón preferir la destrucción
del mundo entero a rascarse un dedo. No es contrario a la razón
que yo elija mi ruina total, para evitar la más mínima
molestia a un indio o cualquier otra persona totalmente desconocida.
Como tan poco contrario a la razón es incluso preferir
para mí un bien reconocidamente menor a uno mayor, y tener
un afecto más ardiente por el primero que por el segundo””.
Por muy extrema que sea, la postura de Hume sobre la razón
práctica ha resistido sorprendentemente bien a la crítica.
Su afirmación central —que en el razonamiento práctico
partamos de algo deseado— es difícil de refutar,
aunque hay que refutarla si queremos que alguna argumentación
logre demostrar que es racional que todos actuemos éticamente
sin tener en cuenta lo que queremos.
Tampoco
el rebatimiento de Hume es todo lo que se requiere para demostrar
la necesidad racional de actuar éticamente. En The Possibility
of Altruism, Thomas Nagel ha argumentado de forma contundente
que no tener en cuenta los propios deseos futuros en las deliberaciones
prácticas de uno —independientemente de que ahora
se desee o no la satisfacción de dichos deseos futuros—
indicaría un fallo a la hora de verse a uno mismo como
una persona existente en el tiempo, siendo el presente simplemente
un período entre otros que tienen lugar en la vida de uno.
De modo que es la concepción de mí mismo como persona
la que hace racional que considere mis intereses a largo plazo.
Esto resulta cierto incluso si tengo "un afecto más
ardiente" por algo que reconozco que no favorece realmente
mis propios intereses, teniendo en cuenta todas las cosas.
Que
la argumentación de Nagel consiga justificar la racionalidad
de la prudencia es una cuestión, y que se pueda utilizar
una argumentación similar en favor de una forma de altruismo
basada en tener en cuenta los deseos de otros es otra bien distinta.
Nagel intenta defender este argumento análogo. El papel
que ocupa "ver el presente como simplemente un período
entre otros" equivale, en el argumento que defiende el altruismo,
a "verse a uno mismo como simplemente una persona entre otras".
Pero mientras que sería muy difícil para la mayoría
de nosotros dejar de concebirnos como existentes en el tiempo,
siendo el presente un período entre otros que viviremos,
la forma en que nos vemos como una persona entre otras es bastante
diferente. Sobre este punto, la reflexión que hace Henry
Sidgwick me parece totalmente correcta:
“Sería
contrario al Sentido Común negar que la distinción
entre un individuo cualquiera y otro es real y fundamental, y
que por consiguiente yo me intereso por la calidad de mi existencia
como individuo en un sentido, fundamentalmente importante, en
el cual no me intereso por la calidad de la existencia de otros
individuos: y siendo esto así, no veo cómo se puede
probar que esta distinción no sea considerada como fundamental
a la hora de determinar el fin último de la acción
racional para un individuo”.
Por
tanto, no es sólo la postura de la razón práctica
de Hume la que se enfrenta a los intentos por demostrar que actuar
de forma racional es actuar de forma ética. Podríamos
lograr derribar esa barrera y, entonces, descubriríamos
que nuestro camino está bloqueado por la distinción
de sentido común entre el yo y otros. Considerados de forma
conjunta, estos obstáculos son tremendos y no conozco forma
de vencerlos.
Ética
e interés propio
Si
el razonamiento práctico empieza con algo deseado, demostrar
que es racional actuar de forma moral implicaría demostrar
que al actuar de forma moral conseguimos algo que queremos. Si,
más en la línea de Sidgwick que de Hume, sostenemos
que es racional actuar de acuerdo con nuestros intereses a largo
plazo, independientemente de lo que queramos en el momento actual,
podríamos demostrar que es racional actuar de forma moral
demostrando que hacerlo de esa forma favorece nuestros intereses
a largo plazo. Ha habido muchos intentos de llevar el argumento
por este camino, desde Platón que, en La república,
retrató a Sócrates razonando que ser virtuoso es
tener los diferentes elementos de la personalidad de uno ordenados
de una forma armoniosa, lo cual es necesario para alcanzar la
felicidad. Examinaremos estos argumentos en seguida, pero primero
es necesario evaluar una objeción a toda esta forma de
enfocar la pregunta de "¿Por qué debo actuar
moralmente?"
Normalmente
se dice que defender la moralidad apelando al interés propio
es no entender lo que significa la ética. F. H. Bradley
lo expresó de forma elocuente:
“¿Qué respuesta podemos ofrecer cuando se
nos hace la pregunta de "¿Por qué debo ser
moral?", en el sentido de "¿Qué ventaja
sacaré de ello?"? Aquí creo que haremos bien
en evitar todo elogio de lo agradable que es la virtud. Quizá
creamos que transciende todos los posibles deleites del vicio,
pero estaría bien recordar que abandonamos un punto de
vista moral, que degradamos y prostituimos la virtud, cuando,
a quienes no la aman por sí misma, nos resignamos a recomendarla
por sus placeres”.
En otras palabras, nunca podemos hacer que la gente actúe
de forma moral ofreciendo razones de interés propio, puesto
que si aceptan lo que decimos y actúan por los motivos
dados, estarán actuando según su propio interés,
y no de forma moral.
Una
respuesta a esta objeción seria que la substancia de la
acción, lo que de hecho se hace, es más importante
que el motivo. La gente puede dar dinero para aliviar el hambre
mundial porque así sus amigos pensarán bien de ellos,
o porque crean que es su deber. Los que se salven de morir de
inanición por este donativo se beneficiarán igualmente
de cualquiera de las dos formas.
Esto
es cierto, pero un poco duro. Se puede hacer más sofisticado
si se combina con una presentación más adecuada
de la naturaleza y la función de la ética. La ética,
aunque no creada de forma consciente, es un producto de la vida
social que tiene la función de fomentar valores comunes
a los miembros de la sociedad. Esto es lo que hacen los juicios
éticos, ensalzando y estimulando acciones de acuerdo con
estos valores. Los juicios éticos se relacionan con los
motivos ya que ésa es una buena indicación de la
tendencia de una acción a promover el bien o el mal, pero
también porque es aquí donde la alabanza y la culpa
pueden ser efectivas a la hora de alterar la tendencia de las
acciones de una persona. La escrupulosidad (es decir, actuar con
el fin de hacer lo que está bien) es un motivo particularmente
útil, desde el punto de vista de la comunidad. La gente
escrupulosa, si acepta los valores de su sociedad (y si la mayoría
de la gente no aceptara estos valores, no serían los valores
de esa sociedad), siempre tenderá a estimular aquello que
la sociedad valore. Puede que no tengan inclinaciones generosas
o compasivas, pero si creen que es su deber aliviar el hambre
mundial, lo harán. Además, los que están
motivados por el deseo de hacer lo que está bien son fiables,
ya que siempre actuarán como crean que es correcto, mientras
que los que actúan por cualquier otro motivo, como el interés
propio, solamente harán lo que crean que está bien
si piensan que también favorecerá sus intereses.
La escrupulosidad es, por tanto, una especie de relleno multiuso
que se puede utilizar para motivar a la gente a hacer aquello
que tenga valor, aunque escaseen las virtudes naturales que normalmente
se asocian la acción en concordancia con esos valores (generosidad,
compasión, honestidad, tolerancia, humildad, etcétera).
(Esto tiene ciertas reservas: una madre escrupulosa puede atender
a sus hijos tan bien como una madre que de verdad los quiera,
pero no puede quererlos porque eso sea lo correcto. A veces la
escrupulosidad es un mal sustituto de lo realmente auténtico).
Según
este punto de vista de la ética lo que realmente importa
siguen siendo los resultados, y no los motivos. La escrupulosidad
tiene valor debido a sus consecuencias. Sin embargo, a diferencia,
por ejemplo, de la benevolencia, a la escrupulosidad se la puede
alabar y estimular sólo por su propio bien. Alabar un acto
escrupuloso por sus consecuencias supondría alabar no la
escrupulosidad, sino algo más. Si apelamos a la compasión
o al interés propio como razón para llevar a cabo
un deber, no estamos animando a la gente a cumplir con su deber
por el deber mismo. Si queremos estimular la escrupulosidad, hay
que verla como buena en sí misma.
Es
diferente en el caso de que la gente actúe por un motivo,
independientemente de elogios y estímulos. La utilización
del lenguaje ético es, entonces, inadecuado. Normalmente
no decimos que la gente tiene que hacer, o que su deber sea hacer,
lo que les dé mayor placer, ya que la mayoría de
ellos están lo suficientemente motivados para actuar así
de todas formas. Por tanto, mientras que alabamos los actos buenos
llevados a cabo porque hay que hacer lo que está bien,
ocultamos nuestros elogios cuando creemos que el acto se realizó
por algún motivo como el interés propio.
Este
énfasis en los motivos y en el valor moral de hacer lo
correcto por sí mismo se encuentra actualmente arraigado
en nuestra idea de la ética, hasta el punto de pensar que
ofrecer consideraciones de interés propio para hacer lo
que está bien es vaciar la acción de su valor moral.
Lo
que quiero decir es que nuestra idea de la ética nos ha
desencaminado hasta el punto de que el valor moral se atribuye
sólo a la acción llevada a cabo porque está
bien, sin ningún otro motivo. Es comprensible, y desde
el punto de vista de la sociedad quizá hasta deseable,
que prevalezca esta actitud; no obstante, los que aceptan este
enfoque de la ética, y debido a ello hacen lo que está
bien porque está bien, sin pedir ninguna otra razón,
están siendo víctimas de una especie de fraude,
aunque, naturalmente, no se lleve a cabo de forma consciente.
Ya
hemos visto que este enfoque de la ética es injustificable
debido al fracaso del argumento analizado anteriormente en este
capítulo que defiende una justificación racional
de la ética. En la historia de la filosofía occidental,
nadie ha propugnado con más insistencia que Kant el que
nuestra conciencia moral ordinaria sólo encuentra valor
moral cuando el deber se cumple por el deber mismo. Sin embargo,
el mismo Kant vio que sin una justificación racional, esta
idea común de la ética sería "un mero
fantasma del cerebro". Y ésta es realmente la cuestión.
Si rechazamos —como lo hemos hecho en líneas generales—
la justificación kantiana de la racionalidad de la ética,
pero intentamos retener el concepto kantiano de la ética,
ésta se queda sin apoyo. Se convierte en un sistema cerrado,
un sistema que no puede ser cuestionado debido a que su primera
premisa —que sólo la acción llevada a cabo
porque está bien tiene algún valor moral—
excluye la única justificación posible que queda
para aceptar esta misma premisa. La moralidad, según este
planteamiento, no es un fin más racional que cualquier
otra práctica que supuestamente se justifique a sí
misma, como la norma social o la clase de fe religiosa que llega
sólo a los que primero dejan a un lado todas las dudas
escépticas.
Tomada
como enfoque de la ética en su conjunto, deberíamos
abandonar esta noción kantiana de la ética. Esto
no quiere decir, sin embargo, que nunca debamos hacer lo que creamos
que está bien simplemente porque creemos que está
bien, sin ninguna otra razón. Aquí necesitamos apelar
a la distinción que Hare ha hecho entre el pensamiento
intuitivo y el crítico. Cuando nos alejamos de nuestras
decisiones éticas cotidianas y nos preguntamos por qué
debemos actuar éticamente, deberíamos buscar razones
en el sentido más amplio, y no permitir que las ideas kantianas
preconcebidas nos disuadan de considerar las razones de interés
propio para vivir una vida ética. Si nuestra búsqueda
tiene éxito, nos ofrecerá razones para adoptar el
punto de vista ético como una línea a seguir aceptada,
es decir, una forma de vivir. Entonces no nos preguntaríamos,
en nuestra toma de decisiones éticas cotidianas, si cada
acción particular correcta favorece nuestros intereses.
La hacemos porque nos consideramos personas éticas. En
las situaciones cotidianas, simplemente supondremos que hacer
lo que está bien favorece nuestros intereses, y una vez
que hayamos decidido lo que está bien, lo haremos, sin
pensar en otras razones para hacer lo que está bien. Deliberar
sobre las razones esenciales para hacer lo que está bien
en cada caso nos haría la vida imposible, y también
sería desaconsejable porque en situaciones particulares
podríamos estar muy influenciados por deseos e inclinaciones
fuertes, pero pasajeros, que nos podrían llevar a tomar
decisiones que posteriormente podríamos lamentar.
Así,
al menos, es como podría funcionar una justificación
de la ética en términos de interés propio,
sin que desbarate sus propios objetivos. Ahora nos podemos preguntar
si existe tal justificación. Hay una lista tremenda de
los que, siguiendo a Platón, han ofrecido una: Aristóteles,
Santo Tomás de Aquino, Spinoza, Butler, Hegel, e incluso
—a pesar de todas sus críticas contra la prostitución
de la virtud— Bradley. Al igual que Platón, estos
filósofos hicieron amplias afirmaciones sobre la naturaleza
humana y las condiciones bajo las cuales pueden ser felices los
seres humanos. Algunos también fueron capaces de echar
mano a la creencia de que la virtud será recompensada y
la maldad castigada en la vida que existe tras nuestra muerte
física. Hoy en día, si quieren ser convincentes,
los filósofos no pueden utilizar este argumento, ni tampoco
pueden adoptar teorías psicológicas demasiado generales
sobre la base de su propia experiencia general acerca de sus semejantes,
como solían hacer los filósofos cuando la psicología
era una rama de la filosofía.
Se
podría decir que como los filósofos no son científicos
empíricos, el análisis de la relación entre
actuar éticamente y vivir una vida completa y feliz debería
dejarse a los psicólogos, sociólogos y demás
expertos en la materia. Sin embargo, no hay ninguna otra disciplina
que trate esta cuestión y su pertinencia para la ética
práctica es razón suficiente para que la analicemos.
¿Qué
hechos sobre la naturaleza humana podrían demostrar que
la ética y el interés propio coinciden? Una teoría
es que todos tenemos inclinaciones benevolentes o compasivas que
nos hacen preocuparnos del bienestar de otros. Otra se basa en
una conciencia natural que da origen a sentimientos de culpa cuando
hacemos lo que sabemos que está mal. Pero, ¿qué
fuerza tienen estos deseos benevolentes o sentimientos de culpa?
¿Es posible suprimirlos? Si es así, ¿no es
posible que en un mundo en el que tanto los humanos como los animales
sufren en gran número, la supresión de la conciencia
propia y la compasión por los demás sea el camino
más seguro hacia la felicidad?
Para
dar respuesta a esta objeción, los que relacionarían
la ética y la felicidad deben afirmar que no podemos ser
felices si se suprimen estos elementos de la naturaleza. Podrían
argumentar que la benevolencia y la compasión están
unidas a la capacidad para tomar parte en relaciones amistosas
o amorosas con otros, y que no puede existir verdadera felicidad
sin tales relaciones. Por la misma razón, es necesario
tomarse en serio al menos algunos patrones éticos, y vivir
de forma abierta y sincera de acuerdo con ellos, puesto que una
vida de decepción y deshonestidad es una vida furtiva,
en la que la posibilidad de descubrimiento siempre nubla el horizonte.
La aceptación auténtica de los patrones éticos
posiblemente implique que nos sintamos un poco culpables —o
al menos, menos satisfechos de nosotros mismos de lo que podríamos
estarlo— cuando no vivimos de acuerdo con ellos.
Estas
afirmaciones acerca de la relación entre nuestro carácter
y nuestras perspectivas de felicidad no son más que hipótesis,
y los intentos por confirmarlas mediante profundas investigaciones
son escasos e inadecuados. Un psicólogo norteamericano,
A. H. Maslow, afirmó que los seres humanos tienen una necesidad
de auto-realización que implica aumentar su valor, bondad,
conocimiento, amor, honestidad y generosidad. Cuando satisfacemos
esta necesidad, nos sentimos tranquilos, alegres, llenos de entusiasmo,
a veces eufóricos, y casi siempre felices. Cuando actuamos
de forma contraria a nuestra necesidad de auto-realización,
experimentamos ansiedad, desesperación, aburrimiento, vergüenza,
sensación de vacío, y generalmente somos incapaces
de disfrutar. Sería estupendo que resultara que Maslow
está en lo cierto; pero desafortunadamente, los datos que
Maslow aportó como sustento de su teoría consistían
en estudios limitados sobre gente seleccionada y, por tanto, sólo
pueden ser considerados como una insinuación.
La
naturaleza humana es tan diversa que se podría dudar si
cualquier generalización sobre la clase de carácter
que conduce a la felicidad podría aplicarse a todos los
seres humanos. ¿Qué ocurre, por ejemplo, con los
que llamamos "psicópatas"? Los psiquiatras utilizan
este término para definir a una persona asocial, impulsiva,
egocéntrica, impasible, carente de sentimientos de remordimiento,
vergüenza o culpa, y aparentemente incapaz de mantener unas
relaciones personales profundas y duraderas. Los psicópatas
son ciertamente anormales, pero el que sea correcto decir que
están mentalmente enfermos es otra cuestión. Al
menos en apariencia, su condición no les hace sufrir, y
no está nada claro que "curarse" forme parte
de sus intereses. Hervey Cleckley, autor de un estudio clásico
de la psicopatía titulado The Mask of Sanity, indica que
desde que su libro fue publicado por primera vez, ha recibido
innumerables cartas de personas que piden ayuda desesperadamente,
aunque son de los padres, cónyuges y demás familiares
de los psicópatas, y casi nunca de ellos mismos. Esto no
es de extrañar, ya que mientras que los psicópatas
son asociales e indiferentes al bienestar de otros, parece que
disfrutan de la vida. A menudo los psicópatas parecen gente
encantadora e inteligente, sin ningún tipo de delirio ni
ninguna otra señal que indique un pensamiento irracional.
Cuando se les entrevista, dicen cosas como: "Me han ocurrido
muchas cosas y muchas más me ocurrirán. Pero me
gusta la vida y espero cada día con ilusión. Me
gusta reír y lo hago mucho. En el fondo soy un payaso,
un payaso feliz. Siempre acepto lo bueno junto con lo malo".
No existe terapia efectiva para la psicopatía, lo que se
puede explicar por el hecho de que los psicópatas no ven
nada de malo en su conducta y generalmente la encuentran muy satisfactoria,
al menos a corto plazo. Por supuesto que su naturaleza impulsiva
y su falta de sentido de vergüenza o culpa implican que algunos
psicópatas acaben en prisión, aunque es difícil
decir cuántos no lo hacen, ya que los que evitan la cárcel
probablemente eviten también el contacto con los psiquiatras.
Los estudios han demostrado que un número sorprendentemente
grande de psicópatas son capaces de evitar la cárcel
a pesar de una fuerte conducta antisocial, probablemente debido
a su conocida habilidad de convencer a los demás de que
están profundamente arrepentidos, de que nunca volverá
a ocurrir, de que se merecen otra oportunidad, etcétera.
La
existencia de psicópatas va en contra de la opinión
de que la benevolencia, la compasión y los sentimientos
de culpa están presentes en todun papel tan importante
en la felicidad y capacidad de realización de la gente
más normal? Cierto es que un psicópata podría
utilizar el mismo argumento contra nosotros: ¿Cómo
podemos decir que somos verdaderamente felices si no hemos experimentado
la excitación y la libertad que se sienten como consecuencia
de una total irresponsabilidad? Puesto que no podemos entrar en
los estados subjetivos de los psicópatas, ni ellos en los
nuestros, la polémica no es fácil de resolver.
Cleckley
sugiere que la conducta de los psicópatas se puede explicar
como respuesta a la falta de sentido de sus vidas. Es característico
de ellos trabajar durante un tiempo en un empleo y cuando su capacidad
y encanto les lleva a la cima del éxito, cometer algún
delito pequeño y fácilmente detectable. Un patrón
similar se puede aplicar a sus relaciones personales. (Aquí
se puede encontrar fundamento para la afirmación de Thomas
Nagel sobre que la imprudencia es racional sólo si uno
no se ve a uno mismo como una persona existente en el tiempo,
en el cual el presente es sólo un periodo más de
entre todos los que nos tocará vivir. Ciertamente los psicópatas
viven mayormente en el presente y carecen de cualquier plan de
vida coherente).
Cleckley
explica esta conducta errática y para nosotros inadecuadamente
motivada comparando la vida de los psicópatas con la de
unos niños a los que se les obliga a ver El rey Lear. Estos
niños se sentirán inquietos y se comportarán
mal en estas condiciones ya que no pueden disfrutar de la obra
como lo harían los adultos. Actúan para evitar el
aburrimiento. De forma similar, según Cleckley, los psicópatas
se aburren porque su pobreza emocional les impide interesarse
por, u obtener satisfacción de, lo que para los demás
son las cosas más importantes de la vida: el amor, la familia,
el éxito en los negocios o en la vida profesional, etcétera.
Estas cosas simplemente no les importan. Su conducta imprevisible
y antisocial constituye un intento por aliviar lo que de otra
forma sería una existencia aburrida. Estas afirmaciones
son especulativas y Cleckley admite que quizá no sea posible
establecerlas científicamente. Sin embargo, sugieren un
aspecto de la vida del psicópata que socava la, de otra
forma atractiva, naturaleza de la vida del psicópata: ir
por la vida haciendo caso omiso de toda clase de principios. La
mayoría de la gente con un sentido reflexivo, en un momento
u otro, quiere que su vida tenga algún tipo de significado.
Pocos de nosotros elegiríamos deliberadamente una forma
de vida que consideráramos sin sentido. Por esta razón,
la mayoría de nosotros no elegiríamos llevar una
vida de psicópata, por muy agradable que pudiera ser.
Sin
embargo, hay algo de paradójico en criticar la vida del
psicópata por falta de significado. ¿No tenemos
que aceptar, en ausencia de creencias religiosas, que la vida
realmente no tiene sentido, no sólo para el psicópata
sino para todos nosotros? Y si esto es así, ¿por
qué no elegimos —si tuviéramos la posibilidad
de elegir nuestra personalidad— la vida de un psicópata?
Pero, ¿es cierto que, dejando la religión a un lado,
la vida no tiene sentido? Ahora, nuestra búsqueda de razones
para actuar moralmente nos ha llevado a lo que generalmente se
considera la cuestión filosófica esencial.
¿Tiene sentido la vida?
¿En
qué medida el rechazo a creer en un dios implica el rechazo
al punto de vista que sostiene que la vida tiene algún
sentido? Si este mundo lo hubiera creado algún ser divino
con un objetivo particular en mente, se podría decir que
tiene sentido, al menos para ese ser divino. Si pudiéramos
saber cuál era el propósito de ese ser al crearnos,
podríamos saber qué sentido tiene nuestra vida para
nuestro creador. Y si aceptáramos el propósito de
nuestro creador (aunque tendríamos que explicar por qué
habríamos de aceptarlo), podríamos afirmar que conocemos
el sentido de la vida.
Cuando
rechazamos creer en un dios, debemos abandonar la idea de que
la vida en este planeta tiene algún sentido predeterminado.
La vida en su conjunto no tiene ningún sentido. La vida
comenzó, según las teorías más válidas,
con una combinación fortuita de moléculas, evolucionando
posteriormente a través de mutaciones casuales y de selección
natural. Todo esto simplemente ocurrió; no sucedió
por ningún propósito general. Sin embargo, ahora
que ha tenido como resultado la existencia de seres que prefieren
algunos estados a otros, es posible que determinadas vidas tengan
sentido. En este sentido, los ateos pueden encontrar sentido a
la vida.
Volvamos
a la comparación entre la vida de un psicópata y
la de una persona más normal. ¿Por qué no
ha de tener sentido la vida del psicópata? Hemos visto
que los psicópatas son egocéntricos en su grado
extremo: no les interesa ni los demás, ni el éxito
material, ni ninguna otra cosa. Pero, ¿por qué no
basta su propio disfrute de la vida para dar sentido a su vida?
La
mayoría de nosotros no seríamos capaces de encontrar
la felicidad proponiéndonos deliberadamente disfrutar sin
preocupamos por nada ni por nadie. Los placeres que obtendríamos
de esa forma nos parecerían vacíos y en seguida
perderían su encanto. Buscamos sentido a nuestras vidas
más allá de nuestros propios placeres y encontramos
realización y felicidad haciendo lo que consideramos que
tiene sentido. Si nuestra vida no tiene más sentido que
nuestra propia felicidad, es probable que nos demos cuenta de
que cuando hayamos conseguido lo que pensamos que necesitamos
para ser felices, la propia felicidad nos siga eludiendo.
Al
hecho de que los que persiguen la felicidad por sí misma
generalmente no la encuentran, mientras que otros la hallan persiguiendo
fines totalmente diferentes, se le ha denominado "la paradoja
del hedonismo". Naturalmente no es una paradoja lógica,
sino una afirmación sobre la forma en la que conseguimos
ser felices. Al igual que otras generalizaciones sobre este tema,
carece de confirmación empírica, aunque encaja con
nuestras observaciones cotidianas y es consecuente con nuestra
naturaleza como seres evolucionados e intencionados. Los seres
humanos sobreviven y se reproducen mediante acciones intencionadas.
Logramos la felicidad y la realización trabajando para
conseguir nuestros objetivos. En términos evolutivos, podríamos
decir que la felicidad funciona como una recompensa interna por
nuestros logros. De forma subjetiva, consideramos lograr el fin
(o aproximarnos a él) como una razón para llegar
a ser felices. Nuestra propia felicidad es, por tanto, una consecuencia
de pretender algo más, y no algo que se consiga apuntando
solamente a la propia felicidad.
Según
esto, la vida del psicópata parece no tener sentido de
la misma forma en que lo tiene una vida normal. No tiene sentido
porque mira hacia el interior buscando los placeres del momento
presente, y no hacia el exterior en busca de algo a más
largo plazo. Las vidas más normales tienen sentido porque
se viven con fines más amplios.
Todo
esto es especulativo, ya que se puede aceptar o rechazar según
concuerde con nuestra propia observación e introspección.
Mi próxima —y última— propuesta es todavía
más especulativa.
Consiste
en que para encontrar un sentido duradero a nuestras vidas no
basta con llegar más allá de los psicópatas
que no tienen ninguna perspectiva o planes a largo plazo; tenemos
también que ir más allá de los egoístas
más prudentes que, aunque tienen planes a largo plazo,
sólo se mueven por sus propios intereses. Los egoístas
prudentes pueden encontrar sentido a sus vidas durante un tiempo,
puesto que tienen el objetivo de favorecer sus propios intereses;
pero, al fin y al cabo, ¿a qué equivale eso? Cuando
hemos logrado satisfacer todos nuestros intereses, ¿nos
sentamos y disfrutamos de nuestra felicidad? ¿Seríamos
felices de esta forma? ¿O decidiríamos que todavía
no hemos alcanzado todos nuestros objetivos, y que hay algo más
que nos hace falta antes de sentamos a disfrutarlo todo? La mayoría
de los egoístas que han logrado el éxito material
optan por el último camino, con lo cual evitan la necesidad
de admitir que no encuentran la felicidad estando permanentemente
de vacaciones. Los que se esclavizaron para establecer un pequeño
negocio, diciéndose a sí mismos que lo harían
sólo hasta que tuvieran lo suficiente para vivir bien,
siguen trabajando mucho tiempo después de que hayan conseguido
su objetivo inicial. Sus "necesidades" materiales aumentan
con la suficiente rapidez para mantenerse justo por encima de
sus ingresos.
Los
años 80, la "década de la avaricia", ofrecieron
múltiples ejemplos de la insaciable naturaleza del deseo
de riqueza. En 1985 Dennis Levine era un banquero de Wall Street
con mucho éxito con Drexel Burnharn Lambert, la compañía
que más rápidamente crecía y de la que más
se hablaba en Wall Street. Pero Levine no estaba satisfecho:
“”Cuando
ganaba 20.000 dólares al año, pensé que podría
llegar a los 100.000. Cuando ganaba 100.000 al año, pensé
que podría llegar a los 200.000. Cuando ingresaba un millón,
pensé que podría subir hasta los 3 millones. Siempre
había alguien más alto en la escala, y no podía
dejar de preguntarme: ¿Es realmente el doble de bueno que
yo?””.
Levine decidió actuar para cambiar su situación
e intercambió información confidencial con amigos
de otras compañías de Wall Street, lo cual les permitiría
obtener beneficios comprando acciones en compañías
que estaban a punto de ser absorbidas. Con este método
Levine consiguió 11 millones de dólares más,
aparte de su sueldo y beneficios. También acabó
buscándose su propia ruina y pasando algún tiempo
en la cárcel. Sin embargo, ése no es el punto pertinente
aquí. Sin lugar a duda hay quienes utilizan información
reservada para ganar millones de dólares y no se les coge.
Lo que es menos seguro, sin embargo, es que realmente encuentren
satisfacción y realización teniendo más dinero.
Ahora
empezamos a ver dónde tropieza la ética con el problema
de vivir una vida con sentido. Si buscamos un objetivo más
amplio que nuestros propios intereses, algo que nos permita ver
nuestras vidas con una importancia que va más allá
de los estrechos límites de nuestros propios estados de
conciencia, una solución evidente es adoptar el punto de
vista ético. Este punto de vista nos exige ir más
allá de un punto de vista personal, y como ya hemos visto
situarnos en la posición de un espectador imparcial. De
ahí que ver las cosas éticamente sea una forma de
trascender nuestros intereses personales e identificarnos con
el punto de vista más objetivo posible, según Sidgwick,
con "el punto de vista del universo".
El
punto de vista del universo es un punto de vista elevado. En el
aire enrarecido que lo rodea nos podemos ver arrastrados a hablar,
como lo hace Kant, del punto de vista moral, "inevitablemente"
humillando a todo el que lo compare con su propia naturaleza limitada.
No quiero sugerir nada tan radical como esto. Anteriormente en
este capitulo, al rechazar el argumento de Thomas Nagel sobre
la racionalidad del altruismo, dije que no hay nada de irracional
en preocuparse por la calidad de la propia existencia de uno mismo
en la medida en que uno no se preocupa de la calidad de la existencia
de otros individuos. Sin volverme atrás en mis palabras,
ahora estoy sugiriendo que la racionalidad, en el amplio sentido
que incluye autoconciencia y reflexión sobre la naturaleza
y el significado de nuestra existencia, puede empujarnos hacia
inquietudes más amplias que la calidad de nuestra propia
existencia. Pero este proceso no es necesario y los que no tornan
parte en él —o, quienes al tomar parte, no lo sigan
hasta el punto de vista ético— no son irracionales
ni están equivocados. Los psicópatas, por lo que
yo sé, pueden ser incapaces de ser tan felices interesándose
por los demás como lo son al actuar de forma antisocial.
Otra gente considera que coleccionar sellos es una forma adecuada
de dar sentido a sus vidas. No hay nada de irracional en eso;
pero otros, por otra parte, pierden la afición a coleccionar
sellos al hacerse más conscientes de su situación
en el mundo y reflexionar mejor sobre sus propósitos. Para
este tercer grupo el punto de vista ético ofrece un sentido
y finalidad en la vida que nunca se pierde.
(Al
menos, el punto de vista ético no se pierde hasta que se
han llevado a cabo todos los deberes éticos. Si alguna
vez se alcanzara esa utopía, nuestra naturaleza intencional
podría dejarnos insatisfechos, de igual modo que los egoístas
pueden quedar insatisfechos cuando tienen todo lo que necesitan
para ser felices. No hay nada de paradójico en esto, pues
no debemos esperar que la evolución nos haya provisto,
de antemano, de la capacidad para disfrutar de una situación
que nunca ha ocurrido antes. Ni tampoco va a ser éste un
problema práctico en un futuro cercano).
A
la pregunta de "¿Por qué debemos actuar moralmente?"
no se le puede dar una respuesta que ofrezca a todo el mundo razones
irresistibles para actuar moralmente. La conducta éticamente
indefendible no es siempre irracional. Probablemente siempre necesitaremos
que las sanciones legales y la presión social ofrezcan
razones adicionales contra las graves violaciones de las normas
éticas. Al mismo tiempo, los que sean lo bastante reflexivos
para plantear la cuestión que hemos tratado en este capítulo,
serán también los que con mayor probabilidad valorarán
las razones que se pueden ofrecer para adoptar el punto de vista
ético.