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CAPITALISMO, «REVOLUCIÓN» Y FASCISMO

 

 

 

El fascismo y el nazismo han sido descritos, por lo menos en la tradición progresista, como formas de dictadura capitalista. El fascismo habría sido una forma de «capitalismo de urgencia», para gobernar en medio de una grave crisis económica al menor coste posible cuando las recetas liberales ya no daban resultado. Desde el punto de vista de la economía, funcionó a un doble nivel, por una parte mediante la apelación a la «movilización total» y a la eficacia se trató de dinamizar la economía (creación de infraestructuras…). Pero al mismo tiempo ese dinamismo se contraponía a un orden económico conservador que mantuvo siempre intactas las estructuras y los intereses de la clase dominante. Era pues, una forma bastante ‘sui generis’ de revolución.

Pero no deja de sorprender que los diversos fascismos tuviesen todo el día la palabra ‘revolución’ en la boca. Incluso cuando el franquismo español estaba ya en sus estertores, al cabo de cuarenta años de dictadura, todavía gentes como el exministro Girón de Velasco (a quien el régimen había hecho multimillonario), no dejaban de hablar de la «revolución pendiente», por grotesca que fuese la expresión.

Tanto Hitler como Mussolini e incluso Primo no dejaban de repetir que el suyo era un partido de trabajadores («la Falange es la FAI azul») y aunque la afiliación obrera a esos partidos fuese muy inferior al peso social de la clase obrera, es indudable que hubo muchos obreros partidarios del fascismo. En Europa el hecho de que los trabajadores hubiesen combatido en la I Guerra mundial era usado como un argumento para contrarrestar la tesis marxista según la cual los obreros no tienen patria. Que los obreros tenían patria era obvio puesto que morían por ella. Mussolini, por lo demás era un socialista significativo. Incluso se puede sostener que Hitler y Mussolini, por muy aventureros de la política que fuesen, no dejan de ser los únicos dirigentes políticos de la época surgidos de las clases populares (mientra que el presidente socialdemócrata alemán Ebert en la República de Weimar no pasaba de ser un funcionario del partido).

La situación política italiana en 1922 y la alemana en 1933 estaban muy lejos de poder ser consideradas normales y los patricios de la política hacía tiempo que habían desertado. Las clases altas tanto en Italia, como en Alemania y en España creyeron que Mussolini, Hitler o Franco serían instrumentos dóciles de su política y que, una vez pasado un periodo más o menos de excepción» (violento, evidentemente), recuperarían su poder sin problemas. De hecho, el cálculo era que ni fascistas, ni nazis, ni falangistas lograrían gobernar sin el apoyo de los altos funcionarios y de las grandes familias industriales.

En suma, el corporativismo fascista ofrecía al capital una nueva recepta para gobernar con sostén popular, sin compartir el poder con la izquierda y sin amenazar los privilegios sociales y económicos de los grupos conservadores. Es más, al poner el acento en la tradición, en la disciplina, o como se acostumbra a decir por los falangistas: «en lo que nos une más que en lo que nos separa», el fascismo disciplinaba a la clase obrera, mejoraba las infraestructuras (se presentaba como «Estado de obras») y creaba nuevos lazos comunitarios.

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La revolución fascista es un ejemplo claro del uso de la retórica en política. Un elemento básico de todos los totalitarismos es su uso desmesurado de la retórica, que en el caso español venía además tenía un claro antecedente en el vocabulario, absurdo por ampuloso de la filosofía supuestamente liberal de Ortega y Gasset. Dar un uso ‘científico’ a la retórica al convertirla en propaganda, ser capaz de usar grandes palabras como instrumentos de control social, fue, sin duda, el mayor éxito del totalitarismo. Pero conviene no olvidar dos hechos significativos, cuando a veces se habla de «revolución» fascista:

1.- En primer lugar, los elementos más socializantes de los partidos fascistas, los auténticos ‘outsiders’ del partido, siempre dispuestos a hablar sobre el ‘hombre nuevo’, jamás tuvieron ningún peso específico en el gobierno; fueron relegados a las organizaciones paralelas donde vegetaban generalmente bien pagados. En España, los intelectuales falangistas pronto lograron cátedras universitarias o se enquistaron en organismos como el Instituto de Cultura Hispánica o el CSIC, simplemente inofensivos desde el punto de vista político. Y lo mismo vale en Italia o en Alemania.

2.- En segundo lugar, la revolución fascista no era primordialmente económica; se trataba sobre todo de una «revolución de las almas», una respuesta a la ‘decadencia’ de tipo restauracionista. Se quería recuperar las viejas ‘esencias’ (si alguien sabía que era eso), de la Romanità, del Volks o de la España eterna. Para conseguir ese objetivo lo fundamental era el Ejército y, en los países católicos, el apoyo de la religión. La revolución fascista pretendía ‘purificar’ la patria de los que se denominaban «elementos espurios» (en España los masones, los judíos y los catalanes ‘separatistas’). Eso no se podía lograr destruyendo el sistema productivo (aunque el desmantelamiento de la economía catalana fue brutal y casi hundió al régimen de la autarquía franquista) y por lo tanto, aunque los fascismos europeos modernizaron el sistema productivo (muy a su pesar en el caso español), ni siquiera se plantearon modificar sus bases. Una revolución de las almas debía hacerse fundamentalmente mediante la educación y de ahí la importancia de la enseñanza, centrada muy especialmente, en una enseñanza de la historia donde no hubiese lugar.

La revolución que finalmente pretendían los fascistas era una «revolución cultural». Lo básico fue ‘purificar’ la cultura nacional de influencias extranjerizantes (judías en el caso alemán, catalanas en el caso español). El cine fascista (CIFESA en el caso español, UEFA en el alemán) es un buen ejemplo de ese trabajo en el campo de la transformación de las mentalidades.

El fascismo era ‘revolucionario’ en su concepción de la «ciudadanía nacional», pero incompatible con los conceptos tradicionales de la izquierda: la libertad individual, substituida por la democracia orgánica, los derechos del hombre y el respeto a la ley, substituida por el estado de excepción permanente.

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Desde el punto de vista de la economía, el fascismo y el mundo de los negocios tenían: «intereses convergentes pero no idénticos», en frase de Peter Hayes [INDUSTRY AND IDEOLOGY: I.G. FARBEN IN THE THIRD REICH; Cambridge: Cambridge University Press, 1987; p. 120]. Por una parte el fascismo podía ofrecer suculentos contratos y controlaba las reivindicaciones obreras. Eso es lo que pretendía el capitalismo. Y en el mundo del trabajo, un cierto nivel de protección de las masas obreras se conseguía mediante el procedimiento de ofrecer bajos salarios a cambio de seguridad en el empleo. Cuando se recuerda el alto nivel de paro en la Europa de 1930 es fácil entender que grandes masas obreras aceptaron el trato. 

Por lo demás, el punto de desacuerdo fundamental estaba en la implantación del proteccionismo. En Alemania ese fue el punto de enfrentamiento básico entre la gran industria y el partido nazi y el único en que no lograron triunfar los intereses de las grandes corporaciones. También los partidarios de una economía totalitaria fueron purgados dentro de los estados corporativos nazifascistas. Como recuerda Robert O. Paxton: «Por regla general, los radicales en materia económica dentro del movimiento nazi dimitieron (como Otto Strasser), fueron asesinados (como Gregor Strasser) o perdieron su influencia (como Otto Wagener). Y en cuanto a los partidarios del sindicalismo ‘integral’ italiano, perdieron influencia (como Rossoni) o abandonaron el partido (como Alceste De Ambris)» [LE FASCISME EN ACTION, París: Seuil, 2004; p. 249].

En definitiva, el desarrollo económico fascista se centraba en un único objetivo: la guerra. Su «movilización total» sólo era comprensible por el esfuerzo bélico y todo el edificio se hundió con la derrota. En la perspectiva que da el tiempo, lo único realmente revolucionario en el fascismo fue el uso de la propaganda como instrumento de control social.
 

 

 
 

 

 

 

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