En 1942, en el New York Times la noticia de la muerte de un millón de judíos en Polonia quedó relegada a páginas interiores. Auschwitz es hoy un tema central en la comprensión del totalitarismo pero constituyó un fenómeno que, en un primer momento, se acogió con incredulidad. Las imágenes de los campos de concentración son mucho mejor conocidas hoy que durante o incluso tras la guerra (Enzo Traverso). En gran medida los campos nazis quedaron ocultos tras el sitio de Leningrado, tras la desaparición de Varsovia y Berlín bajo un montón de escombros, etc. ¿Hasta que punto eso reflejaba la ‘imposibilidad de comprender’?
Convendría no olvidar que tanto los centristas de izquierda como la social-democracia eran considerados (y con razón) responsables del hundimiento del Imperio alemán y de las consecuencias devastadoras de la guerra. El desespero de las gentes pude llegar muy lejos en un contexto de hiperinflación y miseria: en 1932 los comunistas lograron el 16,9% de los votos, pero sólo un año más tarde en las elecciones del 5 de marzo de 1933 bajaron hasta el 12, 3% de los sufragios, mientras el NSDAP consiguió 43,9% de votos.
Para sus partidarios, Hitler fue un liberador carismático, un líder capaza de arrancar a su país de una situación de marasmo. Y Hitler obviamente reforzó esa imagen: el simple hecho de no querer denominarse ‘Presidente’, sino ‘Führer’ [guía] ya muestra su decisión de considerarse como un político de otro orden. El culto al Führer fue realmente una fe y el nazismo se presentaba como una lucha del Bien (la patria, la tierra natal) contra el mal (cuya máxima expresión son los judíos). En ese contexto, los intelectuales no tenían absolutamente ningún papel; el gobierno corresponde a los hombres de acción. El propio Hitler lo escribió en el capítulo ‘Propaganda y organización’ de la segunda parte del MI LUCHA:
«Un gran teórico resulta rara vez un gran caudillo. Es muy probable que un agitador posea esta cualidad en un grado muchísimo mayor, novedad ésta que resultará poco grata a aquellos cuya contribución a un asunto cualquiera es de naturaleza simplemente científica. Un agitador capaz de transmitir una idea a las muchedumbres e un psicólogo, aunque sólo se trate de un demagogo. Siempre resultará mejor como caudillo que el teórico retraído que nada sabe acerca de los hombres. Porque el hecho de ejercer la dirección exige capacidad para conmover a la multitud. El talento para engendrar ideas nada tiene que ver con la aptitud para la dirección. Así, la reunión de las cualidades del teórico, del organizador y del caudillo en un solo hombre, constituye el fenómeno más raro que se puede registrar en este planeta; el él consiste la grandeza».
En la trastienda del nazismo no se halla exactamente una filosofía; más bien se encuentra (como vio Raymond Aron) una auténtica ‘religión política’, construida en gran manera sobre el resentimiento (contra la burguesía, contra los judíos, contra la gran banca, contra el comunismo (del judío Karl Marx), contra el liberalismo…). Ian Kershaw ha hablado sobre ‘la droga del mito de Hitler’ que suponía una especie de ‘unio mystica’ entre el líder y su pueblo. Anular el pensamiento racional y generar una emoción colectiva fue el gran logro de la propaganda política nacional-socialista.
Hitler fue visto por sus contemporáneos como una especie de «artista del estado». El totalitarismo tiene, según Benjamin, una tendencia a estetizar la vida política. Para Walter Benjamin Fiat ars, pereat mundus es la consigna del fascismo. La fascinación estetizante que produjo el nazismo tenía mucho que ver con las categorías de «dominación carismática» y de «desencantamiento del mundo», recogidas de la sociología de Max Weber. Los éxitos rápidos del nazismo en política económica, la erradicación del paro y la imagen generada por los Juegos Olímpicos, así como las rápidas victorias de 1939-1940 (en una guerra financiada además con la riqueza expoliada a los judíos), contribuyeron a realzar la figura carismática del Führer, como ‘salvador’ –lo que no deja de ser un título religioso. Hitler encarnaba el carisma y el reencantamiento de la nación alemana al reencontrarse con sus fuentes. En una situación de dominación carismática el discurso político racional es substituido por la aclamación arcaica y atávica. El idealismo alemán fácilmente derivaba en nihilismo y la simplificación reemplazaba al análisis. Pero esa fascinación tenía un carácter europeo, como puede verse en este texto de uno de los mejores escritores franceses de la época:
«[Hitler] grosso modo ha encarnado mi ideal político, orgullo físico, búsqueda de la prestancia, del prestigio, heroísmo guerrero. E incluso una necesidad romántica de consumirse, de destruirse, un impulso no calculado, no medido, excesivo, fatal.»
Drieu La Rochelle, Journal 1939-1945, París Gallimard; 1992:
Hay dos aportaciones básicas desde la filosofía para comprender el totalitarismo nazi:
1.- Walter Benjamin, que substituye la idea de progreso por la de catástrofe. «Debemos buscar el concepto de progreso en la idea de catástrofe» [Baudelaire].
2.- Hannah Arendt, introduce la categoría de totalitarismo, que reinterpreta el siglo 20 en el horizonte del universo concentracionario y del mundo ficticio de la ideología que ella denomina «la realidad tangible de la ficción».
En todo caso hay algo tremendamente siniestro en la ideología nazi. Hitler logró algo que hasta entonces sólo habían conseguido las iglesias cristianas: matar al hereje (al judío, en este caso) y a la vez aprovecharse de sus ideas (el progresos tecnológico). En esta medida, la modernidad está tocada en gran parte por la tesis del estado de excepción. Esa es parte de la cruz del presente. Carisma, catástrofe, universo concentracionario y terror se unieron en el nazismo y se volvieron a unir con Georg Bush (hijo), después del 11-S.