LA POLÉMICA SOBRE EL TOTALITARISMO NAZI
La comprensión del fenómeno político (y moral) del nacionalsocialismo resulta todavía a inicios del siglo 21 un campo de debate particularmente abierto. Tal vez sea difícil aún hoy comprender el significado de Hitler y, especialmente, se hace difícil entender si el nazismo está (o no) realmente muerto o que parte de él ha pervivido en los usos y costumbres de la manipulación de masas (es un hecho que toda la publicidad posterior copió el modelo nazi) y en la acción política democrática.
Si la historia es usada como herramienta para dar sentido al conflicto, es obvio que se está muy lejos de comprender históricamente al nacionalsocialismo porque el debate no es historiográfico sino político. Las controversias e interpretaciones más significativas del nazismo no son sólo debates académicos sobre metodología histórica, sino que plantean un problema político acuciante hoy: el del significado del totalitarismo en la vida cotidiana de las democracias. Cuando se discute sobre Hitler y el nazismo nunca se discute ‘sólo’ sobre Hitler y el nazismo. En la medida que no existe un consenso sobre el significado del totalitarismo, las polémicas historiográficas remiten a algo no dicho pero obvio en el trasfondo del tema. Verdaderos o falsos debates sobre el totalitarismo son también debates sobre cómo entender los peligros que acechan a la democracia y sobre cómo preservar la memoria del horror para impedir su regreso.
A modo de ejemplo resumiremos muy por encima las principales discusiones actuales entre historiadores y filósofos, sobre la naturaleza del nazismo que, en buena parte, van mucho más allá de lo que las apariencias académicas indican.
1.- Sistema o individuo: En este debate la pregunta central es si el nazismo y Hitler pueden ser explicados como consecuencia de un sistema cultural que ya venía de lejos (la concepción luterana de la obediencia, Federico II y el militarismo prusiano, el imperativo categórico kantiano, el romanticismo patriótico de Fichte, Bismark…), y que culmina en Hitler. O si por el contrario como sostuvo Gerhard Ritter en EUROPA Y LA CUESTIÓN ALEMANA (1948), Hitler nada tuvo que ver con esa tradición (en definitiva culturalista y aristocratizante) sino que instauró una ‘movilización total’ y un sistema político de masas que sin relación de continuidad con el viejo conservadurismo. En este sentido el nazifascismo sería «un paréntesis» y no una consecuencia de la historia europea.
Para los defensores de la especificidad de Hitler, éste no sería más (ni menos) que el mejor demagogo de la historia, capaz de fascinar a las masas de una manera antes jamás conocida. Hitler habría sido el primero en usar las técnicas de condicionamiento psicológico a gran escala. Joseph-Peter Stern en HITLER, EL FUHRER Y EL PUEBLO (1975) insistió en que Hitler fue un mito forjado sobre el culto a la voluntad, la inspiración profética, el ritual trascendente y la indiferencia ante las condiciones reales de la sociedad.
2.- Intencionalidad o circunstancia: Es el debate sobre si Hitler y el nazismo obraron de acuerdo a un plan o si lo hicieron azuzados por circunstancias que, en la mayoría de ocasiones, se escaparon a su control. Eberhardt Jäckel en HITLER IDEÓLOGO (1969) insistió en que Hitler fue realizando sistemáticamente el programa contenido en el ‘Mein Kampf’, el del ‘Segundo libro’ (1928), nunca publicado por demasiado obvio en lo referente a política internacional y el del ‘Testamento político’ recogido por Martin Bormann (1945). El programa deba prioridad a la política de conquista (el ‘espacio vital’), al militarismo y al odio obsesivo hacia todo lo judío y se realizó punto por punto. Se justifica en el hecho de que el judío es la fuente de todos los males y el factor disolvente de la comunidad nacional. El genocidio estaría así en el centro mismo del proyecto nazi en la medida que el antisemitismo une a Hitler con las masas.
Los partidarios de la teoría del nazismo como respuesta a circunstancias excepcionales (Franz Neumann en LA DICTADURA ALEMANA) no han dejado de indicar que el nazismo fue siempre un caos institucional, sometido a continuas luchas entre el Estado y el partido. El Führer era mucho más indeciso y débil de lo que se supone y existían diversos y contradictorios grupos de presión en el entorno de Hitler, movidos por la improvisación inevitable por la dualidad de poder (Estado – partido), por lo menos hasta que Göring intentó romper con ella en 1937-1938. Para esta visión del nazismo, el partido era ineficaz y corrupto, de manera que sus decisiones eran finalmente de un alcance muy limitado.
En la lectura propugnada por Hans Mommsen (Bochum), biznieto del célebre historiador, la ‘solución final’ no habría sido producto de una decisión programática sino de la decisión tomada por las SS de desembarazarse de los judíos expulsados de Alemania y reagrupados en Polonia a los que, por la situación bélica, era imposible, expulsar hacia Rusia. Una vez iniciado el movimiento de exterminación, Heydrich lo habría sistematizado. En todo caso lo que existiría es una responsabilidad colectiva. Las viejas élites del Estado prusiano serían tan responsables del exterminio como la ‘hubris’ de un solo hombre.
3.- Esencialismo o funcionalismo: Es el debate propiamente filosófico y sociológico. Para los partidarios del primer modelo, cuya representante más conocida es Hannah Arendt, existe algo así como una ‘esencia’ del totalitarismo –y en tal sentido se puede asociar al debate sobre el mal en la historia y sobre la presencia de lo diabólico mismo en la racionalidad. La ‘hubris’ hacía su camino. La publicación de los DIARIOS de Victor Klemperer ha mostrado de una manera muy precisa que el totalitarismo es inseparable de la construcción de un lenguaje esencialista, cuya presencia es cotidiana y asfixiante.
En cambio, para los funcionalistas, cuyos representantes básicos son Aron y Brzezinski, el nazismo no se habría producido por ninguna necesidad metafísica (los pueblos no se suicidan), sino que se dieron una serie de características diversas (desde la miseria producida por el tratado de Versalles, el elitismo de Weimar, el militarismo, las contradicciones políticas internacionales, etc.), cuya conjunción dio origen a Hitler.
4.- Conservadurismo o modernidad: Es el debate sobre la significación de la cultura en la política y tiene una honda significación en la medida en que muchos de los autores de este periodo son citados sistemáticamente por el pensamiento neoconservador surgido en el fétido ambiente cultural propiciado por el presidente americano George Bush (hijo).
Hay dos lecturas significativas que están de acuerdo en de lo que habría sido el nazismo, una revolución conservadora, pero que no coinciden cuando se hace referencia a si este habría sido más o menos ‘tocado’ por la revolución industrial.
Encontramos, por una parte el viejo racismo ‘popular’ [völkisch] que exalta el paganismo, el paisaje del norte, la tierra y la sangre, en la estela de Huston Chamberlain, del darwinismo social y del catolicismo más antisemita. Es el tradicionalismo partidario de mantener la ‘pureza’ primigenia el [Ur-volk] y que maldice un mundo que, por lo demás, les rechaza. Para Daniel J. Goldhagen, en LOS VERDUGOS VOLUNTARIOS DE HITLER, es toda Alemania, y no sólo los jerarcas del partido, la que desea la solución final, en la medida que la cultura alemana participa de unos valores culturales tradicionales y racistas.
Si embargo para muchos otros autores, el nazismo sería la culminación de una ‘revolución conservadora’ paradójicamente moderna, marcada por la teoría del pesimismo cultural y por el convencimiento de la necesidad de reaccionar ante la supuesta decadencia espiritual alemana [el Kulturpessimismus]. Autores como Oswald Spengler, los hermanos Jünger, el jurista católico Carl Schmitt y el curioso nacional-bolchevique Ernst Niekisch representarían el aspecto ‘moderno’ (nietzscheano y schopenhauriano) de esta revuelta contra los ideales de la Ilustración en nombre la patria, que usa la tecnología como instrumento pero aborrece de ella en la medida que disuelve los lazos esenciales de la comunidad.
El propio Ernst Nolte en LA CRISIS DEL SISTEMA LIBERAL Y LOS MOVIMIENTOS FASCISTAS (Barcelona: Península, 1971), ofrece una lista de los acontecimientos que la crítica cultural conservadora consideraba síntomas de decadencia y contra los cuales se manifiesta el nacional-socialismo: «el crecimiento de las ciudades, la pérdida del modo de vida natural, la complicación del pensamiento jurídico, las ansias de provecho del capitalismo, las conspiraciones de los masones, la decadencia de los grandes valores, el retroceso de la aristocracia ante la burguesía, la emancipación de la mujer, la creciente dependencia de Alemania de la economía mundial, pero ante todo la aparición del marxismo» (p. 193). Lo paradójico es que esta crisis de la tradición sólo podía ser superada mediante la técnica y mediante la ‘movilización total’ (Jünger), es decir de una forma que nada tenía que ver con la tradición y el conservadurismo. Como ha observado el propio Nolte: «… en este caso, los caracteres fundamentales del pensamiento conservador se han unido a modos de pensar que hasta entonces siempre habían sido considerados como anticonservadores: la total falta de respeto hacia lo ‘presente’ y hacia los ‘mayores’, una voluntad de cambio radical, la manía del ‘poder hacer’. Precisamente esa unidad inconsistente de lo más antiguo y lo más moderno, empero, es el rasgo básico esencial de todo fascismo, el que lo diferencia del conservadurismo más apasionado y decidido» (p.193-194).
Cada vez hay mayor consenso en que esos elementos culturales han sido esenciales en la continuidad del pensamiento totalitario en sociedades democráticas, un tema recurrente en la explicación de la poca calidad de muchas democracias europeas especialmente en el sur de Europa (véase, por ejemplo, la influencia de Heidegger en las facultades de filosofía de España e Italia hoy en día [2011]).
5.- La querella de los historiadores [Historikerstreit]: El artículo de Ernst Nolte en el Frankfurter AZ, un diario de centro-derecha (coeditado por Joachim Fest), bajo el título de ‘Un pasado que no quiere pasar’ (6 de junio de 1986) provocó la respuesta de Jürgen Habermas (11 de julio de 1986) insistiendo en que los alemanes nunca habían aceptado su ‘culpabilidad’, lo que significaba que Alemania todavía no había podido hacer su ‘trabajo del duelo’ por el nazismo. El intercambio de textos dio lugar a una furibunda polémica, llamada ‘la querella de los historiadores’ que convirtió a Nolte en un paria intelectual pero que abrió una brecha muy importante para los estudios sobre el totalitarismo.
Según Nolte (y François Furet, el único historiador consagrado que aceptó dialogar con él en FASCISMO Y COMUNISMO, 1998), el nazismo debía explicarse por el miedo al comunismo. Sería, pues: ‘Una reacción nacida de la ansiedad producida por la revolución rusa’. El comunismo habría sido el primer sistema en proponer una aniquilación total (de una clase social, la burguesía en este caso) y cuando los nazis inician el exterminio de los judíos, Auschwitz es una imitación o un espejo del Gulag. El asesinato racial de los nazis sería, así, una consecuencia del asesinato de clase de los bolcheviques. Por lo demás, los judíos serían ‘prisioneros de guerra’ en la medida que Chaïm Weizmann, presidente de la ‘Jewis Agency for Palestine’ había dicho (5 de septiembre de 1939) que los judíos de todo el mundo lucharían junto a Inglaterra y las democracias.
De hecho Nolte ya había afirmado en su primera obra EL FASCISMO EN SU ÉPOCA (1963) que el fascismo era una reacción contra la modernidad y, en tal sentido, constituía un ‘fenómeno negativo’ (entendiendo la negación en el sentido hegeliano). Nolte había sido discípulo de Heidegger y ello no deja de tener su importancia en el debate. Para Nolte, Action Francaise era la tesis, el fascismo italiano la antítesis y el nacional-socialismo constituía la síntesis. Tesis que no deja de ser una manera elegante de declarar lo que hará explícito más adelantes: que todos los países pueden tener ‘su’ Hitler- cosa que Nolte planteó al decir que Vietnam era ‘una versión cruel de Auschwitz’.
El fascismo a nivel político es una negación del marxismo, a nivel sociológico es una negación del espíritu burgués y metapolíticamente significa una negación de la modernidad (que él denomina ‘resistencia a la trascendencia). Y de ahí su oposición a todo tipo de judaísmo que a su parecer significaba la modernidad, el mundo de la gran banca, etc.
La obra de Nolte, aún ‘maldita’, plantea un grave problema historiográfico: en su opinión el hecho de que Auschwitz no estuviese durante decenios en el centro del debate historiográfico (el tema sólo empezó a interesar después de la guerra de Vietnam, e incluso gentes como Primo Levi tuvo problemas para encontrar editor), significa que leer el totalitarismo desde los campos nazis es tanto como hacer ‘historia retrospectiva’. El Reich no fue destruido por totalitario, ni los aliados hicieron nada para impedir Auschwitz. Por lo tanto no tiene sentido leer la 2ª Guerra mundial como una lucha de la democracia contra el totalitarismo. De ahí que Nolte propugne, como Michael Stürmer, especialista en la Alemania de Bismarck y consejero del canciller Helmut Kohl que hay que recuperar la integralidad de la historia alemana, abordando sin vergüenza histórica la restauración de la unidad nacional. Puestas las cosas de este modo, el debate que se plantea no es historiográfico, sino básicamente moral: ¿puede ‘normalizarse’ el nazismo?, ¿en que tipo de sociedad creemos cuando el nazismo o el estalinismo son ‘normales? Es evidente que, por lo demás hay una gran necesidad por parte de alguna gente (académicos incluidos), para blanquear o limpiar su pasado –generalmente excomunista.
El giro neoconservador que se viene produciendo en el mundo desde 1989 y que se ha acentuado con los presidentes Bush y Obama y con la crisis financiera de 2008, no deja de producir paradojas. Por eso no es ocioso plantearse una pregunta brutal: ¿acabará la democracia ‘normalizando’ el Holocausto? Si así fuese, la democracia se habría derrotado a si misma.