Hubo una época, muy a finales del siglo pasado, en que
la sociobiología fue contestada por toda una serie de críticos,
más o menos cercanos al marxismo, por causa de su supuesto
‘determinismo biológico’ y por su proximidad
–todavía más falsa- a las hipótesis
eugenistas. Hoy, sin embargo, la lectura de la hipótesis
sociobiológica ha cambiado mucho. Desde nuestra perspectiva
la aportación más significativa de Edgard O. Wilson
a la teoría moral no es la su famosa afirmación,
según la cual debería ‘biologizarse’
la ética [‘Científicos y humanistas deberían
considerar conjuntamente la posibilidad de que ha llegado el momento
de retirar temporalmente la ética de las manos de los filósofos
y biologizarla’, dice en su clásico SOCIOBIOLOGIA],
cuanto su hipótesis de la interacción herencia/ambiente,
que nos obliga a repensar si determinadas pautas biológicas
siguen siendo adaptativas cuando los condicionantes ecológicos
y sociales que las motivaron han entrado en crisis.
Si
según la definición de Wilson, ‘la sociobiología
tiene como objetivo el estudio sistemático del comportamiento
social’, y lo hace partiendo de la base de que la evolución
alcanza tanto al cuerpo como a la conducta, entonces el reto de
repensar la ética es fundamental. Desde lo que sabemos
sobre la estructura de la mente y de la evolución determinadas
hipótesis sobre ‘qué podemos esperar’
se han vuelto insostenibles. Lo que hemos aprendido de Wilson
es que la pregunta por la ética ya no puede responderse
de una manera inocente, pues, en definitiva, muchas de las cosas
que supuestamente consideramos morales son, en realidad, simplemente
conductas adaptativas cuyo significado moral es secundario.
Actualmente
existe ya un cierto consenso básico sobre la tesis de Wilson
según la cual: ‘Lo que nos interesa ya no es si la
conducta social está determinada genéticamente,
sino hasta que punto lo está’ (SOBRE LA NATURALEZA
HUMANA, p.36, trad.esp). Pero esa afirmación no concluye
el debate sino que lo abre. Abre, por ejemplo, dudas razonables
sobre la posibilidad de ser kantiano o hegeliano sin mala conciencia.
No puede sorprendernos que, al tomarse en serio el modelo sociobiológico,
la crítica a las actitudes supuestamente ‘bonistas’
y en realidad profunda y esforzadamente egoístas, alcance
una radicalidad que sorprende a cualquier kantiano ingenuo (entendiendo
por tal al que se ha tomado al pie de la letra la doctrina de
los imperativos categóricos sin comprender el significado
de la ‘insociable sociabilidad’ humana). Para E.O.
Wilson:
‘La
principal tarea de la biología humana es identificar y
medir las limitaciones que influyen en las decisiones de los filósofos
éticos y de todos los demás, para inferir su importancia
mediante reconstrucciones mentales neurofisiológicas y
filogenéticos. Esta empresa es un complemento necesario
para el continuo estudio de la evolución cultural. Alterará
los cimientos de las ciencias sociales, pero de ninguna manera
disminuirá su riqueza e importancia. En el proceso dará
lugar a una biología de la ética que hará
posible la selección en un código de valores culturales
más profundamente comprendido y duradero (SOBRE LA NATURALEZA
HUMANA, pp. 272-273, trad. esp.).
Una
de las hipótesis sociobiológicas fundamentales es
la que afirma que las características básicas del
comportamiento deben tener un valor adaptativo, a la vez que se
transmiten de padres a hijos. Una vez establecido que el comportamiento
(cultural) está sujeto a los efectos de la evolución
(biológica), la pregunta no es tanto la de cuál
sea el ámbito de la autonomía moral –que para
cualquier sociobiólogo tenderá a ser muy limitado
o incluso tiende a nulo–, cuanto si nuestras pautas evolutivas,
biológicamente surgidas en contextos de escasez alimenticia
y testadas cuando fuimos ‘chimpancés en la sabana’,
nos permiten sobrevivir en el mundo de hoy, con más de
seis mil millones de humanos y un horizonte de problemas energéticos.
Como
expresó el propio Wilson en SOBRE LA NATURALEZA HUMANA
‘Estamos obligados a elegir entre los elementos de la naturaleza
humana con referencia a sistemas de valores que esos mismos elementos
crearon en una época evolutiva que ha desaparecido hace
mucho tiempo’ (p.272, trad.esp.). Por lo tanto el problema
reside en si nuestro medio cada vez más domesticado y con
una biodiversidad amenazada continua pudiendo soportar algunas
pautas de conducta humana que hoy han dejado de estar justificadas
e incluso pueden ser letales.
En
un contexto de ética de la globalización, lo que
nos preocupa es si el comportamiento instintivo (o intuitivo)
que sirvió para que sobreviviesen los antropoides y los
primeros sapiens, nos sigue sirviendo hoy como pauta moral o si,
por el contrario, nos conduce a la más profunda miseria,
es decir, a la extinción. Que seamos, como ha mostrado
la sociobiología, animales neoténicos, territoriales,
agresivos, inclinados al altruismo básicamente solo con
un núcleo familiar, etc… ¿significa hoy una
ventaja o es, más bien un inconveniente? Wilson, siguiendo
a Lorenz, ha sido sensible al argumento del ‘excesivo agrupamiento
en el medio ambiente’ como peligro para la civilización,
pero ese ‘excesivo agrupamiento’ es la condición
de vida en nuestras sociedades, así que deberemos inventar
nuevas estrategias para vivir juntos en comunidades no especialmente
idóneas para un modelo darwinianamente seleccionado en
momentos en que no existía superpoblación, la gente
todavía no vivía mayoritariamente en ciudades, la
productividad no se había convertido en un nuevo dios y
los agentes químicos industriales no contaminaban la comida.
Tenemos hoy una sociedad postindustrial, sobre cuya estructura
económica continua mandando un cerebro de primate. Y nadie
parece acabar de creerse que eso cambie en un futuro a corto plazo.
Por lo tanto necesitamos un buen conocimiento de sociobiología
para evitar un enfrentamiento entre lo que está en los
genes y lo que está en las necesidades sociales (autocreadas)
acabe por destruirnos.
Cuando
hace veinte o treinta años se discutían las tesis
de Wilson, surgía rápidamente la respuesta de Lewontin
(‘no está en los genes…’, sino en la
cultura el impulso básico). Hoy esa fase de debate parece
superada. Nadie mínimamente informado puede sostener tampoco
que exista ninguna continuidad entre sociobiología y eugenismo.
Más bien al contrario el éxito de la sociobiología
ha sido el de mostrar que la comprensión de la naturaleza
humana no puede prescindir de la comprensión de la base
biológica en que se sustenta.
En
este sentido existe ya incluso un cierto nivel de tópicos
sociobiológicos que se han convertido en ‘filosofía
popular’. Saber que los individuos más simétricos
nos parecen más bellos porque en realidad están
más sanos, o que nos solidarizamos preferentemente con
aquellos individuos con quienes nosotros (o nuestros hijos e hijas)
pueden intercambiar genes, tiene un cierto interés práctico
pero puede caer en lo anecdótico. Lo significativo, en
cambio, es saber si la sociobiología nos puede dar pistas
significativas para comprender los cambios culturales del presente
superpoblado y estresante. Y parece que sí puede.
Como
ha dicho Wilson en una de sus últimas obras, LA CREACIÓN
(2006): ‘Como el mundo de la Naturaleza todavía está
inscrito en nuestros genes, y no pude ser eliminado de ellos,
debiéramos ver su efecto no sólo por lo que respeta
a nuestras preferencias en lo que al hábito se refiere,
sino también en otros aspectos de nuestro bienestar físico
y mental’. Saber que existen unas ‘reglas genéticas
de la naturaleza humana’ que actúan como límites
nos permite pensar en términos sociobiológicos sobre
dos temas fundamentales para la teoría moral: de una parte,
la continuidad entre naturaleza y cultura y, por otra, el tema
de la adaptación biológica y moral a entornos de
cambio.
Una
de las cosas que de una manera más convincente nos ha explicado
la sociobiología, es que ‘natura’ y ‘cultura’
no son dos mundos contrapuestos, como dos extremos de una cuerda,
sino que hay entre ambos un cierto nivel de continuidad, que nos
hace considerar ‘bueno’ lo que estrictamente resulta
sólo ‘necesario’ para la supervivencia. Sabemos
que es ‘biología’ una buena parte de lo que
considerábamos ‘cultura’ hasta hace bien poco.
Incluso los chimpancés hacen su política, como ha
mostrado. Frans de Waal. Y lo natural cada vez se nos vuelve más
artificial, incluyendo la posibilidad, nada descabellada, de un
‘rediseño’ genético de la especie. Hoy
por hoy, está cambiando más la ‘naturaleza’
(bebés a la carta, manipulaciones genéticas) que
la ‘cultura’ (donde persisten estructuras de tipo
clasista y racista más antiguas que Babilonia). Tal vez
lo que nos falta es capacidad para asumir, culturalmente, los
cambios que ‘lo natural’ ha tenido en los últimos
cuarenta años, desde 1968 o así por dar una fecha
significativa.
El ejemplo del azúcar es puesto muchas veces para ejemplificar
el sentido de esta pregunta. Durante miles de años el azúcar
ha sido un bien escaso que resultaba imprescindible para una correcta
conexión neuronal. Por lo tanto se desarrolló una
tendencia a acumularlo, en la medida en que quienes disponían
de una dieta rica en azúcar aumentaban sus posibilidades
de sobrevivir. Pero hoy el azúcar sobre por todas partes
y seguir acumulándolo sólo nos lleva a estar cada
vez más obesos y a sufrir enfermedades. Y lo mismo reza
para la comprensión de los mecanismos de la agresión,
del altruismo recíproco o de la elección de pareja,
a los cuales la sociobiología se ha referido copiosamente.
Hay, pues, un cierto sentido prudencial en lo biológico
que la ética no puede dejar de tener presente; incluso
si tampoco fuese tan obvio como pretende Wilson que la moral puede
comprenderse como impulso biológico, actuar de espaldas
a lo biológico puede resultar suicida en lo moral.
Pero
la sociobiología implica además un sentido prescriptivo:
como hipótesis darwiniana la evolución no nos dice
lo que una especie ‘debe’ hacer para adaptarse al
medio. Simplemente constata que si se producen ciertas conflictos
(se reduce su hábitat o su variabilidad genética,
aparecen depredadores nuevos, cambia el clima, se agotan determinados
recursos), una especie desparece. La supervivencia del más
fuerte no es la del más ‘bestia’ sino la del
mejor adaptado, es decir, de quien puede expandir mejor sus genes.
Y en todo caso la extinción de una especie no necesariamente
augura algo bueno para las demás. Lo que prescribe la sociobiología
ha sido denominado por Wilson ‘biofilia’ [‘amor
por la vida’]. La biofilia, que por cierto, fue también
el nombre adoptado por un grupo nudista libertario en la Barcelona
de 1930, es la capacidad innata del hombre, ancestral y heredada
de los animales, para sentirse vinculado al mundo viviente desde
nuestros orígenes en la sabana.
Si
biología, autoconservación y relaciones sociales
coinciden en el hombre es porque existe una relación primitiva,
espontánea, del hombre con el mundo de la vida. Según
Wilson, las emociones, los instintos biofílicos, son espontáneos
(como mostraría el gusto de humanos de todas las épocas
por la vegetación que recuerda la sabana, como los jardines
japoneses o los patios pompeyanos). De ahí la importancia
de la diversidad como condición de la vida. Otra cosa es
si esa conciencia biofísica puede llegar a perderse en
sociedad que, como la nuestra, sienten su relación con
la naturaleza muy ‘mediatizada’, muy ‘distal’
o muy ‘televisual’.
Los
diarios barceloneses del sábado 17 de mayo de 2008 recogían
en letra pequeña el dato, provinente de la Sociedad Zoológica
de Londres (y de su índice Planeta Vivo, LPI) según
la cual el 25% de la fauna se ha extinguido desde 1970. La noticia
debería ser alarmante, pero se ha vuelto banal. Baste decir
que en ‘El periódico de Catalunya’ la noticia
de daba en 13 líneas (p.33) junto a los muertos por accidente
en la comarca de la Conca de Barberá. Es decir, nos estamos
acostumbrando a la pérdida de la biodiversidad –y
parece que no damos tampoco demasiada importancia a la sabiduría
implícita que albergaba esa compleja diversidad. ¿Quiere
eso decir que los humanos hemos optado ya exclusivamente por la
evolución cultural prescindiendo de la evolución
biológica? Para quien piense desde parámetros de
sociobiología esa sería una opción suicida,
en la medida que lo genético y lo cultural no pueden dejar
de entrelazarse por pura necesidad de supervivencia.
Al
plantar claramente que no se pueden separar el conjunto de las
relaciones sociales de la estructura biológica, la teoría
de Wilson tal vez pone en dificultades a un cierto angelismo kantiano,
pero permite evitar también idealizaciones que ponen en
peligro el futuro de la vida en el planeta. En tanto que propone
o lleva implícita una mirada sobre el mundo fundada en
la tradición empirista y no transcendentalista, la sociobiología
ha resultado útil para evitar malos entendidos y pseudomoralismos.
Poner en claro que la base biológica de la conducta social
no es altruista sino orientada al éxito evolutivo, nos
obliga a pensar sobre cómo defender la diversidad genética
y la conducta ‘biofílica’ en sociedades complejas.
Edgard O. Wilson nos ha enseñado a construir puentes entre
ciencias biológicas y ciencias sociales, y a hacerlo de
una manera no ingenua, es decir sabiendo que el cerebro humano
no es, ni ha sido nunca, una página en blanco. No es poco,
especialmente si se usa en una perspectiva que pueda salvar la
biodiversidad, y con ella a los humanos, de la pura y simple extinción.