LO
SIENTO, PERO SU ALMA ACABA DE MORIR
Tom
WOLFE
Como
no estoy del todo a la última, me enteré de la revolución
digital en febrero del año pasado, cuando Louis Rossetto,
cofundador de la revista Wired, vestido con una camisa sin cuello,
con el pelo tan largo como Felix Mendelssohn y todo el aspecto
de un visionario californiano, dio una conferencia en el Instituto
Caton anunciando el alba de la civilización digital del
siglo XXI. Como tema, eligió a Pierre Teihard de Chardin,
el inconformista científico y filósofo jesuita que
profetizó hace cincuenta años que la radio, la televisión
y los ordenadores crearían una «noosfera»,
una membrana electrónica que cubriría el globo y
conectaría a toda la humanidad en un único sistema
nervioso. Que la geografía, las fronteras nacionales o
las viejas nociones de mercado y procesos políticos se
volverían irrelevantes. Según Rossetto, la vertiginosa
expansión de Internet por todo el planeta hace que, gracias
al módem, ese maravilloso momento esté casi al alcance
de la mano. Podría ser. Sin embargo, algo me dice que hacia
el 2006, todo el universo digital va a parecernos bastante trivial
en comparación con la nueva tecnología que ahora
mismo es sólo un tenue resplandor en un minúsculo
número de hospitales estadounidenses y cubanos (sí,
cubanos). Son las técnicas de obtención de imágenes
cerebrales, y cuantos se atrevan a madrugar y contemplar un amanecer
verdaderamente deslumbrante del siglo XXI no desearán apartar
la vista
Las
técnicas de obtención de imágenes cerebrales
persiguen observar el cerebro humano en funcionamiento, en tiempo
real. En la actualidad, las formas más avanzadas son la
electroencefalografía tridimensional basada en modelos
matemáticos; la más familiar tomografía de
emisión de positrones (TEP); las nuevas técnicas
de la resonancia magnética funcional, que muestra los patrones
del flujo sanguíneo cerebral, y de la espectroscopia por
resonancia magnética, que mide los cambios bioquímicos
del cerebro; y la aún más nueva TEP identificadora
de genes/TEP identificadora de marcadores, tan nueva que todavía
no le han encontrado un nombre más sencillo. Utilizada
hasta ahora sólo en animales y en un reducido número
de niños gravísimamente enfermos, la TEP identificadora
de genes/TEP identificadora de marcadores localiza y sigue la
actividad de genes específicos. En la pantalla del escáner
se ve como se encienden dentro del cerebro los genes en cuestión.
Según
los parámetros de 1996, son instrumentos sofisticados.
Dentro de diez años tal vez parezcan rudimentarios en comparación
con las sorprendentes nuevas ventanas que puedan haberse abierto
en el cerebro. Las técnicas de obtención de imágenes
cerebrales se inventaron para facilitar la diagnosis médica;
sin embargo lo que resulta mucho más importante es que
quizá confirmen de un modo irrefutable ciertas teorías
sobre la «mente», el «yo», el «alma»
y el «libre albedrío» en las que ya creen con
devoción los científicos de lo que en la actualidad
es el ámbito más efervescente del mundo académico,
la neurociencia. Por supuesto, todas esas comillas bastan para
poner en guardia a cualquiera, pero el Escepticismo Supremo forma
parte del fulgor de ese amanecer que he prometido. La neurociencia,
la ciencia del cerebro y el sistema nervioso central, se encuentra
en el umbral de una teoría unificada cuyas repercusiones
serán tan espectaculares como las del darwinismo hace cien
años. Ya existe un nuevo Darwin o quizá debería
decir un Darwin actualizado, puesto que nadie ha creído
más religiosamente que él en Darwin. Se llama Edward
O. Wilson. Enseña zoología en Harvard y es autor
de dos libros que han tenido una influencia extraordinaria THE
INSECT SOCIETIES y SOCIOBIOLOGÍA: LA NUEVA SÍNTESIS.
No «una» nueva síntesis, sino «la»
nueva síntesis; y si tenemos en cuenta la talla de Wilson
en el terreno de la neurociencia, no se trata de una fanfarronada.
Edward
O. Wilson ha creado y dado nombre a la nueva disciplina de la
sociobiología y ha condensado su premisa subyacente en
una única frase. Todo cerebro humano, afirma, no nace siendo
una tabla rasa que la experiencia se encarga de rellenar, sino
que es «un negativo expuesto a la espera de ser introducido
en el líquido revelador». El negativo puede revelarse
bien o puede revelarse de modo defectuoso, pero en cualquiera
de los dos casos poco se obtendrá que no esté ya
impreso en la película. Esa impresión es la historia
genética del individuo, producto de miles de años
de evolución, y nadie puede hacer gran cosa para alterar
ese hecho. Es más, según Wilson, la genética
determina no sólo cosas como el temperamento, las preferencias
en los roles, las respuestas emocionales y los niveles de agresión,
también muchas de nuestras reverenciadas elecciones morales,
que en absoluto son elecciones en un sentido que implique libre
albedrío, sino más bien tendencias impresas en el
hipotálamo y las regiones límbicas del cerebro,
una noción ampliada en 1993 por James Q. Wilson (sin parentesco
con Edward O.) en THE MORAL SENSE, un libro que dio mucho que
hablar.
Esta
visión, la visión neurocientífica de la vida,
se ha convertido en el campo de batalla estratégico del
mundo académico, y la ofensiva para conquistarlo ya se
ha extendido más allá de las disciplinas científicas
y se ha adentrado en el ámbito del público en general.
Tanto progresistas como conservadores sin un ápice de voluntad
científica se afanan por ocupar ese terreno. El movimiento
homosexual, por ejemplo, se ha aferrado a un estudio del respetado
Dean Hamer, de los Institutos Nacionales de la Salud, en el que
se anunciaba el descubrimiento del «gen homosexual».
Es evidente que si la homosexualidad resulta ser un rasgo determinado
por la genética, igual que el hecho de ser zurdo o de tener
los ojos castaños, las leyes y las sanciones que la penalizan
constituyen intentos de legislar contra la naturaleza. Los conservadores,
en cambio, se han centrado en estudios que indican que, como consecuencia
del largo trayecto de la evolución, los cerebros de hombres
y mujeres están organizados de modo tan dispar que los
intentos feministas de permitir a las mujeres el acceso a papeles
tradicionalmente reservados a los hombres se reducen a lo mismo:
una transgresión de la naturaleza condenada al fracaso.
En
esta cuestión, el propio Wilson se ha visto salpicado;
bueno, en realidad, algo más que salpicado. Pienso que
Wilson es lo que en Estados Unidos se considera un liberal convencional,
políticamente correcto, como se dice –al fin y al
cabo pertenece a Harvard–, alguien preocupado por los problemas
medioambientales y todas esas cosas. Sin embargo, ha afirmado
que «imponer identidades de roles similares» a hombres
y mujeres es algo que «hace caso omiso de miles de años
en los que los mamíferos han demostrado una poderosa tendencia
a la división sexual del trabajo. El hecho de que esta
división del trabajo sea una constante desde las sociedades
cazadoras recolectoras pasando por las agrícolas hasta
las industriales sugiere un origen genético. No sabemos
en qué momento de la evolución humana se desarrolló
este rasgo ni cuán resistente es a las continuas y justificadas
presiones a favor de los derechos humanos». En «resistente»
habla Darwin II, el neurocientífico; en «justificadas»,
el liberal políticamente correcto de Harvard. No fue lo
bastante liberal ni lo bastante políticamente correcto.
Un grupo de manifestantes feministas interrumpieron una de sus
conferencias, le lanzaron encima un cubo de agua helada y empezaron
a corear: «¡Se ha mojado encima!, ¡Se ha mojado
encima» La más destacada de las feministas estadounidenses;
Gloria Steinem, insistió en una entrevista televisiva con
John Stossel, de la ABC, en que había que frenar de inmediato
los estudios sobre las diferencias genéticas de los sistemas
nerviosos masculino y femenino. Sin embargo, todo esto no fuen
nada en comparación con el pánico político
desatado en relación con la neurociencia. En febrero de
1992, Frederik K. Goodwin, reputado psiquiatra y director de la
Administración de Salud Mental, Drogadicción y Alcoholismo,
pero un perfecto inepto en relaciones públicas, cometió
el error de describir en una reunión pública la
Iniciativa contra la Violencia del Instituto Nacional de la Salud
Mental. Se trataba de un programa experimental, que ya tenía
diez años, cuya hipótesis era que, como entre los
monos de la selva –Goodwin era famoso por sus estudios con
monos–, la mayor parte de la criminalidad estadounidense
estaba causada por unos pocos machos jóvenes predispuestos
genéticamente; es decir, programados para cometer delitos.
En la jungla, entre los parientes más próximos de
los seres humanos, los chimpancés, parecía como
si un puñado de jóvenes machos con cierta distorsión
genética fueran los responsables de casi todas las muertes
innecesarias de otros machos y el maltrato físico de las
hembras. ¿Y si ocurría lo mismo entre los seres
humanos? ¿Y si, en cualquier comunidad, resultaba que un
puñado de muchachos con un ADN tóxico era el responsable
del elevado número de delitos violentos? La Iniciativa
contra la Violencia pretendía identificar a esos individuos
en la infancia para, de algún modo, algún día,
someterlos a una terapia farmacológica. Según dijo
Goodwin, la idea de que las zonas urbanas de Estados Unidos castigadas
por el crimen eran una «jungla» podía ser algo
más que una metáfora gastada.
Eso
la armó. Quizá fue ésa la palabra más
estúpida pronunciada por un funcionario público
estadounidense en todo 1992. El clamor fue inmediato. El senador
Edward Kennedy de Massachusetts y el congresista John Dingell
de Michigan (quien, como más tarde se hizo patente, padecía
hidrofobia ante los proyectos científicos) no sólo
condenaron por racistas las observaciones de Goodwin, sino que
también emitieron su veredicto científico: las investigaciones
con primates son «una base ridícula» para analizar
algo tan complejo como «el crimen y la violencia que asola
hoy nuestro país». (Lo cual constituyó una
sorpresa para los científicos de la NASA que primero entrenaron
y enviaron en vuelo suborbital con un cohete Redstone a un chimpancé
llamado Ham y luego entrenaron y enviaron a otro llamado Enos,
«hombre» en griego, a que orbitara la Tierra en un
cohete Atlas, con lo que predijeron las respuestas fisiológicas,
psicológicas y motrices de los astronautas humanos, Alan
Shepard y John Glenn, quienes repitieron, meses más tarde,
los vuelos y las tareas de los chimpancés.) La Iniciativa
contra la Violencia fue comparada a las propuestas eugenésicas
nazis para la exterminación de los indeseables. El congresista
John Conyers, también de Michigan al igual que Dingell,
presidente del Comité de Operaciones del Gobierno y miembro
más antiguo del Caucus Negro del Congreso, pidió
la renuncia de Goodwin, renuncia que obtuvo, al cabo de dos días,
tras lo cual el gobierno, a través del Departamento de
Salud y Servicios Humanos, negó que la iniciativa contra
la violencia hubiese existido nunca. Desapareció en el
agujero de la memoria, para utilizar la expresión de Orwell.
Para
Mayo de 1993 se había previsto un congreso de criminólogos
y otros académicos interesados en los estudios neurocientíficos
realizados hasta entonces para la Iniciativa contra la Violencia,
un congreso financiado, en parte, por los Institutos Nacionales
de la Salud. Adiós también al congreso; los INS
lo ahogaron como un gatito. En 1995 un experto legal de la Universidad
de Maryland intentó reunir las tropas subrepticiamente,
en un recinto casi oculto de los ojos de los hombres, en un pequeño
pueblo llamado Queenstown en los remotos confines del condado
de Queen Annes, en la costa oriental de Maryland. Los INS, demostrando
que son de aprendizaje lento, concedieron discretamente 133.000
dólares para la reunión después de que Wasserman
prometiera suavizar el encuentro invitando a detractores de la
idea de un posible origen genético del crimen y organizar
una sesión sobre los males del movimiento eugenésico
de principios del siglo XX. ¡En vano! Un ejército
de manifestantes descubrió a aquellos pobres desgraciados
e irrumpió en el escenario gritando: «¡Congreso
de Maryland no te escondas, sabemos que fomentas el genocidio!»
Tardaron dos horas en aburrirse y marcharse y el congreso finalizó
en un estado de completa confusión, con un comunicado de
la facción políticamente correcta especialmente
invitada que decía: «Tanto científicos como
historiadores y sociólogos deben impedir ser utilizados
para revestir de respetabilidad científica a la pseudociencia
racista». Hoy en los INS la expresión Iniciativa
contra la violencia es sinónimo de tabú. El momento
actual recuerda la Edad Media, cuando la Iglesia católica
prohibió la disección de cuerpos humanos por temor
a que lo que pudiera descubrirse dentro de ellos arrojara alguna
duda sobre la doctrina cristiana de que Dios había creado
el hombre a su semejanza.
Aún
más radioactivo es el tema de la inteligencia, tal como
la miden las pruebas de inteligencia. En privado –no son
muchos los que se atreven a hablar en público– la
abrumadora mayoría de los neurocientíficos cree
que el componente genético de la inteligencia de un individuo
es notablemente elevado. La inteligencia de una persona puede
mejorarse gracias a tutores hábiles y entregados o puede
frenarse por culpa de una educación deficiente –esto
es, el negativo se revela bien o de modo defectuoso–, pero
lo fundamental son sus genes. El reciente alboroto provocado por
el libro de Charles Murray y Richard Hernstein THE BELL CURVE
es seguramente sólo el principio del enconamiento que el
tema va a producir.
No
hace mucho, según dos neurocientíficos a los que
entrevisté, una compañía llamada Neurometrics
buscó inversores e intento comercializar un invento simple,
pero sorprendente, bautizado con el nombre de «casco de
inteligencia». La idea era encontrar un modo de medir la
inteligencia que no tuviera rasgo de «sesgo cultural»,
un medio que no obligase a nadie a enfrentarse con palabras o
conceptos que podrían ser conocidos por personas de una
cultura pero no por las de otras. El casco de inteligencia registraba
sólo ondas cerebrales; y un ordenador, no un ser humano
sujeto a posibles distorsiones analizaba los resultados. Estaba
basado en la obra de neurocientíficos como E. Roy John
[1], quien es hoy uno de los principales pioneros de la obtención
de imágenes electroencefalográficas del cerebro.
Dulio Giannitrapani, autor de THE ELECTROPHYSIOLOGY OF INTELLECTUAL
FUNCTIONS y David Robinson, autor de THE WECHSLER ADULTS INTELLIGENCE
SCALE AND PERSONALITY ASSESSMENT: TOWARD A BIOLOGICALLY BASED
THEORY OF INTELLIGENCE AND COGNITION y muchas otras monografías
famosos entre los neurocientíficos. Hablé con un
investigador que había diseñado un casco de inteligencia
replicando un experimento descrito por Giannitrapani en THE ELECTROPHYSIOLOGY
OF INTELLECTUAL FUNCTIONS. No era un proceso complicado. Se colocaban
dieciséis electrodos en la cabeza de la persona cuya inteligencia
quería medirse. Había que despeinarla un poco, pero
no era necesario cortar el pelo y menos aún raparlo. A
continuación se le decía que mirara un punto fijo.
El investigador con el que hablé utilizaba una chincheta
roja. Se accionaba el interruptor y, en dieciséis segundos,
el ordenador daba una predicción precisa (con un máximo
de medio punto de desviación estándar) de lo que
el sujeto obtendría en los once subtests del Wechsler Adult
Intelligence Scale (WAIS) o, en el caso de niños, en el
Wechsler Intelligence Scale for Children (WISC); todo en dieciséis
segundos de ondas cerebrales. El test no tenía ni un atisbo
de influencia cultural. ¿Qué tiene de cultural mirar
una chincheta clavada en la pared? El ahorro en tiempo y dinero
era espectacular. Se tarda dos horas en pasar el test de inteligencia
convencional; y los gastos generales, contando las personas encargadas
de pasarlo, prepararlo, así como el pago del alquiler de
los locales, ascienden como mínimo, a 100 dólares
la hora. Para el casco de inteligencia eran necesarios quince
minutos y dieciséis segundos –el cuarto de hora es
lo que se tarda en colocar los electrodos- y una décima
parte de un centavo en electricidad. Los inversores de Neurometrics
se frotaban las manos y ser relamían. Iban a forrarse.
Lo que en realidad ocurrió fue que nadie se interesó
por ese diabólico casco.
No
fue sencillamente que nadie creyera que pudieran extraerse cocientes
de inteligencia a partir de las ondas cerebrales, fue que nadie
quiso creer que pudiera hacerse. Nadie quiso creer que la capacidad
cerebral humana está hasta tal punto... programada. Nadie
quiso creer que era... una mediocridad genéticamente programada...
y que lo mejor a lo que podía esperar en este Pozo del
Error Mortal era a vivir su mediocre vida gris sin demasiado estrés.
Barry Sterman, de la UCLA, y director científico de una
compañía llamada Cognitive Neuroscience, diseñador
de una tecnología que aplica las ondas cerebrales a la
investigación de mercados y los grupos de interés,
considera posibles las pruebas de inteligencia por medio de las
ondas cerebrales, pero en la actual atmósfera «tiene
menos posibilidades que un chino de conseguir una subvención»
para desarrollarlas.
Y
aquí comenzamos a sentir el frío que emana del ámbito
más efervescente del mundo académico. La premisa
implícita y en gran medida inconsciente de la lucha por
el estratégico terreno de la neurociencia es: vivimos en
una época en que la ciencia es un tribunal que no tiene
apelación. Y la cuestión esta vez, a finales del
siglo XX, no es ya la evolución de las especies, que puede
parecer un asunto muy remoto, sino la naturaleza de nuestros apreciados
“yos” interiores. Los patriarcas de la disciplina,
como Wilson, son conscientes de ello y se muestran cautos, cautos
en comparación con la nueva generación. Wilson aún
sostiene la posibilidad –creo que duda, pero a pesar de
todo sigue sosteniendo la posibilidad– de que, en algún
punto de la historia evolutiva, la cultura empezara a influir
en el desarrollo del cerebro humano en formas aún no completamente
explicadas por la teoría darwinista estricta. Sin embargo,
los neurocientíficos de la nueva generación no son,
ni de lejos, tan cautos. En conversaciones privadas, las charlas
que crean la atmósfera mental de cualquier nueva ciencia
en auge –y me encanta hablar con ellos– expresan un
determinismo inflexible. Empiezan con la afirmación más
famosa de toda la filosofía moderna, el «cogito ergo
sum» de Descartes que consideran como la esencia del «dualismo»,
esa anticuada noción de que la mente es algo distinto de
su maquinaria, el cerebro y el cuerpo. (Un poco más abajo
haré referencia a la segunda afirmación más
famosa). También se la conoce como la falacia «del
fantasma dentro de la máquina», la singular creencia
de que en algún lugar dentro del cerebro existe un «yo»
fantasmal que interpreta y dirige sus operaciones. Los neurocientíficos
que se dedican a la encefalografía tridimensional afirman
con claridad que no hay ningún lugar en el cerebro que
sea la sede de la conciencia o de la autoconciencia (cogito ergo
sum). Se trata de una mera ilusión creada por una combinación
de sistemas neurológicos que actúan al mismo tiempo.
La joven generación da incluso otro paso más. Puesto
que la conciencia y el pensamiento son productos enteramente físicos
de nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso –y puesto
que nuestro cerebro ya ha nacido impreso– ¿qué
nos hace pensar que tenemos libre albedrío? ¿De
dónde provendría? ¿Qué «fantasma»,
qué «mente», qué «yo», qué
«alma», qué lo que sea que no resulte que no
resulte inmediatamente atrapado por esas comillas despectivas,
es lo que hincha nuestro tronco cerebral y se nos ofrece? He oído
que los neurocientíficos teorizan sobre la posibilidad
de que, de tener ordenadores lo bastante potentes y sofisticados,
sería posible predecir el curso de la vida de cualquier
ser humano momento a momento, incluyendo el hecho de que el pobre
diablo fuera a sacudir la cabeza ante esa misma idea. Dudo de
que cualquier calvinista del siglo XVI creyera de un modo tan
completo en la predestinación como estos efervescentes
e intensamente racionales jóvenes científicos estadounidenses
de finales del siglo XX.
Desde
finales de los setenta, en la Era de Wilson, los estudiantes universitarios
no cesan de acercarse a la neurociencia. La Sociedad para la Neurociencia
se fundó en 1970 con 1.100 miembros. Hoy, una generación
más tarde, sus miembros superan los 26.000. La última
convención de esta Sociedad, en San Diego, reunió
a 23.052 almas, con lo que se convirtió en una de las mayores
convenciones profesionales del país. En el venerable campo
de la filosofía académica, los jóvenes miembros
del profesorado están desertando en número que resulta
embarazoso y se pasan a la neurociencia. Van camino de los laboratorios.
¿Qué sentido tiene luchar con el Dios, la Libertad
y la Inmortalidad de Kant si es sólo una cuestión
de tiempo que la neurociencia es posible que gracias a las técnicas
de obtención de imágenes cerebrales, revele la auténtica
maquinaria física que envía esos constructos mentales,
esas ilusiones, sinapsis tras sinapsis, hasta las áreas
de Broca o de Wernicke del cerebro?
Lo
cual nos lleva a la segunda afirmación más famosa
de toda la filosofía moderna el «Dios ha muerto»
de Nietzsche. Se formuló en el año 1882 (en el libro
EL GAY SABER.) Nietzsche no la hizo como declaración de
ateísmo, por más que en realidad él fuera
ateo, sino sencillamente como comunicación de un acontecimiento.
Consideró que la muerte de Dios era «el más
grande de los últimos acontecimientos», el mayor
acontecimiento de la historia moderna. La noticia era que como
consecuencia del aumento del racionalismo y el pensamiento científico,
incluyendo el darwinismo, en relación con los últimos
250 años anteriores, las personas cultas ya no creían
en Dios. Sin embargo, antes de que los ateos levantéis
vuestras banderas triunfales, afirmó, pensad en las implicaciones.
«La historia que tengo que contar es la historia de los
próximos dos siglos», escribió Nietzsche.
Predijo (en ECCE HOMO) que el siglo XX sería un siglo de
«guerras como nunca han ocurrido en la Tierra», guerras
catastróficas más allá de todo lo imaginable.
¿Y por qué? Porque los seres humanos ya no tendrían
un dios hacia quien volverse, que los absuelva de su culpa; seguirán
atormentados por la culpa, puesto que la culpa es un impulso inculcado
en los niños desde muy pequeños, antes de la edad
de la razón. El resultado será que las personas
no sólo aborrecerán a los demás, sino que
también se aborrecerán a sí mismas. La ciega
y tranquilizadora fe que antes habían dedicado a la creencia
en Dios, dijo Nietzsche, la dedicarían entonces a la creencia
en bárbaras hermandades nacionalistas: «Si las doctrinas...
de ausencia de toda distinción cardinal entre el hombre
y el animal, doctrinas que considero verdaderas pero mortales
–afirma aludiendo al darwinismo en MEDITACIONES INTEMPESTIVAS-
son arrojadas a la gente durante otra generación... que
nadie se sorprenda cuando... en el futuro aparezcan en escena...
hermandades cuyo objetivo sea el robo y la explotación
de los no hermanos.
La
idea de Nietzsche de la culpa es también un siglo más
tarde la de los neurocientíficos, que consideran la culpa
como una de esas tendencias impresas en el cerebro en el momento
del nacimiento. En algunas personas, la obra genética no
está completa, y se lanzan a un comportamiento criminal
sin un ápice de remordimiento, intrigando con ello a los
criminólogos que quieren crear Iniciativas contra la Violencia
y celebrar congresos sobre el tema. Nietzsche dijo que la humanidad
atravesaría el siglo XX «en la miseria» de
la descomposición de los códigos morales inspirados
por Dios y que luego, en el siglo XXI, llegaría un período
más tenebroso aún que el de las grandes guerras,
una época de «eclipse total de todos los valores»
(en LA VOLUNTAD DE PODER). Se trataría también de
un período frenético de «revaloración»,
en que la gente intentaría encontrar nuevos valores para
sustituir a los osteoporóticos esqueletos de los viejos
sistemas. Sin embargo, advirtió, fracasaréis porque
no podéis creer en códigos morales sin creer al
mismo tiempo en un dios que os señale con su temible dedo
y diga lo que está bien y lo que está mal. ¿Por
qué debe preocuparnos una espeluznante predicción
que parece tan inverosímil como el «eclipse total
de todos los valores»? A causa, precisamente de los antecedentes
del hombre, diría yo. Al fin y al cabo, en Europa, en la
pacífica década de 1880, debió de resultar
aún más inverosímil predecir las guerras
mundiales del siglo XX y las bárbaras hermandades del nazismo
y el comunismo. “Ecce vates. Ecce vates”. He aquí
al profeta. ¿Qué más cabe pedir como prueba
de los poderes de predicción de un hombre?
Hace
un siglo, quienes se preocupaban por la muerte de Dios podían
consolarse con el hecho de seguir teniendo su propio yo resplandeciente
y su alma inviolable como asidero moral, así como las maravillas
de la ciencia moderna para encontrar su camino. Sin embargo, ¿y
si, como parece probable, la mayor maravilla de la ciencia moderna
resulta ser la obtención de imágenes cerebrales?
¿Y si, dentro de diez años, las imágenes
cerebrales han demostrado, más allá de toda duda
posible, que no sólo Edward O. Wilson sino también
la joven generación, están en lo cierto?
Los
patriarcas, como el propio Wilson, Daniel C. Dennett, el autor
de DARWIN’S DANGEROUS IDEA: EVOLUTION AND THE MEANINGS OF
LIFE y Richard Dawkins, el autor de EL GEN EGOÍSTA y EL
RELOJERO CIEGO, insisten en que no hay nada que temer de la verdad,
del desarrollo último de la peligrosa idea de Darwin. Presentan
elegantes argumentos de porqué la neurociencia no disminuirá
en modo alguno la riqueza de la vida, la magia del arte o la justicia
de las causas políticas, incluyendo, si hay que decirlo,
la corrección política en Harvard o en Turfs, donde
Dennet es director del Centro para los Estudios Cognitivos, o
en Oxford, donde Dawkins es algo llamado profesor de Comprensión
Pública de la Ciencia. (Dennet, Dawkins, al igual que Wilson,
defienden sincera y apasionadamente la corrección política.)
No obstante, a pesar de todos sus esfuerzos, la neurociencia no
llega al público en rizadas olas de erudición tranquilizadora.
Y el caso es que las olas están creciendo, y con rapidez.
La conclusión que sacan quienes no están en los
laboratorios es: ¡todo está decidido de antemano!,
¡estamos programados! Y también, ¡no me eches
la culpa, estoy mal programado!
Este
súbito cambio de una creencia en la educación, en
forma de condicionamiento social, a una creencia en la naturaleza,
en forma de genética y fisiología del cerebro, es
el más grande de los acontecimientos intelectuales, para
retomar las palabras de Nietzsche, de finales del siglo XX. Hasta
hoy las dos teorías más influyentes del siglo habían
sido el marxismo y el freudismo. Ambas se basaban en la premisa
de que los seres humanos y sus «ideales» -también
Marx y Freud sabían de comillas– se encuentran moldeados
por el entorno. Para Marx, el acontecimiento crucial era la propia
clase social; los «ideales», las «fes»
eran nociones que las clases superiores imbuían a las inferiores
como instrumento de control social. Para Freud, el entorno crucial
era el drama edípico, la trama sexual inconsciente representada
por la familia durante la primera época de la vida del
niño. Los «ideales» y las «fes»
que tanto apreciáis son sólo los muebles de la sala
de estar en la que recibís a los invitados; os mostraré
el sótano, la caldera, las cañerías, el vapor
sexual que recorre de verdad la casa. A mediados de los cincuenta,
incluso los antimarxistas y los antifreudianos habían llegado
a asumir la centralidad de la dominación de clase y las
pulsiones sexuales edípicamente condicionadas. Después
vinieron Pávlov con sus «vínculos de estímulo-respuesta»
y B.F. Skinner con su «condicionamiento operante»,
y la supremacía del condicionamiento se convirtió
en algo que se acercaba a una forma precisa de ingeniería.
¿Qué
ha ocurrido, pues, para que esta brillante moda intelectual haya
llegado a un final tan chirriante e ignominioso?
La
defunción del freudismo puede sintetizarse en una única
palabra: “litio”. En 1949, un psiquiatra australiano,
John Cade, administró durante cinco días –por
razones totalmente equivocadas– una terapia de litio a un
paciente mental de 51 años tan maníaco-depresivo
que llevaba 20 años recluido en centros psiquiátricos.
Al sexto día, gracias a la concentración de litio
en la sangre era un hombre normal. Al cabo de tres meses recibió
el alta y vivió feliz el resto de su vida en su propia
casa. Ese hombre había sido y sometido en vano a dos décadas
de logorrea freudiana. A lo largo de los siguientes veinte años,
los fármacos antidepresivos y los tranquilizantes substituyeron
por completo la palabrería freudiana como tratamiento de
los trastornos mentales serios. A mediados de la década
de 1980, los neurocientíficos consideraban la psiquiatría
freudiana como una pintoresca reliquia basada en gran medida en
la superstición (por ejemplo, el análisis de los
sueños... ¡el análisis de los sueños!)
como la frenología o el mesmerismo. En realidad, entre
los neurocientíficos, la frenología goza hoy de
una mayor reputación que la psiquiatría freudiana,
puesto que fue en un cierto sentido una precursora de la encefalografía.
Los psiquiatras freudianos son hoy considerados como carcamales
con títulos médicos falsos, como orejas velludas
que algunas personas pueden permitirse pagar para hablar en ellas.
El
marxismo llegó a su conclusión de una manera más
abrupta –en un solo año, 1973– con la salida
clandestina de la Unión Soviética y la publicación
en Francia de los tres volúmenes del ARCHIPIÉLAGO
GULAG de Alexandr Solzhenitsin. Otros escritores, en particular
el historiador británico Robert Conquest, ya habían
expuesto la vasta red de campos de concentración de la
Unión Soviética, pero su obra se basaba en gran
medida en el testimonio de refugiados políticos, a quienes
se descartaba de modo rutinario porque se consideraban observadores
tendenciosos y amargados. En cambio Solzhenitsin era un ciudadano
soviético que seguía viviendo en suelo soviético,
un «zek» durante once años («zek»
es en argot ruso un prisionero de un campo de concentración).
Su credibilidad procedía, nada más y nada menos
que del propio Nikita Jruschov, quien en 1962 había permitido
la publicación de su novela corta sobre el Gulag, UN DÍA
EN LA VIDA DE IVÁN DENISÓVICH, como forma de recortar
la intimidante sombra de su predecesor. «Si –había
dicho en efecto Jruschov–, lo que este hombre, Solzhenitsin,
dice es cierto. Tales fueron los crímenes de Stalin.»
Esa breve descripción ficticia del sistema soviético
de trabajo en régimen de esclavitud ya fue de por sí
bastante perjudicial; pero ARCHIPIÉLAGO GULAG, un relato
no ficticio, denso y detallado, de dos mil páginas sobre
el sistemático exterminio por parte del PCUS [Partido Comunista
de la Unión Soviética] de sus enemigos reales e
imaginarios, el exterminio de sus propios conciudadanos, de decenas
de millones de personas, por medio de un enorme, metódico
y burocrático «sistema de tratamiento de residuos
humanos», como lo denominó Solzhenitsin... ARCHIPIÉLAGO
GULAG resultó ser devastador. Al fin y al cabo, éste
ha sido un siglo en el que ya no ha habido ninguna evasiva ideológica
posible para el campo de concentración. Entre los intelectuales
europeos, incluso entre los intelectuales franceses, el marxismo
se desplomó inmediatamente como fuerza espiritual. Aunque
parezca irónico, sobrevivió más tiempo en
Estados Unidos antes de sufrir un piadoso golpe de gracia final
el 9 de noviembre de 1989, con el derrumbe del Muro de Berlín,
que puso de manifiesto de forma inequívoca el desastre
de los setenta y dos años de experimento socialista en
la Unión Soviética. (El marxismo sigue resistiendo,
precaria y acrobáticamente, en las universidades estadounidenses
bajo una forma manierista conocida como «deconstrucción»,
una doctrina literaria que describe el lenguaje como una herramienta
insidiosa utilizada por el poder para engañar a proletarios
y campesinos.) El freudismo y el marxismo –y con ellos la
creencia en el condicionamiento social– fueron derruidos
de un modo tan rápido y repentino que da la impresión
de que la neurociencia se ha alzado en un vacío intelectual.
No hace falta ser científico para detectar la desbandada.
Todo
el que tenga un hijo en edad escolar conoce perfectamente los
síntomas. Tengo hijos en edad escolar y me fascina la fe
que otorgan hoy los padres a los psicólogos que diagnostican
a sus hijos un defecto conocido como trastorno por déficit
de atención (TDA). Por supuesto, no tengo medios para saber
si este «trastorno» es o no una dolencia real, física
y neurológica, pero tampoco lo sabe nadie en esta etapa
temprana de la neurociencia. Los síntomas de esta supuesta
enfermedad son siempre los mismos. Los niños o, más
bien, el niño –cuarenta y nueve casos de cada cincuenta
son varones– se agita en la escuela, mueve la silla, no
presta atención, distrae a sus compañeros durante
la clase y tiene un pobre rendimiento escolar. En otra época,
se le habría presionado para que prestara atención,
se esforzara más, mostrara una mayor autodisciplina. A
los padres atrapados en el nuevo clima intelectual de los noventa,
este enfoque les parece cruel, porque el problema de mi querido
hijo... ¡es que está mal programado! Pobrecito...
¡cuando nació ya estaba todo decidido! De modo invariable
los padres se quejan: «Lo único que le interesa es
sentarse delante del televisor y mirar los dibujos animados o
jugar con los videojuegos.» ¿Durante cuanto tiempo?
«¿Durante cuanto tiempo? Durante horas y horas»
Durante horas y horas; como cualquier joven neurocientífico
explicará, quizá el chico tenga un problema pero,
desde luego, no se trata de un trastorno de la atención.
No
obstante, a lo largo y ancho del país asistimos al espectáculo
de toda una generación de niños, decenas de millares,
a los que se les administra la solución mágica en
boga contra el trastorno por déficit de atención
(TDA), Ritalin, el nombre comercial dado por la compañía
farmacéutica CIBA al estimulante metilfedinato. La primera
vez que me topé con el Ritalin fue en 1966, cuando me encontraba
en San Francisco investigando para un libro sobre el movimiento
psicodélico o hippy. Cierta especie del género hippy
recibía el nombre de Speed Freak, y cierta variedad de
Speed Freak se llamaba Cabeza de Ritalin. A los Cabezas de Ritalin
les encantaba el Ritalin. Ni un movimiento, ni un sonido... Se
quedaban sentados, absortos en cualquier cosa... una tapa de alcantarilla,
las líneas de la palma de la mano... indefinidamente...
en lugar de comer... en lugar de dormir... Nirvana de metilfenidato
puro... Entre 1990 y 1995, las ventas que CIBA realizó
de Ritalin crecieron un 600 por ciento; y no a causa de las apetencias
de alguna subvariante de la especie Speed Freak de San Francisco.
Más bien a causa de toda una generación de chavales
estadounidenses que, desde las mejores escuelas privadas del Noreste
hasta las más cenagosas escuelas públicas de Los
Ángeles y San Diego es hoy adicta al metilfenidato que
les suministra cada día su contacto, la enfermera de la
escuela. Estados Unidos es un país maravilloso. Lo digo
en serio. Ningún escritor honesto pondría en duda
semejante afirmación. La comedia humana no se queda nunca
sin material. Nunca te deja colgado.
Mientras
tanto, la noción de un yo –un yo que ejerce la autodisciplina,
pospone la gratificación, doblega el apetito sexual, contiene
la agresión y el comportamiento criminal–, un yo
capaz de volverse más inteligente y alzarse hasta las cumbres
de la vida por sus propios medios, gracias al estudio, la práctica,
la perseverancia y la negativa a rendirse ante grandes retos...
esa anticuada noción del éxito por medio de la iniciativa
y la determinación desaparece... desaparece... desaparece...
La fe típicamente estadounidense en el poder del individuo
para transformarse y pasar de ser un don nadie a gigante entre
los hombres, una fe que va de Emerson («Independencia»)
a las historias de «Luck and Pluck» de Horatio Alger
y al «Cómo ganar amigos e influir sobre las personas»
de Dale Carnegie, «El poder del pensamiento tenaz»
de Norman Vincent Peale y «El vendedor más grande
del mundo» de Og Mandino, esa fe se encuentra hoy tan moribunda
como el dios de quien Nietzsche escribió el obituario en
1882. Sobrevive hoy sólo bajo la decrépita forma
de la «charla motivacional», como la denominan los
agentes de los conferenciantes, dada por estrellas del fútbol
retiradas como Frank Tankerton a públicos formados por
hombres de negocios, en su mayor parte deportistas frustrados
(como el autor de este artículo) acerca de cómo
la vida se parece a un partido de fútbol americano. «Estás
al final de la cuarta parte, pierdes por trece puntos, y los Cowboys
te han arrinconado en tu línea de una yarda y es tu penúltima
posesión de la pelota y tienes que hacer veintitrés
yardas. ¿Qué haces?...» Lo siento, Fran, pero
es tu última posesión de la pelota y tienes que
hacer veintitrés yardas y la genética lo tiene todo
decidido de antemano y la prensa popular y la televisión
bombean el nuevo mensaje a un ritmo vertiginoso. ¿A través
de quién? A través de una nueva raza que se llaman
a sí mismos «psicólogos humanistas».
No cabe duda de que hace veinte años esas mismas personas
se habrían llamado a sí mismas «freudianos»;
pero hoy son deterministas genéticos, y la prensa muestra
un apetito voraz ante cualquier nuevo hallazgo que quieran presentarle.
Actualmente el estudio más popular –sigue apareciendo
en los programas de televisión meses más tarde–
es el realizado por David Likken y Auke Tellegen de la Universidad
de Minnesota con dos mil gemelos. Según estos dos psicólogos
evolucionistas, el estudio muestra que la felicidad de un individuo
es en gran medida genética. Algunas personas están
programadas para ser felices y otras no. El éxito (o el
fracaso) en cuestiones de amor, dinero, fama o poder es algo pasajero;
no tardamos en bajar (o subir) al nivel de felicidad que tenemos
asignado genéticamente. En septiembre de 1996, la revista
Fortune dedicó una extensa sección con elaboradas
ilustraciones a un estudio realizado por psicólogos evolucionistas
de la Universidad de Saint Andrews en el Reino Unido que demostraba
que juzgamos la belleza o el atractivo facial de las personas
que conocemos no según los estándares sociales de
la época en que vivimos sino según criterios estampados
en nuestro cerebro desde el nacimiento. O, para decirlo de otro
modo, la belleza no está en el ojo del que mira sino encastada
en sus genes. En realidad, hoy a finales de 1996, a apenas tres
años del final del milenio, si uno goza del suficiente
apetito para seguir los periódicos, las revistas y la televisión,
no tarda en tener la impresión de que no hay nada en la
vida, incluyendo la cantidad de grasa del cuerpo, que no esté
genéticamente predeterminado. Mencionaré sólo
unas pocas cosas en las que los psicólogos evolucionistas
me han iluminado en los últimos dos meses.
El
macho de la especie humana está genéticamente programado
para ser polígamo, es decir, infiel a su pareja legal.
Cualquier varón lector de revistas comprende enseguida
la idea. (¡La culpa la tienen los tres millones de años
de evolución!) Las mujeres se sienten atraídas por
las celebridades porque están genéticamente programadas
para percibir que los machos alfa son capaces de cuidar mejor
a su descendencia. (Sólo soy una vigilante de la reserva
genética, cariño). Las adolescentes están
programadas genéticamente para ser promiscuas y son tan
incapaces de contenerse como los perros de un parque. (La escuela
proporciona los preservativos). La mayoría de los asesinatos
son resultado de compulsiones genéticamente programadas.
(Los convictos también leen y luego dicen a los psiquiatras
penitenciarios cosas como «Algo se apoderó de mí...
y entonces el cuchillo salió disparado») [2] ¿Dónde
queda a todo esto el autocontrol? ¿Dónde queda si
la gente no cree, y así lo demuestran de una vez por todas
las imágenes cerebrales, en ningún yo fantasmal?
Hasta ahora, la teoría neurocientífica se basa en
gran medida en pruebas indirectas, en estudios con animales o
en los cambios que se producen en el cerebro humano normal cuando
éste sufre alguna alteración (por accidentes, enfermedades,
cirugía radical o punciones experimentales). El propio
Darwin II, Edward O. Wilson, posee sólo un limitado conocimiento
directo del cerebro humano. Es zoólogo, no neurólogo,
y sus teorías son extrapolaciones de la exhaustiva labor
que ha llevado a cabo en su especialidad, el estudio de los insectos.
El cirujano francés Paul Broca descubrió el área
de Broca, uno de los dos centros del habla del hemisferio izquierdo
del cerebro, como consecuencia del derrame cerebral padecido por
uno de sus pacientes. Incluso la TEP y la TEP identificadora de
genes/TEP identificadora de marcadores son, en términos
técnicos, prácticas médicas invasoras, puesto
que hacen necesaria la inyección de substancias químicas
o virus en el cuerpo. Sin embargo, nos permiten vislumbrar cómo
es probable que sean en el futuro las técnicas no invasivas
de obtención de imágenes. Un neuroradiólogo
lee en voz alta una lista de temas a una persona sometida a una
TEP; temas relacionados con los deportes, la música, los
negocios, la historia, cualquier cosa, y, cuando por fin hay uno
que le interesa a la persona, en la pantalla se enciende un área
determinada del córtex cerebral. Con el tiempo, a medida
que se refinen las técnicas, la imagen resultante será
tan clara y completa como las que muestran, en las ferias de automóviles,
el funcionamiento de un motor de combustión interna. En
este punto, a todo el mundo le resultará evidente que lo
que contempla es sólo una maquinaria, un ordenador químico
analógico, que procesa la información del entorno.
«Sólo», puesto que por más que miremos
no encontraremos dentro ningún yo fantasmal, ni mente ni
alma algunas.
De
modo que, en el año 2006 o en 2026, algún nuevo
Nietzsche dará otro paso más y anunciará:
«El yo ha muerto», salvo que, dada –como en
el caso de Nietzsche– su tendencia a la poesía, lo
más probable es que diga: «El alma ha muerto».
Dirá que sólo se limita a dar la noticia, la noticia
del más grande acontecimiento del milenio: «El alma,
ese último refugio de los valores, ha muerto, porque las
personas cultas ya no creen que exista». Si las garantías
de seguridad de los Wilsons, los Dennetts y los Dawkins no empiezan
también a crecer, el terrible carnaval que tendrá
lugar hará palidecer la expresión «el eclipse
total de los valores». Si fuera estudiante universitario,
no creo que pudiera resistirme a la tentación de dedicarme
a la neurociencia. Ahí encontramos los dos enigmas más
fascinantes del siglo XXI: el enigma de la mente humana y el enigma
de lo que ocurre cuando la mente humana llega a conocerse de modo
absoluto. En cualquier caso, vivimos en una época en que
es imposible e inútil apartar los ojos de la verdad.
De
modo irónico, dijo Nietzsche, esa inflexible disposición
para la verdad, esa pasión por el escepticismo, es el legado
del cristianismo (por complicadas razones que no deben detenernos
ahora). Y añadió una muestra última y quizá
suprema de ironía en un pasaje fragmentario contenido en
un cuaderno que escribió poco antes de enloquecer (como
consecuencia del gran flagelo venéreo del siglo XIX, la
sífilis). Predijo que la ciencia moderna acabaría
dirigiendo la imparable fuerza de escepticismo contra sí
misma, pondría en cuestión la validez de sus propios
cimientos, los derribaría y se autodestruiría. Me
acordé de eso durante el verano de 1994 durante el verano
de 1994, cuando un grupo de matemáticos y especialistas
en computación celebró un congreso en el Instituto
de Santa Fe sobre «Los límites del conocimiento».
La idea de base era que la mente humana, al ser en el fondo un
aparato completamente físico, una forma de ordenador, el
producto de una historia genética particular, resulta finita
en sus capacidades. Al ser finita, al estar programada, es probable
que nunca sea capaz de aprehender la existencia humana de un modo
completo. Sería como si un grupo de perros organizara un
congreso para intentar comprender «el Perro». Por
mucho que se esforzaran, no llegarían demasiado lejos.
Los perros sólo pueden comunicar una cuarentena de nociones,
todas ellas primitivas, y no pueden registrar nada. El proyecto
estaría condenado desde el principio. El cerebro humano
es con mucho superior al perro, pero sigue siendo limitado. Por
ello, cualquier esperanza, por parte de los seres humanos, de
llegar a una teoría final, completa y autónoma de
la existencia humana también está condenada al fracaso.
Ésta visión, el Escepticismo Supremo de la ciencia,
se ha ido difundiendo desde entonces. Desde hace dos años,
incluso el darwinismo, el principio sagrado de los científicos
estadounidenses a lo largo de los últimos setenta años
no ha dejado de sufrir los embates de... las dudas. Los científicos
–no los fanáticos religiosos–, en especial
el matemático David Berlinski («The Deniable Darwin»
- en Commentary, junio de 1996) y el bioquímico Michael
Behe (DARWIN’S BLACK BOX, 1996), han empezado a atacar el
darwinismo tachándolo de simple teoría, no un descubrimiento
científico, una teoría que, lamentablemente, las
pruebas fósiles no respaldan y que presenta auténticas
majaderías en el núcleo de su lógica. (Ya
se oyen los gritos de Dennett y Dawkins, para quienes Darwin es
el Unigénito. Están fuera de sí, al borde
del ataque. Wilson, el gigante, mantiene la calma y permanece
por encima del estrépito). En 1990, el físico Petr
Beckman de la Universidad de Colorado había empezado a
ir a por Einstein. Sentía una enorme admiración
por su famosa ecuación de la energía y la materia,
E=mc2, pero dijo que la teoría de la relatividad era en
gran parte absurda y grotescamente incomprobable. Beckmann murió
en 1993. Su testigo fue retomado por Howard Hayden de la Universidad
de Connecticut, que cuenta con muchos admiradores entre la joven
generación de físicos supremamente escépticos.
El menosprecio que la joven generación dedica a la mecánica
cuántica («no tiene aplicaciones en el mundo real»,
«todo son hadas que te espolvorean en la cara ecuaciones
somníferas»), la teoría del campo unitario
(«un señuelo para el Nobel») y la teoría
de la Gran Explosión («creacionismo para genios»)
se ha vuelto corrosivo. ¡Ojalá Nietzsche estuviera
vivo! ¡Lo que habría disfrutado!
Hace
poco, estuve conversando con una destacada geóloga californiana
y me dijo: «Cuando empecé a dedicarme a la geología,
todos creíamos que, en ciencia, lo que se hace es crear
una sólida base de hallazgos por medio del experimento
y la investigación minuciosa a la que luego se añade
una segunda capa, como una segunda capa de ladrillos, todo con
mucho cuidado, y así sucesivamente. Al final, algún
científico arriesgado apila los ladrillos en torres, pero
las torres resultan ser poco sólidas y se derrumban, y
entonces empiezas otra vez a colocar capas con cuidado. Sin embargo,
nos hemos dado cuenta de que las primeras capas no descansan en
absoluto sobre suelo firme. Se mantienen en equilibrio encima
de burbujas, en conceptos que están llenos de aire, y ahora
las burbujas empiezan a estallar, una tras otra.»
De
pronto, tuve una visión del sorprendente edificio derrumbándose
y del hombre moderno precipitándose de nuevo en el lodo
primordial. Lucha, chapotea, busca aire, se agita frenéticamente
en el lodo; entonces siente que algo enorme y suave nada detrás
de él y lo levanta, como si fuera un delfín todopoderoso.
No puede verlo pero su sorpresa es mayúscula. Decide llamarlo
Dios.
Notas:
[1]
La palabra «neurométrico» se identifica con
E. Roy John, que ha ideado la «batería neurométrica»,
un sistema para analizar las funciones cerebrales y el «analizador
neurométrico», un instrumento patentado que se utiliza
con la batería; sin embargo, John no tiene ninguna relación
con Neurometrics Inc. La batería la describe en NEUROMETRIC
EVALUATION OF BAIN FUNCTION IN NORMAL AND LEARNING DISABLED CHILDREN,
Ann Arbor: University of Michigan Press, 1989.
[2]
Contado por Theodore Darlymple, psiquiatra penitenciario británico,
en la revista CITY JOURNAL.
© Tom Wolfe, 1996
© Por la traducción: Juan Gabriel López Guix