DE LA SOCIALDEMOCRACIA AL PRECARIADO
Ramon Alcoberro
Tras la II Guerra Mundial y, en buena parte, para frenar la creciente influencia del comunismo en Europa Occidental, la socialdemocracia, los partidos católicos y buena parte del liberalismo se dieron cuenta de que era necesario, e incluso imprescindible, para el mejor funcionamiento del capitalismo, que la clase obrera tuviese acceso a una cantidad cada vez mayor de objetos de consumo. Se produjo un pacto tácito entre sindicatos y patronales que dio lugar a lo que se denominan “los 30 gloriosos”, es decir, una larga época de crecimiento económico que dio lugar al periodo más extenso de progreso y de paz social que ha conocido Europa. Este periodo nunca alcanzó a países como España, que en esa época padecía una dictadura feroz; pero marcó claramente a toda una generación que creyó que la revolución no solo era innecesaria sino contraproducente. La socialdemocracia convirtió en dogma la afirmación según la cual una suma de reformas era un camino civilizado más seguro hacia una sociedad justa que una revolución violenta y de resultado incierto, cuando no claramente autoritaria. Eso es lo que se denomina “Estado del Bienestar”.
Este marco político se empezó a romper con la Crisis del petróleo en 1973. Ese año los combustibles fósiles que estaban en la base de la Revolución Industrial empezaron a aumentar de precio. El precio del barril, que se había mantenido estable desde finales de la II Guerra Mundial, experimentó un aumento del 1.752% entre 1973 y 1980. En sólo siete años, un barril de crudo pasó de costar 1,62 dólares a más de treinta.
Ello produjo una crisis brutal, especialmente en Europa, y puso en la picota el llamado Estado del Bienestar. Desde que en 1979 accedió al poder en Gran Bretaña Margaret Thatcher, la llamada “dama de Hierro”, las fuerzas conservadoras empezaron a poner en la picota el paternalismo y los impuestos cada vez más abultados que conllevaba el bienestar. Se afirmaba, además, desde posiciones neoliberales que una gestión privada mejoraría el funcionamiento de los servicios sociales (algo que, con el tiempo, se ha demostrado cínicamente falaz). La punta de lanza del ataque se produjo, como hemos dicho, en el Reino Unido. Obligado tras la II Guerra Mundial a conceder la independencia a sus colonias, el país se convirtió en la primera gran economía que dio el paso desde una economía industrial a la primera gran economía financiera (o postindustrial). Entre las décadas de 1970 y 1980, fue la Bolsa de Londres el principal y casi único negocio británico que (junto a la explotación intensiva de inmigrantes) realmente funcionaba. La economía crecía y se internacionalizaba, las empresas eran cada vez más multinacionales, se hundía a los pequeños productores locales e ingentes masas de inmigrantes de países del Sur buscaban su Eldorado en el Norte, aceptando salarios cada vez más bajos. De hecho, hoy la situación (2017) no ha cambiado en lo fundamental.
La idea era simple: se trataba de vivir de la especulación en Bolsa. A Londres llegaban cada día ingentes cantidades de dinero procedentes del petróleo cada vez más caro de los países árabes; ese dinero se invertía en la Bolsa y se vivía de los beneficios y del corretaje correspondiente. En vez de producir patatas o carbón, se producían beneficios contables y se especulaba con los precios. Con los del petróleo en primer lugar, pero también con los de todas las materias primas y, sobretodo, con los de los alimentos. No importaba que los países petroleros fuesen dictaduras teocráticas de base tribal. Lo fundamental es que invirtiesen en libras esterlinas y se mantuviese el dólar. Cuando Reza Palevi en Irán intentó romper el trato e invertir en marcos alemanes desde la bolsa de Frankfurt simplemente se lo reemplazó por un ayatolá integrista llamado Jomeini, tras una revolución supuestamente popular, que fue adecuadamente jaleada por intelectuales dizque progresistas tipo Foucault.
En la política de desmantelamiento del Estado del Bienestar estuvieron básicamente de acuerdo tanto conservadores como laboristas (Tony Blair). Pero las consecuencias sociales terribles de esa ingenuidad política se hicieron obvias con la crisis que se desató en 2008, de las cuales es hija directa el precariado.
¿Qué es el precariado?
Para decirlo con brevedad, el Estado del Bienestar consistía en una oferta de seguridad para los trabajadores a cambio de evitar la temida revolución proletaria y la influencia de la URSS. Guy Standing, en el cap. 1º de su obra El Precariado (2011) recoge siete aspectos diversos en los que concretó políticamente esa seguridad pactada. En resumen son:
1. Seguridad del mercado laboral (compromiso de los gobiernos con el pleno empleo).
2. Seguridad en el empleo (protección frente al despido arbitrario, mercado laboral regulado).
3. Seguridad en puesto de trabajo.
4. Seguridad en el trabajo (prevención de riesgos laborales, compensación por percances, etc.)
5. Seguridad en la reproducción de las habilidades (cursillos de aprendizaje y formación)
6. Seguridad en los ingresos (leyes sobre salario mínimo, impuestos progresivos, salarios indexados, complementos…)
7. Seguridad en la representación (organizaciones sindicales potentes, derecho de huelga, etc.)
Hoy esa serie de garantías ha saltado por los aires. El miedo al paro actúa como chantaje. O se aceptan salarios cada vez más bajos e inseguridad permanente o no hay trabajo. La inseguridad es la característica general del mercado de trabajo en todo el mundo – y especialmente en España donde el paro laboral de los jóvenes entre 20 y 30 años se sitúa entre el 45 y el 50% y les impide, de hecho, realizar un proyecto de vida autónomo. La falta de trabajo, o el trabajo base contratos temporales y la inseguridad generalizada han hecho aflorar hoy una nueva clase social que se denomina precariado.
En palabras de Guy Standing: El precariado se puede caracterizar por una estructura peculiar de ingreso social que induce una vulnerabilidad que va mucho más allá de la cantidad de dinero recibida en un momento particular. Precario es el individuo que vive de trabajos temporales, con salarios de mera subsistencia (a veces ni eso), sin apoyo comunitario ni subsidios garantizados. Precarios son quienes no pueden tener ni casa, ni hijos, ni proyecto familiar estrictamente hablando por pura falta de unos ingresos estables que no van a percibir ni ahora ni en un futuro más o menos próximo. Incluso cuando tienen empleo más o menos continuadamente, los precarios saben que no les va a resultar posible desarrollar una carrera profesional convencional –y sufren por ello. En palabras de Standing: la mayoría [de los precarios] viven incómodamente su inseguridad, sin una perspectiva razonable de escape.
Marx en el siglo XIX se refirió a un grupo especial y propio de las ciudades industriales que llamó lumpenproletariat, o “proletariado andrajoso” al que el filósofo alemán despreciaba particularmente. Eran los chivatos, los esquiroles, la reserva última que el capital podía usar contra los trabajadores conscientes a cambio de cuatro chavos. Pero el precariado, aunque está lejos de ser una clase homogénea, no tiene nada que ver con el lumpen. Son jóvenes formados pero sin experiencia ni manera de acceder el mercado, profesionales que han sufrido largos periodos de paro, madres solteras con hijos a cargo, etc, que no necesariamente han nacido en la pobreza, pero que fácilmente pueden caer en ella y que sobreviven con pequeños trabajos (desde guías turísticos hasta cuidadores de ancianos), sin ninguna seguridad laboral (ni emocional).
Los precarios son el síntoma de una descomposición del capitalismo o, tal vez, la única manera de mantenerlo. Ese será el debate crucial de los próximos años. En Europa entre 2004 y 2015 el número de trabajadores por cuenta propia ha aumentado en un 45%, mientras la economía tradicional apenas ha creado empleo. Se habla ya de gig economy, que básicamente consiste en que las empresas contratan trabajadores autónomos para periodos cortos (como los conductores que trabajan para Uber). Hay incluso plataformas que ponen en contacto jóvenes profesionales con sus hipotéticos clientes y que cada vez son más usadas, por ejemplo, por grandes bufetes de abogados que subcontratan temas menores (multas de tráfico, por ejemplo) a jóvenes abogados independientes, con un ahorro considerable debido a una competencia atroz que revienta precios y se acaba convirtiendo en auténtica subasta de esclavos. La llamada “economía de plataformas” es, desde el punto de vista del trabajo, la forma evolucionada e internáutica de los mercados negreros. El supuesto freelance es, en realidad, poco más que un esclavo de nuevo tipo. Con la obvia diferencia de que los negros eran conducidos al mercado encadenados y a punta de fusil, mientras que los abogados, los médicos, los jóvenes licenciados universitarios y los taxistas precarios acuden a la “economía de plataformas” por necesidad y “voluntariamente” (?).
La precariedad es el nombre de los infraderechos y de los salarios a la baja, pero no es la expresión de un momento puntual del capitalismo que pueda ser superado más o menos rápidamente. Ha venido para quedarse como consecuencia de la globalización. El capitalismo financiero, simplemente, no puede vivir sin sus precarios. Si la socialdemocracia no lo entiende simplemente desaparecerá del panorama político.
Materiales para un debate. Julio, 2017