RELEyENDO A KATE MILLETT

Ramon Alcoberro

Es la primavera de 2020 y estoy en la biblioteca de filosofía de la Universidad de Barcelona volviendo a leer después muchos años Política Sexual de Kate Millett (ed. original 1970, trad. esp., 1975). Parece que hace mucho que nadie ha retirado de la estantería el ejemplar del libro, cuyas páginas amarillan peligrosamente con el tiempo. El texto de esa traducción, febrilmente anotado a lápiz en las primeras ochenta o noventa páginas por manos diversas, no tiene prácticamente ninguna marca a partir de la página doscientas y pico. ¿Quién va a contar a las jóvenes que hoy lo importante que fue ese libro para quienes teníamos dieciocho años en 1975?

Sexual Politics fue un libro determinante para una generación de mujeres que hoy son abuelas (o que no lo son, aunque algunas arden en deseos de serlo). También para algunos hombres (bastantes menos) que se encontraron por primera vez con una argumentación feminista consolidada, porque en 1975 El Segundo Sexo era una obra poco leída y la Beauvoir interesaba sobre todo por Una muerte muy dulce. Por entonces los “culturetas” catalanes empezábamos a descubrir a Margarite Duras que, esa sí, nos parecía un personaje inmenso. Pero dispensen; tal vez deba detenerme para contar mi batallita, porque, efectivamente, Kate Millett, Simone de Beauvoir y Margarite Duras fueron nuestros ídolos culturales de la década de 1970. Por lo menos eso fue así en el mundo “cultureta”, es decir, en la versión catalana de lo que en otros lugares se ha llamado el “radical chic”. Por si alguien no lo sabe, “cultureta” es el nombre, en diminutivo, que se da en Catalunya a un tipo de gente nacida en la postguerra española que hemos acabado siendo más o menos intelectualillos, profesores, artistas, editores de libros o algo similar. Gentes surgidas de las clases medias, quizás sin mucho dinero, pero con lo suficiente para viajar, tener hijos y una segunda residencia. Somos los que compran un montón de libros, y quienes en el último medio siglo largo (recuerden que escribo en 2020) marcamos sin complejos las modas culturales. Los culturetas creemos firmemente que después de Barcelona. Milán y París hay poca cosa importante que ver en el mundo, aunque nuestros hijos están más bien a favor de Chicago o de San Francisco.

Si explico eso no es para hablar de mí y de mi época, sino para situar a Kate Millett como una autora central en nuestra formación generacional y sobre todo, para rebatir la principal crítica que se ha hecho a la obra de Millett. Entre gente mucho más joven, que usan la palabra “biopolítica” como los de mi generación decíamos “whisky”, se oye decir que su feminismo está dirigido a mujeres blancas, burguesas, intelectualizadas y de clase media y que expresa los miedos y las esperanzas de esa clase. Bueno, bien, gracias, adiós… Considerar a Kate Millett una autora solo para culturetas es tal estupidez que da pena escucharla. Cuando oigo “atroces” reproches contra una clase media que se ha pasado la vida sin matar a nadie, leyendo libros, viajando, viendo teatro y comiendo en buenos restaurantes, me hace sonreír que le se quiera reprochar su esnobismo y su frivolidad. O que desde el conservadurismo se tenga a Millett por una harpía destructora de la familia. Visto lo visto, el esnobismo solo hace daño al hígado y da mucha vida a los chefs y los fabricantes de whisky. Mucho mejor han resultado nuestro esnobismo y nuestra frivolidad que el comunismo soviético o el integrismo católico que adoran quienes nos critican. Y por lo de la destrucción de la familia, que en muchos aspectos ha tenido resultados desastrosos, no se preocupen; no vale la pena hacerlo: su hundimiento era irreversible, de puro hipócrita. No la provocó Kate Millett; la familia nuclear se hundió sola. Como recuerda Millett, ya John Stuart Mill había descrito la familia como «el centro de un sistema basado en la esclavitud doméstica, que hace de la mujer casada una sierva sometida a la más antigua y perdurable de las tiranías».

Digámoslo claramente, aunque solo sea por razones retrospectivas que incumben a quienes hoy (repito, en 2020) tenemos sobre los sesenta y tantos años. El capítulo 2º de Política Sexual de Kate Millett, que lleva por título “Teoría de la política sexual” fue para nuestra generación una especie de catecismo político laico.  Hoy habrá quien diga que es un catecismo político para clases medias blancas e intelectualizadas, pero resultó decisivo por tres motivos: en primer lugar, nos explicó, con un lenguaje mucho menos pedante que Foucault que “política” es: «el conjunto de relaciones de y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud del cual un grupo de personas queda bajo el poder de otro grupo» y que «el sexo es una categoría impregnada de política» (p. 32). Hoy puede parecer una obviedad insistir en que «Un examen objetivo de nuestras costumbres sexuales ponen de manifiesto que éstas constituyen, y han constituido en el transcurso de la historia, un claro ejemplo de ese fenómeno que Max Weber denominó herrschaft, es decir relaciones de dominio y subordinación» (p. 33). Pero eso en 1975, cuando el libro se tradujo al español, no tenía nada de obvio.  En un momento en que dominaba la escena un marxismo muy provinciano, empezar a usar la palabra “patriarcado” resultó muy interesante porque permitía enfocar una cuestión que ha sido crucial: la de la difusión del poder y la de cómo el poder podía infiltrarse incluso en planteamientos supuestamente liberadores. Politizar la sexualidad ha tenido consecuencias positivas y negativas, pero habría sido mucho más difícil hacerlo sin Kate Millett.

Fue también decisiva la crítica de Millett al freudismo, que en nuestra juventud barcelonesa estaba básicamente compuesto de psicoanalistas argentinos; exiliados que hablaban en jerga lacaniana y estaban mentalmente más perjudicados que sus clientes. Freud (que tenía una relación francamente fascinante pero muy rara con su hija lesbiana, Anna) había reforzado el machismo de una manera brutal en la generación de la postguerra al divulgarse su curiosa teoría según la cual las mujeres sufrían “envidia de pene” y vaya usted a saber si  o eran histéricas de nacimiento. En palabras de Millett, Freud: «suele identificar lo masculino con la actividad y lo femenino con la pasividad» y especialmente confunde los patrones de conducta (sociales) de las mujeres con los fenómenos biológicos, condenado a las mujeres a un papel subalterno, como si tratara de masoquistas contumaces («En lugar de investigar con detenimiento hasta qué punto son “masculinos” o “femeninos” los complejos patrones de conducta que corresponden a cada sexo en las distintas sociedades (…) equipara de modo atropellado esos patrones de conducta con fenómenos de conducta innatos e ineludibles y concluye subrayando la necesidad de adaptarse a las normas sociales construidas sobre lo que para él no es sino una base anatómica»). Al desmontar el pretendido cientificismo psicoanalítico, y al mostrar que la opresión de las mujeres iba más allá de lo económico, Millett abrió un camino para pensar más allá de Marx y Freud.

Lo que en 1975 aprendíamos de Kate Millett sobre el patriarcado hoy puede parecer “superado” socialmente pero todavía es importante no perderlo de vista: «el patriarcado se apoya sobre dos principios fundamentales: el macho ha de dominar a la hembra y el macho de más edad ha de dominar al más joven» (p.34). Con Millett quedaba claro que la sociedad patriarcal alentaba el desarrollo de lo que ella, con un vocabulario muy de época llamaba “temperamentos”, un concepto que luego se transformó en el de “género” mucho menos tocado de psicologismo. La obra de Millett permitió descubrir a muchas mujeres (y a menos hombres de lo que hubiese sido necesario) que la mujer es también un ser “colonizado” por el patriarcado. La sociedad patriarcal imbuye «la agresividad, la inteligencia, la fuerza y la eficacia en el macho; la pasividad, la ignorancia, la docilidad, la “virtud” y la inutilidad en la hembra» (p.35), al mismo tiempo que «este esquema queda reforzado por un segundo factor, el papel sexual, que decreta para cada sexo un código de conductas, ademanes y actitudes altamente elaborado» (p.35). Millett enseñó a una generación de feministas que la arbitrariedad y el absurdo de las conductas dominantes no excluía para nada su fuerza y su arraigo inconsciente. Más bien era en medio de la arbitrariedad y en el absurdo donde mejor crecían y donde se desarrollaban las políticas de dominación patriarcal. La relación entre política e irracionalidad y entre política y sexualidad es hoy una obviedad, pero en su momento fue un hallazgo conceptual. Muy bien, de acuerdo: es verdad que eso ya lo había dicho Simmel muchos años antes, pero en 1975 nadie nos había hablado de Simmel (lo hizo en la Universidad de Barcelona Xavier Rubert de Ventós en 1979). “Patriarcado”, “familia” y “religión” fueron los tres ejes de las iras culturetas y hoy no diría que hayan sido derrotados en toda línea, pero es obvio que para sobrevivir esas tres instancias han tenido que replantearse en profundidad. Es también cierto que del hundimiento cultural de esas tres instancias tampoco ha surgido la Tierra de Jauja que algunos ingenuos imaginamos, pero tal vez Jauja no exista.

 

La violencia

De los diversos aspectos del patriarcado que analiza el cap. 2º de Política Sexual tal vez el más significativo todavía hoy siga siendo el VI dedicado al papel de la fuerza. Sigue siendo una obviedad, pero hay que repetirla: «… al igual que otras ideologías dominantes como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no solo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante» (p. 58). Esa tesis de la imposibilidad de separar patriarcado de violencia sigue siendo fundamental cuando ha pasado más de medio siglo de la publicación del libro. Hay que repetirlo:

«La firmeza del patriarcado se asienta, así mismo, sobre un tipo de violencia de carácter marcadamente sexual que se materializa plenamente en la violación (…) En la violación, la agresividad, el encono, el desprecio y el deseo de ultrajar o de destruir la personalidad ajena adoptan un cariz claramente ilustrativo de lo que es la política sexual» (p. 59).

 La relación entre crueldad, sexualidad y patriarcado resulta hoy una obviedad y no se puede descartar que el mundo cultureta incluso ha exagerado su importancia: pero insistir en el papel de la violencia sexual y de la violación como regulador e índice de las relaciones de poder –sobre todo cuando el marxismo dominante en la década de 1970 solo hablaba de relaciones económicas– fue  decisivo para dar una mayor complejidad a los análisis sociales y, muy especialmente, para entender que existía un tipo de violencia, la de las novelas supuestamente ‘progresistas’ de Henry Millett o de Burroughs, que era en realidad la expresión de una miseria emocional profundamente reaccionaria.

Entre los críticos de Kate Millett se ha dicho muchas veces, y es una sandez que se ha repetido especialmente desde posiciones butlerianas o foucaultianas, que el concepto de “patriarcado” tal como ella lo plantea es “plano” y “transhistórico”. En otras palabras, que universaliza un mundo blanco y de clases medias, dando por supuesto que las contradicciones de ese tipo de sociedades son universales. El problema es que, efectivamente, lo son, aunque no les guste escuchar eso a las cándidas feministas decoloniales. Nunca se ha descrito, suponiendo que haya existido alguna vez, una sociedad histórica sin patriarcado y sin violencia sexual, de la misma manera que en todas las sociedades hay violencia económica. “Patriarcado” es un concepto plano; pero tan plano como pueda serlo “lucha de clases”. Lo significativo es que el uso del concepto de “patriarcado” permite plantear la función de lo imaginario como fuerza política, en una tradición que obviamente toma elementos de Freud y de la antropología funcionalista (que poco tienen a ver entre sí en origen) y le da fuerza política. En ese modelo de análisis se forjó la mayor parte de la sociología y de la teoría política feminista en Catalunya, y por extensión en España, durante las dos últimas décadas del siglo pasado, haciendo de la noción de “patriarcado” el núcleo de su análisis. ¿Está hoy ”superada” Kate Millett? Es mucho decir; en realidad, mientras el patriarcado siga vigente –y bien se ve que tiene una gran capacidad de resistencia–, no parece que el análisis de Millett pueda considerarse de ninguna manera como algo que solo afectó a una generación de viejecitos cultureta. El dolor y la miseria provocado por el patriarcado siguen ahí y la necesidad de enfrentarle una crítica política sigue siendo también una necesidad de primer orden.

 

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay