Resonancia y religión

Ramon Alcoberro

En el último capítulo de Resonancia, que lleva por título: “En lugar de un epílogo”,  y que es una respuesta a sus posibles críticos, Hartmut Rosa escribe en cursiva: «La modernidad está desafinada» (p. 569) y la frase tiene un valor de diagnóstico. Similar a conceptos como «modernidad líquida» que popularizó Bauman, la idea de un mundo desafinado o desarraigado, y por eso mismo infeliz, ha hecho fortuna en los primeros decenios del siglo XXI y una gran cantidad de sociólogos (o de filósofos sociales) la han glosado muchas veces con un criterio moralizante muy curioso.

La propuesta de «resonancia» que se asocia al nombre de H. Rosa coincide con la de muchos sociólogos preocupados por la experiencia del desarraigo como característica de la postmodernidad que ya había observado Robert Putnam en Jugando a los bolos solo (2000) y que generalmente sufre de un sesgo restauracionista. Se entiende por “restauracionismo” la teoría social, pero inevitablemente también política, que propone contrastar los valores actuales (siempre considerados decadentes) con los de la tradición recuperar los reales o supuestos valores del pasado que habría sido una Arcadia feliz.

Una teoría sociológica restauracionista puede ser estéticamente interesante, pero resulta inaplicable. La supuesta «vinculación» social que algunos creen que existía cuando las películas eran en blanco y negro y los curas misaban en latín, tiene más de mito que de otra cosa y, además, no se puede volver atrás en el tiempo. Aunque no todos los comunitaristas son restauracionistas y algunos creen en que la comunidad es algo a construir en el futuro, el sesgo nostálgico de la propuesta comunitarista es bastante obvio.

Efectivamente, re-sentir (sentir conjuntamente) con el mundo es una necesidad emocional y hoy sentimos una crisis.  Jamás han existido tiempos «resonantes». Lo que sí existió fueron tiempos con sociedades más homogéneas, cuando se daba por supuesto que un macho debía ser bien macho y además blanco, ibérico y cristiano. Hoy, en tiempos multiculturales, se añora una época de homogeneidad cultural que por una parte jamás existió y, por otra parte, se basaba en un sexismo desaforado y en una vida muy parroquial, de pocos viajes y menos lecturas.

Como dice Hartmut Rosa en ¡Aceleremos la resonancia!, la gente necesita el grupo y vivir en relación. La observación es del todo evidente. Es muy obvio que cuando escuchamos y somos escuchados, simplemente nos sentimos mejor. Simplemente, «la resonancia tiene que ver con lo que está en la raíz de nuestra existencia» (p. 34).

La religión, la naturaleza, el arte o la historia son fuentes muy importantes de resonancia y, por lo tanto, no tiene nada de extraño que Hartmut Rosa se haya interesado por uno de los fenómenos sociales más significativos de nuestro tiempo: la crisis de la religión católica, tanto por su hundimiento organizativo como por sus vaivenes ideológicos. Si algo ha caracterizado la segunda mitad del siglo XX y los primeros años de este siglo es el vaciado de las iglesias cristianas y, más especialmente, del mundo cultural y eclesial del catolicismo romano, cada vez más falto de efectivos.

La religión (o por lo menos la religión jerárquica) se apaga. Que el año 2022 en la diócesis de Barcelona (2, 7 millones de habitantes) solo ingresara en el Seminario un único candidato al sacerdocio, lo dice todo sobre la magnitud de la crisis. De hecho, muchas personas religiosas incluso creen que no tiene nada que decir ya a la sociedad y se limitan a practicar una vaga “solidaridad” postreligiosa. Llamadle “deserción” a este fenómeno, si queréis, pero el declive parece irreversible e inexorable.

Una conferencia de Hartmut Rosa en 2022 en la diócesis de Würzburg (Baviera) que he leído en francés: Pourquoi la démocratie a besoin de la religion (La Découverte, 2023) apunta ideas interesantes sobre la cuestión de la resonancia en relación con el fenómeno religioso. Hoy, nuevas formas de sagrado, y especialmente la ecología, están ocupando el espacio que tiempo atrás (por así decir antes del Concilio Vaticano II, 1962-1965) había ocupado la religión. Como observa Charles Tylor en el prefacio de este texto, Rosa es consciente que la religión y la increencia no están separadas hoy por un muro infranqueable. Ecología y sentimiento religioso son formas de resonancia, con fronteras sinuosas y, si quiere persistir, una sociedad democrática consistente (no puramente formal) necesariamente deberá tenerlas en cuenta.

Al inicio mismo de la conferencia en un típico párrafo de captatio benevolentiae, Rosa dice algo muy significativo: «he constatado muchas veces que una gran parte de lo que laboriosamente intento fabricar en tanto que sociólogo ya ha sido pensado y vivido en el ámbito religioso».

La religiosidad es «resonante», en primer lugar, porque verdaderamente el creyente considera que algo “nos habla”, es decir, porque se siente afectado por un determinado mensaje trascendente. Además, el creyente siente que puede responder al “llamado” y, finalmente, si estás en resonancia con algo, eso siempre tiene un efecto transformador en ti, y la religión, obviamente, modula y transforma la vida de quien cree. No puede sorprender que el diálogo de Hartmut Rosa con la religión se fundamente sobre una serie importante de coincidencias previas o, si se prefiere, sobre un terreno común de prevención hacia cualquier tipo de actitud utilitarista.

La tesis según la cual necesitamos unas relaciones sociales que resuenen, fácilmente puede converger con la cuestión de la sentimentalidad religiosa. Ciertamente, hoy por hoy, tenemos derecho a preguntarnos si realmente la iglesia tiene seriamente algo que decir, más allá de mensajitos almibarados sobre el amor y la solidaridad que cualquier ateo de buen corazón puede compartir sin problemas.  La propuesta de «conversión ecológica integral» del papa Francisco (Laudato si, 2015), por ejemplo, no contiene nada que mucha gente no religiosa  no pueda realizar mucho mejor que la misma iglesia católica y en este sentido tiene un punto de irrelevancia más que significativo.

En opinión de Rosa, su teoría de la resonancia y el mensaje cristiano-católico pueden converger en un punto significativo. El cristianismo pone su acento no en una determinada ética, ni en una antropología, sino en una actitud vital «escuchar con el corazón». Ese es también el núcleo de la teoría de la resonancia. De ahí que, según el parecer de Rosa: «nuestra sociedad [que] está atravesada por una crisis grave (…) puede en parte encontrar una salida en las instituciones, las tradiciones, las prácticas, los fundamentos del pensamiento, las convicciones y los ritos religiosos».

La idea tan propia de la esfera religiosa según la cual hay que tener «un corazón a la escucha», (como pide el rey Salomón en 1 Reyes 3:9-15) para orientar la vida, no dice nada sobre cuál sea la posición individual de cada creyente sobre temas de medio ambiente, de economía o de sexualidad. En todo caso, nos habla sobre “la manera de” (de plantear los problemas, de contemplar el mundo en su complejidad). El corazón a la escucha no implica ningún contenido específico, pero si una forma de estar en el mundo.

En un sistema de movilización total, que nos dice que hemos de crecer más y más, acelerando e innovando sin parar hasta la irracionalidad –y hasta la agresión al medio ambiente– el papel de la religión se vuelve curiosamente más necesario porque actúa por contraste a la manera como lo hace la técnica. La única manera de que nuestras sociedades modernas se mantengan estables es acelerando e innovando sin parar. «Vivimos en un sistema en que sin parar debemos ir más deprisa. Hay que acelerar, hay que ser innovador. Ser los primeros en disponer de tal nuevo producto, los primeros en tener los mejores modos de producción. Debemos producir más para mantener el estado de cosas existente». Si no fuera así, el paro, la crisis económica, etc., llevarían a una explosión social brutal. La aceleración nos descentra y rompe vínculos sociales.

Por eso es necesario disponer de algún momento de silencio, de calma interior. No es que la lentitud sea un valor absoluto (nadie quiere tener un servicio de salud o de bomberos lento, obviamente), sino que emocionalmente la irracionalidad de una sociedad basada en la aceleración necesita ser compensada de alguna manera. La agresividad política, que para Rosa es la otra cara de la agresión al medio ambiente, llega a un nivel de toxicidad tan brutal que pone en peligro la democracia misma precisamente porque la política es vista también como un mercado donde lo que rige es la aceleración. El burnout, el estar quemado, se traslada a todos los ámbitos de la vida en esta situación de agresión constante y pone en peligro también a la democracia y a las instituciones.

Tal como se entendía la política en la tradición del marxismo y de la Teoría Crítica, al aumentar la capacidad de producción se haría posible una «pacificación de la existencia», saldríamos de la precariedad y no necesitaríamos luchar por la supervivencia cotidiana. Eso, obviamente, no ha sucedido. La promesa de que el crecimiento nos llevaría a una vida mejor no se ha terminado de cumplir: pese al desarrollo económico las incertidumbres (ambientales, emocionales, de mantenimiento del puesto de trabajo, de futuro para nuestros hijos) no hacen más que aumentar. Evidentemente, eso mina la confianza en la democracia.

Al decir que la aceleración social no ha cumplido sus promesas, Rosa se mueve obviamente en la tradición de la Escuela de Frankfurt que desde la década de 1950 denunció la bancarrota de la razón ilustrada, el aspecto destructivo del progreso, el olvido de la felicidad del individuo en aras de la uniformización tecnológica, etc. Pero lo significativo es que da un paso más allá y propone que recuperar elementos de la tradición religiosa, y específicamente la idea de que «un corazón que escucha» es necesario para salvar la democracia.

«La sociedad, nuestra democracia, tiene necesidad de dejarse interpelar», escribe Rosa. La tesis de la necesidad de la resonancia se inscribe en la necesidad de recuperar un contenido de comunidad social que la aceleración tecnológica, y la ideología que la mueve, ha acallado, por no decir que la ha secuestrado en la práctica. Evidentemente una postura como la que Rosa defiende necesita repensar el concepto clásico de la religión como opio del pueblo y como alienación.

En diversas obras, Rosa ha defendido que una sociedad sin alienación simplemente no existe y que algunas formas de alienación (enamorarse, por ejemplo) incluso son interesantes y divertidas.  La alienación es lo contrario de la resonancia, como el ruido es lo contrario al silencio, pero no hay sociedades sin ruido. Obviamente, la religión tiene elementos alienantes, pero tiene, y ha tenido históricamente, elementos liberadores (una tesis que ha defendido también Gianni Vattimo, por ejemplo, y que ya está en John Stuart Mill).

De hecho, hoy lo que nos conduce a la alienación es la prisa, el ruido, la «aceleración» en definitiva. Si la religión permite que el mundo «resuene» y tiene un aspecto transformador, incluso calmante en un mundo de prisas, tal vez pueda ayudarnos a recuperar elementos de vida democrática comunitaria y horizontal. Una relación con el mundo (Weltbeziehung) que es alienante porque es solo instrumental y un mundo desorientado, a la vez agresivo (por las exigencias de rendimiento, de productivismo, etc.) y agredido (ecológicamente), exige pensar algún tipo de salida. La modalidad agresiva de las relaciones interhumanas ya no da más de sí y es incluso peligrosa para la continuidad misma de la vida humana sobre el planeta.

Reconstruir comunidades es mucho más fácil de proponer que de hacer, porque una tal reconstrucción debería basarse en la creación de relaciones de confianza mutuas. Mientras la tecnología desvalorice lo humano y robotice las relaciones sociales, parece difícil que relaciones de resonancia puedan construirse, por ejemplo, en el ámbito jurídico. La religión es un ámbito de resonancia más fácil de abordar porque estructuralmente se basa en la escucha (de la Palabra) y en la extensión de relaciones de comunidad poco afectadas por cuestiones de poder o de interés.

Pero las religiones se originaron en un mundo preindustrial, cuando a través de la agricultura, el pastoreo o la caza los humanos se sentían implicados con la naturaleza (y dependientes de ella). Esta no es la situación actual y muchas metáforas bíblicas de origen agrario hoy ni siquiera son ya comprensibles por mucha gente. En estas circunstancias, ¿la religión puede ser resonante todavía? ¿Puede servir de contrapeso a la violencia? La pregunta es terrible pero necesaria.

 

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay