REVISANDO LOS NO LUGARES
Ramon Alcoberro
En octubre de 2018 Marc Augé, ya físicamente muy desmejorado, visitó el Instituto Francés de Barcelona para presentar el texto que significaba una revisión de los No lugares. Era un libro breve, de hecho, una conferencia ampliada, pronunciada en 2013 cuya primera edición en italiano había aparecido en 2017 – y que publicaba Gedisa en español con el título de El porvenir de los terrícolas. El fin de la prehistoria de la humanidad como sociedad planetaria.
“No-lugar” es una de esas palabras que acaban haciendo fortuna en la medida en que ayudan a describir una situación o un sentimiento que se generaliza en un momento dado. La época que estamos viviendo en las primeras décadas del siglo XXI se caracteriza por la proliferación de “no lugares”, de espacios cuya significación es cada vez más anónima, impersonal y triste. Podría parecer que un lugar (vivido) es lo contrario de un no-lugar por donde solo se circula, por donde se pasa sin vivirlo o valorarlo intrínsecamente. Pero en la obra de Marc Augé lugar y no-lugar no son de ninguna manera dos conceptos contradictorios o enfrentados entre sí. Los no-lugares son el contexto de los lugares, no necesariamente lo opuesto a ellos. El no-lugar de Augé es un espacio físico o simbólico cuyas dos funciones básicas son la circulación y el consumo, pero ambas circunstancias pueden darse también en espacios mucho más determinados.
El no-lugar connota alienación, anonimato o, por lo menos, impersonalidad. Nos habla de consumo y de comunicación (no necesariamente feliz). En cualquier caso, por un no-lugar se pasa, pero fundamentalmente no se “está” el él (a menos que uno venda algo ahí) y menos aún se habita en él (a no ser que alguien sea un pordiosero o un marginal). Básicamente son espacios que necesitan de un contexto para poder ser comprendidos y que sirven para distribuir los flujos humanos que físicamente incluso pueden percibirse como peligrosos – sobre todo cuando se trata de sitios subterráneos y mal iluminados. Los no lugares cumplen, aunque no se quiera reconocerlo, una función política además de su (supuesta) funcionalidad tecnológica. Como planteó Augé en Futuro (ed. or., 2012) el auge de los no-lugares corre paralelo al hecho de haber abandonado, en su opinión “de manera definitiva”, “el ámbito de los sueños y de las revoluciones” (sic.) Pero hay una pregunta importante que puede hacerse a la vista que cada vez hay más “no lugares” en el mundo. ¿Esa proliferación de no-lugares es el futuro del mundo en los próximos años?
En El porvenir de los terrícolas, Augé presenta una sociedad contemporánea plenamente urbana, tecnológica y acelerada, divida ya en tres grupos diferentes según su tipo de vida y sus intereses: por una parte, encontramos una ínfima minoría de poseedores, una oligarquía que marca el ritmo mundial a la vez que controla la tecnología con la dominan el mundo. Para ellos el planeta es ya una unidad y sus no-lugares (los aeropuertos, los resorts vacacionales, etc.) son idénticos en cualquier parte del mundo. Los poseedores son difíciles de ver y no forman un grupo homogéneo, pero ocupan las salas vip de los aeropuertos y marcan las tendencias que otros siguen: «constituyen en conjunto, objetivamente, el lugar donde se esboza el porvenir del sistema existente» (p.17). Hay además un segundo grupo todavía importante a quienes denomina “consumidores”, que no tienen acceso real al poder político y económico pero que disponen de un nivel de consumo suficiente como para no revelarse. Son el motor del sistema; trabajadores cualificados que no toman el avión (excepto en las vacaciones a países más o menos exóticos) y están condenados a ir en metro o en trenes más o menos polvorientos y cansados. Como dice Augé: «Los consumidores son el motor de este sistema; deben consumir para que funcione; todo el aparato de publicidad, directa o indirecta, los invita a hacerlo de todas las formas posibles» (p.17). De hecho, cuando hablamos sobre globalización y sociedad red, nos referimos fundamentalmente a este grupo.
Finalmente encontramos en las sociedades de la sobremodernidad una amplia mayoría de excluidos, que ya no solo viven en lo que una vez se llamó el Sur (y todavía antes el “Tercer mundo”). Este grupo no se revela porque el sistema dispone todavía a sus ojos de una importante capacidad de seducción; pero está creciendo cada vez más en el interior de las ciudades del Norte y entre los hijos del grupo de los consumidores que no encuentran trabajo y se ven abocados a la precariedad. «… se les excluye a la vez de la prosperidad económica y del acceso al conocimiento, (…) El mercado se extiende a toda la Tierra, pero los trabajadores mal pagados están de un lado y los consumidores más o menos afortunados de otro» (p.18). En cualquier caso, la globalización, que a escala planetaria puede parecer un fenómeno muy obvio es «a medias verdad y a medias una ilusión» (p.20). Nos dicen que la tecnología supera los límites del espacio y del tiempo clásicos para instalar un hiperespacio; pero, de hecho: «Aun vivimos, cada uno de nosotros por separado, en la espesura concreta del tiempo y del espacio, como bien lo muestran, por ejemplo, los debates sobre la edad de la jubilación o sobre la naturaleza de los contratos de trabajo (indefinido o temporal) o la saturación de la circulación urbana» (p.20). La tecnología «ha ido más rápido que las sociedades» (p.21), pero no parece haber soluciones tecnológicas para algunos problemas sociales.
Puesto que cada uno de estos tres grupos (poderosos, consumidores y marginados) posee su propia «escala de observación», sus propios contenidos simbólicos, eso significa que la globalización aún no ha llegado a existir de verdad. En palabras de Augé: «Hay tres escalas de observación que no deben ser confundidas a costa de metamorfosear de forma ilusoria lo real.» Es decir: «Hay una brecha intelectual gigantesca entre el lenguaje universalista que nos esforzamos a veces en utilizar (…) y la situación real de los seres humanos.» (p.28)
En esta situación plantear el futuro de la cultura y el de la humanidad obliga a evitar la ingenuidad de creer que estamos ya viviendo como especie en un solo mundo, sin diferencias culturales y dominado absolutamente por la racionalidad tecnológica. Conviene saber que para Marc Augé «futuro» es un concepto técnico, que él distingue de «porvenir», El porvenir puede ser más o menos accidental, mientras que el futuro tiene un cierto carácter de necesidad: «El futuro se relaciona con la evidencia» (Futuro, p. 5). El futuro es individual, pero nadie puede construirlo por sí solo. De ahí la importancia de la educación y de la tecnología en la construcción de futuros pensables para los individuos. En este sentido, Augé, aunque es escéptico ante lo que denomina «el lenguaje universalista» (p.28), se vincula a la tradición de las Luces que hace hincapié en el concepto de “humanidad” («… Dicho de otro modo, de la presencia en cada individuo de una idea de hombre genérico, sin la cual solo hay agresión, alienación, oscurantismo y dictadura» (p.26.) El progreso no tiene nada de irreversible –excepto en el ámbito de la ciencia pura– y las relaciones de poder más bien lo enturbian, En cualquier caso, no son ni la lógica del conocimiento ni la de la tecnología las que dominan el mundo social. Son importantes, ciertamente, «Pero lo son en la lógica del consumo que prevalece en el planeta y que puede acabar provocando nuevas desigualdades, por una parte, al cortocircuitar los elementos simbólicos constitutivos de la relación entre los individuos humanos que son el espacio y el tiempo presentes en todas las culturas del mundo.» (p.31).
El hecho fundamental de nuestro tiempo es para Augé «el cambio de escala» que ha producido la aceleración tecnológica (cap.3); y es allí donde se sitúa hoy el problema de los no-lugares. El último Augé ha variado substancialmente su visión de los no-lugares, tal vez porque con los años el componente existencialista de su pensamiento ha ido regresando y consolidándose.
«A decir verdad, no estoy seguro de que la distinción que propuse antaño entre el lugar y el no-lugar, sea pertinente para analizar esta nueva situación (…)
Al principio, quiero recordarlo, se trataba de una distinción clásicamente etnológica entre los espacios en los que podemos leer las grandes líneas de la organización social de un grupo humano (por ejemplo, a partir de sus normas de residencia más o menos explícitas), o medir su grado de cohesión (a partir de los símbolos colectivos visibles, por ejemplo, religiosos) y los espacios a los que no se puede aplicar una lectura como esta. El lugar se definía desde este punto de vista como la expresión geográfica y legible del vínculo social, incluido en su dimensión histórica. El no-lugar, en la oposición entre lugar y no-lugar, no era el desierto en oposición a lo demasiado lleno, era la ausencia de relaciones sociales simbolizadas, prescritas y legibles en un espacio dado. El no-lugar se identificaba más bien con los espacios de circulación, de consumo y de circulación característicos de la hipermodernidad, entendida esta como la aceleración de los procesos activos en la aparición de la modernidad» (p.36-37).
Lo que está sucediendo hoy, en opinión de Augé es que lugares y no-lugares tienden a fundirse:
«Los no-lugares son hoy el contexto de todo lugar posible (…) Podemos considerar la ciudad actual como una ciudad-mundo en la que leer las diferencias y las desigualdades sociales: un lugar, en este sentido. Pero esta ciudad-mundo tiene por contexto. el mundo-ciudad, el mundo que vemos en las imágenes difundidas por los medios de comunicación y que no es el mundo de nadie: un no-lugar en este sentido. El camino para pasar de los lugares de ayer, en su diversidad, al lugar planetario cuya posibilidad se dibuja hoy, será largo y difícil. Pero deberá encontrar, en el dolor y las contradicciones, su cultura y su ética. Los no-lugares serán, de ahora en adelante, el contexto de todo logar posible» (p.38-39).
El anuncio de que nos encaminamos a una sociedad de no-lugares cada vez más extensos e irreversibles tiene un punto de siniestro. También el último Bauman compartía ese diagnóstico social. No se trata de una profecía social pero es un hecho, experimentado cada vez por un mayor número de personas, que un mundo dominado por imágenes y por relaciones virtuales tienden a crear desasosiego, si no directamente angustia; y que esa situación crece a ojos vista especialmente cuando los individuos se acercan a los sesenta años y tienden a ser considerados “obsoletos” por el sistema – eso incluye ahora mismo a miles de profesionales de la enseñanza “quemados” en todas partes de Europa. La identidad está vinculada al «lugar» y es difícil des-localizarse no solo físicamente sino, sobre todo, desde un punto de vista emocional. Si solo están unidos por el consumo, los individuos no pueden permanecer juntos mucho tiempo, no ya porque el consumo indefinido está fuera del alcance de muchos, sino porque en el consumo los lazos emocionales se deshilachan, las relaciones personales se agrietan y las comunidades que ofrecían identidad se rompen porque desaparecen los vínculos.
Que la relación personal deje de ir de la mano con la posibilidad de crear vínculos duraderos (y que cada vez menos gente crea incluso en a necesidad de los vínculos duraderos) es una de las situaciones con las que debemos enfrontarnos quienes vivimos tiempos hipermodernos: «El cambio de escala de la vida humana es el hecho más importante de nuestra época (…) En efecto, sea cual sea nuestro punto de vista, se impone. En cierto modo, el consumo es el factor común al que, hace ya más de veinte años, asocié la noción de no-lugar» (p.53). En la medida en que el consumo define la hipermodernidad, los no-lugares (donde pasar, donde consumir) se multiplican. Esto en principio resulta contradictorio con la tendencia humana a enraizar. Como dice Augé: «En cierto sentido, nos pasamos la vida intentando crear lugares» (p.55) y, al final, no-lugares y lugares tienden a confundirse: «Cotidianamente creamos voceros de lugares, aunque sean efímeros o superficiales, en el bar de la esquina, la panadería, las tiendas de al lado. Los jóvenes se encuentran en las grandes superficies comerciales; de este modo es imposible establecer las listas de lugares absolutos y de no-lugares absolutos en el sentido empírico del término: todo puede ser un lugar» (p.55) Y por lo mismo, todo puede ser un no-lugar, obviamente. Esa despersonalización de los espacios tiene un punto de existencialista, de existencia a modo de piedra, por retomar el símil de la náusea sartreana, que obviamente Augé no usa pero que siempre está ahí.
Pero además sucede algo que a un lector de Augé llega a parecerle especialmente trágico: esa proliferación de no-lugares y la confusión entre ambos niveles (lugares/no-lugares) se convierte en la señal, no solo de la hipermodernidad sino de la planetización. Dicho de otra manera, Augé considera que estamos: «ante el fin de la prehistoria y al inicio de la historia de la humanidad como sociedad planetaria». Seguramente cuando los grandes almacenes y los edificios de las ciudades se vuelven clónicos, algo realmente brutal ha acontecido en las sociedades humanas. Hoy muchas formas de vida se juegan a la vez en lugares y en no-lugares. Hasta hace relativamente poco tiempo –pongamos en mi opinión (que no tiene por qué ser la de Augé) hasta la II Guerra Mundial– el planeta todavía era un lugar cultural y etnológicamente diverso. Cada vez lo será menos. Y eso tiene un punto de tragedia. Las culturas que no respetan las fronteras de la individualidad son totalitarias y la extensión mundial de los no-lugares debe servirnos como un toque de alerta ante la aparición de nuevas formas de totalitarismo tecnológico.
Augé defiende que estamos no ante un fin de la historia, sino ante el fin de la prehistoria. Eso podría parecer una provocación, pero se sigue necesariamente de su hipótesis sobre la extensión de los no lugares y de la uniformización del mundo. Hasta ahora hemos vivido en un mundo (prehistórico) de diferencias culturales, de pluralidad – y de hecho ese mundo diverso todavía existe, pero está condenado a desaparecer por la fuerza misma de la tecnología que ejerce un papel uniformizador. La situación actual parece decirnos (Fukuyama) que la democracia liberal y la economía de mercado representan el final de lo posible. Aunque eso no es todavía un hecho, sino una proyección, hay signos importantes de que las cosas van por ahí. Pero eso no sería el fin de la historia, sino el de la prehistoria. Más bien lo se acerca es la historia, es decir, la unificación del mundo en un único género humano. Hasta ahora no han existido jamás culturas igualitarias y es la tecnología la que nos abre una nueva oportunidad. «Debemos reconocer que, en lo que se refiere al planeta Tierra en sí mismo, la historia a penas ha empezado. No hace mucho, nos imaginábamos a los marcianos. Nos queda, para los siglos venideros, la construcción de una sociedad de terrícolas, para empezar a adaptarnos al futuro cambio de escala que nos proyectará hacia nuestra galaxia» (p.56).
«Cuando me refiero a la prehistoria de la humanidad como sociedad planetaria, lo hago apoyándome en hechos reales y comprobables (la globalización del mercado, la globalización mediática), pero al mismo tiempo apuesto a largo plazo por la constitución de una sociedad coextensible al planeta entero, una sociedad de terrícolas, cuya supervivencia sigue siendo un problema y, sea como fuere, cuyas modalidades de organización siguen siendo hipotéticas» (p.82).
Decía Zygmunt Bauman (1925-2017) en sus últimos años que «En el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda». Augé tiende a creer que lo que él denomina «etnoficción», es decir, la fábula utópica del futuro humano, acaba en la unificación del mundo como una sola humanidad y en su salida hacia el espacio sideral. Al fin y al cabo, el objeto de la humanidad es el conocimiento. El porvenir de los terrícolas no estaría, pues, en una tienda sino en una educación integradora. Pero hay algo de extrañamente amargo en su propuesta.