LOS GENES Y NOSOTROS
Josep-Maria Terricabras
El anuncio público de la existencia de un primer borrador del mapa genético humano ha sido la gran noticia de los últimos días y, sin duda, una de las grandes noticias de la historia de la ciencia. Pero el descubrimiento, más allá de su extraordinaria relevancia científica, también tiene importantes connotaciones filosóficas, teológicas y morales.
Darwin publicó su teoría sobre el origen de las especies hace menos de ciento cincuenta años. La obra tuvo una repercusión enorme y aún hoy se enfrenta a opositores viscerales. ¿Por qué? Porque existe cierta concepción teológica de la vida que defiende un creacionismo plano, de muy escaso matiz. Según esa concepción, puesto que dios es creador, las criaturas deben mantenerse sujetas en todo a la voluntad de dios, de modo que cualquier manifestación de voluntad propia ya es síntoma de pecado. La estrechez de esta concepción ha tenido consecuencias nefastas en muchos campos: en el terreno político ha servido durante mucho tiempo para oponerse a cualquier sistema democrático, porque parecía que la democracia limitaba el poder de dios sobre la sociedad; en el terreno moral se ha usado para estrangular la conciencia individual y para someterla a la autoridad religiosa como expresión de la voluntad de dios; no es nada extraño, pues, que en el terreno de la ciencia se hayan visto con recelo los descubrimientos ligados a un mejor conocimiento de la propia naturaleza humana, puesto que este autoconocimiento debía comportar un mejor autocontrol y, por consiguiente, una mayor capacidad de autonomía. Cierto, los contrarios al camino andado a partir de Darwin son contrarios, de hecho, a una idea fundamental de la época moderna: la autonomía de la persona frente a los controles políticos e ideológicos. De ahí que la ciencia, que ha ayudado de forma extraordinaria a construir sociedades seculares y democráticas, haya tenido tanta oposición.
Por suerte, esta visión teológica estrecha no es la única existente, aunque en buena parte sea responsable de una actitud miedosa y defensiva ante cualquier avance científico ligado a la biología o a la genética. Seguro que, por ahí, volveremos a oír voces alarmadas y peticiones de prudencia.
Ni que decir que, en un terreno tan delicado como el del control genético, la prudencia es una buena actitud. Ahora bien, no deberíamos ser prudentes por miedo a más autonomía sino más bien por ganas de asegurarla. Porque la ciencia, que garantiza más conocimiento, no puede garantizar, por sí misma, más respeto a la vida y a la libertad humanas. En este punto son legítimos los interrogantes y las dudas morales, aunque algunos argumentos sean excesivamente ingenuos o excesivamente precipitados.
Resulta, ciertamente, ingenuo pensar que la fabulosa inversión económica de la investigación sobre el genoma -inversión que sólo ha empezado- no quiera obtener beneficios. Y resulta igualmente ingenuo pensar que esos beneficios sólo son económicos. Si el poder político y social se basa en el control, es evidente que el control genético concede un poder de primer orden. De ahí que no sea suficiente tampoco el simple control público de la investigación. Por ahora, estamos en una fase de la investigación en la que pueden cooperar sin excesivo riesgo empresas privadas y públicas, sencillamente porque interpretar, controlar y modificar el código genético no está aún al alcance de nadie, y eso es lo que dará realmente poder. En el futuro habrá que preservar ese conocimiento a través de organismos independientes que estén a su vez muy estrictamente controlados. En esa cuestión tan sospechosa me resulta la empresa privada como la pública. Tenemos frescos en la memoria los ejemplos de abusos médicos intolerables, masivos y continuados, promovidos por gobiernos democráticos en nombre de extraños intereses.
Pero también resulta precipitado pensar que este primer borrador de mapa genético ya nos abre la puerta a una humanidad mejor. Me temo que aquí se simplifican las cosas burdamente. Así como el creacionismo ingenuo puede condenar a los humanos a una minoría de edad permanente, así también un naturalismo ingenuo puede hacernos concebir ilusiones impropias. Porque no es cierto que un mejor conocimiento de los condicionantes genéticos de los humanos nos aboque automáticamente a una vida humana más digna. Ojalá fuesen las cosas tan sencillas. Quienes piensan que la naturaleza lo es todo olvidan que, a esta altura de la historia, el concepto de naturaleza es muy complicado, porque los humanos somos el resultado no sólo de una mezcla complicadísima de genes y de neuronas sino también de experiencias, aprendizajes e influencias externas.
El misterio de los humanos consiste precisamente en advertir que cada uno es un misterio para sí mismo. La genética nos ayuda a entender una serie de elementos que configuran el misterio, pero no lo elimina. La ciencia, al avanzar, nos va ayudando a entender que somos realmente un misterio.
No hay que temer nada de la investigación genética. Sólo un temor: no saber estar a la altura de las nuevas circunstancias. Quien piense que la genética lo explica todo, tiene muy poco que explicar. No podré felicitarle por ello.
El Periódico de Catalunya (Barcelona), junio, 2000