UNA NOTA SOBRE LA TEORIA DEL CONOCIMIENTO EN DONNA HARAWAY
Júlia Torres i Ramon Alcoberro
«Solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva»
En un libro colectivo coordinado por Celia Amorós que de manera algo optimista lleva por título Historia de la teoría feminista, Instituto de Investigaciones Feminista de la Universidad Complutense de Madrid, 1994), Seyla Benhabib recogió tres características del posmodernismo y su (re)lectura feminista que tiene interés recuperar aquí como marco para situar el pensamiento de Donna Haraway, pese a que en el texto no se la cite. Escribía Benhabib que el posmodernismo se adhiere a tres tesis centrales, tres “muertes”, que determinarán la conciencia de crisis de nuestro presente: la muerte del Hombre, la de la Historia y la de la Metafísica. De cada una de ellas, el feminismo posmoderno ha dado una versión propia. Escribe Benhabib: «La contrapartida feminista al tema posmoderno de ‘la Muerte del Hombre’, puede denominarse la ‘Desmitificación del sujeto masculino de la Razón’ (…) La contrapartida feminista de ‘la muerte de la Historia’ sería la ‘Generalización de la narración histórica’ (…) La contrapartida feminista a la ‘muerte de la metafísica’ sería el ‘escepticismo femenino hacia las pretensiones de la Razón Trascendental’» (p.245).
Esta descripción es válida para situar la obra de múltiples pensadoras feministas, tanto o más que para Haraway, pero permite un primer marco de aproximación a su trabajo. Como tantas otras feministas postmodernas (especialmente ‘californianas’, por situarlas de alguna manera), Haraway reclama una «política de posicionamiento». En sus propias palabras, tomadas de Ciencia, cyborgs y mujeres (1991, trad. esp., 1995):
«Las feministas no necesitan una doctrina de la objetividad que prometa trascendencia, una historia que pierda la pista de sus mediaciones en donde alguien pueda ser considerado responsable de algo, ni un poder instrumental ilimitado. No queremos una teoría de poderes inocentes para representar el mundo, en la que el lenguaje y los cuerpos vivan el éxtasis de la simbiosis orgánica. Tampoco queremos teorizar el mundo y, mucho menos, actuar sobre él en términos de Sistema Global, pero necesitamos un circuito universal de conexiones, incluyendo la habilidad parcial de traducir los conocimientos entre comunidades muy diferentes y diferenciadas a través del poder. Necesitamos el poder de las teorías críticas modernas sobre cómo son creados los significados y los cuerpos, no para negar los significados y los cuerpos, sino para vivir en significados y cuerpos que tengan una oportunidad en el futuro» (p. 322).
Lo que denomina «fantasía mortal (…) en algunas versiones de las doctrinas de la objetividad al servicio de ordenamientos positivista» es básicamente una incapacidad, una especie de ceguera moral o de incapacidad cognitiva, que actúa de manera que eso que ya sabemos nos impide darnos cuenta de lo que ignoramos y nos hace incapaces de ver desde otro punto de vista lo que, en realidad, admite muchas miradas contrapuestas. El pensamiento de género es para Donna Haraway el de otra mirada distinta, o por decirlo en sus términos un «conocimiento situado»:
«Esta mirada significa las posiciones no marcadas de Hombre y de Blanco, uno de los muchos tonos obscenos del mundo de la objetividad a oídos feministas en las sociedades dominantes científicas y tecnológicas, postindustriales, militarizadas, racistas y masculinas, es decir, aquí, en la panza del monstruo, en los Estados Unidos de finales de los años ochenta. Yo quisiera una doctrina de la objetividad encarnada, que acomode proyectos de ciencia feminista, paradójicos y críticos: la objetividad feminista significa, sencillamente, conocimientos situados» (p.324).
Frente a una «visión de lo infinito [que es] una ilusión, un truco de los dioses», la teoría del conocimiento de Dona Haraway propone desmitificar la universalidad (epistémica, pero también moral) en un movimiento que nos capacite para enunciar la contingencia:
«Necesitamos aprender en nuestros cuerpos, provistas de color primate y visión estereoscópica, como ligar el objetivo a nuestros escáneres políticos y teóricos, para nombrar donde estamos y donde no, en dimensiones de espacio mental y físico que difícilmente sabemos cómo nombrar. Así, de manera no tan perversa, la objetividad dejará de referirse a la falsa visión que promete transcendencia a todos los límites y responsabilidades, para dedicarse a una encarnación particular y específica. La moraleja es sencilla: solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva» (p.326).
Eso no significa identificarse acríticamente con la visión “de los de abajo” (confundiendo el hecho de ser pobre con el de ser veraz o incluso moralmente bueno, lo que para Haraway constituiría una ingenuidad epistemológica y política). No se nos hace una propuesta de relativismo cultural, sino –y es muy importante destacarlo– de «conocimiento parcial»: «El relativismo es una manera de no estar en ningún sitio mientras se pretende igualmente estar en todas partes» (p. 329). El conocimiento parcial implica, a su vez, que las identidades no son falsas, sino provisionales y construidas socialmente en un proceso que incluye intereses y emociones inseparablemente. Para Haraway es obvio que la realidad no es independiente de las exploraciones que realizamos sobre ella, de manera que no existe como exterioridad (pura). Hay que evitar, pues, todo intento de absolutizar el conocimiento y la identidad es fluida. La realidad solo podemos conocerla desde la relación (el comercio) que manteneos con ella. Por eso lo que le interesan son las «perspectivas parciales», lo que «requiere más que una parcialidad asumida y autocrítica». Si lo que se pretende es lograr algún tipo (algunos tipos) de conocimiento transformador, entonces debe optarse por «el poderoso conocimiento para construir mundos menos organizados en torno a ejes de dominación» (p. 329). En otras palabras: «La visión es siempre una cuestión del ‘poder ver’» (p. 330).
El tema que nos plantea Haraway es, en el fondo, muy antiguo: ciencia y poder. La paradoja ya estaba presente en los clásicos y en Bergson: resulta que lo que vemos es también, y a la vez, lo que nos impide ver. Se produce una insalvable contradicción entre la “liberación que proviene del conocimiento,” versus las “nuevas alienaciones” que ese conocimiento produce. En la tradición de Bergson y en la fenomenología siempre se ha dicho que no hay luz sin ceguera. La obra de Donna Haraway es interesante porque nos hace conscientes de la ceguera epistémica que acompaña a una concepción ingenua de la verdad. Haraway critica la forma en que la ciencia considera la naturaleza como una relación estática dada, congelando y oscureciendo las relaciones sociales de tal manera que puedan ser tomadas como cosas descontextualizadas en sí mismas. En la filosofía del XIX y especialmente en Marx eso se había llamado “fetichismo”. Pero, como sabe cualquier lector del Idealismo alemán, la contradicción es el eje de la historia.
No existe ningún conocimiento científico o especulativo que no acabe por producir su propia contradicción (su propia crítica). Lo interesante en Haraway (que ella toma explícitamente de Whitehead) consiste en asumir de forma creativa, lo que éste llamó la «falacia de la concreción fuera de lugar», que ocurre cuando las construcciones lógicas abstractas, como la noción de las cualidades primarias de una cosa o de su simple ubicación en el espacio-tiempo, se toman (erróneamente) por la concreción de entidades procesuales y reales. Más allá de la utilidad que las tesis de Haraway tienen para la crítica de sociedad patriarcal, o en el pensamiento de género, la teoría del conocimiento que ella propone tiene interés en sí misma. Al poner el acento en que «la producción de teorías universales ha sido siempre un gran error» (Ciencia, cyborgs y mujeres, p. 311), nos permite comprender que las identidades estáticas son también, y a la vez, grandes cárceles conceptuales en las que muchas veces nos dejamos aprisionar sin ser conscientes de ello. No es poco.