Ramon ALCOBERRO

“Vulnerabilidad” se ha convertido en una palabra comodín que en el siglo XXI sirve como eufemismo para esconder la desagradable realidad social de la pobreza, e incluso de la miseria más o menos extrema. Aunque los individuos de las sociedades contemporáneas se consideran a sí mismos libres y autónomos, la realidad es que determinadas situaciones (el paro, la enfermedad, la discapacidad, incluso el azar) convierten a cualquiera en vulnerable por circunstancias que muchas veces escapan al control humano y fuerzan situaciones donde lo comunitario muestra los límites de la autonomía.

Ni las pestes medievales, ni la gripe de 1918, ni el Covid-19 de 2020 eran especialmente previsibles. Pero algunas formas de vulnerabilidad, especialmente las vinculadas a la pobreza, se pueden prever con facilidad porque, sencillamente, la pobreza se hereda. Eso sucede con mayor o menor intensidad según los países, pero es un hecho fácilmente constatable. La protección social que se construyó fundamentalmente en Europa entre 1945 y 1975 (“los treinta gloriosos”), solo muy parcialmente llegó a España, y menos aún alcanzó a América Latina, pero logró que pequeños núcleos de gente pobre pudiese acceder a la clase media, mediante sistemas de ayudas escolares y seguridad social. Sin embargo, hace cuarenta años el sistema se hundió y desde entonces la vulnerabilidad/pobreza ha resurgido poco a poco en todas partes, engullendo a sectores de las clases medias y dibujando un panorama desolador, cada vez más parecido al del Londres victoriano. O tal vez peor porque esta vez los obreros industriales del siglo XXI no pueden amenazar con la revolución; han sido substituidos por procesos informáticos y nadie parece saber cómo sobrevivirán sin subsidios que ahora se llaman “renta básica garantizada” y cuyo objeto es una subsistencia paternalista y peor que mediocre para grandes capas sociales.

El caso español es especialmente sangrante e incluso un informe oficial del gobierno aprobado por el consejo de ministros: Estrategia nacional de prevención y lucha contra la pobreza y la exclusión social (2019-2023), reconocía que:

En el ranking de Estados miembros [de la Unión Europea], España ocupa el quinto puesto con mayor tasa de riesgo de pobreza usando el umbral del 60 por ciento de la mediana, con un 21,6% de la población por debajo del mismo. Solo cuatro países -Letonia, Lituania, Bulgaria y Rumanía, en este orden- presentan tasas de riesgo de pobreza ligeramente superiores (hasta dos puntos) a la española. Nuestra posición relativa incluso empeora cuando consideramos la tasa de riesgo de pobreza con el umbral del 40% de la mediana de la renta, en lugar del 60%, (…) donde España aparece en la tercera peor posición, solo por delante de Bulgaria y Rumanía. (p.11)

No solo es España. En en todo el mundo, la desigualdad sigue creciendo y los recursos económicos siguen estando mal repartidos. Como explicaba la revista digital El Salto en enero de 2020, el Global Wealth Report, publicado en octubre de 2019, concluía que quienes suponen el 1% de la población, las personas más ricas del mundo, tenían casi la mitad —45%— de la riqueza total. Incluso dentro de los más ricos, la mitad inferior no alcanza el 1% de la riqueza global, mientras que en el caso del 10% más rico, la cifra se incrementa hasta el 82%. Este estudio también revelaba que, aunque la diferencia entre países se ha ido reduciendo por la aparición de economías emergentes, dentro de cada país la desigualdad sí ha ido aumentando. Cuando se observan las estadísticas resulta muy evidente que las sociedades occidentales muestran, cada vez con más intensidad, una división de sus efectivos en cuatro zonas:

  • De integración, donde existen garantías de un trabajo sólido y una red de cobertura que va desde la Seguridad Social a la familia y que puede movilizar soportes relacionales sólidos.
  • De vulnerabilidad, asociada al trabajo precario y la fragilidad de relaciones, donde encontramos personas de bajo nivel de estudios, familias monoparentales, parados y enfermos de larga duración, pero también artistas e intelectuales de segundo o tercer nivel.
  • De desafiliación, donde se encuentran personas que conjugan el paro de larga duración y el hecho de no disponer de vínculos sociales ni familia, lo que les conduce al aislamiento social.
  • De asistencialismo, donde los individuos no tienen ninguna posibilidad de subsistencia autónoma sin la ayuda del Estado o de la beneficencia (pública o privada).

Cada una de las diversas situaciones sociales derivan, claramente, de la posibilidad de acceder a un puesto de trabajo y empeoran por el hecho de no poder acceder a él o de perderlo. En las situaciones de vulnerabilidad, desafección y asistencialismo, los vínculos sociales se vuelven cada vez más frágiles y el futuro de los individuos depende de la voluntad política de organismos que les protegen, más que de sus derechos teóricos cívicos. La fragilidad de los vínculos crece y las posibilidades de encontrar ayuda en el sistema se vuelven cada vez menores. Lo que algunos trabajadores precarios pueden experimentar como una aventura cuando son jóvenes (perder el trabajo, vivir más o menos al margen del sistema…) se convierte en un estigma y una losa cuando se hacen mayores o tienen hijos a cargo. Evidentemente, las discriminaciones de género aumentan la vulnerabilidad en cualquier situación. A ello debe sumarse el malestar emocional que conllevan toda esa serie de circunstancias y que puede resultar paralizante.

Por lo demás el desmoronamiento de los sistemas que permiten la integración social y la construcción de identidades comunitarias es obvia en 2020 y todo indica que crecerá. Disminuye el número de bodas, cae el número de hijos por pareja, las iglesias pierden fieles y los partidos se convierten en maquinarias de márquetin electoral sin militantes. Pero no aumenta la desafección. Más bien crecen la interiorización de las normas y el control tecnológico-policiaco, con lo que el sistema que produce vulnerabilidades sociales no sufre una contestación apreciable. Ese ha sido ya el gran éxito del uso de herramientas de Big Data aplicadas al control social y de generaciones de uso de tecnologías que potencian la fascinación y obvian el análisis crítico a mayor gloria de la sociedad del espectáculo… Ningún régimen político puede subsistir a medio plazo solo mediante la represión, sin producir al mismo tiempo mecanismos de fascinación y de interiorización emocional de las normas, reglas y valores. Nunca había sido tan fácil lograr que los miembros de grupos vulnerables, desviados y asistidos interioricen los valores de los grupos integrados. Se ha conseguido gracias al poder de la tecnología (de la televisión a Twitter) y al hecho de que las antiguamente llamadas “clases subalternas” tampoco poseen ninguna alternativa factible a la dominación —como no la tenían los esclavos en Roma ante la dominación patricia.

La vulnerabilidad en las sociedades postmaterialistas no es una realidad homogénea, sino que produce muchas situaciones muy dispares y tiende a encerrar a los vulnerables en sus propias cápsulas, donde les parece más fácil sobrevivir. Cuanto más se identifican los individuos con las reglas de su propio grupo más difícil les resulta salir de él. Hay vínculos de afiliación y de participación electiva en todos los grupos sociales que ejercen un papel de control social impresionante; y donde “por su bien” los miembros más vulnerables del grupo saben que más les vale no chistar. El control social se ejerce a través de múltiples mecanismos. Los teléfonos móviles nos mantienen geolocalizados a cada instante por la policía, nuestra reputación en las redes sociales nos obliga a la autocensura y el miedo a perder un trabajo precario, o a no poder pagar el alquiler de un piso, nos obliga a cerrar la boca, aunque lo que veamos no nos guste. Y ese tipo de mecanismos son transversales. Los alumnos de una escuela superelitista y de barrio alto tienen sus reglas y los arrabaleros de las villas miseria también —y cuando alguien no entiende o no cumple con las normas implícitas del grupo, simplemente es expulsado. Eso produce una consecuencia siniestra; cuando se cae en la vulnerabilidad social y se pierde el sostén de algún tipo de red comunitaria, el desamparo es total. La pérdida del sostén grupal y de los contactos sociales conduce a la precariedad – y la fragilidad emocional lleva a al bloqueo y a la inacción. El capital social, la cultura simbólica compartida y la confianza comunitaria son los instrumentos sociales que evitan la vulnerabilidad social. Cuando se pierden se acaba la esperanza. Para evitar perderlos, los individuos harán cualquier cosa excepto desafiar al poder. Por eso en las sociedades postmaterialistas la revolución es un piadoso deseo o un espejismo. Vínculos frágiles e individuos vulnerables son todo uno.

 

Vulnerabilidad y estigma

La vulnerabilidad es una característica inherente al cuerpo, pero también puede ser producida socialmente y caer en ella es como hacerlo en un pozo del que difícilmente se logra salir. No solo hay pocas políticas sociales realmente creíbles, y las que hay son meramente asistenciales, sino que la vulnerabilidad produce estigmatización tanto a nivel social como emocional. El peso de la opinión pública que considera a los vulnerables como una carga social a sufragar con impuestos, pero sin valor comunitario, es muy fuerte. Existen mecanismos de descalificación social dirigidos hacia las personas vulnerables que van desde el uso de un lenguaje despectivo y satírico hasta la violencia física, pasando por micromachismos y formas de rechazo simbólicas muy potentes. El hecho mismo de necesitar ayuda produce un estigma social que no solo se expresa en formas de rechazo. No solo una gran parte de la sociedad pretende evitar o ignorar al vulnerable. El rechazo también es interiorizado por los vulnerables mismos y les conduce a situaciones de bloqueo emocional, de autoculpabilidad, de automarginación y de minorización que son altamente incapacitantes. En muchas personas en situación de desafiliación y asistencialismo su forma de enfrentarse al estigma social pasa por elaborar un discurso autojustificativo o reivindicativo con argumentos de tipo moral y psicológico más que por el reconocimiento de la realidad social. Son bien conocidos los casos de personas que experimentan situaciones de vergüenza ante la precariedad que los llevan a huir de los asistentes sociales o, alternativamente, a verlos como miembros benevolentes de un sistema opresivo y a dedicar la mayor parte de su tiempo a enfrentarse con ellos por cualquier nimiedad. Existen formas de fragilidad social interiorizada que son mucho más incapacitantes por sus aspectos emocionales que por los de carácter económico.

Vulnerabilidad y estigma están intrínsecamente unidos y una no puede ser resuelto sin resolver el otro. Ambos se distribuyen de una manera muy desigual en las diversas sociedades, e incluso dentro de los diversos colectivos. Pero la experiencia de la asistencia social en los últimos cuarenta años demuestra que sirve de poco actuar sobre factores económicos sin hacerlo sobre elementos que tocan a la dignidad de los individuos (por ejemplo, el domicilio fijo, la ropa limpia, el corte de cabello, los zapatos relucientes, …). Resulta importante destacar que vulnerabilidad y estigma tienen ambos un componente emocional muy fuerte. La situación de vulnerabilidad se vive de una manera muy distinta cuando no existe una interiorización de la miseria (o de la dependencia) emocional que cuando los individuos han dejado de luchar porque se ha asumido e integrado la dependencia como el único horizonte posible de la vida. Interiorizar el discurso del paria es la mejor estrategia para perpetuar eternamente la situación de paria.

Superar —o por lo menos paliar en lo posible— situaciones de vulnerabilidad social requiere no solo una transformación del marco social y económico, mediante programas activos de ayuda, sino una transformación simbólica y emocional de los individuos que los induzca a tomar decisiones por sí mismos. Dado que en situaciones de vulnerabilidad los vínculos sociales se perciben como frágiles (o fragilizados), no puede salirse del laberinto sin una lucha contra el estigma y sin una construcción en positivo de la propia imagen, social. En cualquier sociedad humana, la manera como los individuos interpretan la situación en que se encuentran participa de la definición de esta situación y en la vulnerabilidad eso se hace todavía más patente. La desvalorización simbólica es una parte fundamental de la desvalorización económica, cultural y social. Una identidad desvalorizada siempre será vulnerable. Por eso al pensar sobre la vulnerabilidad social se hace indispensable reflexionar también sobre los mecanismos de desvalorización social que colectivamente hemos construido e interiorizado moralmente.

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay