EL
HOMBRE Y LA TÉCNICA
Agustín González Gallego
Catedrático de Antropología Filosófica.
Vicerrector Universidad de Barcelona.
agonzalez@ub.es
Resumen/abstrac
La historia de los inventos técnicos
pertenece a la historia de la humanidad. Técnica y naturaleza
no se oponen pues la historia del hombre es, también, historia
de la naturaleza. La técnica es la capacidad de aumentar
el poder hacer del hombre, su capacidad creativa. Proceso creador
que arranca de la conciencia de no saber y de la confianza en
la capacidad de saber. La ciencia participa de la libertad creadora.
La moderna tecnología nos plantea problemas morales de
los que no tenemos ningún referente. Tenemos que enfrentarnos
a ellos sin armas y ,además, constituir un nuevo concepto
de dignidad humana. El control que el hombre ha obtenido sobre
la naturaleza ha sobrepasado, con mucho, al que posee sobre sí
mismo.
---------------------------------------------
The history of technical inventions belongs to the history of
mankind. Technique and nature are not opposed,because the history
of mankind is also the history of nature. Technique is the capacity
man has to increase his power, his creative capacity. A creative
process that stems from the awareness of the own lack of knowledge
and from the confidence in the capacity of knowledge. Science
participates in creative freedom. Modern techenology raises moral
issues for which we have no referents. We must face them disarmed
and, furthemore, establish a new concept of human dignity. The
control that mas has gained over nature has gone beyond the control
he has over himseilf.
Homo
habilis – tecnología – inventar – responsabilidad
– dignidad humana – moral universal.
Homo
hablilis – technology – invent – responsability
– human dignity – universal moral.
-------------------------------------------------------------------------------
a)
Función antropológica de la técnica
“No
sólo se da una naturaleza opuesta a la técnica,
que la destruye y profana, una naturaleza que hace que la monstruosa
inutilidad de los esfuerzos humanos resbale sobre ella y se deja
sentir en la continua aniquilación de sus instrumentos;
también hay una naturaleza que pide a gritos la rienda
y freno del hombre, sus caminos y puentes, utensilios que la agarren
y aparatos que la arreglen, sus juguetes y el placer de su consumo”,
afirma H. Blumenberg , y si es así, no es osado pensar
que la historia de la humanidad también podría ser
contada como “historia de inventos de herramientas mejores”.
La historia del hombre está estrechamente ligada a los
inventos técnicos, por lo que no debe haber una oposición
entre técnica y naturaleza, pues la historia del hombre
es también historia de la naturaleza, o una determinada
historia natural: la historia del homo sapiens. “La técnica,
en su aspecto fenoménico, es un reino de mecanismos”.
Pero un reino de mecanismos sin autonomía propia, creado
por el hombre. La capacidad de nuestra especie es una capacidad
finita, poco definida y poco dotada; pues bien, por medio de la
técnica esa capacidad ensancha hasta límites impredecibles
su poder. Su radio de acción se extiende en el espacio
y en el tiempo y posibilita que el individuo dé saltos
cualitativos, impensables sin la técnica. “Sin la
técnica el hombre no existiría ni habría
existido nunca. Así, ni más ni menos”, dice
Ortega y Gasset al comienzo de Meditación de la técnica.
El hombre arranca trozos de la realidad y los convierte en objetos,
cosas, que desde ese momento pasan a formar parte de una red,
donde únicamente tienen sentido de medios, motivos o fines.
El objeto es, pues, ese trozo contemplado. Una piedra es un trozo
de roca, pero puede ser contemplada como objeto totémico,
como objeto recuerdo, como objeto físico, como objeto de
arte, como objeto del gemólogo. La técnica es el
manejo de los objetos para intentar resolver problemas existentes
o que ella misma se plantea, o mejorar las soluciones de los ya
resueltos. La piedra no sabe que existe, el animal percibe su
entorno pero permanece prisionero, atado a él. Es el hombre,
el animal que tiene percepción de la percepción,
quien puede poner distancia entre percepción y reflexión,
quien puede reflexionar e imaginarse lo que no existe o proponer
lo que tiene que existir. El objeto técnico es el producto
de esa reflexión. Cualquier ser natural, cuando lo analizamos
fenomenológicamente, nos abre una dimensión inabarcable;
del objeto técnico lo podemos tener todo, la nave espacial
más complicada está toda ella en los planos de los
constructores. La técnica sirve para separarnos de la naturaleza
y para dominarla. Pero la técnica también tiende
a separarse del hombre en la medida en que se va haciendo más
complicada, y esa progresiva autonomía de la técnica
es la que nos hace pensar en su posible independencia del hombre.
El homo habilis comenzó a construir herramientas hace unos
dos millones y medio de años. Lo más antiguo que
hemos encontrado es una ligera lasca de no más de veinticinco
centímetros de largo, afilada y dentada, de posible uso
polivalente: atacar, desgarrar, arma defensiva, cazar. Éste
es el verdadero salto cualitativo del homo habilis, la frontera
con el resto de los animales. En todos los lugares donde se han
hallado restos de homo habilis, o erectus y, por supuesto, sapiens
aparece esa frontera: creación de herramientas en complejidad
creciente, es decir, lo que entendemos como habilidad técnica
o simplemente técnica. El pájaro rompe / huesos
puede utilizar una piedra para romper los huesos o tirarlos desde
las alturas, pero no es capaz de utilizar la piedra para defenderse
o para adornarse, ni de modificar la piedra para algún
otro fin. “Actos técnicos, decíamos, no son
aquellos en que el hombre procura satisfacer directamente las
necesidades que la circunstancia o la naturaleza le hace sentir,
sino precisamente aquellos que llevan a reformar esa circunstancia
eliminando en lo posible de ella esas necesidades, suprimiendo
o menguando el azar y el esfuerzo que exige satisfacerlas.”
En eso reside la diferencia entre el animal atécnico y
el animal técnico que es el hombre. La técnica del
resto de animales es repetitiva e intuitiva, la llevan a cabo
aunque los fines ya no sean posibles. Sin pecar de antropomorfismo
podemos afirmar que la técnica del homo habilis es pensada,
comprendida, relación de medios y fines polivalentes, y
propia del entendimiento.
La técnica es la capacidad de aumentar el poder hacer del
hombre, la capacidad de inventar; es lo contrario de la adaptación
al medio, propio del resto de los animales, es la “adaptación
del medio al sujeto”, es no contentarse con lo que el mundo
es. Por medio de los actos técnicos el hombre invierte
el proceso biológico y se propone cambiar el determinismo
de las circunstancias materiales que le circundan. “Un hombre
sin técnica, es decir, sin reacción contra el medio,
no es un hombre”, sigue diciendo Ortega y Gasset.
Fueron los griegos quienes establecieron la distinción
entre tekné y ciencia. Entendían por tekné
una habilidad mediante la cual se hace algo, se transforma una
realidad natural en una artificial según reglas, y por
eso se puede transmitir y aprender. La tekné que englobaba
todo lo artificial incluido lo artístico, por lo que fue
frecuente en la cultura medieval traducir tekné por ars
–técnica de navegación por arte de navegar.
La tekné era la relación de un conjunto de acciones
para alcanzar un fin, la ciencia era la búsqueda o contemplación
de la verdad; la tekné manejaba la realidad, la ciencia
daba razón del por qué de esa realidad y es capaz
de imaginarse realidades más allá de la experiencia.
Una y otra tenían sus ámbitos de actuación
perfectamente diferenciados; más aún, no eran ni
compatibles ni complementarias: la tekné era cosa del entendimiento,
la ciencia de la razón.
La esclavitud y la fuerza humana barata fueron fundamentales para
que la técnica se mantuviera durante siglos en el ámbito
artesanal. Era una técnica accesible al grupo y apta para
la transmisión gremial. La técnica medieval, al
igual que pasó en Grecia, tampoco contaba con el apoyo
de la ciencia; sin embargo, no estaba tan constreñida por
los poderes fácticos y esa mayor libertad propició
la aparición de nuevos descubrimientos aunque seguía
siendo confiada a artesanos de manera un tanto despectiva por
ser conocimiento de segundo rango. En el Renacimiento comenzaron
a desarrollarse las llamadas ciencias naturales, que necesitaban
la técnica, y comenzaron a relacionarse con ella para resolver
problemas. Por ejemplo, Tartaglia (1564) fue capaz de calcular
el ángulo necesario para lanzar una bala de cañón
hacia su blanco.
La relación ciencias naturales-técnica va a hacer
posible, por primera vez, penetrar teóricamente en los
entresijos de la naturaleza. El modelo es el inventor dominado
por la pasión de llevar a la praxis lo que él ha
pensado que se puede hacer. Y el experimento, cosa que los griegos
no conocían, lo que diferencia la nueva ciencia de la ciencia
griega.
Poco a poco la técnica comienza a investigar metódicamente,
enredada con la ciencia, y a ser cosa de técnicos, no de
artesanos o de obreros. El progreso técnico libera al individuo
de ataduras de todo tipo, produce espacios de ociosidad, libera
de preocupaciones cada vez menos inmediatas y aumenta el tiempo
dedicado a las tareas del espíritu. Es consecuencia directa
del proceso de emancipación de la naturaleza que la técnica
lleva a cabo y apunta a la posibilidad de un reino cada vez más
autónomo del hombre, de una humanización de la naturaleza.
Sus espectaculares logros alimentaban una ilimitada confianza
en la técnica. ¿Cómo negar la estrecha relación
que existe entre democracia y técnica?. El hombre comenzó
a soñar con posibles mundos tecnológicos creados
por él mismo.
Ya en el siglo XX la técnica y la ciencia pasan de estar
enredadas a establecer estrechos lazos de colaboración
hasta el punto de ser muy borrosos los límites de separación
entre una y otra. Es lo que conocemos como tecnociencia y sus
logros han superado las aspiraciones más osadas del hombre
occidental. Un mundo tecnificado ya no es un sueño. Y es
a partir del momento en que la máquina ha ido ganando autonomía
cuando comienza a cuestionarse la bondad, que parecía connatural,
del progreso tecnológico. Ahora la técnica tiende
a explotar la naturaleza y no sólo a manejarla. Tanto Ortega
y Gasset como Heidegger distinguían entre la técnica
antigua, que tenía por fin el manejar la realidad para
liberar al hombre, para aumentar su poder, y la técnica
de nuestros días, la tecnociencia, que lo que pretende
es explotar la naturaleza, dominarla para manejarla y transformarla.
La primera la juzgaban positivamente, la segunda creían
que producía una deshumanización de la naturaleza,
un mundo sin alma. La técnica cruzó una frontera
a no se sabe dónde y, al mismo tiempo, puso en las manos
del hombre un poder como no había tenido nunca.
Por primera vez el hombre se ha visto obligado a pensar sobre
la técnica y no sólo a celebrar sus logros. A pensar
sobre su uso, sus límites, sus fines. El momento crítico
fue cuando la máquina comenzó a separarse del hombre,
a ser algo ajeno, y es en ese momento cuando se plantea la posibilidad
de crear el mundo deshumanizado a que hacíamos referencia.
Podemos pasar de la libertad que proporcionaba la técnica
al reducir el tiempo necesario de la producción, a la tiranía
de la técnica.
Las ciencias sólo pueden entender al ser humano como cosa,
como objeto, no pueden entenderlo como “debe ser”.
La ciencia en sí, como pasaba con la técnica, no
es ni mala, ni perversa, pero puede ser una cosa o la otra, todo
depende del uso que de ella hagamos, y es aquí donde reside
el verdadero peligro: en el desequilibrio, cada vez más
inquietante, entre un creciente poder actuar y la prudencia en
su uso, cada vez más decreciente. La tekné era un
medio para luchar contra la necesidad, lo que significaba que
el homo faber estaba al servicio del homo sapiens. Con el dominio
de la tecnología, en la era de la tecnología, el
homo faber reina sobre el homo sapiens. “En otras palabras,
incluso independientemente de sus obras objetivas, la tecnología
cobra significación ética por el lugar central que
ocupa ahora en la vida de los fines subjetivos.”
“Los productos de la tecnología han penetrado tan
profundamente en nuestra vida cotidiana, hasta en los detalles
más pequeños, que la “condición natural”
del hombre moderno viene representada por su mundo artificial.”
Y pronto entraremos en la era de la “evolución volitiva”,
en cuanto seamos capaces de “alterar no sólo la anatomía
y la inteligencia de la especie sino también las emociones
y el principio creativo, que es el verdadero núcleo de
la naturaleza humana”, como nos recordaba E. Wilson en1980.
Los avances técnicos pueden alterar lo que antes se consideraba
natural en el hombre y nos sitúan ante un proceso de desacralización
de la vida, “que pasa de un estadio de evolución
natural, intangibilidad e indeterminación, a otro de preselección
y determinación de nuestros caracteres hereditarios”.
Por ejemplo, ¿cómo queda la sexualidad como único
medio de procreación ante la concepción “in
vitro”?, o si la muerte, teóricamente, ya no es límite,
¿cómo pensar el hombre para la muerte? Como afirma
el prestigioso físico Javier Tejada: “El camino hacia
el futuro siempre es borroso dada la “aparente” imposibilidad
de articular en un sistema coherente la gran variedad de fenómenos
que ocurren. Pero si somos optimistas, y no hay razón para
no serlo, deberíamos alabar esta bendita complejidad en
que vivimos que siempre nos pone delante de nuevos retos para
descubrir y en la que aun conociendo muchos de los elementos que
regirán en el futuro no sabemos como combinarlos [...].
Espero que todos contribuyamos a que los cambios que nos llegarán
en el futuro no nos conduzcan al ayer. Deberíamos entender
que el tiempo de tiempos, el que bisectará la historia,
está hecho de “nosotros y ellos” y que además
de cambiarnos nos hará “volver” allí
donde nunca estuvimos.”
b)
Ciencia y libertad creadora
La naturaleza como perfecta es una de las ideas más antiguas
de la humanidad. Bien porque ha sido creada por un Dios perfecto
y omnipotente, o bien porque ella es perfecta en sí misma.
Ambas ideas proceden de Platón y Aristóteles. Arte
y ciencia, durante siglos, tuvieron a la naturaleza como modelo
para alcanzar sus objetivos y su perfección. Fue la modernidad
la encargada de acabar con ese mito. El consejo “imitar
a la naturaleza” ha tenido una vigencia secular y aún
mantiene un cierto halo romántico, artístico y de
tono ecológico. La mimesis, como imitación, era
el método, pero desde el momento en que el hombre moderno
colgó del sujeto el atributo de creador se derrumbó
el mito. En cascada, ciencia, arte y técnica comenzaron
a depender de él y a existir en sus propios mundos: artístico,
científico, técnico y, por qué no, metafísico.
“La invención es el acto significativo por antonomasia
del mundo moderno no porque la necesidad despierte la inventiva;
y las estructuras técnicas emergen en las obras de arte
de la época en forma de reproducciones no porque nuestra
realidad esté tan impregnada de ellas, sino que lo que
aquí se nos da a sentir es, más bien, la fuerza
acuñadora de ese impulso homogéneo que apremia a
articular una autocomprensión radical del hombre.”
El hombre moderno, al quedarse huérfano de tutelajes trascendentales,
descubrió su capacidad creativa, su capacidad de crear
originalmente, su yo como principio y como juez. “El ser
humano ya no mira a la naturaleza, al cosmos, para extraer de
ella el rango que le corresponde entre los seres, sino al mundo
de las cosas surgido sola humana arte” (Ibíd.). El
hombre como creador no imita, pero tampoco se contrapone a la
naturaleza. Simplemente, alcanza objetivos que se propone o sueña,
sin imitar a la naturaleza. El invento es su producto y la técnica
su medio. “El tópico de la imitación de la
naturaleza es un encubrimiento de la incomprensión de lo
que es la originalidad humana, falsamente considerada como un
acto de violencia metafísica.”
El paso de la Edad Media a la Edad Moderna no se habría
dado ni sería comprensible sin la técnica. Pero
¿en qué consiste ese nuevo pathos? Surge contra
la tradición metafísica que identificaba naturaleza
y ser, y que tenía como consecuencia la propuesta de la
imitación. En la modernidad el aliento procede de la actividad
creadora. Se pasa del sabio al genio, aunque todavía el
concepto de sabio mantiene una semántica ambigua. La distancia
entre Leonardo da Vinci y los hermanos Wright es un buen ejemplo.
La ilusión de volar, no sólo como metáfora
sino también el cómo poder hacerlo, era una vieja
aspiración. La figura mitológica de Ícaro
su simbolización. Siempre se intentó volar con alas,
a la manera de las aves, “imitando a la naturaleza”.
Pues bien, los primeros que volaron realmente fueron los hermanos
Wright y lo hicieron con hélices y motor, algo de lo que
no tenemos modelos naturales, algo que nunca ha producido la naturaleza
ni se deriva de ella (los órganos rotativos no se dan en
la naturaleza). Ícaro se cayó. Pensar lo imposible,
sentirse creador, es el nuevo pathos.
Genio y artista representan creación, origen, no imitación.
“La vida individual es perspectiva, está envuelta
en una atmósfera de ilusión y de no saber”.
De todos modos, esa limitación es indispensable para los
procesos de vida creadores. “Lo saben muy bien los artistas,
en los que las manías y las obsesiones son fuerzas impulsoras.
Pero saben también que sólo el cálculo frío,
la voluntad reflexiva de la forma y el entendimiento constructivo
endurecen la materia caliente del entusiasmo para conseguir una
figura lograda. Esto vale para el arte y también para la
cultura en general. El proceso concreto de la vida, con su apasionado
espíritu de contradicción, tiene que refrigerarse
en el medio de la técnica.” El proceso creador arranca
de esa conciencia de no saber y de la confianza en la capacidad
de saber. En la naturaleza todo está determinado, su regularidad
es la manifestación de esa determinación, y por
eso podemos conocerla, preverla, dominarla y modificarla. Lo propio
de la especie humana es el salto cualitativo que supone la libertad
entendida como no-determinación. Las vanguardias artísticas
y la ciencia moderna son claros exponentes de esa libertad. Un
arte nuevo para un hombre nuevo, como diría Nietzsche.
El arte de las vanguardias fue arte de creación, de concepción,
de interpretación, es decir, paso de la reproducción
visual (imitación de lo exterior) a la reconstrucción
de lo interior (ve la inteligencia, no los ojos). El artista mantiene
una postura crítica con voluntad de renovación,
ruptura con el pasado y constancia de la necesidad de un nuevo
lenguaje artístico. Crear significa, ahora, realizar obras
a partir de una idea, de una concepción de lo que se quiere
representar, de la invención, no de una reproducción
o imitación de la realidad de la naturaleza. Las vanguardias
distinguen con claridad entre lo que es arte y lo que es naturaleza,
la realidad interior y la realidad exterior, por lo que el verdadero
arte tendrá que utilizar el lenguaje que le es propio y
no el de la naturaleza. El juego de colores, formas y volúmenes
es libre y no tiene por qué estar condicionado por la reproducción
de la realidad. La realidad óptica queda sacrificada en
beneficio de la concepción formal. La creación de
otra realidad es el objetivo. En palabras de Kandinsky, “El
artista debe tomar como punto de partida la imposibilidad y la
inutilidad de copiar el objeto sin otro propósito que la
copia misma. Si quiere alcanzar el verdadero arte, partirá
de la experiencia “literaria” del objeto y de este
modo llegará a la composición”
La obra de arte debe tener una realidad independiente de la realidad
externa: concepción / creación frente a visión
/ imitación. No se desprecia la naturaleza, se ve como
recurso, como repertorio de formas y fuente de inspiración.
El artista reinterpreta el hecho natural en su interior. El cuadro
ya no nos remite a un original con respecto al cual se juzga,
él es el objeto que atrapa nuestra atención. La
mirada queda atrapada en su superficie y nos obliga a pensar,
a descifrar, o a escuchar lo que nos dice. La reflexión
y el concepto pasarán a un primer plano; se da un verdadero
quebrantamiento de la función denotativa del cuadro, de
la forma cerrada. La pintura, ahora, obliga a mirarse por dentro,
a descubrir nuevos mundos.
La ciencia también participa de esa libertad creadora.
Su praxis descansa en dos principios: a) la actividad humana fija
formalmente el esquema de captación o de relación
de la realidad, y a esto llamamos racionalidad, y b) esta manera
de relacionarnos con las cosas, o de manejarlas, no significa
que la realidad sea racional o que obedezca a principios a priori
por nosotros marcados. Es decir, no necesita ni formal ni implícitamente
la racionalidad del Universo y, podemos añadir, la razón
para el científico es independiente de la racionalidad
particular. La ciencia se constituye como tal cuando se despega
del “imitar a la naturaleza”, cuando maneja hipótesis,
soluciones imaginarias para problemas imaginarios, cuando actúa
libremente, cuando, en definitiva, comienza a crear. La electricidad,
la energía atómica, los rayos láser, no son
intuitivos. Ciencia y arte habitan mundos parecidos. Es perfectamente
lícito llamar arte a productos técnicos o científicos.
La ciencia responde a la pregunta “¿qué hay?”
afirmando que hay tres clases de cosas y sólo tres: “partículas
(cadena discontinua, o discreta en matemáticas, de cosas
movientes), una estructura tridimensional y continua, llamada
“espacio absoluto” y una estructura unidimensional,
continua, llamada “tiempo absoluto”. Pues bien, esto
que nos parece tan obvio no tiene una base intuitiva. Las tres
forman parte de nuestra red de aprehensión de la realidad.
Son como las categorías kantianas, conceptos puros que
no proceden de la experiencia, que no son nada por sí mismos
y necesitan de las intuiciones. Este separarse de la naturaleza,
este no actuar de forma natural, es lo que nos permite irla dominando,
irla transformando, lo que pone en nuestras manos una capacidad
creadora / destructora. “No es insensato pensar que la era
científica y técnica es el principio del fin de
la humanidad; que la idea del gran progreso es un deslumbramiento,
como también la del conocimiento final de la verdad; que
en el conocimiento científico nada hay de bueno o deseable,
y que la humanidad que se esfuerza por alcanzarlo corre a una
trampa” decía Wittgenstein. Pero también es
cierto que con la ciencia hemos alcanzado un bienestar inimaginable
sin los logros tecnológicos. Es un poder y un arma en manos
de su creador, el hombre. La técnica puede servir a cualquier
clase de poder, todos pueden usarla. Cuando Heidegger critica
la técnica, o cuando la escuela de Frankfurt pone en tela
de juicio el progreso tecnológico, no están juzgando
la ciencia, sino su uso. La ciencia por sí misma, una vez
más, no es ni buena ni mala. La energía atómica
la podemos usar en medicina o en aeronáutica, pero también
para matar millones de vidas. “Creamos objetos, pero no
nos detenemos a asumir responsabilidades morales sobre ellos.
La ingeniería genética muestra en toda su crudeza,
en tanto que nos afecta directamente, como seres biológicos
que somos, este problema, esta carencia de asunción de
responsabilidades asociadas a la ciencia contemporánea.
Como también lo muestra el mundo de la microelectrónica,
de las comunicaciones digitales, que está construyendo
un mundo nuevo, sin plantearse siquiera si es un mundo que queremos,
del que deseamos hacernos responsables.”
La capacidad creadora de la tecnología es vertiginosa:
se busca la novedad “independiente de lo que semejante novedad
pueda representar para el “avance del saber”, para
la comprensión más profunda de los fundamentos teóricos
en los que se asienta la ciencia”, se crean problemas inexistentes
para luego buscar sus posibles soluciones. Hoy en día la
ciencia ni tan siquiera está atada al pragmatismo. Los
laboratorios están llenos de experimentos para ver qué
pasa, y si pasa algo ya veremos para qué sirve. Decía
Faraday que los resultados de la investigación básica
son imprevisibles, pues no conocemos las respuestas, y que sus
consecuencias prácticas son más la excepción
que la regla. Un día de 1800 lo visitó un parlamentario
en su laboratorio de Oxford y le preguntó: “¿Por
qué se pasa la vida, profesor, jugando como un niño
con esos cables e imanes?”, a lo que Faraday le respondió:
“No lo sé, pero sus sucesores cobrarán cuantiosos
impuestos con los resultados de mi trabajo”.
La ciencia básica es cosa de aventureros, en el sentido
más noble de la palabra: la aventura que se revela en la
investigación. El experimento nos permite ir hablando cada
vez mejor de lo que sea la realidad, probar hipótesis explicativas,
y esto, en el fondo, son metáforas de la realidad en sí,
de esa realidad en sí que nos es negado alcanzar, que supera
los límites cognoscitivos del ser humano. El hombre conoce
como puede conocer y se mueve en dos planos: mundo observable
y mundo inteligible. El mundo observable depende de la técnica,
el mundo inteligible es, en palabras de J. Mosterin, “nuestra
construcción teórico-conceptual máximamente
comprensiva acerca de la realidad en su conjunto, en la medida
en que ésta nos sea accesible científicamente”,
y este mundo inteligible es la verdadera creación de la
ciencia que tiene que dar cuenta del mundo observable, es cierto,
pero no está determinada por él. La ciencia siempre
ha dado saltos cualitativos por encima de los horizontes explicativos
del momento. Desde el paradigma newtoniano ni tan siquiera podía
plantearse la posible curvatura del espacio, pues la geometría
euclidiana, que es uno de sus horizontes comprensivos, no lo permite.
El modelo del Big Bang no nos permite plantearnos el segundo anterior
a la gran explosión. Los cuanta que Max Planck introdujo
en 1900 eran totalmente incompatibles con la física clásica,
como cinco años después demostraría Einstein.
Este mundo inteligible es el objeto de lo que denominamos ciencia
básica o ciencia pura, el observable es el objeto de la
ciencia aplicada o tecnología. Uno y otro son creaciones
humanas a partir de esa realidad que está ahí.
c) Derechos humanos y tecnología.
En nuestros días, el derecho natural ya no tiene su origen
y fundamento en nada ajeno al hombre, en nada trascendente, ni
se entiende como absoluto en sí mismo. Por derechos naturales
entendemos el conjunto de derechos anteriores a toda ley y pertenecientes,
por tanto, a una moral que consideramos universal. Esta moral
universal no proviene de ninguna trascendencia, son los hombres
los que la constituyen. Valorar los derechos como fundamentales
significa que los reconozco en mí y en el resto de los
hombres, que no son otorgados por ningún derecho positivo.
¿Cómo se determinan esos derechos fundamentales,
esos derechos naturales? Si repasamos su historia nos daremos
cuenta que siempre fueron propuestos por el hombre, pero, contra
la tentación de relativizarlos, también encontraremos
que a partir de ese momento ya nunca fueron negados. No los tenemos
por naturaleza, en estado natural, como diría Hobbes. Libertad
y dignidad humana son sus ejes.
Ya no sólo pensamos en el hecho del reconocimiento de los
derechos fundamentales, sino que exigimos al Estado el crear las
condiciones objetivas para que podamos ejercerlos. Si tienes derecho
pero no puedes ejercerlo (educación, salud, justicia),
o tienes que ejercerlo en clara desventaja con el resto de los
miembros de tu sociedad, la validez del principio es nula. El
concepto que utilizamos para construir esa moral universal es
el de dignidad humana, dentro del cual la libertad ocupa un lugar
preferente.
Si a lo largo de la historia hemos ido descubriendo, proponiendo,
los diferentes niveles de la libertad (movimiento, religión,
política, pensamiento, expresión), con el concepto
de dignidad nos está pasando algo parecido: su contenido
se va haciendo cada vez más amplio. Este nuevo marco es
en el que tenemos que decidir hasta dónde debemos exigir
esos derechos, es ahora cuando hemos comenzado a poner límites
a la libertad libertaria, es ahora cuando podemos exigir respeto
a las minorías, es, en definitiva, cuando podemos distinguir
entre los diferentes niveles de derechos, en su jerarquización.
En un mundo intercultural como el nuestro las discusiones sobre
cuál sea el contenido de esa dignidad son constantes. La
ciencia y la técnica están en el centro de las mismas.
En la ética tradicional toda relación con lo que
no era humano era neutra; sólo las relaciones con los otros
hombres y consigo mismo tenían carácter ético,
era una ética antropomórfica. La técnica
era algo que el hombre usaba para su supervivencia y bienestar,
no formaba parte ni del destino ni de las principales preocupaciones
de los hombres. La vida en general fluía al margen de la
técnica, tenía sus propias finalidades, no se percibía
la posibilidad de peligro o transformación esencial. Por
otro lado, la eticidad de la acción siempre se contemplaba
en presente, tanto en el tiempo como en el espacio. “A nadie
se le hacía responsable de los efectos posteriores no previstos
de sus actos bien-intencionados, bien-meditados, y bien-ejecutados.”
Era una ética de la inmediatez que aún sigue presente.
“Pero esta esfera queda eclipsada por un creciente alcance
del obrar colectivo, en el cual el agente, la acción y
el efecto no son ya los mismos que en la esfera cercana y que,
por la enormidad de sus esfuerzos, impone a la ética una
dimensión nueva, nunca antes señalada, de responsabilidad.
Tómese, por ejemplo, como primer y mayor cambio sobrevenido
en el cuadro tradicional, la tremenda vulnerabilidad de la naturaleza
sometida a la intervención técnica del hombre, una
vulnerabilidad que no se sospechaba antes de que se hiciese reconocible
en los daños causados. Este descubrimiento, cuyo impacto
dio lugar al concepto y a la incipiente ciencia de la investigación
medioambiental (ecología), modifica el entero proyecto
de nosotros mismos como factores causales en el amplio sistema
de las cosas. Esa vulnerabilidad pone de manifiesto, a través
de los efectos, que la naturaleza de la acción humana ha
cambiado de ipso y que se ha agregado un objeto totalmente nuevo,
nada menos que la entera biosfera del planeta, de la que hemos
de responder, ya que tenemos poder sobre ella. ¡Y es un
objeto de tan imponentes dimensiones que todo objeto anterior
de la acción humana se nos antoja minúsculo! La
naturaleza, en cuanto responsabilidad humana, es sin duda un novum
sobre el cual la teoría ética tiene que reflexionar.”
En la medida en que la naturaleza es necesaria para la posible
existencia de futuras generaciones es, también, una ética
antropomórfica, preocupada por el hombre. Ahora la tecnología
tiene una estrecha relación con el futuro, una responsabilidad.
Somos responsables ante generaciones futuras, algo totalmente
nuevo, de lo que no tenemos experiencia. En la ética de
la responsabilidad sus mandamientos nos obligan sin tener correspondencia
con el otro; otro que ni siquiera conocemos. “El hecho de
que precisamente hoy estén en juego esas cosas exige una
concepción nueva de los derechos y deberes, algo para lo
que ninguna ética ni metafísica anterior proporciona
los principios y menos aún una doctrina ya lista.”
La biosfera, la biodiversidad, las generaciones futuras, ¿pueden
tener exigencias morales por sí mismas?; y si es así,
¿quién o quienes tienen autoridad para determinar
sus derechos y nuestros deberes? Quizá sean estas las preguntas
clave, y en las respuestas el papel de las ciencias es central.
Ya no sólo nos tiene que doler el presente, también
nos debe doler el futuro. Ojalá Blade Runner (R. Scott,
1982) no sea una profecía.
Los que hoy consideramos derechos fundamentales siempre fueron
propuestos en momentos en que estaban amenazados. Vida, naturaleza,
dignidad humana, están ahora en esa situación de
presente y de futuro. La ética de la responsabilidad nos
debe obligar a tener en cuenta la trascendencia de nuestras acciones:
no sólo soy responsable ante mis contemporáneos
sino también ante las generaciones futuras. Esa responsabilidad
ha pasado de las manos de los dioses a las manos de los hombres.
O dicho de otra forma: estamos obligados a preocuparnos por los
costes del progreso.
Y aquí nos asaltan nuevas preguntas: ¿hasta dónde
tiene que llegar el sacrificio, las renuncias del presente respecto
a ese futuro?, ¿qué futuro queremos?, ¿la
ciencia tiene que tener una autonomía vigilada? La ciencia,
ya lo hemos señalado, como sistema de conocimiento no tiene
relevancia ética, pero en la medida en que forma parte
de la acción humana no puede sustraerse a la responsabilidad.
“Todo esto indica que el crecimiento de la ciencia y la
técnica impone una dinamización de la moral, que
no significa relativismo moral, sino hacer que la moral sea capaz
de enfrentarse con la situación efectiva del hombre contemporáneo[...]”,
y aquí el concepto riesgo tiene una especial relevancia.
Afirmar que “toda actividad humana puede sufrir limitaciones
como consecuencia de la existencia de normas morales” es
ya perfectamente lícito y compatible con la libertad, pues
la responsabilidad la incluye. “Todo hombre debe poder tener
confianza en el comportamiento de los otros, porque habría
de saber que usarán responsablemente de sus posibilidades
de acción, de la misma forma que él usa responsablemente
de las suyas” La responsabilidad ya es de todos. El control
que el hombre ha obtenido sobre la naturaleza ha sobrepasado,
con mucho, al que posee sobre sí mismo.
La problemática de la bioética es especialmente
candente en torno al comienzo y final de la vida. Los grandes
avances biomédicos han provocado que la naturalidad que
poseían el nacer y el morir se haya diluido, convirtiéndose
en procesos extraordinariamente complejos y polémicos.
Uno y otro entran de lleno en el concepto de dignidad humana.
No podemos hacer oídos sordos al poder que la biotecnología
ha puesto en nuestras manos, ni dejar el futuro en sus manos sin
ninguna prevención. Ya no podemos definir a la persona
sólo con las representaciones tradicionales, no porque
hayan perdido su vigencia o sean insignificantes, sino porque
estamos ante retos totalmente nuevos.
Se necesitan nuevos modos de realización normativa que
correspondan a las nuevas capacidades adquiridas: proteger las
innovaciones tecnológicas por el interés de la humanidad
o proteger a la humanidad de las innovaciones tecnológicas
es la cuestión.
La biotecnología no es como cualquier otro de nuestros
saberes, nos obliga a repensar el concepto de persona, y eso significa
mucho más que acomodar las innovaciones tecnológicas
a nuestras creencias y costumbres. Las posibilidades que tenemos
de manejar el cuerpo humano modifican sustancialmente el mundo
de la vida que nos había sido entregado, y la pregunta
por el hombre se transforma en pregunta sobre qué debemos
hacer con él. En pocas palabras: debemos decidir cuáles
de estas tecnologías son intervenciones para remediar disfunciones
físicas y cuáles pueden ser punto de partida para
producir modificaciones que atañen al campo de la subjetividad,
de la dignidad humana.
Lo que nos ocupa ahora es una verdadera revolución remodeladora
o recreadora del hombre, una revolución antropoplástica.
Las revoluciones anteriores nunca tuvieron al hombre como objeto
directo. Las nuevas tecnologías operan sobre el cuerpo
humano produciendo una progresiva tecnificación de la vida,
de la sexualidad, del deseo, reduciendo el cuerpo a objeto. Maternidad,
paternidad, filiación, familia, como categorías
culturales, son las que están en juego. Si lo simbólico
es lo propio del hombre, será necesario delimitar con precisión
qué es lo que tiene valor estructural y debe ser conservado
y qué tanto variable y contingente puede ser transformado.
Es necesario fijar los márgenes de esa dignidad humana
para no reducir la función del conocimiento a mera eficacia
mercantil o explotadora del hombre por el hombre.
La posesión de un conocimiento no nos obliga per se a usarlo,
o, dicho de otra manera, lo que puede ser hecho no arrastra la
necesidad de que se haga. “La ciencia, hasta el presente,
nunca tuvo que arrepentirse de sus aportes, ni anular ninguno
de sus progresos. Por el contrario, siempre los ha mantenido y
consolidado, con el apoyo de la opinión pública,
aún cuando ésta se mostraba un tanto reticente.
La ciencia jamás se ha encontrado en la situación
de tener que dar un paso atrás [...]. Y sin embargo, hoy,
en ciertos momentos, una ligera duda nos invade [..]. Y nos preguntamos
si la ciencia no está a punto de tocar un límite
más allá del cual sus avances pueden ser más
dañinos que ventajosos [...] ¿ No será que,
poco a poco, habremos accedido a campos que hubieran debido permanecer
cerrados? ¿No será que tal vez no teníamos
el derecho a remontarnos hasta las fuentes del ser? Tal vez la
vida humana debía seguir propagándose en la sombra,
sin que la ciencia viniera a proyectar sobre ella sus luces indiscretas.
En el punto en que nos encontramos, sabemos demasiado para volver
atrás, para no continuar en nuestra aventura [...]. Pero,
por audaces que seamos –o creamos serlo-, por preparados
que nos sintamos para comer los frutos del árbol de la
ciencia, debemos reconocer que hay algo en nosotros que se inquieta,
que se rebela, que protesta viendo esbozarse en las brumas del
futuro el extraño paraíso que nos prepara la biología
[...]. Nacidos de gametos seleccionados, todos provistos de genes
sin defectos, habiendo beneficiado de hormonas superactivas y
de una ligera corrección de cerebro, todos los hombres
serán bellos, sanos, inteligentes. Vivirán doscientos
años o más. Ya no habrá fracasos, angustias,
dramas. La vida será más segura, más fácil,
más larga, pero[...] ¿valdrá la pena de ser
vivida?” O, con palabras de H. Jonas “Sólo
la previsión de la deformación posible del hombre
nos aporta el concepto del hombre que nos permite protegernos”.
El reto está ahí, la respuesta depende de nosotros.
La Asamblea de La UNESCO de 1994 en La Laguna aprobó La
Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Generaciones
Futuras. Cuando se propuso a la aprobación del Comité
Ejecutivo, antes de tomar una decisión, se plantearon una
serie de preguntas: “¿son derechos jurídicos
o solamente morales?, ¿habrán de entenderse como
derechos humanos o como derechos en sentido lato del derecho internacional?,
¿habrán de ser representados como derechos individuales
de las personas pertenecientes a las generaciones futuras o como
derechos colectivos de las generaciones venideras?”. Después
de una larga discusión acabaron redactando un provisional
“Anteproyecto de declaración sobre las responsabilidades
de las generaciones actuales para con las generaciones futuras”.
El cambio de título es significativo para lo que venimos
manteniendo: en lugar de “derechos” aparece “responsabilidades”.
Pero, una vez más, ¿quién o quiénes
reclama o reclaman nuestra responsabilidad? ¿la Humanidad
o la especie humana? La primera es cuantitativa, el conjunto de
los hombres, y la relación negativa es la que denominamos
“delitos contra la humanidad”: genocidios, destrucción
de patrimonios ecológicos, culturales, etc. La segunda
representa la esencia, lo que consideramos la esencia de la especie,
al margen de la cantidad de individuos que sean o puedan ser,
y la relación negativa es la que conocemos como delitos
contra la dignidad humana o contra el ser humano. La bioética
entra de lleno en este segundo caso; cuando intervenimos en el
proceso genético introducimos modificaciones en la persona
directamente afectada y, al mismo tiempo, intervenimos en todos
sus descendientes. Y con ello se está influyendo en la
esencia misma de la persona. Esta vez, la ciencia ha dado un paso
de gigante, radical, y la moral y el derecho han seguido en su
lento caminar. Pero los resultados científicos ya están
aquí, tenemos que enfrentarnos a ellos sin armas, pues
las clásicas ya no nos sirven, y nos están demandando
una nueva concepción de la dignidad humana.