UNA NOTA SOBRE LOS CULTURAL STUDIES

Ramon ALCOBERRO

Los cultural studies aparecieron en Gran Bretaña como una derivación de los trabajos de crítica literaria que se planteaban los usos y los aspectos sociales de la literatura, o si se prefiere, que problematizaban la interrelación entre literatura, política y sociedad. Surgieron a partir del convencimiento de que: «la cultura es el espacio de los movimientos simbólicos de grupos que tejen relaciones de poder.» (“Cultura”, Nara Araujo; en Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos. Coordinación de Mónica Szurmuk y Robert Mckee irwin. Ed. Siglo XXI, pp. 71 y ss.). Se plantearon en qué sentido la cultura popular era sensible a las tensiones sociales y políticas de la sociedad de masas y cómo y por qué las relaciones asimétricas de poder eran introducidas y normalizadas por los hábitos intelectuales y culturales de una sociedad.

 En su origen, los cultural studies fueron una consecuencia del progresivo descubrimiento, en el contexto del pensamiento marxista, de la importancia de la comunicación (y en particular de la comunicación de masas) en la construcción de las mentalidades. Entre 1960 y el final del pasado siglo, los cultural studies se ocuparon de describir las formas en que la cultura interacciona con el poder, cómo se crean identidades y cómo se producen construcciones sociales que reproducen o transforman estructuras precedentes. Surgieron, y no por casualidad, en paralelo al desarrollo del Estado del Bienestar y al mismo tiempo que el desarrollo de la televisión (entonces aún en blanco y negro) y de la Sociedad del Espectáculo se iba apoderando cada vez más de los comedores de las casas de los obreros. En la década de 1960 la clase obrera blanca de la mayoría de paises europeos occidentales estaba ya feliz y plenamente integrada en los mecanismos del capitalismo desarrollado. (Por cierto, esa no fue –para nada– la situación en que hallaba España donde el fascismo campaba a sus anchas convertido en nacional catolicismo). Se necesitaba cada vez más mano de obra y a las fábricas de Francia, Alemania y el Reino Unido no llegaban solo españoles, portugueses, griegos o italianos, sino cada vez más gente que procedía de las antiguas colonias y de tradiciones religiosas que no tenían nada que ver con las tradiciones locales.

 

 The othering of other

   El fenómeno del choque cultural resultó especialmente impactante en el Reino Unido en la década de 1960. La masiva inmigración procedente de los territorios recientemente descolonizados por antiguo imperio británico, que traía consigo nuevas prácticas culturales y, en paralelo, la desintegración de la tradición obrera al consolidarse el Estado del Bienestar, fueron el marco desde el que se plantearon nuevas reflexiones políticas sobre la interacción entre cultura y sociedad.

   Los cultural studies son la expresión de la conciencia creciente que se fue adquiriendo en ámbitos universitarios (y en ámbitos políticos progresistas en general) a lo largo de la década de 1960. Con la inmigración de miles de personas provenientes de todos los rincones del antiguo imperio y con la extensión de la televisión a todos los hogares empezaron a aparecer preguntas (y perplejidades) sobre la importancia de los temas de identidad cultural en la representación del mundo de las clases populares. Lo que en los estudios postcoloniales se denomina «alterización del otro» [the othering of the other], la producción del otro como algo extraño, exótico, ajeno y exterior a mí,  «sin anclaje histórico», se ha ido convirtiendo en los últimos treinta o cuarenta años en una constante cultural que ha alterado profundamente los valores morales, la ideología política (y el voto) de las clases populares, cada vez más decantadas por el conservadurismo en las urnas. Reconocer esa situación no gusta demasiado a los progresistas y muchas veces se ha pretendido obviar o incluso negar la deriva hacia el conservadurismo de la clase obrera. Hay temas que están, por decirlo en una expresión de Derrida que gusta a Hall: «bajo tachaduras y tachaduras de tachaduras (…) en el sentido de que resulta imposible pensar sujetos, lucha,  términos y conceptos del mismo modo en que se los pensó anteriormente» (Stuart Hall: La cultura y el poder). Pero conviene preguntarse por qué sucede eso. Los cultural studies tienen una fuerte inclinación a cuestionar el papel de los valores culturales y su incidencia en las clases populares de la sociedad de masas, que por otra parte no ha dejado de crecer en complejidad hasta hoy.

Las tradiciones marginales de la cultura obrera habían sido tradicionalmente poco estudiadas, por no decir que fueron menospreciadas, incluso por autores del ámbito marxista que las consideraban como formas de alienación o, a veces, como atavismos de una época agraria destinada a la extinción. Paradójicamente ha sido la globalización el fenómeno que ha comportado que dé un mayor interés a los estudios sobre la tradición cultural específica de las clases subalternas porque se ha querido ver en ella una matriz o una fuerza motor de la resistencia política. A final de los años cincuenta, sin embargo, interesarse por los fenómenos de lo que hoy llamamos cultura de masas resultaba extraño, y todavía más cuando se hacía desde una universidad aun extraordinariamente elitista. A la Academia por aquel entonces le sorprendía que la “cultura” no consistiera en un conjunto de saberes y de técnicas o artefactos más o menos “congelados”, sino que se desarrolle como un proceso, internamente lleno de contradicciones. Y parecía todavía más extraña, si cabe, la afirmación de que la cultura permitía detectar la naturaleza de las relaciones sociales. Conviene recordar que hacia los años 1950-1960 se creía aún, siguiendo el esquematismo marxista más mecanicista, que la cultura era de naturaleza “supraestructural” y que solo la economía permitía comprender de verdad como actúa el poder en la sociedad. La recuperación de lo político en la cultura es un mérito claro del ámbito de los cultural studies.

De hecho, los cultural studies surgen en ámbitos marxistas académicos del Reino Unido, críticos con el estalinismo y a la vez contrarios al canon cultural tradicional que consideraban elitista, etnocéntrico, y vinculado al colonialismo (o al sexismo), cuando no directamente racista. Específicamente crecieron desde 1963 alrededor un núcleo establecido en la Universidad de Birmingham y de la New Left Review, órganos del marxismo académico británico (E.P. Thomson, Perry Anderson, Raphael Samuel) cuyo primer interés era recuperar un socialismo no dogmático, capaz de entender la transformación de la cultura industrial tras de la II Guerra Mundial. Entender que la cultura iba a convertirse toda ella (y no solo el cine o los espectáculos) en una industria resultó bastante dificultoso para el viejo orden académico, que era básicamente libresco. Solo grupos muy minoritarios se preocupaban antes del Mayo del 68 por la relación entre literatura y sociedad sin paternalismos ni apriorismos estéticos; y casi todos los “mandarines” (creadores consolidados de opinión pública) evitaban el estudio de las formas cinematográficas y de la cultura de masas.

 

Poder y prácticas culturales

   El axioma interpretativo básico en el ámbito de los cultural studies es la afirmación de que las prácticas culturales han de analizarse en función del poder y del proyecto político que (de manera consciente o no) les da sentido - y desde una línea transformadora. Los intereses materiales, por sí mismos, no explican ni las ideas políticas, ni las prácticas sociales de los individuos si no se suman a ellos las prácticas culturales. Por eso toda cultura es un ámbito de conflicto potencial y de lucha por la hegemonía entre diversos grupos sociales. Esa línea de trabajo fue impulsada a partir de 1964 desde el Centre for Cultural Studies de la Universidad de Birmingham, fundado por el historiador, sociólogo y estudioso de la literatura Richard Hoggart (1918-2014) y dirigido posteriormente por el pensador jamaicano Stuart Hall (1932-2014), ambos marxistas, provenientes de familias de origen obrero y críticos del elitismo cultural, de las tesis de la Escuela de Frankfurt y especialmente de la división de la cultura entre el ámbito de los productores y el de los consumidores.

    En un libro precursor (Culture and Society, 1958), Raymond Williams, académico también surgido de las clases populares y uno de los primeros analistas de la televisión como fenómeno de masas, afirmó, contra las teorías del elitismo cultural propugnadas por Matthew Arnold, que  «la cultura es lo ordinario»  y ese axioma se ha mantenido hasta hoy en el centro mismo del movimiento. La característica principal de los cultural studies consiste en ofrecer una mirada desacomplejada ante los cambios culturales y ante los intentos de la cultura de masas por imponer una alternativa (consumista, despolitizada y banal) a la «cultura del pobre» creada desde abajo por sus propios usuarios. Un acto de comunicación no es, como tal, un acto transparente, en la medida en que cada cual lo codifica y lo decodifica de forma distinta a partir de su propia postura personal, de sus raíces culturales y/o de su contexto social. No hay comunicación que no se sitúe en un contexto político porque la cultura es una relación social. Para los partidarios de los cultural studies constituye un axioma afirmar que la cultura tiene básicamente una expresión política y responde a intereses muy determinados – y en consecuencia expresa las contradicciones, las luchas internas y las formas de resistencia (a veces informal) de toda sociedad. Recuérdese que los años cincuenta fueron, en la literatura británica, los de Allan Sillitoe, John Osborne o Kingsley Amis, que en cierta manera son la contraparte literaria social y política militante del marxismo británico, fuertemente antiestalinista. Temas como la relación entre identidad y nacionalidad, como la reacción al postcolonialismo, como la importancia de la raza, la etnia, la sexualidad, las nuevas formas de dominación, el consumo y la cotidianidad aparecieron en la obra de estos novelistas a la par que el capitalismo dejaba atrás los momentos más sombríos de la postguerra y parecía que el crecimiento económico para todos sería algo duradero y garantizado para todos. Solo la crisis del petróleo en 1973, que terminó con los llamados “treinta años gloriosos”, cambió el panorama, que de todas maneras no se hizo brutalmente sombrío hasta la llamada “crisis de 2008”, con la quiebra del banco Lehman Brothers.

Entre los presupuestos de los cultural studies el principal es considerar que toda expresión cultural constituye, también un acto de implicación política y que, a la vez, no hay cultura sin etnicidad: «En mi terminología todo el mundo tiene una etnicidad –dice Stuart Hall– porque todo el mundo viene de una tradición cultural, un contexto cultural e histórico. Esta es la fuente de producción de sí mismos». La cultura es, se quiera o no, militante porque la identidad cultural determina una forma no solo de ver el mundo sino también de interpretar la realidad y de actuar sobre ella. Ningún código es neutral. La literatura, la vida cotidiana y la política no pueden separase en la medida en que reflejan toda una serie de formas de Poder (o de “micropoder”) que se expresan en las mentalidades populares y que crean a su vez ideologías –ya sean de tipo conservador o transformadoras. Problematizar la relación entre lo económico y lo cultural es necesario porque las formas de discriminación son variadas y, muchas veces, también ambivalentes.  El texto no es nunca banal y la cultura (como ya afirmó Gramsci a quien los cultural studies tienen como referente) no es exactamente una supraestructura, ni menos todavía la expresión de una supuesta falsa consciencia. El conjunto de prácticas culturales es un significante estrictamente necesario, sin el cual no podría llevarse a término la dominación económica. La forma en que es recibido un texto nunca es neutral y tiene un significado político.

 

Sobre algunos conceptos básicos

 En un artículo publicado en el nº 61 de la New Left Review, (Life and Times of the Frist New Left, 2010) Stuart Hall, el principal teórico de los cultural studies estableció por qué, entender el papel de la cultura entre 1950 y 1960 resultaba imprescindible, según él, para la reconstrucción de un pensamiento socialista no autoritario. En su opinión resulta que (1) «es en el dominio cultural e ideológico  donde se ha manifestado de manera más visible el cambio cultural». Además, constitutivamente, (2) «lo cultural no nos parecía una dimensión secundaria sino constitutiva de una sociedad» y el análisis de la cultura tiene un claro significado político. Así: (3) «una reflexión sobre la cultura nos parecía indispensable para la redefinición de un lenguaje socialista.»

Estas tres razones, cuyo común denominador es la afirmación de la politización de la vida, se expresan, además, en un momento en que el Estado del Bienestar, impulsado tras la 2ª Guerra Mundial, estaba logrando que la clase obrera occidental se integrase en el sistema capitalista como consumidora no solo de bienes y servicios sino de ideología política. En el Reino Unido, la inmigración negra antillana (de la cual forma parte Hall), la hindú y africana empiezan a ocupar el lugar de los antiguos proletarios blancos. La crítica del lenguaje del poder resultaba imprescindible para construir una alternativa política significativa al capitalismo triunfante de la postguerra. Cuando a finales de la década de 1960  los cultural studies se abrieron al ámbito de «Gender, Race and Sexuality»; atrajeron, incluso con un punto de morbosidad, la atención del gran público. En todo caso los cultural studies siempre han considerado el marxismo como una manera de problematizar el mundo más que como una respuesta a los problemas sociales. Pero lo esencial es haber propuesto un programa interdisciplinar que va desde la antropología la historia del arte y de las ciencias considerándolas bajo un prisma político, expresión de poder y de hegemonía de clases.

En el ámbito de los cultural studies la cultura se analiza a partir de cuatro grandes conceptos: en primer lugar, la noción de ideología, en segundo la de hegemonía (tomada de Gramsci), en tercero el concepto de resistencia y, finalmente, la cuestión de la identidad constitutiva de los colectivos. Puesto en crisis y deslegitimado el discurso de la neutralidad axiológica de los estudios sociales (que es la postura weberiana con la que tradicionalmente se ha analizado la sociedad), y asumido que el uso que los públicos realizan de los contenidos culturales no es lineal, los cultural studies se convirtieron en un campo de reflexión abigarrado que reivindicaba el mestizaje y el lenguaje de los media. De hecho, un presupuesto de los  cultural studies es que reflexionan sobre la base de que la relación entre el público (cada vez más atomizado) y los medios de comunicación de masas (mass-media) es cada vez de mayor subordinación. Son ellos los que construyen las hegemonías culturales y otorgan identidad (o estigmatizan).

    En nuestras sociedades son cada vez más los media quienes constituyen identidades grupales (por ejemplo, la identidad gay) ofreciéndoles un «imaginario de masas» y a la vez el público no deja de «negociar» con los objetos culturales. La clase social y el género son centrales en la asunción de un modelo comunicativo, pero a su vez lo transforman, lo decodifican y lo usan (o no) para finalidades que no siempre están previstas de antemano. La identidad de los públicos es producida por los media (Stuart Hall), pero son los públicos quienes constituyen campos culturales no siempre acordes con lo que se les pretende imponer. La visión interdisciplinaria se hace imprescindible y la perspectiva de género y los planteamientos postcoloniales se han convertido en los máximos exponentes de los estudios culturales. Hacer aparecer lo heterogéneo y lo múltiple (incluso como categorías políticas) en ámbitos donde las superposiciones y las fusiones culturales eran mal vistas y donde primaba el valor de lo universal (-ista), es el esfuerzo básico de los cultural studies. Haber presentado la cultura como un heterogéneo espacio de lucha y mostrar que las identidades se construyen a partir de diferencias es tal vez su mayor aporte, más allá del vocabulario marxista, deconstructivista y foucaultiano con que muchas veces los cultural studies se han presentado retóricamente.

 

 «Mediático»

A partir de 1964 y hasta 1980, la Universidad de Birmingham, donde enseñaba Stuart Hall, se convirtió en el centro impulsor de los cultural studies. Tres temas centrales ocuparon su trabajo: (1) la sociabilidad y las culturas populares (con los problemas de transmisión cultural intergeneracional de los estilos de vida) y la reinterpretación de las pautas culturales, la identidad y los estilos de vida en el ámbito obrero; (2) la ampliación del campo de estudios desde el análisis de los individuos al de las instituciones, con el desvelamiento (paralelo al realizado por Bourdieu en Francia, por ejemplo) del peso de las maquinarias institucionales y, especialmente, de la educación en la división social. Superar la legitimación cultural elitista no solo es imprescindible para entender la modernidad. También hace justicia a las aspiraciones y a las necesidades de las clases populares que no solo usan sino que protagonizan esa cultura y esa ideología. La publicidad, el rock o la televisión fueron analizados por los cultural studies como herramientas creadoras y transmisoras de ideología, asumiendo la tesis de Hall según la cual existe una pluralidad de modos de recepción de un mismo programa en función de las características sociales, culturales y generacionales de sus receptores. David Morley y Charlotte Brundson escribieron significativos textos sobre ello.

El análisis ideológico y externalista de la cultura que promovió Hall tenía que conducir necesariamente a (3) la revisión de la concepción etnocéntrica de la cultura, para introducir una visión de género y fuertemente étnica (no se olvide que Hall era jamaicano en un mundo académico predominantemente blanco). La visión es claramente ideológica en el sentido marxista de la palabra (interesada, vinculada a un pensamiento de clase y como tal acientífica en el sentido positivista del término).

 

«Subalterno»

Tal como los entiende Hall, los cultural studies no son un estudio de la cultura en el sentido de los textos o de su supuesta objetividad. No analizan tampoco culturas nacionales ni hacen aproximaciones lingüísticas. Lo que les interesa es lo que no aparece en los programas de estudio de las asignaturas de sociología o de letras: la conexión-articulación entre la cultura y el pensamiento político (incluyendo el pensamiento revolucionario) y, especialmente, la manera en que la cultura y los media actúan sobre la sociedad de masas y crean marcos conceptuales desde los que piensan millones de personas – y de manera fundamental quienes viven en el mundo de los subalternos. La cultura así se convierte en cultura-s; toma significados diversos, polisémicos y, a veces, ni siquiera advertidos de manera consciente por sus propios usuarios, configurando no solo signos, sino modos de vida integrales (es decir, que regulan la cultura a la totalidad de la vida social, que comprende las conductas, las relaciones y las instituciones).

Que no existe coincidencia entre los discursos y las prácticas culturales era algo que ya sabía la sociología desde sus orígenes; pero han sido en el análisis del modo de vida de los subalternos donde eso se ha podido demostrar con mayor claridad. Asumiendo que todas las relaciones sociales son contingentes e históricas (cosa que el marxismo puso de relieve ya hace muchos años), los estudios culturales analizan la cultura ya no como un texto o un “modo de vida” sino como un espacio de lucha, de dominación y de relaciones de fuerzas desiguales. La cultura no es algo neutro, sino claramente politizado y contextual y que expresa relaciones de poder. Lo heterogéneo, lo contradictorio y lo múltiple habitan en lo cultural y por eso la cultura es política. El ocio, los medios de masas o las subculturas religiosas (o juveniles, o sexuales, etc.), y las metáforas mediante las cuales se designan, expresan no solo una cultura sino una política, es decir, una relación con el poder, sin la que resultarían incomprensibles. De la ruptura de la identidad obrera han nacido, por ejemplo, subculturas juveniles que expresan metáforas del cambio social que tiene lugar en riguroso presente.

 

«Diaspórico»

No hay genealogías que establezcan pureza de sangre; toda teoría y toda práctica social (y en consecuencia también cualquier lectura de cualquier libro o el visionado de una película en televisión)  es múltiple, cruzada en sus significaciones y, en definitiva, mestiza. Como dice Hall (en Cultural Studies, 1983; p. 2): “Pienso que la actividad de teorización (…) es una implicación continua, una puesta en diálogo de las diferentes posiciones que permiten un proceso de clarificación mutua. Pensar que la teoría progresa por rupturas epistemológicas, a través de las cuales se rompería súbitamente con cualquier mala teoría anterior por un brusco salo hacia adelante científico que no consistiría sino en desplegar los conceptos en toda su rigurosa pureza, sin ninguna necesidad de repensarlos en función de la época, es el súmmum de la ilusión racionalista.” En una entrevista con Colin McCabe, de diciembre de 2007, Stuart Hall explica que hasta que no asumió su “condición diaspórica” no logró entender la vía que deberían seguir los estudios culturales. La diferencia está inscrita en el corazón de toda unidad – y, por lo tanto, de toda cultura. De hecho la diáspora (que antes se había llamado exilio, expatriación, inmigración, etc.) y la desterritorialización  (un término que fue usado al principio por Deleuze y Guattari), forman parte integral de la condición del hombre postmoderno y obliga a reajustar comportamientos y perspectivas vitales tanto de los recién llegados como de las poblaciones ya asentadas y más tradicionales que ven muchas veces con temor indisimulado a los nuevos sujetos. Millones de personas en todo el mundo viven hoy situaciones de desterritorialización y diáspora, ya sea por situaciones de guerra y violencia o por causas económicas. El choque entre culturas diaspóricas y culturas tradicionales es una situación nueva pero irreversible en el capitalismo contemporáneo (a veces llamado “tardío”) y tienen unas consecuencias culturales y políticas obvias no solo en términos de identidad sino de proyecto político. Una de las características centrales del capitalismo contemporáneo es la extensión de lo que Hall llamó lo «diaspórico», es decir de lo que proviene de los márgenes del sistema, por oposición a lo orgánico e integrado.  Lo diapórico, que proviene en muchas ocasiones de la inmigración es siempre un elemento de desestabilización y expresión marginal, pero también es terriblemente creativo. Entender la diáspora es central para comprender también la modernidad y el neocolonialismo.

La diáspora: «dialoga con varias tendencias importantes en el pensamiento crítico contemporáneo: (1) Plantean un desafío a las narrativas occidentales sobre la modernidad, pues permiten mostrar que Occidente (…) no tiene un origen simple (2) El enfoque en la diáspora significa otorgar menos importancia al Estado y, por ende, prestar mayor atención a las distintas estrategias políticas translocales. (3) Subrayan los límites de una teorización monológica, la importancia del diálogo y la interacción de distintas narrativas. (4) El análisis más afinado de la teoría contemporánea sobre la diáspora provee de un importante correctivo a los estudios diaspóricos tradicionales, los cuales permanecían comúnmente cerrados ante temas de género y sexualidad diversa.» (“Diáspora”, Ximena Briceño – Debra A. Castillo; en Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos: Ed. Siglo XXI, pp. 85 y ss.).

 

«Postcolonial»

Lo diapórico resulta inseparable del momento de disolución del imperio británico, es decir, remite a un momento «postcolonial», de ruptura de las certezas y de las legitimidades consagradas por las tradiciones académicas (y por los consensos sociales más habituales). Si con el colonialismo el centro se había expandido hacia la periferia, ahora, al explotar el mundo colonial, gentes de la periferia se trasladan al centro y, a su vez, lo transforman En una entrevista con Marc Alizart, Stuart Hall comentó que: «la cuestión postcolonial consiste en comprender cómo gentes de historias diferentes, de lenguas diferentes, de culturas diferentes, de religiones diferentes, de costumbres diferentes, pueden vivir en un mismo territorio sin, por decirlo de una manera cruda, sin comerse unas a otras, sin caer en una relación de puro antagonismo». En la experiencia postcolonial el “otro” aparece donde no se esperaba: en los barrios populares de las grandes ciudades del Imperio y ello produce cambios inesperados. Eso obliga a reconstruir las identidades culturales ¿Cómo vivir la propia cultura (pongamos por caso la jamaicana) en el seno de otra (en este caso la británica)?

Las relaciones de subordinación y de dominación se han vuelto más complejas en sociedades donde la mezcla cultural es la norma. Las formas de reconocimiento se hacen más sutiles en la cultura de masas donde las desigualdades culturales pesan tanto o más que las económicas. Una sociedad de supuestos individuos (jurídicamente) libres e iguales crea desigualdades mucho más profundas precisamente porque son más sutiles. «Las diferencias inherentes al postcolonialismo son diferencias profundas, diferencias que marcan la diferencia». El reconocimiento de las personas como tales no implica el reconocimiento de sus culturas. Es más fácil reconocer personas (admirar, por así decirlo la habilidad musical de un jamaicano) que asumir al otro como persona. Ese es un desafío histórico, cuya solución pasa por repensar la cultura, enraizándola en la valoración de las diferencias.

La propuesta de Hall implica, además, en buena manera, rearticular el marxismo, evitando el economicismo. Ser jamaicano le ayudaba, sin duda, a comprender hasta qué punto elementos supuestamente supraestructurales (y en primer lugar los prejuicios culturales) podían constituir elementos de discriminación/marginación mucho más potentes que los de la explotación económica. El economicismo no explica muchos de los problemas políticos contemporáneos (ni en Europa, ni en ninguna parte del mundo). Como había anticipado Gramsci, el método de la articulación entre lo ideológico, lo político y lo económico es contingente y puede adoptar formas mucho más complejas que la clásica distinción entre lo infraestructural y lo supraestructural del viejo Marx (o del viejo Engels, para ser más precisos). Por eso Gramsci prefería hablar de hegemonía. Es la hegemonía lo que permite formar bloques históricos a partir de la convergencia cultural y simbólica de grupos en origen tal vez muy diversos. El consenso se fabrica más por la vía ideológica que por la economía. De ahí que cuando Hall acuñó el término “thatcherismo” (un “populismo autoritario”, por decirlo en sus propias palabras), insistió en que no se trataba de la simple victoria electoral de un proyecto económico neoliberal, sino de una empresa ideológica, de la construcción de nuevos consensos, identidades y sensibilidades sociales, no necesariamente vinculadas a una teoría económica. Las articulaciones de clase son para Hall tendenciales pero no están determinadas, como escribió en su artículo de 1982, “El redescubrimiento de la ideología”.

   De ahí que para una política transformadora (revolucionaria) lo más importante es conectar  individuos diversos y darles voz.  La política revolucionaria no es la que trata de despertar a los individuos como si estuvieran dormidos, sino la que crea las condiciones por las que los individuos se construyen a sí mismos discursivamente en tanto que fuerza política. Nadie puede hablar en nombre del silencio de los subalternos, ni tan siquiera “traducirlos”. Una política transformadora lo que hace des darles voz.

 

© Ramon Alcoberro Pericay