EL
CAMINO CAMPESTRE
Traducción
de Alberto Cotina
Como
reconoció el propio Heidegger en una carta de 1954, El
camino campestre (1948) mantiene una continuidad con los, más
conocidos, aforismos Desde la experiencia del pensamiento. Ofrecemos
el texto en la versión que publicó la precaria revista
estudiantil “Enlaces” (nº 1, Lima, 1990), que
modificamos en algunos de sus términos. Debe tenerse en
cuenta que lo que el traductor llama “aliento” (y
así mantenemos) aparece habitualmente en otras traducciones
como “palabra”. Mantenemos también la traducción
de “Kuinzige” como “ironía compasiva”,
que está avalada por la citada carta de Heidegger, pero
la palabra (un término puramente dialectal) no aparece
en ningún diccionario consultado. La mayoría de
traductores no la trasladan y en la edición en catalán
de Monserrat Camps Gaset se opta por el circumloquio: “la
clave de todo”. Otra edición bilingüe, con traducción
de Carlota Rubies y material fotográfico adjunto (vistas
del pueblecito natal de Heidegger, Messkirch) fue publicada en
Ed. Herder, Barcelona 2003.
Del portal del jardín se extiende hacia el Ehnried. Los
añosos tilos del jardín del castillo por encima
del muro le ven alejarse, tanto en Pascua, cuando relucen los
brotes del sembrado y despiertan los prados, cuanto en Navidad,
mientras bajo la nevisca desaparece tras del cerro más
próximo. A la altura de la Cruz-cubierta gira hacia el
bosque. Al pasar por los lindes, saluda a un viejo roble cabe
el cual hay un banco de madera desbastada.
Encima del banco de vez en cuando se encontraba algún que
otro escrito de los grandes pensadores que una joven torpeza intentaba
descifrar. Cuando los enigmas se agolpaban y no se veía
salida, ahí estaba siempre el camino campestre. Silencioso
dirige el paso por la senda serpenteante a través del vasto
y árido campo.
Una
y otra vez el pensamiento retorna siempre a los mismos escritos,
o a veces a tentativas más propias, en el sendero que por
entre los cultivos traza el camino. Éste permanece tan
próximo al andar del pensador como del paso del campesino
que de amanecida anda a la siega.
A
menudo y con los años el roble del camino desvía
los recuerdos hacia los juegos infantiles y a las primeras decisiones.
Cuando a veces un roble, en la espesura del bosque, caía
a hachazos, el padre, enseguida, rastreaba el bosque y los claros
soleados en busca del trozo adecuado para su taller. Allí
se entretenía pausadamente durante los descansos de su
servicio en la torre del reloj y en las campanas que, una y otras,
mantenían su propia relación con el tiempo y lo
temporal.
Con
la corteza del roble, los muchachos construían sus barquichuelos
que, dotados de un banco de remeros y de un timón, flotaban
en el estanque de Metten o en la fuente de la escuela. Los viajes
por el mundo de aquellos juegos todavía alcanzaban sencillamente
su destino y siempre lograban regresar a la orilla. Lo ilusionante
de estos viajes permanecía oculto en el entonces apenas
visible resplandor que reposaba sobre todas las cosas. Ojo y mano
maternas delimitaban su reino. Como si su preocupación
no contada protegiese a todas las criaturas. Aquellos viajes de
juego desconocían todavía los paseos que dejan atrás
toda orilla. Mientras tanto la resistencia y el olor de madera
de roble empezaron a hablar más claramente de la lentitud
y de la constancia con que el árbol crece. El propio roble
decía que sólo en un crecimiento tal se fundamenta
cuanto perdura y da frutos; pues crecer es abrirse al amplio cielo
y al mismo tiempo enraizarse en la oscuridad de la tierra; que
todo cuanto es genuino sólo prospera si el hombre es a
la vez ambas cosas: dispuesto a la exigencias del cielo altísimo
y amparado en el seno de la tierra nutricia.
Todavía
el roble sigue diciéndoselo al camino campestre que, convencido
de su senda, pasa a su lado. El camino congrega todo cuanto a
su alrededor existe y a quien por él transita le anuncia
que aquello es suyo. Los mismos campos y la ladera de los prados
acompañan al camino a cada estación del año
con una proximidad siempre diferente. Sea que, por encima del
bosque, los Alpes se hundan en el atardecer, sea que de buena
mañana en el estío la alondra emprenda el vuelo,
allí donde el camino campestre supera la falda del cerro,
sea que el viento del este llega rugiendo desde las tierras donde
se halla el pueblo natal de la madre, sea que al anochecer un
leñador arrastra su hatillo de leña al hogar, sea
que la segadora contorneándose regrese a casa por el camino
campestre, sea que los niños hagan ramos a la vera del
prado con las primeras flores de primavera, sea que la niebla
avance durante días por los campos, cubriéndoles
con sus sombras y su obscuridad, siempre y por todas partes envuelve
al camino campestre el aliento de lo mismo.
Lo
sencillo encierra el enigma de cuanto permanece y es grande. Entra
de improviso en el hombre y precisa de una larga maduración.
En lo imperceptible de cuanto es siempre lo mismo se oculta su
bendición. La grandeza de todo cuanto ha crecido y habita
los alrededores del camino, dispensa mundo. Sólo en lo
no-dicho de su lenguaje, tal cual dice el maestro, de lecturas
y de vida, Eckhart, es Dios verdaderamente Dios.
Pero
el aliento del camino campestre sólo habla en tanto que
existan hombres que, nacidos en su aire, puedan oírle.
Se hallan vinculados a su origen pero no siervos de sus asechanzas.
El hombre inútilmente planifica e intenta imponer un orden
a la tierra, cuando no se somete al aliento del camino campestre.
Amenaza el peligro de que los hombres de hogaño permanezcan
sordos a su lenguaje. A sus oídos sólo alcanza el
ruido de las máquinas que ellos casi toman por la voz de
Dios. Así el hombre se confunde y pierde su camino. A los
confusos, la sencillez les parece monótona, y lo monótono
les hastía. Los amargados encuentran sólo lo indistinto.
Lo sencillo se ha evadido. Su callada fuerza se ha agotado.
Por
cierto que disminuye el número de quienes reconocen lo
sencillo como un bien propio, consquistado. Pero en todas partes
serán esos pocos quienes permanecerán. Un día,
gracias al poder tranquilo del camino campestre, perdurarán
más allá de las fuerzas titánicas de la energía
atómica que fue urdida por el cálculo humano y convertida
en yugo de su propio obrar.
El
aliento del camino campestre despierta un sentido que ama lo libre
y que, en el lugar propicio, todavía logra salvar la aflicción
hacia una última serenidad. Se revela contra la simpleza
del puro trabajar que, ejercido por sí solo, fomenta únicamente
lo vano.
En
el aire del camino campestre, que muda según las estaciones,
madura la sabia serenidad con un mohín que parece melancólico
a menudo. Ese saber sereno es la “ironía compasiva”
[ist das “Kuinzige”]. Quien no la tiene no la obtiene.
Quienes la tienen, del camino campestre la obtuvieron. En su senda
se encuentran la tempestad invernal y el día de la siega,
coinciden lo vivaz y lo excitante de la primavera con lo reposado
y adormecido del otoño, se hallan frente a frente el juego
de la juventud y la sabiduría de la vejez. Pero todo a
una rebosa serenidad, una serenidad cuyo eco lleva calladamente
de aquí para allá el camino campestre.
La
sabia serenidad es un portal de lo eterno. Su puerta se abre sobre
los goznes antaño forjados por un hábil herrero
con los interrogantes de la presencia en el mundo.
Desde
el Ehnried el camino regresa al portal del jardín del castillo.
Por sobre de la última colina con su angosta cima conduce,
por una quebrada, a la muralla de la ciudad. A la luz de las estrellas
su brillo es tenue. Tras del castillo se alza el campanario de
la iglesia de San Martín. Lentamente y como si dudasen,
se pierden en la noche las once campanadas. La vieja campana,
en cuyas cuerdas más de un muchacho se destrozó
las manos, vibra bajo los martillazos de las horas de las horas
cuyo aspecto medio sombrío y medio grotesco nadie olvida.
Con
el último toque el silencio se hace más callado.
Su poder llega hasta aquellos que antes de tiempo fueron sacrificados
por dos guerras mundiales. Lo sencillo se ha vuelto todavía
más sencillo. Lo que es siempre lo mismo alejaa y libera.
Ahora el aliento del camino campestre es muy nítido. ¿Habla
el alma? ¿Habla el mundo? ¿Habla Dios?
Todo
habla de la renuncia en la identidad [in das Selbe]. La renuncia
no quita. La renuncia da. Da la inagotable fuerza de lo sencillo.
El aliento hace morar en un largo origen.