JAN
PATOCKA (1907-1977): UN FILÓSOFO CONTRA EL TOTALITARISMO
Introducción
El
filósofo checo Jan Patocka (1907–1977) ha pasado
a la historia del pensamiento como un auténtico «Sócrates
del siglo 20». Discípulo de Husserl, fenomenólogo
de estricta observancia, represaliado primero por los nazis y
luego por los comunistas hasta el extremo que su docencia universitaria
solo duró 7 años (¡en tres períodos!),
fue el símbolo de la disidencia interior –como Sócrates,
se negó siempre al exilio para mejor servir a la Ciudad–
y falleció, a resultas de un “hábil”
interrogatorio de la policía totalitaria siendo uno de
los portavoces de la «Carta 77», el manifiesto de
la resistencia democrática anticomunista. De hecho, el
diario oficial del Partido sólo informó de su muerte
con ocasión de su entierro y ese día la policía
política obligó a cerrar las floristerías
de Praga.
Patocka,
sin ser nunca un pensador “antropológico” sino
un metafísico preocupado por el «Ser», encarna
en su biografía el mejor “espíritu de la resistencia”
del pensamiento en todas las épocas: es un símbolo
no sólo de valor cívico y de patriotismo sino de
coherencia con su vocación intelectual, que le exige dar
testimonio en nombre de una verdad –la del Ser, la de la
existencia auténtica y no condicionada– cuya exigencia
“viene de lejos” y nos hace humanos. Fue capaz de
“decir no” al totalitarismo en nombre de la libertad,
porque –como expuso en un seminario privado en 1973–,
“decir no” es «mostrar “in concreto”
que la libertad es alguna cosa de negativo, es mostrar la positividad
de esta grandeza negativa». Sólo por eso ya sería
importante.
Escribir
casi 10.000 páginas en condiciones personales durísimas
(su bibliografía selecta en Internet refiere 106 títulos),
cartearse con Husserl y con Heidegger y hacer de su enseñanza
clandestina –daba clases en el comedor de su casa–
un referente mundial, daría ya un testimonio significativo
de su vocación filosófica. Pero su obra está
marcada, además y sobre todo, por el conocimiento del nihilismo
desde el mismo interior –en la medida en que fue testigo
y víctima de los totalitarismos fascista y comunista. Leer
a Patocka ayuda también a comprender que el totalitarismo
construye algo que va más allá de las formas políticas
concretas en que se encarna (burocráticas, militaristas
o de clase) y que, en la medida en que es una ideología
en acto, constituye un peligro para la racionalidad, porque el
totalitarismo lo reduce todo –también a los humanos–
a una pura concepción instrumental.
Patocka
entró en contacto con la fenomenología en los años
‘20 siguiendo (en París, curiosamente) los cursos
de Husserl y posteriormente (1933) los de Heidegger, ya en Friburgo,
y a lo largo de toda su vida se mantuvo como una voz original
y creativa en esta visión de la filosofía porque
la consideraba, básicamente, la mejor forma de explicar
y de responder al nihilismo de la cultura europea. En una época
de sumisión a los eslogans, y esforzándose por filosofar
a lo largo de medio siglo de guerra permanente, la fenomenología
le pareció, específicamente la mejor forma de responder
a la pregunta que se plantea en ENSAYOS HERÉTICOS SOBRE
LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA y que le implica además
personalmente: «¿Cuál es esa vida que se mutila
a sí misma a la vez que ofrece el aspecto de la plenitud
y de la riqueza?» Pero la fenomenología no es en
origen un método histórico, ni capacita para entender
la historia. La importancia central de Patocka consiste, estrictamente
en introducir la consideración de lo histórico en
la fenomenología a partir del análisis del concepto
de «responsabilidad», mediante el cual se enfrenta
al olvido de los principios de la civilización –y
con ella de la dignidad humana- que es intrínseco a los
totalitarismos.
Patocka
es también un pensador fundamental por otras muchas cosas.
El trabajo con su amigo Roman Jakobson y con el “Círculo
de Praga” le otorga un papel en la definición de
la conciencia lingüística del siglo, y su esfuerzo
por hacer posible la reflexión de Husserl en su clásico
KRISIS, escrito como material de un curso praguense le da un lugar
en el panteón de la fenomenología. Pero sus ENSAYOS
HERÉTICOS, y su reflexión sobre PLATÓN Y
EUROPA le convierten, además, en un pensador de primer
orden cuyo mensaje no puede ser pasado por alto al menos en el
resbaladizo ámbito de la filosofía de la historia.
Más allá de ser el testimonio de la actitud moral,
que quiere ser «responsable ante la Ciudad» en los
revueltos tiempos de la Guerra Fría, Patocka inicia una
reflexión sobre el totalitarismo visto desde dentro que
sigue siendo válida hoy cuando vivimos ya plenamente en
la sociedad de la técnica y por ello somos conscientes
también de las nuevas formas de miseria espiritual que
ha provocado.
En
su escrito «SOBRE SI LA CIVILIZACIÓN TÉCNICA
ES UNA CIVILIZACIÓN EN DECADENCIA», correspondiente
a los ENSAYOS HERÉTICOS, escribe: «El hombre no puede
ser en la indiferencia, propia de los entes extrahumanos; tiene
que cumplir, llevar su vida, “explicarse con ella”.
Se diría, pues, que está situado siempre entre dos
posibilidades equivalentes. Y sin embargo no es así. La
alienación significa que no hay equivalencia, sino que
sólo una de las vidas posibles es la “verdadera”,
la auténtica, la irremplazable, la realizable sólo
por nosotros, en la medida en que la llevamos efectivamente, en
que nos identificamos con su peso; mientras que la otra es un
paso en falso, una huida, un alejamiento en la dirección
de lo inauténtico y del alivio.» El hombre auténtico
será para Patocka el resistente no en nombre de un ideal
estratégico, sino en nombre la responsabilidad que implica
la civilización y que se pone a prueba tanto por la máquina
como por la organización totalitaria (es decir, burocrática
y funcionarial) de la sociedad.
Todos
los totalitarismos van de lo mismo
José
Agustín Goytisolo escribió un poema que tengo por
clásico cuando fue encerrado por colaborar con los estudiantes
catalanes en una acción antifranquista. Me gustaría
releerlo ahora, antes de iniciar la explicación de la filosofía
de Patocka porque ofrece una imagen muy expresiva sobre la peligrosa
situación del pensador –o de la persona simplemente
decente en general– cuando pretende vivir, sin heroismos,
como “hombre de bien” en malos tiempos. Patocka fue
víctima del totalitarismo comunista como muchos aquí
lo fuimos del totalitarismo franquista y de la cobardía
postfranquista.
La
atmósfera de todos los totalitarismos se parece más
de lo que nos gustaría creer. Huelen siempre a calabozo,
a sudor, a meados y al semen de los grises que violaban a las
putas analfabetas en la comisaría de Vía Layetana
en la Barcelona de noviembre de 1975 (cosa que nadie me ha contado
porque vi personalmente cuando yo pasé por allí,
todo sea dicho.) Los totalitarismos huelen a cinta para la máquina
de escribir, a informe por triplicado y a colonia “Varon
Dandy”, la del médico que asesoraba a los policías
que me torturaron. Así que, con su permiso y para ponernos
en situación, valdrá la pena recitar este texto
porque a consecuencia de un interrogatorio del estilo del que
relata J.A. Goytisolo cayó también Patocka –aunque
fuese en Praga como otros lo hicieron en Barcelona.
Y
para evitar preguntas sobre contexto histórico aclararé
que SETENTA Y DOS HORAS era el tiempo máximo que la policía
franquista podía detenerte sin abogado. No se si les sorprenderá
saber que ahora, como vivimos en democracia parlamentaria y dicen
que garantista, un ciudadano puede estar incomunicado una semana,
se puede detener por terrorismo a niños de catorce años
(cosa que en España ya ha sucedido alguna vez, en el caso
del “Exèrcit del Fènix”) e incluso uno
de mis torturadores, antiguos pero no olvidados, milita en el
PSC (PSC-PSOE) y es un “policía demócrata”.
¿Qué cosas, verdad? ...
Sí
sabía con quien estaba hablando
pero fingió sorpresa: no sirvió.
También sabía dónde le llevaban
y el ritual que siguió: foco en los ojos
y los brazos atados a la espalda
con la pregunta airada. ¿Organizaste
el lío? No: él asistió invitado
por unos estudiantes ¿Quiénes eran?
No sabía. Pero quiso ir con ellos
a una reunión libre. ¿Dices libre?
No estaba autorizada. No sabía.
Pues abajo. En la celda la luz tenue
invitaba a dormir. De nuevo arriba.
Dinos por qué lo hiciste. No hizo nada.
Más bajar y subir: siempre con sueño
que ellos rompían para marearle
y se contradijera. Él pensaba:
igual que siempre setenta y dos horas.
Aristóteles explicó que la praxis consisten que
haciéndose algo se hace. Pensando se piensa, mirando se
mira, etc. La filosofía de Patocka debiera leerse como
la acción moral de alguien que ha querido profundizar en
la comprensión del siglo XX desde una profunda conciencia
de lo que significa vivir, enfangado y digno a la vez, en eso
que su maestro Husserl denominó la KRISIS. Según
Patocka, el mundo-de-la-vida nunca será algo que se pueda
dar definitivamente por construido; no hay una casa del ser sino
una ética de las formas de ser. Y en insistir sobre ello
consiste la radicalidad moral de la acción filosófica.
Convendría
recordar que en la tradición fenomenológica se da
una escisión entre el «ser» y el «sentido.»
Para la fenomenología una excesiva fijación en el
sentido ha acabado por oscurecer al ser. El sentido habría
sido colonizado por la tecnología, por la mentalidad positivista
y por la vida previsible del buen burgués. La época
de la técnica que «mobiliza la realidad en vistas
al reino de la Fuerza» (ENSAYOS HERÉTICOS) ha acabado
por ocultar al Ser , alienando al hombre y retirándole
del mundo. El hombre de la técnica ya no se pregunta por
el sentido de la técnica y en este sentido, es un bárbaro,
un primitivo, incapaz de entender la complejidad y los matices
de la realidad. Lo importante para una mentalidad filosófica
sería, en consecuencia, intentar prescindir de tanto excesivo
“sentido” inmediato y finalmente ingenuo (sentido
de la vida, sentido común) para abrirse a la «problematicidad
del ser.» Falangistas españoles o comunistas checos
tenían en común el hecho de desear un mundo sin
problematicidad, donde la verdad fuese “total” –como
“totalitario” era el gobierno. Lo que descubre el
resistente, y de allí saca su fuerza moral, es que la racionalidad,
el mundo y la historia son problemáticos y que por eso
mismo querer colonizarlos desde la teoría conduce al miserablismo
moral. O como dice Patocka en «¿TIENE UN SENTIDO
LA HISTORIA?», resulta que: «La historia tiene su
origen en la perturbación del sentido ingenua y absoluta.»
De aquí que el gesto –para muchos puramente “loco”–
del resistente sea la condición que hace posible la vida
humana abierta al ser.
Biografía
básica
Jan
Patocka había nacido el día 1º de junio de
1907 en Turnov (Bohemia oriental) donde su padre dirigía
una escuela. Fue él quien orientó a su tercer hijo
hacia una formación humanística. Patocka empezó,
pues, sus estudios en los años 20 en Praga en un país
que acababa de nacer para la historia entre las convulsiones de
la derrota austro-húngara en la 1ª Guerra Mundial,
que para él siempre será el acontecimiento decisivo
de la historia del siglo XX, porque «demostró que
la transformación del mundo en un laboratorio actualizando
reservas de energía acumuladas durante infinidad de años
debía forzosamente efectuarse por medio de la guerra.»
La
conciencia de que la guerra se ha convertido en una necesidad
para que el capitalismo y el socialismo (es decir, las diversas
variantes de las sociedades fundamentadas en la tecnología)
puedan desarrollar su capacidad de innovación le acompañará
siempre; y para quienes hayan estudiado la historia del mundo
desde la Guerra de Corea hasta la actual supuesta “Guerra
Global contra el Terror” constituye una obviedad –sangrienta,
pero obviedad. Por lo demás, Patocka no es tampoco un “progresista
de salón” y no olvida que: «son las fuerzas
de la luz las que durante cuatro años envían a millones
de hombres a la gehenna del fuego.» Si algo habría
certificado el hundimiento del progresismo ilustrado es, para
él, la crisis de Europa tras de la 1ª Guerra.
Habría
que reseñar que en el momento de la ruptura de la vieja
Kakania, la de los Habsburgos, Checoslovaquia era la parte más
industrializada del Imperio y que el padre de la patria checa,
Thomas Masaryk, fue, él mismo, filósofo, mentor
y amigo de Husserl. Es extraordinario constatar que Masaryk ha
sido hasta hoy el único filósofo en ejercicio –son
importantes sus trabajos en filosofía de la educación–
que ha presidido la fundación de un Estado. Serán
cosas de la magia de Praga... pero nunca ante ni después
otro pensador ha visto realizado lo que parece un auténtico
sueño platónico.
En
1928-1929 Patocka obtiene una beca para estudiar en la Sorbona
y en París descubre... la fenomenología alemana.
Allí entra en relación con Husserl que en el seminario
de Koyré presenta el embrión de lo que serán
sus MEDITACIONES CARTESIANAS. En 1932, ya doctor por la Carolina
de Praga y con una ayuda de la fundación Humbold estudia
en París y luego en Friburgo, donde enseñan Husserl
y Heidegger, cuyo seminario sigue y que, como veremos, tiene una
importancia central en su método. Como Heidegger, Patocka
siempre trabajará planteando nuevas preguntas a los viejos
textos, cosa especialmente visible en su trabajo sobre Platón.
En 1934, con 30 años, Patocka se convierte en secretario
del “Círculo filosófico de Praga para las
investigaciones sobre el entendimiento humano” que trabaja
en paralelo al Círculo lingüístico de Raman
Jacobson. Es entonces cuando invita a Husserl que pronuncia en
Praga su famosa conferencia sobre LA CRISIS DE LA HUMANIDAD EUROPEA
Y LA FILOSOFÍA (noviembre de 1935) aunque Patocka no acaba
de asumir el intelectualismo de su maestro. Pero llega setiembre
de 1938 con los acuerdos de Munich y la invasión de Checoslovaquia
en 1939 que interrumpe por primera vez su carrera porque los nazis
cierran la Universidad. Regresará en 1945 hasta el golpe
comunista de 1948 y luego desde 1967 a 1969 en la llamada “Primavera
de Praga” interrumpida por los tanques soviéticos.
Enemigo
de los enemigos del pensamiento, Patocka será relegado
a funciones burocráticas como editor de autores antiguos,
especialmente de Juan Amós Comenius. Tras un breve período
como archivero en el Instituto Masaryk, se lo transfiere a la
Academia de Ciencias, formalmente como albañil, en las
típicas miserables vendettas comunistas y finalmente se
gana la vida como traductor, sin que obviamente jamás se
le otorgue el pasaporte. En una carta a finales de 1950, escribe
a un amigo francés, el matemático Robert Campbell,
escandalizado por la frivolidad de los intelectuales occidentales
ante el comunismo: «habría querido dar un grito antes
de apagar, pero analizando la situación encontre que eso
era perfectamente superfluo» Y añade: «De vez
en cuando veo revistas francesas [...] Ustedes y sus amigos del
Oeste son (o mejor podrían ser) los depositarios de todo
cuanto de mas refinado, profundo y verdadero hay en el patrimonio
de la humanidad. Tienen los medios técnicos y son responsables
de ellos, pero: ¿dónde está vuestra responsabilidad
moral? [...] Vivimos en un tiempo de autosupresión de Europa.
Por autosupresión entiendo el proceso a través del
cual la Europa creadora de una civilización racional y,
por ello, universal, dimite ella misma de las prerogativas temporales
que el hecho de haber sido la primera en poseerla le había
procurado». Finalmente: «la traición nada salva,
acaba por perderlo todo».
La
marginalidad, la soledad, la dura supervivencia del traductor
a cuatro cuartos el folio (por cierto, también Manuel Sacristán
resistió contra el franquismo com traductor), el socratismo
entendido como exigencia moral de resistir a los bárbaros,
los seminarios clandestinos, etc., implican un largo trabajo de
comprensión desde dentro de lo que un filósofo llamaría
«la problematicidad del sentido», cuando la realidad
parece complacerse derrumbando la esperanza.
Correspondió
a Patocka ser símbolo de los valores de solidaridad y de
conciencia moral que se fundirán, años más
tarde, en la Revolución de Terciopelo que hizo caer al
comunismo, y es él quien da al movimiento democrático
checo su consistencia teórica. Ocupó una de las
portavocías de la “Carta 77”, junto al dramaturgo
Vaclav Havel –después presidente de la República
tras el fin de la tiranía soviética– y al
antiguo ministro comunista de Exteriores Jiri Hayek, represaliado
tras de la Primavera de Praga. Por cierto, en origen, la Carta
había nacido para dar cobertura a un miembro de un grupo
musical rockero, Plastic People, procesado por supuesto parasitismo
social.
Patocka
murió en su casa de Praga el domingo 13 de marzo de 1977
de una hemorragia cerebral después de haber sufrido diversos
interrogatorios de la policía política checa, el
último de los cuales se prolongó más de diez
horas. Se convertía así en un mártir de la
disidencia; pero ese destino no debiera hacernos olvidar que,
desde una opción fenomenológica, fue uno de los
más interesantes pensadores sobre el nihilismo y sobre
la herencia espiritual europea y tal vez el que más radicalmente
ha denunciado que es la pérdida progresiva de centralidad
de la categoría socrática de «cura-del-alma»
-cada más substituida por el puro “tener” que
oculta el “ser”– la causa última de la
decadencia europea. No es ocioso recordar que el día de
su entierro el régimen usó perros, motos y helicópteros
para perseguir a los asistentes y que, como ya se ha dicho, incluso
las floristerías fueron obligadas a cerrar. Las flores
hablan al alma, como es bien sabido.
Influencias
sobre la obra de Patocka
La
obra de Patocka pertenece al ámbito fenomenológico
pero su especificidad –su filosofía de la historia,
la crítica interna de la modernidad europea en su deriva
totalitaria– sólo resulta posible por la implicación
mutua de tres reflexiones sobre el ser de Europa que le atañen
en profundidad, las de Masaryk, Husserl y Heidegger.
Masaryk
es el padre de la patria y el hombre ejemplar, el heredero al
cabo de los siglos del pedagogo bohemio Comenius y del reformador
religioso Jan Hus. En 1899, es decir, mucho antes del nacimiento
de la República de Checoslovaquia, Masaryk había
emprendido, contra viento y marea, una campaña en defensa
de un pobre campesino judío, un tal Hilner, contra el que
se había intentado un proceso bajo la acusación
de crimen ritual. La rectitud moral de Masaryk será un
ejemplo a seguir, un modelo vital cuya rememoración le
permite elevarse por encima de la miseria moral del momento histórico
que a Patocka le tocó vivir. Como indica Alexandra Laignel-Lavastine,
lo específico del compromiso político de ambos es
que nunca abandonan su ámbito propio, la filosofía,
para ponerse a opinar sobre cualquier tema –sino que introducen
en su reflexión filosófica los asuntos de la ciudad
con una exigencia de ejemplaridad moral.
Husserl,
el creador de la fenomenología, diez años más
joven que Masaryk, había sido condiscípulo de éste
en Leipzig a finales la década de 1870; fue Masaryk quien
presentó Husserl a Franz Brentano, con quien inició
su carrera universitaria. De hecho, Husserl había nacido
en Moravia y la raíz rigorista de la tradición morava
no le era nada ajena. En buena medida el pensamiento filosófico
de Patocka está vinculado a las consecuencias políticas
de la crítica husserliana al objetivismo moderno y a la
concepción de la historia teleológica tal como se
formula en la KRISIS husserliana.
Será
Heidegger, finalmente, quien le muestre una manera de trabajar
con la tradición filosófica. El regreso a las fuentes
(a Platón, especialmente), la valoración de la herencia
griega de Europa y la importancia de la reflexión sobre
la técnica... son temas heideggerianos que Patocka retoma
desde su peculiar experiencia centroeuropea pero para reescribirlos
no desde la añoranza de un mundo perdido (el de la sacralidad
de los viejos dioses griegos), sino desde las condiciones de politización
del mundo y de disidencia política desde las que reflexiona.
Hay
un texto de Jan Patocka, su magnífico TESTAMENTO, redactado
el 8 de marzo de 1977, cinco días antes de morir, que sintetiza
a la perfección la huella de esos tres pensadores y su
desarrollo original, en las condiciones centroeuropeas. Como se
trata de un texto poco conocido entre nosotros, bueno será
citarlo extensamente:
«Es
necesaria alguna cosa fundamentalmente no técnica, no únicamente
instrumental, se necesita una ética evidente por ella misma,
no exigida por las circunstancias, una moral incondicional [...]
la moral no está ahí para hacer funcionar la sociedad,
sino sencillamente para que el hombre sea hombre. No es el hombre
quien define un orden moral según lo arbitrario de sus
necesidades, de sus deseos, es por el contrario la moralidad lo
que define al hombre [...] la firma de los acuerdos de Helsinki
representa un cambio en la conciencia de los hombres [...] Eso
significa que las motivaciones de la acción no se encuentran
ya de forma exclusiva o preponderante en el dominio del miedo
o de la ventaja material, sino en el respeto de lo que en el hombre
es superior, en la concepción del deber y del bien común
y en la comprensión de que para llegar a tal fin es necesario
estar preparado para soportar determinados inconvenientes, aceptar
ser mal considerado, y tal vez arriesgarse a la tortura física[...]
Seamos sinceros: en el pasado el conformismo nunca ha conducido
a ninguna mejora de la situación sino siempre a un agravamiento».
El
texto termina con estas palabras:
«Lo
necesario es comportarse en todo momento con dignidad, no dejarse
espantar ni intimidar. Lo necesario es decir la verdad. Es posible
que la represión se intensifiquen en casos individuales.
Pero las gentes se dan cuenta de nuevo que hay cosas por las cuales
vale la pena sufrir y que, a falta de esas cosas, el arte, la
literatura, la cultura entre otras, sólo son oficios a
los que uno se dedica para ganarse el pan de cada día»
La
idea central de un orden de justicia se opone en su obra a la
de un orden de arbitrariedad que ayer era comunista y hoy resulta
banalmente hedonista en tanto que consumista. Saber que el mundo
(como “mundo-de-la-vida”) es «oscuro y problemático
y nosotros no lo poseemos», como dice en su texto EL HOMBRE
ESPIRITUAL Y EL INTELECTUAL (1975) obliga a asumir que la filosofía
deberá entrar en conflicto precisamente no para condenar
el mensaje de la Razón ilustrada y en mayúsculas
sino para salvarlo. Así como Husserl y Heidegger –especialmente
este último– pudieron creer que había que
poner en cuestión el significado de los derechos humanos
y retomar el derecho natural antiguo, Patocka en cambio es un
crítico del subjetivismo de la modernidad pero no por nostalgia
o porque la considere como un elemento inevitable del nihilismo
sino porque considera el subjetivismo como una actitud contraria
a la democracia (que es “bien común” y no particularista)
y a los derechos humanos (que no pueden ser subjetivos, ni parciales).
La disidencia frente al comunismo no era un deseo “reaccionario”
de regreso al pasado sino una exigencia de hacer concreto y humano
el derecho. Y precisamente por eso el modelo de la actitud disidente
frente al totalitarismo da algunas claves para el rechazo de la
miseria moral del consumismo.
Y
en todo caso, a diferencia de Heidegger, no se trata simplemente
en Patocka de decir no a la civilización de la técnica
porque la técnica en sí misma no es más que
la consecuencia de una mentalidad –racionalista, calculadora
y hoy pragmatista– muy anterior a la técnica misma.
Si Patocka se opone a la técnica es porque en la racionalidad
calculadora estamos en peligro de perder lo específicamente
humano y de «olvidar el ser» y la autenticidad de
la vida moral, hecha de responsabilidad.
Dos
lugares comunes de la filosofía política tras la
experiencia de la guerra.
Para
situar el pensamiento político surgido en Europa tras la
experiencia brutal de la 1ª Guerra convendría analizar
dos “lugares comunes” en los que coincidieron gran
cantidad de pensadores de la época y que en última
instancia tienen que ver con la imposibilidad de que la filosofía
actúe como “faro”, es decir, como elemento
orientador y moderador de una tecnología y de una razón
nihilista desbocada. Por una parte se constataba el fracaso de
la racionalidad ante la guerra –entendida como “movilización
total”, como la había planteado Jünger–
y eso lleva a muchos pensadores (de Adorno a Ellul, pasando por
Jonas) a decretar algo así como la «muerte de la
filosofía» ya en los años de 1930. Pero además
la Guerra (reconstruyendo en otro contexto la intuición
heraclitana del “polemos” como padre de todas las
cosas) demuestra que la razón, al desgajarse de la vida,
al hacerse a la vez abstracta e irresponsable, resulta incapaz
de dar cuenta de la propia potencia bélica.
El
cuadro de la decadencia no varía –sino que se acrece
–tras de la 2ª Guerra. Tal parece que el acto mismo
de pensar después de los campos de concentración
nazis y comunistas se haya vuelto tarea imposible o cuanto menos
frívola, no sólo porque hay demasiada sangre en
el campo de batalla, sino porque la misma brutalidad de la historia
hace imposible que la filosofía pueda proceder a «orientarnos
en el pensamiento» que era su función clásica.
En los años 1945-1962 resultaba un tópico cultural
recurrente decir que “el ser se ha obscurecido” o,
como Heidegger, que: «sólo un dios puede salvarnos.»
Hay
en esa época una coincidencia bastante general a la hora
de constatar la insuficiencia y la banalidad de la filosofía;
de ahí que se busque la salida en la ciencia o en algo
que parece científico (el marxismo) que con el Marx de
los MANUSCRITOS se considera una “crítica”
más que un saber.
Lo
que muchos filósofos (empezando por Heidegger) hacen tras
la 2ª Guerra no es únicamente mostrar la bancarrota
de la idea de progreso en la historia, que ya estaba en las TESIS
de Walter Benjamin sino plantear el descreimiento en la función
misma de la historia como exigencia del pensar. Benjamín
había intentado replantear una idea judía (el mesianismo)
que ha dado origen a una idea moderna (el utopismo), mostrando
hasta que punto la supuesta ciencia del materialismo histórico
no es más que un esfuerzo de sacar de su escondrijo al
“enano teológico” que ésta inevitablemente
lleva dentro.
Precisamente
a través de la fascinación indisimulada del judío
Benjamin por el nazi Schmitt y por su idea de la teología
de la historia se recupera la “fe” (una fe ya muy
poco cristiana en la medida que resulta poco o nada caritativa)
por la puerta de atrás de la crítica a la idea de
progreso. Será un dios de “débil potencia
mesiánica” (concepto benjaminiano) para un Estado
que se lee como «Dios mortal», pero que no deja de
tener (o mejor, de pretender) ser partícipe de la substancia
sagrada, como se ha visto y sufrido en las recientes tentativas
de realizar el programa “neocon”.
Junto
a la constatación de la insuficiencia de la filosofía,
supuestamente incapaz de mostrarnos un “fundamento”
sobre el que basar la existencia –y que por ello debiera
dejar un espacio a la fe–, el otro tema central de casi
todos los pensadores de la postguerra es el de la diferencia entre
lo «abierto»y lo «cerrado», metáforas
ambas que derivan de Bergson y que llegaron hasta Popper. Es curioso
observar cómo en la época todos los filósofos,
e incluso los teólogos, querían ser “abiertos”
(algo que en teología se hubiese llamado “herejía”
sólo cien años antes, por cierto.) Ante un mundo
que se abría tecnológicamente y ante la necesidad
de reconciliación espiritual de Europa, que se hacía
patente en el Mercado Común, también los filósofos
retoman el tema de la “apertura” que será «apertura
al Ser» en la fenomenología y apertura a la fe en
otros ambientes.
Pero
la “apertura” en Patocka tiene un límite: no
se puede aceptar la pérdida del sentido histórico
porque eso sería tanto como perderse ante el nihilismo.
Lo que ha derivado de la extensión de los mecanismos de
la movilización total a los tiempos de paz y del terror
sistemático al dominio de la vida cotidiana es la degradación
del hombre y ante ello toda filosofía es resistencia.
«Alma
abierta» y «alma cerrada» en Patocka
El
tema del «alma abierta» y el «alma cerrada»
aparece, y seguimos aquí a Alexandra Laignel-Lavastine
en el texto de 1970 «COMENIUS Y EL ALMA ABIERTA».
El alma estaría abierta cuando el individuo se deja interpelar
por la conmoción, por el trastorno en el sentido. El alma
se cierra, en cambio, cuando acepta –con la Ilustración–
el subjetivismo contemporáneo, es decir, cuando cree (para
Patocka, erróneamente) que fuera de ella sencillamente
no hay nada; es decir cuando ella se convierte en lo absoluto.
El alma cerrada no tiene o no acepta nada “fuera de”,
ni asume nada que no crea poder resolver por sí misma.
En definitiva, el alma cerrada sería la imagen de la brutalidad
y de la autosuficiencia. Ella, en palabras de Patocka: «se
autoriza a disponer de todo (...) no admite nada anterior a su
acción –ninguna identidad originaria que respetar,
ninguna interioridad que la constriña a capitular»
El
alma cerrada anuncia el totalitarismo, es de hecho su precondición
necesaria. Laignel-Lavastine dice que: «este paso de una
alma abierta a una alma cerrada que se ignora a sí misma
en cuanto tal, representa para Patocka la tragedia misma del racionalismo
europeo. De ella procede el riesgo de “barbarismo”
que permanentemente acecha a nuestra civilización.»
El riesgo de una vida sometida a la tecnificación y a la
planificación es la consecuencia necesaria del alma cerrada.
Para el alma cerrada si la metafísica era abolida y se
la substituía por el cálculo y la planificación,
el mundo necesariamente debería ser mejor, como supuestamente
sería mejor la lógica y la matemática. Pero
lo que se ha visto es, precisamente, lo contrario: la «apertura»
al mundo sólo es posible desde la verdad y desde la libertad
–no desde el cálculo.
Veremos
que, precisamente lo que hace de Sócrates y Platón
los fundadores y los guías de Europa será precisamente
esa capacidad para estar atentos al alma, es decir, para dedicarse
a la «cura del alma.» Si se puede hablar de “decadencia”
–y para Patocka ese concepto no sólo es adecuado
descriptivamente sino que tiene valor ontológico–
es porque como dirá en los ENSAYOS HERÉTICOS: «es
decadente cuyo nervio íntimo de funcionamiento escapa,
una vida perturbada en su nervio más propio, de tal manera
que aún creyéndose plena de vida, se vacía
y se mutila a cada paso. Es decadente una sociedad cuyo funcionamiento
conduce a caer en lo que es una naturaleza ajena a la del hombre.»
Pero
el concepto de «alma cerrada» no lo explica todo,
sino que en definitiva constituye, tan sólo, una concreción
de la revisión del tema husserliano del «mundo-de-la-vida.»
El
mundo-de-la-vida se hace político
El
concepto de «mundo-de-la-vida» [Lebenswelt] fue elaborado
por Husserl, a partir de la «Crítica de la experiencia
pura» de Richard Avenarius (1843-1896), y junto con los
de «reducción eidética», «reducción
trascendental», «epoché» e «intencionalidad»,
constituye el núcleo mismo de la concepción fenomenológica
de la filosofía. El «mundo-de-la-vida», como
problema universal del ser y de la verdad se encuentra desarrollado
en el párrafo 34 de la KRISIS y se puede identificar de
una manera rápida con la dimensión precientífica
de la experiencia.
Para
acceder al «mundo-de-la-vida» hay que hacer lo que
en el vocabulario técnico del oficio se denomina “reducción
fenomenológica”: eso significa que debe entenderse
que los fenómenos, las cosas (a veces se dice “los
entes”) no solo “son”, en un sentido inmediato
(“están”), sino que “se nos muestran”,
se nos presentan o significan. Y en consecuencia la acción
humana emprendida desde una conciencia orientada fenomenológicamente
no se limita a conocer sino que se relaciona con el bien y el
mal, se orienta y anticipa o prevé el mundo. Pues bien,
la crisis de la conciencia europea nace, en opinión de
Husserl porque el objetivismo moderno ha olvidado el «mundo-de-la-vida»
a medida que progresa en la tecnificación del conocimiento
y progresa la impersonalidad. La ciencia es, cada vez más,
“autoreferencial” y se aleja del «mundo-de-la-vida»
en que las cosas tienen sentido porque no se han escindido el
hecho por una parte y el valor por otra.
Rudolph
Boehm en un famoso artículo sobre las tres tesis husserlianas
respeto al «mundo-de-la-vida» [en Elisabeth Ströker
(ed.): «Lebenswelt und Wissenchaft in der Philosophie Edmund
Husserls», Ed. Klostermann, 1979] considera tres características
de este concepto:
1.-
El mundo de la vida, «el único verdadero mundo»,
es un mundo relativo y subjetivo tal que su relatividad subjetiva
permanece necesariamente oculta a la vida mundana, bajo la apariencia
de su objetividad.
2.-
La ciencia moderna objetiva ha perdido su significación
para la vida, porque ésta nunca ha logrado tener por tema
el mundo de la vida en su relatividad subjetiva.
3.-
La única manera posible de restituir a la ciencia su significación
para la vida consiste en romper con la vida mundana natural, liberando
la posibilidad de que la ciencia haga del mundo de la vida relativo-subjetivo
su tema universal y sistemático.
El
vacío del mundo moderno, la famosa KRISIS que denuncia
Husserl, proviene de la artificialidad y de la separación:
en el «mundo-de-la-vida» se ha roto el anclaje de
las cosas y de las ideas con la experiencia concreta e inmediata:
de ahí la crisis de la conciencia europea. Husserl se propuso
hacer del mundo subjetivo y relativo de la vida, en contraposición
al mundo objetivo de las ciencias positivas, el objeto de una
nueva ciencia pero no, como a veces se ha querido creer, con ninguna
intención de elucidar el fundamento de las ciencias positivas,
sino para desentrañar y elucidar el sentido del Ser y de
la verdad del mundo en general. En un el Apéndice XVII
de la KRISIS se pregunta si, cambiando de actitud, «no podemos
querer aprender a conocerlo tal como es, en la movilidad, la relatividad
que le es propia, haciéndolo tema de una ciencia universal».
Considerar el mundo de la vida exige una “epoché”,
un poner entre paréntesis las tesis del mundo que no es
una simple contraposición entre la tesis y la antítesis.
La “epoché” no nos pide abandonar la tesis
(en este caso el mundo de la ciencia), sino considerarla desde
otro punto de vista, poniéndola entre paréntesis,
fuera de juego o considerándola desde otro punto de vista.
Patocka
retoma la idea husserliana según la cual sólo el
«mundo-de-la-vida» puede ser fuente de una universalidad
auténtica, pero para reinterpretarla en profundidad. Si
su obra principal de denomina ENSAYOS HERÉTICOS es porque
hay una ruptura «herética» respecto a la tradición
fenomenológica de la Historia y a toda suposición
de que el «mundo-de-la-vida» tenga un sentido preestablecido
(recuérdese que para Heidegger especialmente el origen
griego del filosofar nos muestra un sentido y que es la pérdida
de ese horizonte griego lo que hace estéril la reflexión).
Claro que la fuente griega es central en la obra de Patocka y
que la problematicidad de lo humano –el gran tema de Heidegger
–tienen una influencia central en su obra. Pero como ha
señalado Odile Gandon hay una gran diferencia entre Patocka
y Heidegger en un punto decisivo: el de la “verdad”
que para Heidegger es aletheia [desvelamiento, juego del velarse
y del desvelarse], mientras que para el filósofo checo
–y para su discípulo Havel– es un “vivir
en la verdad” profundamente socrático.
En
Patocka no se trata tanto de acceder al «mundo-de-la-vida»
por una reflexión, sino por una ación, por una práctica
que se realiza en el mundo. Sólo accedemos al «mundo-de-la-vida»
porque actuamos en él. Por ello podemos conocerlo de dos
maneras; de una parte es algo inmediato, utilitario, práctico
en que ni necesitamos proponernos el problema del sentido de la
vida ni lo hacemos. Pero el privilegio de los humanos consiste
en poder tener eso que en PLATÓN Y EUROPA denominó
«relación con el mundo como totalidad». Es
decir, podemos ver el mundo “a trocitos” como una
suma de problemas prácticos que requieren más o
menos ingenio en su resolución, o –por el contrario–
podemos considerarlo en tanto que “totalidad” como
un interrogante o un enigma. Descubrir la «problematicidad
del sentido», requiere como descubrió Sócrates
un «pensar cuestionando». Esa es la intuición
del pensamiento griego y también la intuición fundadora
de Europa, que con Platón convierte en un «proyecto
de vida» válido para toda la humanidad lo que en
un principio sólo era un proyecto de conocimiento. En definitiva,
el «mundo-de-la-vida» no es sólo necesario
como horizonte del conocer (tal como creía Husserl) sino
que se convierte también en el horizonte de la acción.
Se hace política –y se reivindican los derechos humanos–
cada vez que el estilo de vida filosófica socrática
y platónica, consistente en hacer de la interrogación
un estilo de vida, se propaga y se propone a todos los humanos.
No se hace política quien interviene en los detalles de
gestión sino cuando se propone a todos los humanos que
adopten un estilo filosófico de cuestionamiento y de comprensión
de la totalidad del mundo. Así el «mundo-de-la-vida»
asume una dimensión política.
Repensar
nuestra relación con las Luces y con el romanticismo
¿Por
qué puede ser Patocka un faro para la filosofía
del porvenir y no sólo un personaje de la época
terrible del totalitarismo centroeuropeo? Empezábamos valorando
su vida por su ejemplo socrático ante la muerte, pero si
el lector internáutico me ha seguido hasta aquí,
verá que es mucho más. Lo que nos ofrece es una
manera interesante de repensar la doble herencia, ilustrada y
romántica, de la cultura europea. Lo diremos, una vez más
con Laignel-Lavastine: lo que la obra de Patocka nos permite es:
«(a) mantener con las Luces el ideal de una vida para la
libertad, en el riesgo democráticamente asumido de una
perpetua puesta en cuestión del sentido dado, en ruptura
con la inmediatez cotidiana y (b) salvaguardar con el romanticismo
la atención y el respeto a las tradiciones culturales,
como algo que debemos tener escrúpulo en manipular a nuestro
servicio.» Si las Luces son una cultura del diálogo
y de la problematicidad (cosa que muchas veces Patocka no tiene
nada claro) ese es un valor universal que debe ser salvaguardado.
Si el romanticismo significa una especial sensibilidad ante la
diversidad humana, ese es también un valor a mantener.
Patocka pude, pues, servirnos como faro si en su obra aprendemos
a pensar a la vez la causa de lo universal y la causa de la pluralidad.
UNA
PRIMERA VERSIÓN DE ESTE TEXTO FUE DISCUTIDA EN LA SESIÓN
DE OCTUBRE DE 2006 DEL LICEU MARAGALL DE FILOSOFIA, (ATENEU BACELONÈS)
EN EL CICLO “TANMATEIX FILÒSOFS”.