La
estructura ausente
El cultivo renovado de la filosofía política republicana
ha sido uno de los acontecimientos más esperanzadores de
los últimos tiempos. De la necesaria exégesis y
exposición iniciales de los clásicos antiguos y
modernos que elaboraron esa concepción hemos pasado a una
promoción vigorosa de las posiciones y asertos de la visión
republicana de la politeya. Han surgido asimismo, desde el republicanismo,
críticas vigorosas a las dos concepciones rivales, la comunitarista
y la liberal . Estas críticas, junto a sus respuestas,
no sólo han mostrado los flancos débiles de estas
dos últimas, sino que han agudizado y mejorado la calidad
de la propia teoría republicana.
El enriquecimiento del discurso y la argumentación de la
teoría republicana ha mostrado que el republicanismo no
es monolítico, aunque en algunos casos haya sido justo
o por lo menos expeditivo evocar una única tradición
republicana. Ahora empezamos a conocer con detalle en qué
sentido es plural. Esto le augura un buen porvenir, que comienza
a incluir debates internos y distinciones pertientes entre los
diversos republicanismos . Para asegurar ese próspero porvenir,
sin embargo, es aconsejable que las teorías y las recomendaciones
republicanas, todas ellas, amplíen su miras y también
su base epistemológica. El presente ensayo tiene el fin
de contribuir algo a ese fortalecimiento mediante la consideración
de las condiciones sociales que estimulan el florecimeinto de
una politeya republicana, sin olvidar las que la dificultan. Le
preside la convicción de que el próximo paso en
la elaboración de un buen proyecto para la politeya democrática
deseable tiene que habérselas con el universo real, enfrentarse
con lo que puede dar de sí la sociedad contemporánea
así como con lo que también puede dar de sí
la ciudadanía. Sin renunciar al normativismo republicano
–ni a sus nociones cabales, como las de virtud cívica,
ciudadanía, ausencia de dominación y poder arbitrario,
interés común, confianza, soberanía de la
ley- las reflexiones que siguen sugieren que, además de
la necesaria labor de rigor conceptual y análisis filosófico,
el enfoque republicano debe ahora hundir sus raíces en
la indagación de sus condiciones sociales de existencia.
El estudio de la literatura republicana contemporánea muestra
a menudo una ausencia singular: la referencia rigurosa y pormenorizada
a la sociedad contemporánea, el cotejo de los criterios
del republicanismo con las posibilidades de nuestro mundo. No
abunda la puesta a prueba de la filosofía moral republicana
en el fragor de las gentes y ciudadanías que conocemos,
con sus anhelos, ansiedades e intereses, ni tampoco su consideración
frente a los estragos de la desigualdad, el dominio arbitrario
de los diversos poderes y manipulaciones, ni la confrontación
seria de las posiciones republicanas con las servidumbres de la
cultura mediática. Una filosofía moral republicana
que eluda el esfuerzo por descubrir lo posible (lo que da de sí
no sólo la sociedad sino la naturaleza humana) está
condenada a fracasar en última instancia.
Las referencias, retóricas unas veces, algo más
sustanciales otras, a la situación social conocida en la
que debería florecer el republicanismo, no faltan en la
literatura. Pero escasean los análisis que se las hayan
frontal y sustancialmente con el mundo tal y como lo conocemos.
El frecuente analfabetismo sociológico de la filosofía
política y de la ética republicanas debe cesar.
Hay buenas razones para ello.
Quienes consideramos que las ciencias sociales, y en especial
la sociología, deben ser disciplinas normativas, nos hemos
lamentado ya del fenómeno inverso, e igualmente preocupante,
el del flagrante analfabetismo de numerosos sociólogos
en el campo de la filosofía moral . No se trata pues de
constatar aquí la deplorable ausencia de ésta última
en una parte considerable de la ciencia social. De lo que se trata
es de recordar que la sustancial labor conceptual, argumentativa
y teórica realizada hasta ahora por el republicanismo filosófico
así como por un sector de la teoría política
corre el peligro (¿aún lejano?) del bizantinismo
abstracto si no demuestra una mayor sensibilidad sociológica
ante esa misma ciudadanía a la que, por definición,
puesto que de republicanos se trata, se dirige. No afirmo en modo
alguno que, con talante irresponsable, la filosofía política
y moral republicana ignore siempre las características
y condiciones de nuestro mundo, ni la estructura social de la
libertad republicana, ni las condiciones específicas de
la virtud cívica, ni las posibilidades reales o el grado
posible de realización de la utopía republicana
hoy y en los próximos decenios, en las sociedades y países
que conocemos . Sostengo que las referencias ocasionales a esos
fenómenos no bastan. Reclamo tan sólo una mayor
atención a la indagación de las posibilidades reales
de plasmación de esa filosofía en el mundo contemporáneo.
Cuando me refiero a algo que se llama ‘mundo contemporáneo’
o ‘sociedad moderna’ no asumo que todos sepamos plenamente
en qué consiste, cuáles son sus rasgos decisivos,
el derrotero preciso por el que nos lleva. Es sabido que junto
a las quaestiones disputatae de nuestra cultura, ese conjunto
de conceptos endémicamente discutidos que tantos quebraderos
de cabeza nos depara, hay un ‘mundo social’ en torno
al cual tampoco abunda el consenso. (Ni creo que sea bueno que
lo haya del todo.). Esto puede ser una dificultad seria para poner
en vigor la recomendación de que introduzcamos en el republicanismo
teórico alguna dosis de sociología. Mas no es suficiente
para que no se intente la operación, aunque existan esas
diferencias en la interpretación que cada cual ofrece de
esa discutida entidad a la que llamamos ‘sociedad contemporánea’.
En lo que sigue, mucho me temo, no podré sino dar mi propia
versión (más o menos compartida con otros observadores)
de cómo es. Por muy equivodada que sea, referirse a ella
es requisito necesario para la integración de la realidad
social en la teoría republicana y su subsiguiente
enriquecimiento. Este se hace extensivo así también
a la sociología puesto que, como he afirmado, no sólo
nada impide que sea una disciplina normativa, sino que más
bien todo conspira para que su dignidad epistemológica
se complete con la su intención moral. Quede ésto
claro para que mi argumento no sufra la sospecha de que en él
una altanera sociología intenta somete a juicio al republicanismo.
De lo que se trata es de que entrambas perspectivas aprendan la
una de la otra.
Una buena manera de tomar la embocadura para vincular el republicanismo
al análisis y diagnóstico de la vida social actual
es la de la consideración de la libertad republicana. Ello
es así porque, en contraste con otras concepciones, y en
especial la liberal, la concepción republicana no se refiere
sólo a derechos inalienables inherentes al libre albedrío,
cuya única limitación permitida sería la
del respeto a la libertad ajena, sino que su referente inmediato
es abiertamente estructural: la libertad existe sólo cuando
no hay dominio improcedente (cuando ni príncipe ni politeya
se inmiscuyen arbitrariamente en la vida y decisiones del ciudadano)
y cuando la ley es soberana . Este sería el mínimo
común denominador definitorio, puesto que, como era de
esperar, hay divergencias y énfasis diversos entre los
varios autores y escuelas republicanas. Pero es un común
denominador, sino enteramente sociológico, al menos sí
parasociológico, pues directamente se refiere a las condiciones
sociales de la libertad, sea porque la permitan, sea porque la
fomenten. El común denominador socioestructural, en cambio,
ni se plantea en el terreno (puramente liberal) de los derechos
universales que poseen mónadas de humana figura, ni en
el tribal y místico de los elegidos que pertenecen a una
comunidad dotada de una inexplicada autonomía frente al
resto de los humanos, o hasta superioridad, lo que la hace incapaz
de asumir el universalismo moral .
El ideal de la ausencia de dominación (es decir, el dominio
o dependencia improcedentes, ya que a estas dos nociones debe
hacerse extensiva la libertad republicanamente definida) no ignora
la existencia generalizada del poder en las sociedades. Ello es
así porque, dentro de esta perspectiva, lo que (obsesivamente)
preocupa al buen republicano es que el ciudadano (el ser humano
sólo es entendido plenamente como tal en condiciones de
republicanismo moral y político) no esté a la merced
de voluntades ajenas arbitrarias. Es por ello por lo que, también
dentro de ella, otro componente de la situación aceptable
es la exclusión de la ideología soberanista. (Defino
soberanismo como la doctrina que confiere a una abstracción
llamada ‘pueblo’ la atribución de suprema autonomía,
o bien a un agregado de individuos presuntamente autónomos.
También es soberanismo, desde una perspectiva opuesta,
la atribución carismática e irracional de supremacía
política a un ente tribal o nacional). El republicanismo
no es soberanista. Mejor dicho, lo es sólo en el sentido
particular de que confiere la cualidad de soberana a la ley y
solamente a ella. Concede la calidad de ciudadano –generador
a su vez de leyes soberanas en diálogo con sus conciudadanos-
a cualquiera que more en una comunidad política, lo que
le obliga a participar en ella. En el republicanismo no caben
metecos. Se hace necesaria una vita activa pública mínima
para la ciudadanía .
No es menester adentrarse –ni éste es el lugar para
hacerlo- en la obviedad de que las leyes son productos humanos,
así como fruto también de fuerzas sociales, para
aceptar el hecho bruto de que normas, reglas del juego, restricciones
legales y demás componentes del marco jurídico (público
y privado) constituyen un universo cuyo análisis desde
el punto de vista de la filosofía del derecho es necesario,
pero que también merecen atención sociológica.
Esta no tien porqué reducir los fenómenos sociales
a los seres humanos que se hallan en estructuras sociales determinadas.
Las instituciones (en este caso el marco legal de la acción
humana) merecen igual atención. Postular la soberanía
de la ley sobre la de la voluntad llama la atención, sobre
todo si se tiene en cuenta que la intencionalidad y subjetividad
de la acción no queda obliterada por tal soberanía.
En efecto, la acción humana, que es siempre también
acción social, tiene tres componentes: intenciones, saberes
y creencias, y estructuras sociales. El primero es subjetivo;
el segundo es a la vez subjetivo y externo al individuo, coimpartido
entre él y los demás; y el tercero es en gran medida
objetivo. Los seres humanos moramos y nos encontramos en la intersección
de los tres componentes. Nos movemos de acuerdo con la lógica
de la situación que, conjuntamente, forman . La ley –a
la que el republicanismo atribuye soberanía- forma parte
de las estructuras, aunque también la forma de nuestra
conciencia si la hemos interiorizado, con lo cual legitimamos
la obediencia debida. Su bondad podrá medirse por el rasero
de la libertad, por la medida en que la fomente, no sólo
imposibilitando la dependencia y favorenciendo la ausencia de
dominación arbitraria y el ejercicio de la fraternidad,
sino también estimulando la iniciativa y la vocación
humanas a ser libres y por lo tanto a crear vida y mundo.
La tarea normativa de la filosofía republicana tiene una
ventaja sobre la liberal y sobre la comunitaria: no es utópica,
ni puede sentir la perniciosa tentación utópica.
Precisamente por eso es esencial que se enfrente, para convencer
y medrar, con lo que hoy es aún, en gran parte, el elemento
ausente de sus desvelos, a saber, la estructura social y los procesos
específicos conocidos de nuestro mundo. Ese lujo no se
lo pueden permitir otras posiciones, alternativas a la republicana.
Así, mientras que la liberal parte de una noción
abstracta e irreal del individuo y la comunitarista de una invención
mística de la tribu, la republicana emerge de la naturaleza
de la vida social. Tal naturaleza es, para ella, fundamentalmente
conflictiva. El republicanismo asume el conflicto. Conferir soberanía
a la ley (a las reglas del juego) para proteger la libertad, asumir
que existe un bien o interés común por el que hay
que luchar, y que debe descubrirse (no inventarse arbitrariamente)
cívica y discursivamente, cultivar virtudes públicas
(puesto que hay vicios e inclinación a ellos), fomentar
el asociacionismo altruista (puesto que hay propensiones endémicas
al egoismo) supone un punto de partida preñado de realismo,
reacio a todo utopismo . Es un principio que posee una profunda
afinidad electiva con la indagación que proponen las ciencias
sociales, y muy especialmente, la sociología. El republicanismo
invita a que indaguemos cuándo y cómo, y en qué
medida se hacen posibles sus postulados en el mundo en que vivimos.
Las normas son frutos del conflicto. La libertad, también.
La filosofía republicana asume que tanto las unas como
la otra son resultado de procesos históricos que las producen,
al tiempo que ellas mismas, cuando existen, también los
generan a su vez. Normas y libertad poseen una sociogénesis
que no nace en la abstracción, sino en la historia y en
la urdimbre moral de cada sociedad. Una vez más, ni la
ideología monádica e individualista liberal ni la
tribal comunitarista poseen herramientas conceptuales para asumir
el modo social de producción de la moral a través
del conflicto entre intereses, gremios, facciones, ideas contradictorias,
que componen la vida social, ni la producción histórica
de libertad ciudadana y fraternidad universalista, es decir, su
sociogénesis.
Claro está que en el mundo político y hasta en la
vida cotidiana existen resquicios, solapamientos y fronteras borrosas,
cuando no ausencia de ellas. Hay algo que podemos llamar ‘liberalismo
cívico’ y que también hay un ‘nacionalismo
cívico’: ambos liman los excesos de sus respectivas
posiciones ‘puras’ o extremas de salida porque se
aproximan al realismo característico de la democracia moderna,
algunos de cuyos rasgos –ciudadanía, garantías
de no injerencia, buena conducta constitucional, universalismo
jurídico- pertenecen más bien al acervo republicano
de valores al tiempo que se hallan relativamente compartidos tanto
por las expresiones menos insolidarias del liberalismo como por
las menos cerradas y excluyentes del comunitarismo.
II
Antropología
de la virtud cívica
La plausibilidad del republicansimo debe explorarse, como vengo
diciendo, en el terreno de sus condiciones sociales de existencia.
Sin tal operación, la posición filosófica
que lo caracteriza perdería la dignidad teórica
que necesita. A ese asunto dedicaré alguna atención.
Mas antes hay que evocar el otro terreno en el que debe ponerse
a prueba, el estrictamente antropológico. En efecto, antes
de avanzar ciertas generalizaciones sobre la democracia republicana
es menester preguntarse también si los seres humanos, tal
cual son, son capaces de morar en politeyas que, aún y
admitiendo ciertas dosis de imperfección moral, merezcan
el nombre de republicanas. Una teoría que fundamente su
argumentación en la primacía de la virtud cívica
no tiene otra alternativa.
El estudio de la estructura de la comunidad política a
partir de la naturaleza humana tiene una notable historia. Es
habitual que la filosofía política comience su faena
desde ese ángulo, según la brecha abierta por vez
primera por Platón con su propuesta de politeya deseable
y justa a partir de las diversas disposiciones e inclinaciones
connaturales a los ciudadanos. Una ciudad edificada en congruencia
con ellas no sólo les haría más felices sino
que también satisfaría los requisitos de especialización,
diferenciación interna y eficacia que toda sociedad compleja
exige. Como diría andando los siglos Paul-Henri de Saint-Simon,
haría possible que se distribuyeran las tareas desde cada
cual, según sus facultades, a cada cual, según sus
necesidades.
La plausibilidad del proyecto platónico depende de que
su visión del hombre sea o no acertada, amén de
que las condiciones en que él vive (políticas, ambientales,
educativas) le sean no menos favorables. Por su parte, la plausibilidad
de un proyecto republicano moderno (en su versión más
democrática) depende también de que la visión
del ser humano sea acertada para lo que de sí deba dar.
Sólo la tergiversación del republicanismo a través
del totalitarismo (es decir, su negación, aunque sea en
su propio nombre) fomenta la imposible tarea de la imposición
brutal de la virtud y el intento cruel de modificar seres humanos
según proyectos de injerencia y tiranía. Y ello
en nombre de la ausencia de dominación que conforma de
modo esencial el ideal de libertad republicana. Y es que ninguna
filosofía política, incluida la republicana, está
libre de su propia degradación. En nombre de la virtud
cívica puede atropellarse la decencia republicana. Líbrennos
los dioses cívicos de los fariseos del republicanismo y
de los energúmenos que invocan, incansables, la virtud
pública y la democracia sólo para avasallarlas.
La dosis de aparente realismo que supuso la incorporación
de la noción, tan propia de la Ilustración, de homme
moyen sensuel, no hizo más factibles los proyectos de sociedad
justa y buena que pronto comenzarían a urdirse. No sólo
porque no exista ese ‘hombre medio’ (o su contrapartida
femenina, la femme moyenne sensuelle) sino porque la variedad
de las pasiones, predisposiciones, inteligencia y capacidades
de las gentes hacen que, paradójicamente, proyectos como
el platónico parezcan mucho más realistas que el
de los demócratas igualizadores (que no igualistas, que
es otra cosa) de la época de las primeras revoluciones
democráticas. En todo caso, más que proyecto platónico,
hay proyectos, puesto que Las Leyes ofrece el envés, frente
al haz de la República, de lo que podría y debería
hacerse de la sociedad humana. Es, eso sí, es un proyecto
ciertamente sombrío, por lo que respecta a lo que Platón
asume que podemos dar de sí los seres humanos en este espinoso
asunto de convivir justa y decentemente. Desde este punto de vista,
ambos diálogos platónicos obedecen al procedimiento
de considerar al ser humano como materia prima, y la estructura
social como secundaria.
Sería erróneo asumir que la ciencia social haya
invertido los términos del análisis clásico
sencilla y llanamente. Bien es verdad que la noción de
que el orden social determina la conciencia (y no al revés)
tiene sus ya venerables raíces en Rousseau y que hasta
ha habido algunos que han llegado a suponer (more marxiano, o
creyendo que lo era) que con gozar de un modo de producción
justo todo iba a arreglarse a la postre. (La felicidad pública
y la justicia social como meros subproductos de una determinada
economía: como idea, como decía Gandhi de la civilización
occidental, no estaría mal.) Dejando de lado estas notorias
excepciones, conviene recordar que no ha sido menor el esfuerzo
de los sociólogos por tomar sistemática y rigurosamente
en consideración la naturaleza humana como variable independiente,
frente a la estructura social, que pasaría a ser la dependiente.
Aunque no falten quienes, en su preocupación por emancipar
la sociología de la psicología, hayan querido explicar
unos hechos sociales mediante otros hechos, igualmente sociales,
como Durkheim enseñara, y sólo mediante ellos, con
abstracción de todo supuesto psicológico. Otros
han comprendido que los componentes subjetivos ‘invariables’
debían necesariamente plasmarse en un universo social determinado.
En otras palabras, con el material humano que poseemos podemos
labrar ciertos géneros de sociedad, pero no otros. Con
estos mimbres tenemos que tejer la canasta. Toda sociedad debe
ante todo satisfacer los requisitos biológicos, genéticos,
y mentales de los seres que la componen. En la época de
la forja clásica de la sociología, desde Pareto
a Malinowski, así como en su consolidación en el
‘biologismo’ parsoniano, la sociología incorporó
esta noción en su acervo .
En términos de filosofía moral republicana, la cuestión
sociológica de la naturaleza humana es crucial. De la respuesta
que le demos dependerá que estemos o no en condiciones
de admitir la viabilidad del republicanismo. Mucho me temo que
el conjunto de las teorías sociológicas que poseemos
no es unívoco a favor de la tesis republicana. Lo que no
permite que se ignore. Desde Maquiavelo (republicano, si los ha
habido) poseemos una tradición de elaboración teórica
a partir de concepciones específicas del hombre. Pareto
es interesante dentro de ella por haber elaborado una teoría
de las predisposiciones básicas del hombre y de sus manifestaciones
externas que, a través de su afirmación clave de
que se hallan diferencialmente combinadas en cada individuo, producen
su 'ley de la heterogeneidad social’, es decir, conducen
a que una estructura social determinada sea, en buena medida,
un subproducto de la distribución diferencial de atributos
individuales en una sociedad dada. Por ende, en el caso de que
él tuviera razón en este terreno, la virtud cívica
no podría estar parejamente distribuida en una población:
asunto al que todo análisis republicano debe enfrentarse
frontalmente, si desea que se le tome en serio.
Ha habido un reavivamiento del interés por las disposiciones
innatas del ser humano a partir de los descubrimientos de la biología
y la genética, así como algunos notables esfuerzos
por categorizar tendencias estructurales en las sociedades vinculándolas
a nuestra constitución innata y a la desigualdad de su
distribución a lo largo y ancho de la población
. No obstante, la literatura republicana, por lo general, cuanto
más filosófica, más ha tendido a ignorar
esta cuestión al tiempo que se apoyaba en su tendencia
característica a echar mano de la educación para
inducir a los ciudadanos a la práctica de las virtudes
necesarias: la participación en la causa pública,
por un lado, y el ejercicio de la fraternidad, por otro. Afortunadamente
sólo unos pocos, entre quienes por cierto no se encuentra
el mismo inventor de la palabra altruismo, el denostado Auguste
Comte, ignoran que la fraternidad también se aprende, y
que sin una enseñanza republicana la suerte de democracia
que se propugna no será realizable.
La modesta proposición de estos renglones consiste sólo
en recordar a la teoría política y a la ética
republicanas que sólo podrán consolidarse de un
modo interesante en el porvenir si profundizan más en la
relación que surge entre los seres humanos, tal cual son,
y el orden social que se preconiza. Para eso las aportaciones
de la sociología a la antropología moral no deberían
soslayarse . El hecho de que no sepamos a ciencia cierta y definitivamente,
cómo son, no significa que debamos abandonar el empeño.
Habida cuenta que la indagación antropológica también
mantiene viva la filosófica así como la de la ciencia
social., no parece que el conocimiento parcial haya sido freno
alguno para su actividad, sino al contrario. El caso es que, como
acabo de indicar, y discúlpeseme la insistencia. sólo
con los mimbres que tenemos que hacer cestos republicanos. Lo
insensato sería no usarlos. El arbitrista, en su rincón.
III
Orden
y conflicto en las sociedades modernas
Tal vez sea posible conceder que, aunque muchos individuos no
sean capaces, por naturaleza, de lograr los mínimos de
virtud pública que deberían caracterizar mayoritariamente
la ciudadanía de una politeya republicana, sí es
dable, en cambio, lograr la plasmación de un orden político
y moral adecuado a ella. En cuyo caso se produciría una
situación de paidéia permanente dirigida a los más
indiferentes o remisos, dentro de un marco benevolente. La benvolencia
republicana entraña el criterio público de no forzar
a nadie a ser virtuoso, del mismo modo que desde esa perspectiva
nunca se ha tratado de obligar por la fuerza a nadie a ser libre.
(Aunque sí de crear condiciones favorables, que inclinen
a los ciudadanos a que deseen serlo: ése es el sentido
genuino, y no otro, de la idea rousseauniana de ‘obligar’
a ser libres, es decir, a ser responsables, a los seres humanos.)
La superación de las trabas antropológicas a las
que me he referido, o por lo menos la suavización suficiente
de las inclinaciones malignas que pueda poseer una parte nada
negligible de la humanidad mediante las artes civilizatorias que
poseemos (y sobre las que la sociología, sobre todo a partir
de la obra de Norbert Elias , ha tenido bastante que decir), es
una tarea práctica fundamental. Para poderla ejercer hay
que estudiar a conciencia las trabas socioestructurales, así
como los modos en que pueden modificarse sin efectos perversos.
Siguiendo el tenor de estas notas, que no pretenden enfrentarse
pormenorizadamente con tarea tan ingente, sino sólo indicar
las líneas de indagación que podrían seguirse,
me atendré a evocar en escorzo algunos de los escollos
con que, dentro siempre del mundo de las llamadas sociedades avanzadas
, ha de tropezar toda puesta en práctica de la filosofía
moral republicana. Al así hacer señalaré
las contracorrientes que, en algunos casos, abren una senda a
la esperanza de que esos escollos no sean definitavemente insuperables.
(a)
La producción empresarial de la servidumbre se ha constituido
en fuente permanente de obediencia jerárquica de una población
asalariada y encuadrada en la unidad fundamental del orden económico
de la modernidad: la empresa. La estructura empresarial, exige
subordinaciones y supraordinaciones jerárquicas que no
permiten las relaciones simétricas e ‘isegóricas’
propias de un ambiente social republicano. (El ambiente social
republicano es el garante de que prospere a la larga el ambiente
político republicano: la congruencia e integración
mínimas entre los diversos subsistemas sociales –el
económico, el político y el cultural- es fundamental
para la permanencia del orden societario general). Las situaciones
de psudocompañerismo y pseudodemocracia industrial o empresarial
que pueda crear la llamada ‘cultura de empresa’ o
bien la ideología democratizante del capitalismo tecnocrático
no bastan para compensar la sociogénesis y difusión
empresarial de la servidumbre voluntaria.
(b) La estructura corporativa de la sociedad moderna, según
la cual es posible entenderla como red interpenetrada de corporaciones
y empresas, con sus respectivos órdenes jerárquicos
y de coordinación imperativa, entre otras conocidas características
no puede considerarse como favorable a la implantación
del republicanismo. Sobre todo si se tiene en cuenta que una característica
de esa situación es la absorción (relativa, en el
mejor de los casos) en el sistema del sindicalismo y de las organizaciones
representativas de las clases subordinadas. Es evidente, sin embargo,
que las sociedades corporativas no han eliminado las posibilidades
de democracia industrial ni tampoco la consolidación del
cooperativismo, que no ha quedado confinado a reductos residuales
o anecdóticos. El fomento de estos flancos incrementaría
las oportunidades del republicanismo como orden cívico
general, más allá del ámbito político.
(c) El control corporativo de la economía mundial es uno
de los aspectos de la intensificación contemporánea
del proceso de mundialización, que no es unívocamente
favorable a una democratización general. No obstante, la
mundialización, dada su complejidad –tan es así
que en cierta versión hegemónica y risueña,
ni siquiera existe- no es forzosamente incompatible con instituciones
cívicas independientes, sobre toso en niveles inferiores
a los de las cúpulas estatales, interestatales y transnacionales.
Si bien es preciso descartar toda teoría simplísticamente
conspiratoria acerca de la tríada presuntamente formada
por Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización
Mundial de Comercio, por ejemplo, también es cierto que
las decisiones tomadas por éstas y otras entidades –el
Banco Europeo, el Banco Interamericano de Desarrollo- no poseen
precisamente los rasgos del republicanismo, al tiempo que son
decisivas para la marcha de las economías de muchos países.
Las repuestas de un sector muy activo de la sociedad civil y los
conatos de mundialización de esa misma sociedad civil,
en cambio, sí han fomentado la participación cívica
transnacional. (Lo cual es congruente con el cosmopolitismo cívico
propio del republicanismo, por mucho que la identidad cívica
cosmopolita esté aún en fases mjy incipientes de
desarrollo y quede reducida a minorías.) Y tal participación
es la espina dorsal de la concepción republicana de la
politeya. No cabe duda, empero, que hay que matizar en el momento
de considerar cómo, quién y qué entraña
ya la solidaridad o fraternidad cívica internacional (a
través de la cooperación privada en lo público)
ya la militancia contra los presuntos agentes de una mundialización
perversa. Aí hay que apresurarse a realizar los distingos
pertinentes por lo que respecta la posibilidad de demagogia, manipulación,
violencia política y otros aspectos nocivos instalados
en el seno de estos movimientos. Lo cual no entraña que
haya en ellos componentes sustanciales que merecen un interés
muy vivo por parte de los amigos del republicanismo democrático.
La descalificación cínica del todo a través
de una parte indeseable merece ella misma descalificación,
por falaz.
(d) El socavamiento moral mercantil de la ciudadanía en
condiciones de corporatismo avanzado no parece que ayude a fomentar
las virtudes cívicas de confianza del ciudadano en la participación
activa en la esfera pública. El debilitamiento de la confianza
pública es fruto a su vez de una pérdida de confianza
en sí mismo, una desmoralización , a través
del exceso de fluidez en el mercado de trabajo, la semiindigencia
y la desorientación que afecta no sólo a numerosos
trabajadores en las clases subordinadas tradicionales, sino también
en las medias. Por fuerza las consecuencias perniciosas para la
personalidad y la moral de empleados y trabajadores en sus empresas
y en el mercado laboral deben extenderse a sus predisposiciones
a inhibiciones frente a la cosa pública. La apatía
política o el escepticismo rayano en el cinismo de sectores
notables de la ciudadanía frente a democracia son los peores
enemigos para la instauración de la politeya republicana.
No basta con la exhortación moral, sino que es menester
entender las carencias severas e imperfecciones estructurales
de la democracia liberal para defenderla (y mejorarla) y explicar
porqué tantos ciudadanos bona fidei cifran en ella tan
poca esperanza. Ello no obstante, el escepticismo fatalista en
este terreno no parece del todo justificado. Desde la formación
de asociaciones cívicas para combatir el mercantilismo
irresponsable (asociaciones de consumidores) a la rebelión
cívica contra el corporatismo oligopolista de ciertas compañías
multinacionales que socavan la diversidad económica y la
inciativa de artesanos, labradores y gentes de toda suerte y condición,
pasando por toda suerte de actividades esencialmente altruistas
que surgen del ámbito privado para proyectarse en el público
, por vía fraterna, se perciben movimientos cuya afinidad
con las virtudes esenciales del republicanismo –participación,
autonomía, solidaridad- son demasiado obvias para ser descartadas
a causa de las notorias carencias e imperfecciones que también
puede detectar cualquier observador en la vida y avatares de toda
actividad cívica altruista.
(e) La ideología del multiculturalismo, si es interiorizada
por la ciudadanía como un pluralismo de tolerancias étnicas,
religiosas y doctrinales, podría hacerse compatible con
una obediencia cívica de mínimos que permitiera
el florecimiento de un cierto republicanismo. De hecho, la evocación
del ‘patriotismo constitucional’ como garantía
de la necesaria obediencia al orden democrático surge en
filosofía política como solución a la coexistencia
de las lealtades ideológicas diversas de una ciudadanía
heterogénea . Sociológicamente, sin embargo, interesa
más la lealtad cívica efectiva a un orden político
determinado (en el que entran hábitos de convivencia, civismo,
buena educación y rechazo de toda violencia política)
que la propia lealtad constitucional, necesariamente más
abstracta y no siempre asumida por muchos ciudadanos, algunos
de ellos ‘buenos ciudadanos’. Un multiculturalismo
de compartimentos estancos engendra una sociedad mosaico en la
que la tolerancia es un modo de conllevarse más o menos
incómodo. (Bajo la autoridad arbitral de un sultán,
o bajo la hegemonía de una casta dominante ). El republicanismo,
en cambio, exige una cultura compartida de mínimos y por
lo tanto una atenuación de las intensidades culturales
diversas.
(f) La producción mediática de la realidad engendra
un nuevo ambiente cultural y de interacción social que
debería merecer, y no suele recibir, la máxima atención
por parte de la filosofía moral y política republicanas.
Por eso atenderé a ella por separado acto seguido.
IV
Cultura
mediática frente a cultura republicana
Me refería al principio a una estructura ausente. Es menester
ahora aludir a otra ausencia, igualmente inexplicable. No se trata
de una laguna. Se trata más bien de un inmenso vacío
en el seno de las preocupaciones de los teóricos del republicanismo.
Una vez más, nada más justificado que atender a
las concepciones y argumentos que desde Pericles y Cicerón
hasta nuestros días han ido enriqueciendo una concepción
cívica, participativa y justa de la sociedad buena. Nada
más pertinente, también, que los estudiosos republicanos
de hoy dediquen atención al asociacionismo cívico
y a las diversas manifestiaciones del altruismo en condiciones
de modernidad. Pero que un mundo transido de cultura mediática
y apoyado en una red telemática e informativa como el presente
no ocupe un lugar central en las preocupaciones de los teóricos,
cuando cuando menos, sorprende.
La degradación de la política a través del
teatro mediático resulta en sí una cuestión
que no ha dejado indiferentes a los estudiosos del poder y la
autoridad . Sin embargo, nos encontramos aún muy lejos
de poseer un conocimiento satisfactorio del modo en que la presente
metamorfosis de la información -televisiva, radiofónica,
internética e impresa- afecta a las posibilidades, tanto
del pensamiento crítico de la ciudadanía, como de
su participación activa en la esfera pública. Las
respuestas que encontremos, puede asumirse, no serán unívocas.
Ni parece que llegue a consensuarse una condena indiscriminada
contra la panoplia mediática, aunque tal vez sí
se acepte que su patrón o pauta, que es la publicidad o
propaganda, es el determinante.
El negocio publicitario es el paradigma dominante en el mundo
mediático, y de ahí se transmite sin mayor adulteración
a la política. La vida social y cívica quedan así
infectadas de ideología publicitaria. Las intervenciones
más horrendas de la violencia política a través
del terror se efectúan con criterios publicitarios. No
sólo el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York y al
Pentágono en setiembre de 2001 respondió entre otras
cosas a criterios publicitarios, sino que desde un primer momento,
decenios antes, terroristas de toda laya calcularon el potencial
de reality show y de efecto propagandístico que tenía
cada uno de sus crímenes.
Desde la perspectiva que ocupa la atención de estas reflexiones,
es demasiado obvio que la exacerbación sentimental, la
deseperación ciudadana, el temor colectivo y la instigación
a las represalias socavan todas el temple cívico de la
ciudadanía. La lealtad cívica que constituye la
espina dorsal de la viabilidad del republicanismo como forma democráticva
de vida se degrada así en un tribalismo encrespado, sólo
de apariencia patriótica, que no conduce a la tolerancia
propia de la politeya republicana. La serenidad y el temple moral
cívico son condiciones prácticas para toda politeya
republicana.
El mundo mediático se mueve entre el sensacionalismo y
el impresionismo, y rara vez, o de modo frecuente pero circunscrito,
en el mundo de la razón, la parsimonia y el análisis.
Ello es así porque la publicidad comercial no es un mero
componente del universo mediático, sino que más
bien es éste último el que responde a sus reglas
y criterios. ¿Es compatible pues con el ideal republicano
de orden político?
La presencia de los movimientos cívicos o las reivindicaciones
populares en los medios por un lado, y la presentación
con pretensiones de objetividad, del buen funcionamiento de la
justicia internacional o la puesta en evidencia de los desafueros
antidemocráticos (la filmación y transmisión
de un golpe de estado, o de las justas reivindicaciones de una
comunidad indígena explotada o marginada, por ejemplo)
han producido efectos correctores beneficiosos, bien conocidos,
que indican la complejidad de la situación. La presencia
de algunas tergiversaciones mediáticas o la manipulación
ideológica del asociacionismo cívico no invalida
estos aspectos benéficos de la situación. Aunque
el resultado final sea, intuimos, más hostil a las concepciones
democráticas republicanas de lo que sería de desear,
no es posible ignorar que hoy, contra viento y marea, la cultura
mediática no ha desplazado completamente la capacidad reflexiva
y emancipatoria de la ciudadanía. Mas eso no basta ni da
lugar a una visión risueña de la situación.
La banalización mediática de la fraternidad levanta
su miserable testuz de vez en cuando en la nueva cultura de la
vulgaridad, con lo que degrada a la ciudadanía reflexiva
y autónoma y la transforma en plebe sentimentaloide, movediza
y manipulable por parte de nuevos demagogos populistas y televisivos.
(Las actividades antidemocráticas, como son las del terrorismo
político o el hampa internacional, como la de los traficantes
de droga, les dan pábulo y pretexto para represalias gravísimas
que, a su vez, minan el orden democrático, nacional y transnacional).
Las resistencias a estos males y las contracorrientes son, sin
embargo, asaz potentes, si recordamos tantos esfuerzos procedentes
de la sociedad civil por organizar su autonomía y poner
en práctica el cultivo del altuismo o la fraternidad. Pero
no bastan.
Ante esta situación la filosofía moral republicana
no debería solamente permanecer en su normatividad abstracta
sino también intentar ofrecer, si no desea hacerse cada
vez más trivial, algunas sugerencias sobre cómo
salir del atolladero mediático para luego lograr que esa
misma normatividad consiga imponerse. Fácil es decirlo,
y no tengo a mano solución alguna, simple e inmediata,
pero por lo menos parece aconsejable que sepamos cuál es
la tarea con la que debemos enfrentarnos. Si la educación
cívica es algo en el que coinciden todas las versiones
conocidas del republicanismo, necesario será que se consolide
una enseñanza de la buena conducta, la responsabilidad
y la autonomía del pensamiento en condiciones ambientales
mediáticas, que son las que aquí están instaladas,
para no marchar ya. En todo caso, para incrementar su alcance.
No estoy en mayores condiciones que las de señalar una
tarea ingente pero necesaria: la de incorporar la paideia republicana
al universo mediático, la de subordinar éste a los
intereses humanidad emancipada y civilizada. La descalificación
mediática entraña asumir que el desencantamiento
del mundo ha alcanzado nuestro propio ánimo y que nos ha
desencantado a nosotros mismos, animándonos tan sólo
a abandonar la lucha y buscar, si lo logra cada cual, el melancólico
abandono de toda fraternidad en alguna secreta guarida.
V
Lo
privado público y la instauración del interés
común
Mis esquemáticas observaciones sobre las condiciones sociales
de posibilidad de la fraternidad y la ciudadanía aspiran
a rebosar realismo y comunicar ese anhelo a quienes cultivan la
concepción de la democracia republicana. Por esa misma
razón es preciso que aluda aún a algunos aspectos
culturales y sociestructurales de nuestro mundo. Como veremos,
su ignorancia sería tan grave para la filosofía
moral republicana como la de no tener en cuenta los hasta aquí
identificados.
Las manifestaciones de la fraternidad y el altruismo son, en última
instancia, inconmensurables. Eso no desaconseja dar cuenta y razón
de la calidad y densidad de una determinada sociedad civil, por
ejemplo haciendo un recuento de las asociaciones cívicas
solidarias que la pueblan. Una buena sociología del ‘sector
altruista’ merece cultivo y expansión, así
como la exploración de las condiciones y derechos económicos
de existencia de la ciudadanía y su puesta en vigor como
condición previa a la participación ciudadana plena
y al ejercicio de la virtud cívica . Merece también
una elaboración conceptual más rigurosa que la que
hasta ahora disponemos. En efecto, a las vaguedades a las que
se ha hallado sometida la importante noción de sociedad
civil, se añaden las que afectan a la frontera, cada vez
más difusa, entre lo público y lo privado. De ahí
que convenga la exploración de aquello que denota la noción
de ‘lo privado público’, o sus cuasi sinónimos
‘sector solidario’, ‘no lucrativo’, ‘tercer
sector’ y ‘lo privado social’ . Todas estas
expresiones hacen hincapié en las asociaciones cívicas
altruistas de la sociedad civil. Referirse a lo privado público
subraya el hecho de que, desde la iniciativa privada, la ciudadanía
incide voluntaria y solidariamente sobre el sector público
(y sobre el prójimo, o terceros) sin hacer política
partidista ni esperar lucro. La puesta de relieve de las imperfecciones
y degeneración a que se presta este fenómeno, que
incumbe a cualquier buen analista desapasionado, no menoscaba
su considerable importancia para la teoría republicana
.
Hasta los pensadores más historicistas o los más
especulativos de la filosofía republicana han reconocido
la importancia que posee el asociacionismo cívico para
el progreso del orden democrático, al reconocer que la
participación política más allá del
voto o de la opinión expresada en la plaza pública
no basta, y que la práctica de algún modo de fraternidad
hacia terceros es lo que da la medida y pulso de la ciudadanía
a cuya instauración se aspira. A la consideración
del capital humano y del social que caracteriza a una determinada
comunidad política hay que añadir, pues, la presencia
en ella de un capital social solidario. Éste es distinto
del meramente social, puesto que en él se introducen criterios
para evaluarlo que van más allá de la ayuda mútua
que se prestan entre sí los miembros de una determinada
red. Por definición, el capital social altruista o solidario
establece puentes entre redes diversas y, en general, produce
trasvases sin compensación material (aunque sí moral
y emocional) entre colectividades asimétricas o, por decirlo
llanamente, entre quienes tienen y los que no, entre quienes pueden
dar y quienes necesitan. La distinción entre un capital
social egoísta y otro altruista parece pues sensata y conveniente,
así como útil para la filosofía moral de
las sociedades avanzadas.
Tal distinción debe estar sujeta a un realismo sociológico
estricto. Nada impide, más bien al contrario, que se sopese
la presencia de corrupciones, manipulaciones y desvirtuaciones
en la esfera de lo privado público y en especial en el
de la ciudadanía solidaria. Del mismo modo que la teoría
republicana debe contemplar la posible degeneración de
su politeya con igual imparcialidad con la que analiza la corrupción
de otros regímenes políticos, debe ser también
la primera que contemple las imperfecciones y miserias a que se
presta la actividad cívica, la práctica meramente
ideológica del altruismo así como la caridad y asistencia,
burocratizadas, corporatizadas o mediáticamente manipuladas.
La existencia de un ‘negocio de la caridad’ o de ‘multinacionales
de la solidaridad’ tiene que ser tenida en cuenta por cualquier
evaluación de la incipiente sociedad civil mundial. Del
mismo modo es muy pertinente considerar qué estados y órdenes
políticos fomentan, y cuáles no lo hacen, dicho
capital social . La distinción entre lo estatal y la sociedad
civil, concibe a ésta última, en su versión
liberal más estricta, como totalmente autónoma.
La versión republicana, para la que la autonomía
de la sociedad civil es también crucial, considera sin
embargo en qué sentido la esfera pública puede enriquecer
el contenido de esa autonomía sin violar la independencia
de los ciudadanos. El fomento legislativo y hasta político
de la libertad civil republicana y del capital social altruista
puede tener, entre otras, fuentes parlamentarias, gubernamentales
y constitucionales.
La vigilancia constante ante los fenómenos degenerativos
de la virtud cívica no debería obliterar la labor
de exploración continua de la democracia asociativa en
condiciones de avanzada corporatización, así como
otros fenómenos que, a pesar de su actual endeblez, merecen
toda la atención. Descuella entre ellos la presencia de
casos de ciudadanía proactiva, es decir, de ciudadanos
o asociaciones cívicas que, sin vinculación partidista,
sindical u otra motivación semejante inician intervenciones
solidarias o de beneficio a terceros sin afán lucrativo.
Su actividad debe ser cuidadosamente distinguida de la ciudadanía
reactiva que protesta o defiende intereses particulares o gremiales
cuando se ven amenazados.
Los casos de democracia asociativa y sobre todo los de ciudadanía
proactiva ponen de relieve lo que seguramente es la prueba crucial
de una existencia de conciencia cívica republicana en una
sociedad determinda: el descubrimiento y cultivo del interés
común. Éste posee unas características de
universalismo, fraternidad, visión a largo plazo, y otras,
que hacen fundamental que tal interés entre de lleno en
la tarea teórica del republicanismo . Tal incorporación
es menos necesaria desde el punto de vista de los postulados teóricos
que desde la práctica misma del civismo. En efecto, si
observamos aquellos movimientos cívicos proactivos que
inciden sobre la esfera pública al margen de las organizaciones
políticas oficiales –el pacifismo, el ecologismo,
la lucha por los derechos humanos, la reivindicación de
cultivos e industrias locales- comprobaremos que con frecuencia
comparten una preocupación por el bien o el interés
común de la humanidad. (Sin ignorar, una vez más,
aquellos casos en que las invocaciones a tal interés son
espúreas u oportunistas.) Por dar un sólo ejemplo,
la preservación de la naturaleza y la protección
ambiental podrán o no beneficiarnos inmediatamente, pero
se realizan como tributo a generaciones posteriores y en reconocimiento
de una racionalidad universalista, capaz de superar el egoismo
y la inmediatez.
En este sentido, la teoría republicana tiene aún
que enfrentarse con mayor denuedo a una cuestión que, dadas
sus raíces racionalistas, suele ser renuente a considerar.
Se trata de la inculcación en la ciudadanía de una
actitud moral de respeto a la politeya civilizada que representa
la república democrática a través de un hábito
que la considere sacrosanta. La pietas republicana vendría
en este caso a sustituir entre los ciudadanos la racionalidad
analítica que sólo hipotética y tal vez optimísticamente
podemos pedir de todos y cada uno, en todo momento. Esa actitud,
engendrada por el civismo y el patriotismo como cultura pero también
por los cultos apropiados a entes públicos dotados de un
carisma que excluya el fanatismo, inclinaría a la ciudadanía
a un reconocimiento mútuo de la humanidad, derechos y deberes
de las personas con las que conviven. Lo cual, a su vez, coadyuvaría
la integración social necesaria para el orden político
y moral republicano.
La intuición rousseauniana de una religión civil
republicana contrasta con su propia exigencia, simultánea,
de racionalidad en los ciudadanos, y aparece en su obra con un
grado notable de contradicción con sus propios argumentos
generales, pero es súmamente elocuente. Los últimos
tiempos han demostrado que el asunto de tal religión no
es ocioso , y que merece la más seria consideración,
precisamente por parte de quienes parten de posiciones seculares
y racionalistas en el estudio de los asuntos humanos. Para los
demás, la cosa tal vez no plantee serias dificultades,
salvo en el caso de que teman que una modesta religión
terrenal cívica rivalice con la sobrenatural.
Las experiencias modernas de religión civil nos proporcionan
bastantes enseñanzas. La interpretación radical
de la propuesta de Rousseau ha dado frutos ideológicos
espantables, desde Robespierre a Stalin, en los que la degradación
de la virtud en disciplina arbitraria y tiránica y de la
concepción laica y libre de la comunidad en sistema de
terror, han contribuido a crear un universo que era diametralmente
opuesto al propio del republicanismo. (De lo cual es manifiestamente
injusto culpar a Rousseau.) Por otro lado, la tradición
surgida de pensadores como Tocqueville, en los que tanto las piedades
de cada comunidad específica (religiosa en muchos casos)
se combinan con una pietas civica y patriotismo republicano dirigido
en su día a la nación abre posibilidades interesantes.
(Uno se pregunta si hoy podría dirigirse a entidades sociales
menos absorbentes de fidelidades ciegas, aunque ciertamente no
a una constitución, en forma de un supuesto ‘patriotismo
constitucional’ diga lo que diga un germánico elucubrador
de lealtades abstractas.) De esa piedad pública no hay
que excluir su extensión ambiental a una pietas cósmica
que fomentaría la buena conducta ante la naturaleza y que
formaría parte de un nuevo civismo. Entre tales posibilidades
interesantes se encuentra la no menor de acomodar culturas distintas
y asociaciones y coaliciones de ciudadanos en el marco del pluralismo
constitucional contemporáneo. Es evidente que el liberalismo
democrático es igualmente beneficioso en este campo de
la tolerancia, y que carecería de sentido que el republicanismo
quisiera apropiarse lo que en este caso comparte con otra posición.
La estructura social de la libertad cívica en la modernidad
avanzada requiere la acomodación de las variedades culturales
y de diferenciación social. (En estas últimas cabe
incluir sólo un grado, por considerable que sea, de desigualdad
social: una sociedad demasiado desigual no puede ser republicana,
aunque, naturalmente, sí pueda ser liberal). No sólo
por imperativo interno, sino a causa de la creciente mundialización
de muchos de los grandes procesos sociales que nos permean. Así,
las fuertes migraciones que atraviesan el mundo intensificarán
las variedades étnicas internas de muchos países
que poseen un orden democrático liberal. Contra lo que
piensan los comunitaristas, eso no debería ser un pretexto
para justificar un mundo como un mosaico de colectividades estancas.
Debería promover, en cambio, una visión más
republicana, porque es ella la que fomenta un común denominador
de solidaridades y principios universalistas, al tiempo que no
se inmiscuye en lo que no afecta al interés común.
La injerencia arbitraria es lo prohibido.
Cuando se preconiza ‘una visión más republicana’
se evoca una politeya posible, no utópica, no monolítica
ni dominada por unos iniciados, monopolizadores de la virtud,
crispados por su arcano saber y egolatría. Tras los horrores
del fanatismo moderno de quienes poseían simultáneamente
el poder y la pretensión de verdad es indecente sugerir
cualquier otra cosa. Es el mínimo respeto que debemos a
las innumerables víctimas de estos integristas organizados.
El pluralismo republicano es pues esencial para la reivindicación
del republicanismo. El pluralismo incita a la democracia dialógica
y a la autonomía de la sociedad civil, entre otras cosas.
Holgaría repetir aquí los argumentos que con suma
solidez se han esgrimido en la filosofía política
en su favor y que no han logrado aún refutación
racional, que uno sepa, por muy insatisfactorios que sean. En
todo caso quienes lo preconicen deben percatarse que toda defensa
del pluralismo en este terreno se prestará a que algunos
críticos vean en ello el peligro de que el republicanismo
así entendido se diluya en una suerte de liberalismo cívico
por una parte y de comunitarismo blando, por otra. Tengo poara
mí que vale la pena correr ese riesgo, para volver a la
carga y demostrar que el núcleo de la concepción
republicana –fraternidad, civismo, soberanía de la
ley, autonomía, conciencia del interés común,
patriotismo como conducta, no como retórica- es esencial
y radicalmente distinto de otros núcleos doctrinales rivales.
Tampoco hay que amedrentarse porque hayan algunos campos compartidos
de valores y creencias ajenas, sino al contrario. En todo caso,
la carga de la prueba de que esta posición está
equivocada o es perniciosa no corresponde a quien la afirma, sino
a quienes prefieren el otro republicanismo, el que impone la presunta
virtud, y por lo tanto viola con ello el aserto crucial de independencia
y franquicia que todo republicano atribuye al ciudadano.
Quiero terminar con una alusión, de nuevo, a la razón
y a la naturaleza humana. Una cosa es admitir contra todo relativismo
cultural o sociológico la permanencia de una naturaleza
humana a través de los tiempos. Otra, reconocer que cada
época exige el cultivo y florecimiento de ciertas disposiciones
y facultades más que de otras. Sin impedir al místico
que lo sea, ni al poeta que cuide de su lírica, el mundo
moderno exige el uso sistemático y democrático,
a la vez, de la razón para el mayor número posible
de ciudadanos. Es un mundo peligroso en el peor de los sentidos.
En efecto, todo él, sobre todo en las sociedades opulentas,
conspira para ocultar su miseria y peligrosidad. Una cortina de
bienestar, goce consumista, entretenimiento mediático y
mentiras ideológicas ceba las conciencias de sus ciudadanías,
para transformarlas en plebe dichosa y anodina. Y ello acaece
cuando más necesaria es la democratización de la
razón. Lo cual entraña la autonomía de las
gentes como seres que no sólo entienden fraternalmente
la convivencia humana sino también, de igual modo, el cultivo
mismo de su facultad racional.
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Nota. El precedente ensayo amplía y revisa la ponencia
presentada ante el XI Congreso de la Asociación Española
de Ética y Filosofía Política, que tuvo lugar
en Málaga, en Diciembre del año 2000. Estoy muy
obligado a los profesores José Rubio Carracedo y José
María Rosales por la publicación del texto original
en el libro Retos pendientes en ética y política
(Editorial Trotta, 2002) que recoge las aportaciones al Congreso
y a la profesora Julia Barragán por su interés en
publicar una revisión en la revista venezolana RELEA.
El escrito se inserta en un conjunto de indagaciones que ha realizado
el autor en torno a las condiciones sociales de la libertad, a
partir de su inicial ‘La estructura social de la libertad’,
y que ha relacionado con posiciones éticas y políticas
propias del republicanismo como filosofía pública.
(Tanto en su crítica del pensamiento antipopular moderno
en Sociedad Masa –edición castellana, 1979- como
en sus Ensayos Civiles, de 1987, y también en sus análisis
de dos asuntos esencialmente republicanos: el la religión
civil, por un lado, y el del interés común y la
virtud de la ciudadanía, por otro). Algunos pasajes del
trabajo anterior son esquemáticos pues he preferido referir
a los posibles lectores a desarrollos más sustanciales
que se hallan en esos textos y algunos otros, como Carta sobre
la democracia (por su mayor parte, citados en la bibliografía)
para mayor sencillez y claridad expositiva.