I
LAS TRES DEMOCRACIAS
El afianzamiento de la virtud cívica como espina dorsal
de la democracia se perfila, cada vez más, como la aportación
más deseable para mitigar algunos de los principales males
que hoy la acucian. Ello ocurre en el momento histórico
en que el orden político democrático abraza a un
mayor número de países, al tiempo que todos la reclaman
para sí. ¿Qué régimen hay que niegue
ser democrátrico? Hasta los tiranos y las facciones fanáticas
recurren hoy a subterfugios para justificar su gobierno arbitrario
mediante la presunta voluntad popular que según ellos les
asiste.
El consenso universal sobre la deseabilidad de la democracia no
va acompañado de otro consenso, de semejante alcance, sobre
cuál sea la suerte de democracia que nos conviene. De ésta,
claro está, hay una versión hegemónica, la
liberal. Es individualista, procedimental y legalista, dotada
de un núcleo constitucional que abarca toda una ciudadanía.
Junto a ella se abre paso también una versión comunitarista,
que considera las culturas y subculturas presentes en cada orden
político, o politeya, como entes o sujetos de derecho.
Según ella tales comunidades culturales (y en su caso,
étnicas) vendrían a formar parte del pluralismo
democrático, mientras que el núcleo constitucional
compartido sería minimalista. Existiría sólo,
o principalmente, para garantizar la autonomía de colectividades
encerradas en sus costumbres y creencias. Permitiría la
coexistencia de variedades tribales, étnicas, credenciales,
ideológicas, con estilos diferentes de vida. O, también,
en algún caso, sería patrimonio de naciones dotadas
de una cultura única, coherente, sin fisuras internas graves.
Finalmente, hay -de modo en algunas instancias recesivo, o defensivo-
una versión de la democracia deseable que está ligada
a las varias manifestaciones del igualitarismo, del solidarismo
y, sobre todo, de la participación ciudadana. Para ella
la democracia no sólo se legitima por el hecho de garantizar
libertades y autonomías -como sucede, respectivamente,
en los dos casos anteriores- sino también por la puesta
en vigor de procesos de justicia social y por el fomento político
de tendencias redistritibutivas y de capacitación de la
ciudadanía.
En cuanto sigue asumo las buenas razones que avalan cada una de
las tres posturas, pero no alcanzo con ello una conclusión
meramente ecléctica. Al contrario, me inclino por la última,
en su versión republicana. (Y, dentro de ella, por la interpretación
más fuerte, o democrática). El republicanismo es
una solución que comparte algunos de sus supuestos con
el liberalismo y otros con el comunitarismo, pero no se confunde
en absoluto con ninguno de los dos . Al terciar de ese modo en
el actual debate entre liberales y comunitaristas quiero recordar,
asimismo, que no es justo que la discusión sobre la democracia
se circunscriba a esa alternativa, como si no hubiera otra. Como
si la tercera posición, la republicana, careciera de credenciales
para entrar en liza. En su día presenciamos ya una polarización
semejante del debate democrático, el que surgiera entre
democracia liberal y democracia socialista. En aquélla
ocasión, sin embargo, pronto se tergiversaron las cosas,
pues el poderoso surgimiento en muchos países de la fórmula
política leninista logró acaparar el debate y degradarlo
sobremanera por muchos años. Ni su negación del
pluralismo ni su obliteración de la sociedad civil y de
la libertad individual bastaron para impedir que el 'socialismo'
leninista se convirtiera en el interlocutor privilegiado y de
algún modo respetable de muchos de los defensores de la
democracia liberal, mal llamada burguesa por sus contrincantes.
A causa de esa polarización la concepción socialista
(por definición pluralista y democrática) así
como sus diversas versiones socialdemócratas quedaron a
menudo fuera del diálogo. Mientras duró la contienda
ideológica entre el depotismo monolítico y burocrático
de los unos y el pluralismo liberal y capitalista de los otros
se ahogaron muchas distinciones y matices, así como descollantes
divergencias políticas y de concepción de la vida
pública digna. Lo cierto, sin embargo, es que bajo el genérico
nombre de democracia liberal, convivían y conviven varias
concepciones, no siempre compatibles entre sí. En favor
de una de ellas pretende argumentar este escrito.
Las observaciones que siguen se confinan tan sólo a países
que poseen niveles de secularización, tecnología,
educación y riqueza parecidos o superiores a los europeos.
Como pronto se verá, la argumentación no obedece
sólo a sentimientos idealistas, a pesar de mi invocación
al concepto de virtud cívica. Rehúye, además,
la moralización vacua. Espero mostrar, eso sí, que
dicha argumentación responde a los imperativos morales
que rigen la vida política civilizada así como a
ciertas constataciones muy prácticas acerca de la estructura
lógica de la democracia y del orden social sobre el que
reposa.
Este escrito parte de una alusión a la pobreza del monolitismo
político y a la vacuidad del liberalismo como mero procedimiento,
para examinar luego la promesa de convivencia fértil y
de buen gobierno de la cosa pública que encierra la tradición
política republicana. Intenta entonces desvelar en qué
medida el republicanismo contiene algunas soluciones a las aporías
políticas de la modernidad y cómo es capaz de acomodarse
a algunas de las mutaciones que la nueva civilización nos
depara hoy en día. Indicaré, en ese contexto, porqué
la filosofía política republicana está en
condiciones menos desfavorables que otras filosofías públicas
para habérselas con la nueva situación del mundo.
Aunque mi argumentación se inscriba en la tradición
democrática republicana rompe en más de un sentido
con algunos de sus supuestos. Es menos tradicionalista. Tengo
la impresión de que el actual reavivamiento del interés
por el republicanismo sufre de un excesivo historicismo. Bien
está que la teoría democrática republicana
de hoy se esfuerce por adquirir más dignidad teórica
con la codificación del corpus clásico heredado.
Lo está menos, sin embargo, que soslaye las cuestiones
con las que tiene que habérselas hoy toda filosofía
pública. Nuestro interés permanente por Maquiavelo
como primer teórico moderno del republicanismo mal puede
justificar una nostalgia de Maquiavelo.
La era mediática, la de las grandes corporaciones y la
de la mundialización trae consigo exigencias a los que
el legado clásico republicano, desde Cicerón hasta
nuestros días, no está en condiciones de dar siempre
respuesta. Razón de más para no evocar aquí
la evolución histórica de esta corriente, ni evaluar
sus logros y limitaciones desde su génesis hasta hoy. Lo
que me interesa aquí, exclusivamente, es aprovechar algunos
aspectos del potencial teórico del republicanismo para
discernir de qué modo puede ayudarnos tanto a mantener
como a hacer florecer la democracia en las arduas condiciones
del presente. Arduas, esto es, para la prosperidad de un orden
democrático exigente .
Por tal se entiende aquél que incorpora la participación
ciudadana en la mayor medida posible, además de su representación
política, al tiempo que la cosa pública es entendida
como vehículo tanto para la libertad como para el fomento
de la justicia social y el interés común.
II
CARENCIAS LIBERALES Y POBREZAS COMUNITARIAS
El republicanismo es aquélla concepción de la vida
política que preconiza un orden democrático dependiente
de la vigencia de la responsabilidad pública de la ciudadanía.
Su institución crucial es la de la ciudadanía, en
el doble sentido que la palabra posee en castellano: conjunto
de miembros libres de la politeya -los ciudadanos- y condición
que cada uno de ellos ostenta como componente soberano del cuerpo
político . Su supuesto distintivo es que, si bien existe
una ciudadanía universal básica para todos los miembros
de una comunidad política dada, la práctica de esa
ciudadanía es un logro moral que depende de la voluntad
de cada cual. (Sin duda, también de su buena educación
y de un marco social mínimamente favorable para que medre).
Por lo tanto, la virtud cívica se convierte en piedra angular
del orden republicano. Sobre el contenido de esa virtud y sus
condiciones políticas de existencia diré algo más
adelante.
El republicanismo es variado. Hay versiones más democráticas
que otras, y algunas asaz elitistas. Hay un republicanismo explícito
-hoy cada vez más, debido a su redescubrimiento- y lo ha
habido y hay, latente. Este se percibe en muchos autores y, cómo
no, en no pocas constituciones e instituciones de la democracia.
Me permitiré también ahorrarme una discusión
frontal de estas posiciones diversas dentro del republicanismo,
para hablar desde él mismo, como si la concepción
republicana poseyera un grado de coherencia interna mayor del
que tiene. Asumiré también que la versión
más democrática es superior a la más aristocratizante,
pero sin olvidar que el republicanismo, sea de la suerte que sea,
está tan lejos del populismo como de la oligarquía:
propone una selección constante de la responsabilidad moral
entre la ciudadanía, lo que llamaré y definiré
en su lugar como clase cívica. A soslayar análisis
pormenorizados de la doctrina republicana me obliga la concisión
que exigen estas someras reflexiones.
Sea cual sea la versión del republicanismo con la que nos
topemos, éste comparte con otras doctrinas una esfera de
supuestos bastante amplia. Así, el liberalismo hace un
extraordinario hincapié en el marco jurídico de
la ciudadanía y también en la aplicación
de procedimientos públicos para la conducción de
la vida política. Es crucial para él el establecimiento
de reglas del juego así como de reglas para la resolución
de conflictos. Pero también lo es, para muchos de sus representantes,
que existan derechos fundamentales que defender. Una cosa es que
tomemos distancias frente a la vaciedad procedimental de cierto
liberalismo y otra, que debería repugnarnos, sería
atribuir a todo el liberalismo un huero cinismo. (Los republicanos
no son insensibles al liberalismo, ni tampoco a la otra doctina
rival, la comunitaria). Los liberales que se toman en serio los
derechos esenciales hacen bien en rechazar aquellas críticas
comunitaristas que les acusan de mero formalismo. Mi argumento
al respecto es que, con los debidos respetos a este núcleo
duro del liberalismo, éste no basta. Concedamos que un
buen inventario de los derechos y los deberes de cada cual supera
en alguna medida el formalismo procedimental. Pero ello no indica
cuál vaya a ser la forma y sustancia de la politeya que
de ellos se constituya.
El republicanismo no tiene nada que objetar ante los escrúpulos
procedimentales del liberalismo. Tampoco ante su apego a los derechos
fundamentales de cada cual. Abraza estas nociones con entusiasmo.
(Siempre que algunos de esos derechos no vulneren los de los demás:
incluir por ejemplo entre ellos un derecho ilimitado a la propiedad
privada es gratuito, aunque a los libertarios de derechas les
parezca la cosa más natural del mundo). Pero el liberalismo
es en cierto sentido vacuo, y ello por definición. (Aunque
no lo sea de manera banal, pues es preferible a otros órdenes
políticos menos cuidadosos con los principios procedimentales
y con el derecho procesal mismo). Para dotarle de contenido uno
tiene que optar por ser liberal socialista, o liberal redistribuidor
de riqueza por vía estatal (amigo del estatalismo benefactor),
o liberal capitalista (identificador del liberalismo con la concurrencia
desigual entre individuos poseedores de bienes y recursos distintos)
o liberal libertario (asumir, en su versión radical de
izquierda, la existencia de una sociedad civil sin estado y una
vida pública asamblearia). Estas son algunas de las opciones
imaginables. Tampoco, desde el punto de vista analítico,
puede uno ser liberal a secas: hay que ser o 'individualista'
o 'corporatista' u otra cosa, es decir, adoptar una perspectiva
doctrinal. Por lo tanto, la identificación del liberalismo
con normas de procedimiento no resuelve la cuestión del
contenido de la vida política (o económica, o cultural).
Operaciones de rescate, como la de John Rawls (o la en varios
sentidos distinta de Friedrich von Hayek) mediante la identificación
de unos mismos derechos fundamentales en todo ciudadano son esfuerzos
notables para atribuir sustancia al armazón legal del liberalismo
neutro, procedimental, o vacío. Sobre todo el de Rawls,
que obliga establecer condiciones de justicia social previamente
a la entrada en liza de los animales racionales concurrenciales
que el liberalismo imagina son los ciudadanos. Pero no hace falta
esforzarse, pues el imperativo de sustantividad pronto levanta
su tozuda testuz: no hay liberalismo realmente existente que esté
vacío, que sea sólo un juego.
Entiendo por imperativo de sustantividad la necesidad estructural
de que toda posición formalista vaya unida, de hecho, a
valoraciones sobre el contenido y la naturaleza de la politeya
deseada por quienes por ella abogan. Así, muchos de quienes
afirman la bondad de un liberalismo neutralista son partidarios
-y además, muy militantes- del individualismo posesivo,
lo cual desmiente instantáneamente su pretensión
de neutralidad. Aunque estipulen otra cosa, la suya no es más
que una versión más. (Amiga de la sociedad abierta,
concedámoselo, pero también ferviente partidaria
del capitalismo sin trabas, que conduce a su vez a notables cierres
clasistas. Sobre éstos, callan). Uno no tiene así
otra salida que la de inclinarse por una de las opciones disponibles:
el liberalismo socializante, el individualista, el comunitarista,
el libertario, entre otros posibles. Es una exigencia que no necesita
explicarse. El mundo es así.
La búsqueda de las condiciones que fomentan la Buena Sociedad
nos obliga a hacer distingos importantes por lo que respecta al
contenido que demos a lo que por liberalismo se entiende. Así
por ejemplo, existe una versión del liberalismo, que no
se presenta como una de las varias posibles, sino como la versión
correcta. Es una versión que ha usurpado la noción
abierta o hipotéticamente neutral, que todos los liberales
podrían suscribir. La usurpación ha sido tan rotunda
que, en la imaginación popular, es hoy liberal (y son partidos
liberales) quienes identifican liberalismo con un mercado de bienes
poseidos o controlados por propietarios o empresas, guiados por
la pasión del beneficio y protegidos por un aparato público
mínimo. La potente utopía económica llamada
neoliberal ignora con ello no sólo la mera existencia de
oligopolios y monopolios económicos, asociativos, culturales
y políticos -a los que activamente apoya - sino también
el hecho de que la dinámica concurrencial misma indefectiblemente
los genera. No es éste el lugar de someterla a un escrutinio,
que ya ha sido realizado (tal vez ad nauseam) por los analistas
. Sólo es preciso constatar que como doctrina política
ese liberalismo se ve obligado a identificar democracia con mercado
libre de ideas y creencias, en el que queden garantizadas las
minorías -e incluso y muy especialmente aquella minority
of one que invocó con tanto tino John Stuart Mill- pero
que, una vez realizada tal identificación, se queda in
albis, sin nada sustancial que decir. En teoría, la democracia
liberal no tiene contenido, aunque sí tenga procedimiento.
El contenido queda para cada cual y para cada uno de los programas
que se lancen al mercado político para ver quién
se suma a ellos. En la práctica, su posición, en
virtud del imperativo de sustantividad, es favorable al orden
social del privilegio y la propiedad característicos del
individualismo posesivo.
La afinidad electiva entre el liberalismo formal y el relativismo
propio de lo que en su día vino a llamarse posmodernidad
es muy profunda, habida cuenta de que el primero no suministra
otros criterios de excelencia que los del éxito egoista.
(Lo contrario del republicanismo). Por su parte las ideologías
totalitarias, integristas y fundamentalistas carecen de afinidades
con la modernidad civilizada, pero sí las tienen, paradójicamente,
con la ideología posmoderna. Hay entre ésta y el
totalitarismo, como mínimo, un punto tangencial compartido,
y tal vez algo más que eso. Ambos comparten un cinismo
metodológico. El 'todo vale' del relativista posmoderno
corresponde al 'vale lo mío' por encima de lo de los demás
del fundamentalista. Así, construyo o desconstruyo (destruyo)
según mí soberano (y arbitrario) criterio. Nada
más posmoderno que un buen fascista, sobre todo si es un
fascista à visage humain. (La panoplia mediática
puede hacer milagros para lograr componer cosméticamente
esa faz humana de la que carecían los fascistas originales.
Al menos ellos la aborrecían). Lo que le diferencia de
los postmodernos es que éstos últimos practican
su cinismo en términos de pura indiferencia, o de dadaísmo
político o cultural, mientras que el fascista clásico
impone su barbarie con mera brutalidad, sin apología. Por
su parte el fascista con faz humana socava la democracia mediáticamente
y con sus propias armas, sin negarla jamás.
El totalitarismo, al igual que el liberalismo, tiene algunas cosas
en común con el republicanismo. Mas el asunto no es inquietante.
En efecto, el liberalismo comparte con éste último
el respeto a las normas y la aceptación del pluralismo
cultural, asociativo y económico. El totalitarismo, inclusive
en su versión más amable -criptototalitaria- cuando
establece para todos lo que es la corrección política,
y descalifica lo que caiga fuera de ella- no puede compartir tales
atributos, de los que carece, y contra los que se erige. Coincide,
en cambio, con los republicanos en su legitimación de la
autoridad a través del mérito, la virtud y el espíritu
de servicio. (De qué mérito, virtud y servicio se
trata, es ya otro asunto). Además, ambos, totalitarismo
moderno y republicanismo, confieren al altruismo una centralidad
política que desconoce explícitamente la doctrina
egoista liberal. Cosa muy distinta, si bien crucial, es que el
totalitarismo constituya una corrupción automática
del republicanismo. También lo es, y de modo bien manifiesto,
del comunitarismo, pues quiere imponer una comunidad nacional,
o ideológica, o utópica, unitaria a una sociedad
heterogénea, variada, henchida de discrepancias: la comunidad,
cualquier comunidad, brota, no se impone. Su 'mérito' es
espúreo, pues los camaradas del partido único no
son moralmente superiores a nadie, más bien al contrario.
Ni su fraternalismo fanático , ni su hybris política,
ni su afirmación pública y permanente de superioridad
moral convencen. Su 'virtud' es vicio. El caso del jacobinismo
en el poder, durante la Revolución francesa, es paradigmático.
Su invocación inflacionaria a la noción de virtud
a duras penas sirvió para esconder su faz implacable. En
manos totalitarias, 'mérito', 'virtud', 'servicio' se degradan
y corrompen al instante en sus contrarios. Los 'elegidos' se transforman
con celeridad en una clase política cerrada, parasítica
y su partido en un arma corporativa para el ejercicio oficial
del terror. En la vida pública todo, incluso el republicanismo,
está abierto a la degradación. Lo pertinente ante
ese riesgo es saber qué puede hacerse en cada caso para
evitar el deterioro y qué orden político es el más
resistente a él.
La desvirtuación política de ciertas nociones y
palabras nobles y de los ideales que representan levanta un escollo
notable para la teoría democrática, y dentro de
ella para la republicana. Pero ello no puede ser óbice
para que nos esforcemos, cuando sea preciso, en recuperarlas.
Hay que recuperar las palabras de la decencia a sabiendas de que
su sentido suele tergiversarse. Más aún, a sabiendas
de que alguien o algo las va a tergiversar tarde o temprano. Que
se hayan cometido crímenes en nombre de la libertad, según
la proverbial sentencia, no entraña que desterremos su
ideal de nuestro vocabulario político. El problema es que
no tenemos más remedio que echar mano de alguna expresión
que denote albedrío. Todo esto viene a propósito
de la noción clave de virtud republicana. Sin ser la única,
es paradigmática del peligro permanente de degradación
semántica. La filosofía pública es, de todas
las ramas del pensamiento, la más vulnerable a la incursión
de la desvirtuación significativa. Porque tiene que hablar
en lenguaje ordinario. No puede refugiarse en los formalismos
de la lógica ni prepararse un léxico epistemológico
aparte. Tener que hablar el lenguaje de la ciudadanía es
su miseria pero también su grandeza.
La cuestión hoy, con respecto a nociones como la de virtud
cívica, es saber si aún poseen sentido en teoría
política. Saber si lo que denotan es posible en la realidad.
Si su florecimiento en la vida pública resolvería
en alguna medida las aporías de las que sufre la democracia,
tal y como la conocemos . En otras palabras la cuestión
es examinar la viablidad del republicanismo.
III
LA VIRTUD CIVICA
Ha habido una fuerte tendencia hacia la bifurcación en
el seno de la ciencia política y en particular en la teoría
democrática moderna. Una parte muy sustancial ha prestado
su atención a los procesos políticos encarnados
en el seno de la clase política, entendiendo aquí
la palabra 'clase' en un sentido lato, como conjunto de ciudadanos
que ejercen la política con diversos grados de profesionalidad.
La corriente que va de Pareto a Schumpeter y de éste a
Downs y Dahl y que desemboca luego en los estudios contemporáneos
de la elección pública es rica en posiciones diversas,
pero es una corriente identificable, y muy poderosa por cierto,
si no la que más, dentro de la ciencia y la sociología
políticas del siglo XX. Tiene un elemento común:
estudia detentadores de poder, élites (gobernantes u opositoras),
grupos y personas identificables (sindicatos, partidos, ideólogos,
estrategas, cuadros) así como los intereses que los mueven.
También se estudian, dentro de ese gran marco, las políticas
que se ejercen. Unos estudian procesos, otros políticas,
y algunos, la relación de entrambos. Frente a esta gran
corriente de corrientes hay otra, algo menos poderosa, que estudia
públicos, votantes, 'masas', las disposiciones de la ciudadanía
(abstención, inclinación al voto, apatía,
manipulabilidad, movilización) así como la cultura
política, con inclusión de valores y actitudes.
Es decir, es una corriente, también caudalosa, que estudia
la ciudadanía en general, el pueblo. Sería caricaturesco
decir que la bifurcación ha llevado a unos a estudiar élites
y a otros a hacer lo propio con las masas, y no solo por la simplificación
(terrible por lo que respecta al uso de la dudosa expresión
'masa'), aunque ello encierre un adarme de verdad. Lo cierto es
que la tendencia predominante ha sido la primera y que la ciudadanía
en general ha sido considerada casi siempre en su relación
con los núcleos de autoridad y poder salvo en el caso de
algunas indagaciones socioculturales.
Frente a estas dos grandes corrientes hay una tercera - profundamente
afín a la concepción republicana de la politeya
democrática- que concentra su atención sobre la
actividad política del ciudadano común, si se me
permite el uso de tal expresión. (No hay hombres masa,
todos somos distintos, pero hay ciudadanos llanos). Es una corriente
ciertamente débil, en comparación con las otras,
atrapada como ha estado entre ellas. Le hacían la tenaza
una poderosa tradición de pesquisas sociológicas
y politológicas sobre élites del poder, grupos de
presión o veto, partidos políticos y guías
carismáticos, por una parte, y consideraciones sobre masas
y públicos, con frecuencia presuntamente manipulables y
manipulados, por otra. La atención principal, la realista,
la presuntamente digna de científicos, era responder fríamente
al hoy legendario who governs, (¿quien manda?) y al no
menos legendario who does what to whom (¿quien hace qué
a quien?). Además, prestar atención a la actividad
mujeres y hombres que algunas tendencias consideraban implícitamente
(cuando no abiertamente) como 'objetos de la historia' -según
la acostumbrada y hoy obsoleta expresión de algunos de
sus hegelianizados representantes- entrañaba un cierto
optimismo antropológico. Semejante optimismo no era de
buen tono. Ni lo es hoy tampoco: lo inteligente es ver las cosas
por su faz sombría. Sabido es que la política encierra
intereses inconfesables. En ella quien no manda, obedece. El arte
de mandar es el de manipular, y la naturaleza del pueblo es ser
masa. Tal vez lo haya expresado con rudeza, pero no veo que algunas
de las implicaciones de gran parte de una y otra corriente atenazante
puedan ser otras que las que revelan estas afirmaciones en última
instancia. Una cosa es que debamos a la ciencia política
así constituida importantes aportaciones. Otra que ello
nos impida descubrir en ella flancos débiles, prejuicios
antihumanistas y desconfianzas en la razón.
La vuelta al ciudadano , el redescubrimiento de la ciudadanía
en sus dos sentidos -citizenship y citizenry, Bürgerschaft
y Bürgertum- ha ido abriéndose por fin camino entre
estas dos fauces tan características de la sociología
política del siglo XX. Ya van a constituir, para siempre,
sus aportaciones más significativas. Características,
dicho sea de paso, la una y la otra, de un notable desencanto
con el republicanismo democrático clásico, propio
tanto de la Revolución norteamericana como de la francesa.
Su dimensión moral, su obvia confianza en el ciudadano
como ser capaz de discernimiento racional y de juicio ético
casaba mal con la era cientificista y positivista que dominó
aquella centuria. ¿Cómo aceptar los postulados implícitos
del republicanismo cuando lo importante era construir una ciencia
política o una sociología de la política
fundamentada en supuestos empíricos, en la metamórfosis
de la voluntad en motivación y de la participación
responsable en gregarismo genéticamente programado? Sólo
un cierto cansancio y un relativo agotamiento de las soluciones
cientificistas (que no necesariamente científicas) ha permitido
la vuelta al ciudadano como ser dotado de una ética -de
la responsaiblidad y de las convicciones, a la vez, como indicara
Weber- y de un racioncinio no reducible al determinismo biológico
o sociobiológico.
Merced a este cambio de rumbo en el que ha entrado ya un buen
número -una minoría- de autores, en estos dos últimos
decenios, se ha acrecentado el interés por el ámbito
que es propio del estudio republicano de la democracia. Se han
multiplicado así las especulaciones y los estudios empíricos
sobre participación democrática, intervención
ciudadana, sociedad civil, así como sobre las implicaciones
políticas de la presencia de lo privado en el terreno de
lo público, y en algunos casos, sobre la virtud pública
y también la dimensión pública y política
de lo privado .
Algo que llama poderosamente la atención cuando se considera
la aportación de esta tercera vía de la teoría
democrática (y de la sociología de la democracia)
es su republicanismo implícito. So pena de que algún
lector de estos renglones pueda colegir que mis propias inclinaciones
republicanas me llevan a ver lo que no hay, a descubrir indicios
inexistentes, me limitaré a recordar que, por lo general,
la mayor parte de esta literatura explora ya la intervención
de ciudadanos modestos, corrientes o comunes en la esfera pública,
ya sus desvelos por controlar sus propias vidas de modo solidario,
asociativo y comunitario, ya ambas cosas a la vez. Siempre dentro
de este enfoque, otro grupo de estudios se centra sobre conductas
altruistas, sobre la acción social concertada para resolver
problemas ajenos, o de terceros. En resolución, la corriente
del republicanismo implícito merece ese nombre porque pivota
sobre la virtud pública. Son sus manifestaciones específicas
las que le interesan. Su supuesto principal es el de la posibilidad
de que medren los ciudadanos responsables, o que haya gentes dotadas
de suficiente generosidad como para intervenir racional y desinteresadamente
en la esfera pública, amén de mostrar solicitud
más allá del círculo de su clan o familia
.
La introducción de la hipótesis altruista en la
filosofía política del siglo XXI podría resultar
beneficiosa para la dignidad teórica que debería
alcanzar en los tiempos que nos esperan. Esto es, siempre que
no sea es una hipótesis ingenua, que no asuma abundancias
de bondad donde no las hay. No hay buenas razones para creer en
un altruismo espontáneo -no inculcado ni aprendido a través
de la práctica de ciertos modos de cooperación y
sociabilidad- dirigido a prójimos distantes . Si algo nos
enseña la tradición republicana es que la virtud
es un bien escaso y que la cívica también lo es,
aunque pueda acrecentarse bajo ciertas circunstancias. Su doctrina,
desde Maquiavelo, no reza que todos los hombres sean buenos, ni
siquiera que sean potencialmente buenos. Dice más bien
que hay una distribución desigual de su capacidad de patriotismo,
altruismo, solicitud, desprendimiento o, simplemente, interés
genuino por la cosa pública y por los asuntos que no caen
en nuestro entorno inmediato. Su aceptación, desde el primer
momento, de la escasez del bien sobre el que centra su argumentación
pone al republicano a salvo de toda atribución de ingenuidad.
Cabe entonces preguntarse cómo el reproche contra la imaginaria
ingenuidad republicana (¿Maquiavelo, ingenuo?) no ha encontrado
un reproche paralelo contra el pesimismo antropológico
de Thomas Hobbes.
La virtud cívica es una virtud política democrática
cuyas pretensiones son modestas por lo que se refiere a moral.
No exige santidad. Pide solamente una medida módica de
buena conducta pública, de obediencia a leyes legítimas
y sobre todo una capacidad de participación activa mínima
en la cosa pública, por costoso que ésto sea. (Cuando
se dice que no exige santidad no se excluye que no exija heroismo
en condiciones de suma adversidad: desde el moviento feminista
sufragista inglés hasta los encabezados por el Mahatma
Gandhi y Martin Luther King, y sin olvidar a los disidentes soviéticos,
o a los estudiantes chinos segados por los tanques en la Plaza
de Tien An Men, las instancias de heroismo son múltiples
y ponen de relieve su pertinencia para la calidad de la vida pública).
Esencialmente, la virtud republicana está compuesta de
tolerancia, espíritu público, exigencia de información,
es decir, una cierta sed de saber qué pasa en la esfera
pública. Está compuesta, también, por una
medida de confianza en la capacidad propia y la de la ciudadanía
para intervenir y modificar -siquiera marginalmente- para mejorarlas,
las condiciones de la vida compartida .
Hay un republicanismo meramente prescriptivo, el que exhorta a
los ciudadanos a que ejerzan su virtud política, a que
participen, critiquen el gobierno, se hagan oir, y exijan el bien
público, es decir, que sean patriotas en el sentido clásico
de la palabra. (Postura esencialmente distinta de la nacionalista,
que no sólo incluye distinciones, a veces peyorativas,
frente a otras comunidades étnicas o identitarias, sino
que no pone en primer término la cuestión de la
probidad ciudadana). El patriotismo incluye cierto sacrificio
y entrega por la res publica pero con exigencia de que los demás
hagan lo propio. De ahí que el republicanismo sea esencialmente
redistributivo -y no necesariamente igualitario de forma extrema-
y que muestre afinidades con ciertas posiciones que son identificables
con los principios morales que inspiran al estado del bienestar.
Frente a este republicanismo exhortativo -nada desdeñable-
hay otro más realista, más sociológico. Este
asume los postulados del anterior pero identifica y explora las
condiciones que favorecen el florecimiento de la virtud ciudadana.
Es el que se pregunta por la estructura social y por la cultura
del republicanismo. Antes de esbozar algunas de sus características,
añadiré algunas precisiones más sobre la
naturaleza de la virtud cívica republicana.
Los hombres no son santos políticos. Una sociedad de ciudadanos
plenamente virtuosos no sólo sería farisaica y ultrapuritana
sino que conduciría a la postre a la imposición
violenta de la virtud. Los terrores virtuosos de Robespierre y
de Stalin, ya aludidos, bastan ya para ver en qué para
la cosa. La tarea que se impone en democracia es mucho menos cruel,
pues está inspirada por la dulzura, la tolerancia y la
paciencia pedagógica. La tarea del republicano asume la
mediocridad moral de muchos pero también la capacidad de
algunos de ellos de mostrar, destellos de nobleza política;
la inclinación de otros a actúar con cierto desprendimiento;
la pasión de algunos por la causa pública, que es
el otro nombre que puede darse al interés común
. Es decir, parte de la constatación de la heterogeneidad
política y moral de la humanidad y la respeta. Sabe que
obligar a las gentes a ser virtuosas es la peor de la tiranías,
porque hacerlo entraña someterlas a la horma inmisericorde
de la simplificación absolutista.
En nada contradice todo esto el afán republicano por confiar
en las posibilidades didácticas de la democracia para habituar
a la mayor parte posible ciudadanía a la práctica
de la participación política así como a la
de plantearse tareas y objetivos que pueden ser a medio o largo
plazo -que no son acuciantes a primera vista- o que no afectan
directamente a cada uno de los ciudadanos. Ello supone confiar
en el potencial de la ciudadanía, paradójicamente
desconfiando al mismo tiempo de la capacidad de resistencia que
tenga una buena parte de ella ante las condiciones adversas que
puedan socavar su predisposición cívica. Así,
el caso de la panoplia mediática y de los empresarios del
poder que se hallan en connivencia con ella, y contribuyen a destruir
tal predisposición es paradigmático. (La tarea de
elaborar una pedagogía política para la era mediática
está enteramente por hacer). Los viejos republicanos del
siglo XIX, con su confianza en la escuela pública, con
su conmovedor y admirable fe en el maestro de escuela -pundonoroso,
laico, abnegado y fiel representante de un ilustrado Ministerio
de Instrucción Pública- iban, para su época,
por buen camino. Mas no se imaginaban lo que a nosotros se nos
ha venido encima. La enseñanza de la virtud republicana
en condiciones de demagogia televisiva y banalización en
gran escala de bienes otrora restringidos a clases privilegiadas
(o hasta inaccesibles a ellas) pide cosas distintas.
IV
LA CLASE CIVICA Y LAS CONDICIONES DEL REPUBLICANISMO
Los teóricos contemporáneos del republicanismo suelen
porfiar más por defender su posición ante concepciones
rivales que por erigir una explicación impecablemente construida,
conceptual y lógicamente, de su versión de la democracia.
A mi juicio, el campo que hay que labrar con mayor urgencia es
el último. La tarea principal, hoy en día, es la
de adecuar, con el necesario realismo, los postulados de la persuasión
republicana a las condiciones de la modernidad presente.
Para entrar mejor en lo que ésta entraña para la
posición que aquí se preconiza, permítanseme
primero unas observaciones algo atemporales sobre la estructura
social del republicanismo. Es un tema por lo demás casi
siempre ignorado por los teóricos contemporáneos,
aunque lo fuera mucho menos por parte de los clásicos,
más libres de prejuicios demóticos. Son las siguientes.
(a) La distribución social de la virtud pública
es esencialmente asimétrica, como consecuencia no sólo
de las servidumbres que la desigualdad social impone, sino de
la misma heterogeneidad que los seres humanos presentan. Partir
de una confianza aristotélica en la distribución
equitativa de la razón, o mejor dicho, de la disposición
razonable de que son capaces (casi) todos los hombres tiene sus
ventajas. (De lo contrario habría que pensar que la raza
humana no tiene remedio y abrazar alguna concepción pesimista
u obscurantista de la politeya que, por definición, ya
no sería una teoría política racional). Pero
desconocer las consecuencias sociales de la heterogeniedad humana
llevaría también a posiciones no menos insostenibles.
La distribución del talento, de la inteligencia moral,
y demás facultades mentales, presenta un perfil determinado:
no es llana. Sigue, societariamente, una curva como la sugerida
por Pareto o, en psicología, por Galton. E, institucional
y grupalmente representa dispersiones y acumulaciones que no permiten
una fácil generalización: hay, no obstante, obvias
concentraciones de talento (y de capital humano) en cada marco
social determinado. Unos se hallan más desprovistos de
él que otros, al tiempo que más que talento lo que
hay son talentos diversos: deportivos, científicos, literarios,
artísticos, gerenciales, sacerdotales, políticos,
histriónicos, y así sucesivamente. En lo que aquí
nos atañe, es preciso constatar, simplemente, que hay ciudadanos
más sensibles que otros a la vida pública, como
los hay más dispuestos a asumir responsabilidades. (Sin
confundir ésta última actitud con los anhelos que
puedan tener algunos a profesionalizarse como políticos
u ocupar cargos públicos). Los grados y modos de sensibilidad
o insensibilidad están desigualmente distribuidos a lo
largo y ancho de la población.
(b) Como consecuencia de la predisposicón diferencial a
tomar parte en la vida de la esfera pública o a preocuparse
activamente por ella por parte de la ciudadanía, toda politeya
compleja presencia la formación de una clase cívica
en su seno. En virtud de esa predisposición ocurre un proceso
contínuo de autoselección de la ciudadanía
capaz de virtud pública y deseosa de ejercerla. Se compone
ésta de ciudadanos inclinados a asumir la dependencia de
la política de la comunidad en la que surge. En efecto,
la idea de la 'autonomía de la política' -tan importante
en gran parte de la ciencia y la teoría políticas
contemporáneas- no es republicana. La política,
para los miembros de la clase cívica, es un bien común.
No puede ser usurpada por una clase política.
El proceso de autoselección o promoción ciudadana
a la esfera de la responsabilidad pública puede proceder
de un sentimiento de indignación moral ampliamente compartido
(manifestaciones populares espontáneas contra el terrorismo),
en cuyo caso grandes sectores de la población alcanzan
el status de clase cívica en ciertos momentos. O puede
requerir, además, dosis importantes de coraje personal
(disidencia ante totalitarismos o dictaduras). En condiciones
de relativa estabilidad, no obstante, la clase cívica abarca
a una colectividad transclasista forzosamente minoritaria y, en
sí, también heterogénea. Todos sus miembros
se preocupan por la cosa pública -y por vigilar a los profesionales
del poder- pero cada cual puede tener intereses diversos. Es más,
las causas especiales -el feminismo, el pacifismo, el ecologismo,
los derechos civiles, el cuidado de la buena calidad de la opinión
pública- permiten reclutar ciudadanos para empresas específicas
que, gracias a ello, aumentan su eficacia sin abandonar el universalismo
que es propio de todo republicanismo genuino.
(c) La democracia liberal representa, hasta hoy, el marco más
adecuado para el florecimiento de la virtud cívica en el
seno de una sociedad civil autónoma. La condición
sociológica fundamental para el ejercicio del republicanismo
es la de la prosperidad de la sociedad civil . Esta es el ámbito
idóneo de la autoselección de la clase cívica
así como el de la libre formación de asociaciones
y movimientos cívicos altruistas
de intervención en la esfera pública. Los partidos
no acaparan la virtud pública, ni los sentimientos y manifestaciones
de responsabilidad o convicción ciudadanas en la esfera
de lo que es el interés común, al que ya me he referido
más arriba. Al contrario, la premura de sus servidumbres
electorales o su respuesta a intereses sectoriales representan
barreras (si no infranqueables, a menudo difíciles de salvar)
para abrazar las causas de tal interés.
(d) El republicanismo cívico no supone que la autoselección
ciudadana -ciertamente un acto racional de voluntad política-
resulta de determinismos mentales y biológicos dependientes
del equipo genético y disposicional da cada cual. (Aunque
no niegue su posible importancia). Rechaza el bioreduccionismo.
La promoción a la clase cívica tampoco se produce
según predestinaciones idealistas o místicas. Mas
bien resulta de condiciones sociales adecuadas entre las que descuellan
dos factores: la educación cívica y la presencia
de intereses cívicos o inversiones, es decir, prendas ,
que debe tener la ciudadanía para la buena marcha de la
democracia. Por lo que respecta a la educación, ésta
no se reduce a la formación de los ciudadanos a través
de manuales escolares de civismo (que no sobran) sino más
bien a través de procesos educativos democráticos
que se engendran en los ambientes más diversos. Estos incluyen,
de modo prominente los procesos de capacitación de la ciudadanía,
entre los que descuella la devolución o transferencia de
responsabilidades desde el estado a la sociedad civil . La capacitación
ciudadana se produce a través del suministro y adquisición
de información sobre el estado de los asuntos públicos
(por ejemplo, de las amenazas al ecosistema o al ambiente) completada
por ejercicios de democracia dialógica (grupos de discusión,
debates con expertos, o debates entre legos para tomar posición).
A la didáctica del civismo se añade así una
educación cívica generada por asambleas que permiten
ampliar la base del reclutamiento de la clase cívica al
tiempo que mejoran la calidad de la propia vida de todos los participantes.
Por muy tentador que sea para alguien, no es posible identificar
ninguna clase social específica (las clases medias, por
ejemplo) como poseedora de una capacidad superior a las demás
para fomentar el espíritu de la responsabilidad ciudadana.
Así, los movimientos políticos más abominables
han encontrado en aquéllas clases sociales que algunos
pudieran favorecer como las potencialmente más democráticas,
apoyos fundamentales. El republicanismo es universal y democrátrico,
de modo que los procesos de selección de sus militantes
o de sus amigos no se asmejan en absoluto a los de selección
de élites del poder o de élites clasistas. Una educación
para la autoselección o autopromoción al seno de
la clase cívica es abiertamente hostil al clasismo. En
consecuencia, la clase cívica es esencialmente abierta.
No se autorreproduce, en claro contraste con las clases sociales,
cuyo origen procede del mantenimiento de la desigualdad.
Por lo que se refiere a las prendas o intereses (stakes) de la
ciudadanía en el mantenimiento de la democracia, representan
el lado material, por así decirlo, de su fundamentación
sólida. Es elemental asumir que sin una distribución
de intereses en que la democracia funcione -distribución
relativamente equitativa de la propiedad, agravios comparativos
bajos, legitimación de los gobiernos por la eficiencia
de su administración- surgirán movimientos de desafección
que socavarán la politeya democrática y fomenatarán
el desarrollo de ideologías antidemocráticas y actitudes
políticamente cínicas que, aislen, primero, y ridiculicen,
después, el ejercicio de la probidad o las muestras de
virtud pública. Los ciudadanos respetan su república
si ésta les responde, bien suministrando servicios y bienes
mínimos (de ahí la íntima relación
del republicanismo moderno con ciertos aspectos del estado del
bienestar como expresión del buen gobierno), bien permitiéndole
ir a sus asuntos o ejercer la libertad de asociación para
lograr sus fines legítimos sin trabas, protegiendo así
la independencia de la vida cívica .
Estas caracteríticas que he llamado atemporales se mantienen
en condiciones de modernidad. Pero su mantenimiento encuentra
un mundo muy diverso al que hasta hoy ha predominado. Debo confesar
que no estoy en condiciones de elaborar una teoría satisfactoria
de las vías para la supervivencia y fomento de la virtud
cívica en el mundo de hoy. Me limitaré sólo
a indicar algunas de las tareas con las que debe enfrentarse esa
nueva teoría:
(a) Los procesos de mundialización de la economía,
la política y la cultura, junto a las colisiones y reafirmaciones
particularistas que a ellos se han opuesto, ponen a los ciudadanos
de hoy entre la espada de la grandes fuerzas anónimas y
el muro de los tribalismos locales. El descrédito de las
grandes certidumbres generales socava el idealismo fundamentalista,
al tiempo que el determinismo materialista queda en hipótesis
fascinadora pero inoperante. El hombre o es (marginalmente) libre
o en todo caso actúa como tal: se siente responsable y
exige responsabilidades. Los deterministas no pueden ser republicanos:
ni siquiera pueden ser liberales. (Tal vez si puedan ser comunitaristas).
Pensar en la buena sociedad y desearla (tarea fundamental de la
doctrina en cuestión) significa la práctica de un
idealismo pragmático característico de la ciudadanía
virtuosa, o del espíritu cívico, como vía
de salida frente a la esterilidad de las otras dos posiciones
de la modernidad en su momento presente.
(b) Una expresión del idealismo pragmático es el
patriotismo republicano que se expresa en el esfuerzo por mejorar
el propio huerto (la propia empresa, universidad, ayuntamiento,
sindicato) dando al mismo tiempo muestras reales de solidaridad
con otras entidades sociales en el propio y otros países.
(En otras palabras, negando el gremialismo o el egoismo colectivista,
y yendo más allá de la promoción de los asuntos
de cercanías o individuales). La entrega virtuosa al ámbito
propio puede hasta alcanzar la propia nación, siempre que
el patriotismo no se confunda con el nacionalismo . Un nacionalismo
enteramente solidario con los demás nacionalismos se confunde
con el patriotismo para bien suyo, pero suele ser más bien
excepcional. La mejora del propio huerto en condiciones de mundialización,
no es como la del Doctor Panglos, sino que exige a veces la ingerencia
solícita en algún predio ajeno. Ingerencia que debe
estar inspirada en la solicitud o en el altruismo, y que la nueva
situación invita a practicar. La nueva situación
dificulta cada vez más el particularismo y nos obliga a
actuar de modo interdependiente. Eso nos muestra no sólo
la expansión de la red telemática mundial, sino
las migraciones, las repercusiones de las corrientes y crisis
financieras, el mercado internacional laboral, y así sucesivamente.
El patriotismo republicano no acaba, ni mucho menos, en actitudes
de solidaridad, sino que se expresa en una lealtad al marco universal
(la constitución democrática: por eso es un patriotismo
esencialmente referido a la ley y sobre todo a la ley suprema
de la politeya). Su lealtad a esa ley (universal) es lo que permite
y consolida la diferencia (el respeto a lo particular y la convivencia
tolerante y pacífica en la diversidad). Es pues un universalismo
político compatible y defensor del pluralismo .
El universalismo hacia el marco de referencia común a toda
la ciudadanía -la politeya demnocrática y su constitución-
es fundamental a todo republicanismo. No es un universalismo que
obligue a todos a ser iguales: como insistiré acto seguido,
es una concepción que fomenta una universal deferencia
ante las diferencias. Es decir, la tolerancia mutua dentro de
un espectro muy vasto de opciones de vida y de formas de asociación
y culturas en el seno de la sociedad civil.
(c) Otra expresión de idealismo pragmático son los
movimientos sociales altruistas y en general el altruismo cívico.
Las asociaciones de la sociedad civil entregadas al beneficio
de terceros no están, ciertamente, libres de manipulaciones
externas ni de servidumbres internas, pero su proliferación
y consolidación más allá de los partidos
o del control estatal indica una inesperada vitalidad de la sociedad
civil y un amplio deseo ciudadano de resolver problemas concretos
-el hambre, la tortura política, la guerra- y circunscritos,
en nombre de ciertos sentimientos básicos de empatía
moral (como sugirió Adam Smith) y el convencimiento, por
amor propio, de que la propia dignidad no lleva al aislamiento,
sino al reconocimiento de la condición ajena. No es llevar
agua a nuestro propio molino doctrinal reconocer en la intervención
privada en la esfera pública, en el cultivo de lo privado
público, una vigorosa manifestación contemporánea
de la virtud republicana. Esta no sufriría así despolitización
alguna, aunque sí es cierto que se produce con frecuencia
de modo apartidista.
(d) La mayor dificultad para preconizar esta posición surge
del universo mediático y telemático. No es mucho
consuelo constatar que otras posiciones rivales, la liberal y
la comunitaria, tienen dificultades parejas. Mal de muchos, consuelo
de necios. Lo cierto es que la industria del entretenimiento,
el impresionismo televisivo en la información, el relativismo
latente de los medios y los pseudodebates con pseudopúblicos
en pantalla no se prestan ni al acrecentamiento de la vida democrática
ni a la consolidación, dentro de ella, del republicanismo.
Algunos esfuerzos, loables, para profundizar en las posibilidades
de una democracia electrónica -a base de referendums y
consultas ciudadanas recurrentes a través de terminales-
están lejos de ser concluyentes. Más que apelar
a una clase cívica apelan a una población doméstica
dotada de ciertos aparatos, un sector de la cual estaría
dispuesta a usarlos políticamente frente a una mayoría
indiferente o electrónicamente analfabeta. La presente
indigencia teórica en este campo no se remedia con los
panegíricos de la sociedad 'informacional' ni panorámicas
de su expansión, algunas suavemente críticas y conscientes
de sus efectos perversos. Lo cierto es que las interpretaciones
de la llamada sociedad de la información no han logrado
todavía consolidar una interpretación del calibre
de la que en su día produjera, por ejemplo, el modelo marxiano
de sociedad capitalista, o alguno posterior sobre la sociedad
industrial. Decir que el neorrepublicanismo debe tener en cuenta
el universo telemático mediático es expresar un
deseo piadoso, que no puede hacer sino subrayar la dolorosa ausencia
de una propuesta bien articulada para la supervivencia de la democracia
en tales condiciones. Cierto es, como afirma Habermas, que en
"la concepción republicana cobran tanto el ámbito
público, como su basamento (Unterbau), la sociedad civil,
un significado estratégico" pues garantizan su capacidad
de integración y autonomía . Pero, ¿qué
decir de situaciones en las que dicho ámbito público
(Öffentlichkeit) está dominado por lo mediático
o, simplemente, pasa por los medios? La situación estratégica
de una ciudadanía vigorosa depende de que no se oblitere
la capacidad de discernimiento moral de sus miembros ni se narcotice
su sensibilidad política a través de la representación
publicitaria y mediática del universo humano.
V
A MODO DE CONCLUSION
La justificación del republicanismo hasta aquí realizada
peca de somera. No obstante he creido de un cierto interés
esbozar las características de su promesa actual de un
modo compacto, sin escamotear algunas de las dificultades que
también esta posición plantea. Aunque, a mi juicio,
sea la menos vulnerable a la crítica de las hoy posibles.
Para concluir estas observaciones querría precisamente
aludir a dificultades, o por lo menos a cuestiones que permanecen
abiertas, al tiempo que resumo y matizo la parte más sustancial
del alegato que se acaba de presentar en pro de un republicanismo
democrático.
La propuesta republicana se ha apoyado en una alusión a
las tres grandes perspectivas que se abren hoy en día a
la teoría de la politeya democrática. Las diferencias
entre liberalismo, comunitarismo y republicanismo han sido presentadas
como más profundas de lo que una mera cuestión de
énfasis podría sugerir, aunque en todo momento se
han subrayado los espacios compartidos por ellas. Al fin y al
cabo, todas son concepciones de lo que es una politeya democrática,
aunque diverjan entre sí. De las tres opciones, se ha favorecido
la republicana porque, por definición, se ve obligada a
asumir los mejores postulados propios del liberalismo, con los
mejores del comunitarismo, además de añadir a ellos
los que le son a él privativos. En efecto, si bien es cierto
que el republicanismo se basa, sobre todo, en ciudadanos polícamente
activos así como en una sociedad civil de gentes libres
y responsables, también lo es que su actividad sólo
puede realizarse en el marco procedimental y de derechos civiles
preconizados por los liberales sin exclusión del de los
mútuos reconocimientos y respetos entre seres y agrupaciones
distintas que caractrizan a las concepciones comunitaristas. En
otras palabras, la incorporación de algunos supuestos de
las otras dos posiciones no diluye el republicanismo. Ni lo degrada
en un sincretismo irreconocible, pues posee un núcleo duro,
que le es propio y lo distingue de las otras concepciones. En
cambio, sí diluiría al comunitarismo aceptar demasiado
liberalismo, y al revés.
En todo caso, subsiste una paradoja: la eliminación de
las diversas comunidades coexistentes en una politeya por parte
del liberalismo, para subsumir en ella a un conjunto de individuos
soberanos desprovistos de características comunitarias
supondría la conversión de todo el orden político
en una comunidad única. La cultura liberal en su extremo
es también una comunidad política. Tal liberalismo
supone una comunidad omniabarcante de gentes que comparten una
cultura jurídica, económica y política determinada.
Por eso hay quien afirma que el liberalismo es un particularismo
enmascarado. E intolerante cuando se impone como credo único
e infalible. Habría que desterrar, como propuso con toda
seriedad Rousseau en su tratamiento de la religión civil,
a quienes no aceptaran sus dogmas. Una religión civil única
-liberal- excluiría así a otras comunidades de persuasión
distinta en nombre de una comunidad suprema de persuasión.
Claro está que entonces dejaría de ser liberal,
pues desterraría también la tolerancia. Pero estas
observaciones, por mi parte, no son antiliberales. En estado de
pureza todas las posiciones aquí aludidas son fundamentalistas,
como hubiera demostrado con facilidad Isaiah Berlin , sin excluir
la republicana. Como se ha señalado repetidas veces más
arriba su degradación tiránica es, desgraciadamente,
una posibilidad real.
La cauta confianza republicana en el pueblo como ciudadanía
se apoya en una creencia en la posibilidad de la virtud cívica.
Sin ciudadanos responsables dentro y fuera de la clase política
el republicanismo no es viable. Lo que confiere a esta confianza
cierta credibilidad, es que, como hemos visto, no reposa en una
fe ingenua en la bondad innata de la inmensa mayoría de
los ciudadanos, sino más bien en la constatación
de sentido común de su capacidad, bajo circunstancias normales,
para ejercer el civismo. Hay que estar muy conscientes de la problematicidad
de la noción de 'circunstancias normales' cuando nos acercamos
a esta cuestión. La consciencia de la precariedad de las
disposiciones virtuosas de la ciudadanía ante condiciones
hostiles es fundamental para entender el republicanismo, también,
como un orden político delicado, como un logro civilizatorio
nada fácil, por muy deseable que sea . El republicanismo
es realista. No espera demasiado.
Es por ello por lo que la intuición básica que todo
republicanismo ha mostrado poseer ante la precariedad de la virtud
cívica ha inclinado a sus promotores a concebir la democracia
como escuela de civismo. Hay una formación continua del
ciudadano que vive en democracia, un aprendizaje moral y cívico.
No se trata tan sólo de que aprenda a votar, a expresar
opiniones divergentes, a tomarle las cuentas al gobierno, sino
también de que participe en la enmienda permanente de la
vida pública. La proposición de Emile Durkheim según
la cual el crimen y la delincuencia son necesarios para el buen
orden moral de la vida social (sólo cierta medida de ellos,
ni que decir tiene) podría extenderse al orden democrático:
la corrupción política, los crímenes contra
el erario público, las violaciones de la privacidad o de
la integridad física de los ciudadanos y otras transgresiones,
al caer bajo el peso de la justicia son paradójicamente
necesarios para el buen gobierno de la cosa pública. Un
exceso de ellos supondría una masa crítica insoportable
para la democracia, y no son pocos los casos en que ello ha ocurrido.
Mas su ausencia total supondría un edén de robots
felices, una quimera que negaría el orden político
y el jurídico. Estos existen precisamente para habérselas
con la endémica imperfección moral de toda comunidad
humana.
La constatación de la heterogeniedad de la raza humana,
combinada con las desigualdades de todo orden que la atraviesan
obliga a la aceptación de que la virtud cívica no
es simétrica ni a lo ancho ni a lo largo de toda la sociedad.
Hay, ante todo, una estructura social del altruismo como lo hay
de su dimensión pública, el civismo o virtud cívica.
Debemos pues que partir de la base de que los miembros de la clase
cívica son todos miembros de clases sociales y comunidades
determinadas, y que algunas de ellas son más favorables
que otras a que de su seno surjan ciudadanos virtuosos. Ello es
así porque se requieren ciertas condiciones educativas,
morales y de bienestar económico para que manen preocupaciones
altruistas ajenas a intereses clánicos, partidistas, clientelares
o facciosos. Además, es evidente que allí donde
la sociedad civil es débil, inculta o cautiva de ideologías
o aparatos de control, las condiciones para el civismo son desfavorables.
También lo son cuando la cultura mediática engendra
públicos telenarcotizados y telemanipulados que pueden
llegar a conformar mayorías estadísticas.
Semejantes constataciones sociológicas no son óbice
para que continuemos postulando una noción como la de la
clase cívica. Al contrario, lo que parece indicado ante
ellas es la elaboración de estrategias para que el mayor
número posible de ciudadanos pueda emanciparse de esos
impedimentos de clase o cultura e incorporarse a la clase de la
ciudadanía responsable. Hay que pensar una estrategia para
multiplicar el número de ciudadanos que posean la capacidad
mental, cultural y lingüística necesaria para que
sepan teorizar por su cuenta el interés común y
argumentar las vías para alcanzarlo. Tal 'clase' -que no
es clase social- es democrática por la vastedad potencial
de su base de reclutación, igualitaria porque su pertenecia
está en principio al alcance de todos, y libre porque su
incorporación depende de un acto de voluntad. Sin negar
que existan motivos egoistas y hasta alevosos para entrar en un
movimiento cívico altruista o sobre todo en un partido
o sindicato, hay una elección racional de responsabilidad
en muchos de quienes toman esa senda. Un camino que no necesita
especialistas políticos ni militancias profesionalizadas:
la participación en manifestaciones, la expresión
pública de opiniones en la prensa o en asambleas cívicas
no queda restringida a la clase política o insitucional
oficial.
La definición de clase cívica es diametralmente
opuesta, por lo tanto, a la de facción jacobina de ciudadanos
supuestamente virtuosos, a la de 'clase universal' ungida con
destinos providenciales emancipatorios (como los imaginados por
algunos discípulos hegelianizantes de Marx), y a la de
un partido de iluminados. Imputar virtud, como hiciera en su dia
Lukács, a un predestinado proletariado presuntamente libre
de toda pasión por explotar a otra clase es aún
más grave, por lo ingenuo, que atribuir virtud a mero partido
monopolista y funcionarial. Ambas cosas han ocurrido durante el
siglo XX y han causado sus irreparables daños.
Al concepto de clase cívica, y como criterio definitorio,
he adjuntado el de interés común. Este se entrevera
con el de virtud cívica, pues para juzgar su naturaleza
es menester comprobar primero si supera los intereses particulares,
sectoriales o gremiales y, segundo, si tiene en cuenta las consecuencias
a medio y largo plazo de la acción humana o de la que se
propone. La concepción del interés común
como objeto del deseo de la clase cívica no entraña
que éste sea fácilmente identificable. Al contrario,
la ciudadanía lo va descubriendo mediante un diálogo
constante, racional, laico y abierto. Se sopesan razones y consecuencias,
se evocan principios y se valora su importancia en cada caso.
La tarea es ardua. Saber, por ejemplo, cuáles son las mejores
políticas laborales y económicas para reducir drásticamente
el desempleo sin aumentar la penuria cuesta bastante. Reconocer,
con todas las pruebas en la mano, que el equilibrio ecológico
del planeta está en peligro, o que el crecimiento demográfico
de la humanidad es excesivo y arriesgado es más fácil.
Pero ya no lo es tanto establecer los procesos que han de conducir
a una solución, entre los cuales hay que incluir la persuasión
de los enemigos de estos componentes evidentes del interés
común de los humanos. En estos casos, si bien sabemos lo
que debemos hacer para conseguir fines de interés común
como lo es la protección de la naturaleza, las resistencias
políticas malignas para que no lo logremos son demasiado
poderosas. Si ello no fuera así la supresión universal
de minas explosivas antipersonas o la eliminación del tráfico
de estupefacientes no costaría tanto. Dificultades aparte,
la mera proclamación y defensa de cada interés común
descubierto por parte de la ciudadanía activa enriquece
el discurso político, dignifica a sus participantes y beneficia
a los recipientes.
La introducción de los conceptos de clase cívica
y de interés común en el acervo del republicanismo
constituye, a mi entender, un enriquecimiento necesario. Uno de
los defectos del republicanismo tradicional ha sido una cierta
vaguedad sociológica en su atribución de virtud
o patriotismo a la ciudadanía. Su mayor atributo, en cambio,
ha sido su énfasis en ésta última y en el
vigor de la socidad civil. Sin embargo, su falta de concreción
sobre quiénes son sus portadores, cuáles sus condiciones
históricas y sociales y cuál el modo de buen gobierno
que es más congruente con el espíritu republicano
no ha sido beneficioso para él.
La visión republicana, refinada y mejorada, no es una panacea.
Presenta, eso sí, algunas ventajas. Integra, sin contradicciones
un grado muy sustancial de pluralismo social y cultural. No sólo
no vamos todos a una en la búsqueda del interés
común (hay feministas, sindicalistas, pacifistas, ecologistas,
defensores de los derechos civiles) y por lo tanto creamos comunidades
públicas diferentes, dialogantes, sino que el republicanismo
acepta las diferencias culturales existentes en nombre de su constitucionalismo
congénito . Es un universalismo garante de diferencias.
Sin curar la corrupción pública, expresa una confianza
en la regeneración permanente y en la decencia de la ciudadanía
que no poseen otras concepciones. A pesar de su afinidad con políticas
de justicia social y su invitación a que sea considerado
buen gobierno aquél que se legitime mediante un flujo de
medidas justas, restañadoras de los daños y los
efectos perversos de la vida social, el republicanismo, en sí,
no es en absoluto un programa político. Una cosa es que
posea un parentesco con lo que ha venido en llamarse 'estado del
bienestar', con la redistribución de recursos y con el
reequilibrio moral constante que toda politeya exige . Otra, que
por sí sólo constituya una estrategia.
El liberalismo fragmenta. El comunitarismo aisla. El republicanismo,
en cambio, relaciona. El primero nos concibe como voluntades soberanas
y egoistas; el segundo, como seres tribales. Sólo el tercero,
sin rechazar la autonomía del individuo ni el fuero de
cada comunidad, hace hincapié sobre la naturaleza esencialmente
interactiva de toda vida social La politeya republicana logra
así superar tanto los excesos del formalismo liberal como
la cerrazón carismática de todo tribalismo comunitario.
Pero asume que las políticas de cada día las tenemos
que hacer nosotros, los ciudadanos. Nos exige enmienda racional
y prudente de un mundo endémicamente imperfecto . El gobierno
no es responsable único: si yerra y persiste es porque
se lo permitimos. Por su parte, los dioses no son todopoderosos:
podemos plantarles cara, obligarles como mínimo a volver
a la carga, a sabiendas de que les esperamos con desafío.
Es una perdonable arrogancia, propia de gentes libres. A pesar
de ella el republicanismo cívico es esencialmente modesto.
Se ofrece solamente como una concepción democrática
y racional, a la altura de los tiempos. Constituye, a no dudarlo,
la cultura pública más amable de las hoy posibles.
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