PIEDAD
CÓSMICA Y RACIONALIDAD ECOLÓGICA
Dr.Salvador Giner
I
Ecoreligión
y carisma de la naturaleza
Las religiones suelen absorber y reflejar las preocupaciones,
anhelos y ansiedades de su tiempo. Hasta cuando entrañan
una huida de la realidad y aconsejan a sus fieles que busquen
refugio en lo más ultramundano, juzgan e incorporan las
condiciones bajo las que surgen y en las que medran. Las preocupaciones
ecológicas y ansiedades ambientales propias de nuestra
era han hallado también respuestas religiosas e incorporaciones
en las diversas fés y cultos de hoy. Han constituido, además,
una potente fuente de innovación religiosa.
Mi propósito en este Capítulo es analizar la integración
de las inquietudes ambientales, ecológicas y hasta cósmicas
de las gentes de hoy en el mundo de la fe y la conducta religiosas.
En especial, y en consonancia con la intención general
de este libro, consideraré el significado de este fenómeno
para el ejercicio de la racionalidad. Exploraré, así,
algunos de los componentes racionales de la ecoreligión
y sus repercusiones en términos de comportamiento social
y formación de políticas públicas y privadas
en la medida en que se relacionan con el fenómeno del cambio
ambiental que está sufriendo nuestro planeta.
Atenderé a algunas de las respuestas religiosas a la mudanza
ambiental mundial. Este último es tan sólo un aspecto
de la preocupación ecológica, aunque sea muy importante.
Es también una faceta de la mundialización, tal
y como se está llevando a cabo en nuestro tiempo. En efecto,
la creación de un mercado mundial, de una red compartida
de comunicaciones, la interdependencia de todos los paises y demás
rasgos de la mundialización incluyen la crisis ambiental
que conocemos y sufrimos. Los potentes movimientos contra la presente
suerte de mundialización incluyen en sus ideales y temores
la angustia por el hado ambiental de la Tierra. Es éste
el de un cataclismo que se cumplirá si no modificamos nuestra
conducta ambiental de modo acorde con la razón.
Lo que sucede entraña modificaciones que son percibidas
por los humanos como esencialmente cósmicas puesto que
el cambio ambiental tiene que ser percibido y entendido, por definición,
como algo que afecta el orden del universo terrenal. Es una modificación
que incluye la eventual extinción de la propia naturaleza
tal y como la hemos conocido hasta hoy. Sus proporciones son tales
que el cosmos mismo entra en la concepción de quienes la
perciben. (Lo nuevo en esto es el tenor, no el hecho de que haya
una dimensión cósmica en la religión: la
referencia a la Creación o al universo es constitutiva
de toda religión.) Ello, a su vez, debe afectar necesariamente
a la doctrina religiosa así como a las visiones seculares,
ideológicas, políticas y filosóficas de nuestro
tiempo. Tal mudanza implica la exigencia de modificaciones ambientales
de alcance mundial acordes con las concepciones que se tengan
de lo que constituye un orden social racional, y ello en términos
nuevos por lo que respecta a nuestro entendimiento del mundo y
la naturaleza. La idea de una religión mundana, o volcada
al mundo, como lo han sido algunas de las ascéticas (frente
a las más contemplativas, que han propuesto una huida de
él) entiende la salvación como una senda que debe
realizarse plenamente en la tierra. Cobra ahora un nuevo e inesperado
sesgo: la salvación del hombre pasa por la salvación
de la naturaleza y la atribución de carisma natural a la
misma creación. Un carisma que, como todos, exige deferencia
y culto.
Exploraré aquí la relación que existe entre
la preocupación popular por los cambios ambientales, que
se perciben en muchos casos como riesgo o amenaza por primera
vez, por un lado, y el uso de la razón y la fe religosa,
por otro. Sacaré entonces algunas conclusiones sobre la
racionalidad (o ausencia de ella) de las ecocreencias religiosas
y sobre la ecoreligión, así como sobre la racionalidad
(o ausencia de ella) de la conducta prescrita por ellas. Mi análisis
se apoya en un escrutinio de los componentes racionales de ciertas
creencias no racionales (arracionales) o metarracionales. Con
ese propósito vuelvo aquí de nuevo al concepto de
un carisma racional así como el de la racionalidad carismática
que, a mi juicio, deben venir a engrosar y enriquecer la teoría
y conocimientos sobre carisma que la sociología ha ido
acopiando desde la aportación seminal de Weber . Mi intención,
en fin, también es argumentar que la expansión de
lo que aquí llamo piedad cósmica (un componente
de la ecoreligión) es una condición necesaria, si
bien no suficiente, para la puesta en vigor de una conducta cívica
ecológicamente racional –es decir, ambientalista
- en el momento en el que la humanidad se enfrenta a las consecuencias
perniciosas de un proceso ambiental mundial altamente destructivo.
II
Ecoreligión
Varias religiones, de antiguo o nuevo cuño, han incorporado
en su seno las crecientes preocupaciones ecológicas de
nuestra época. Cada una lo ha hecho a su manera . Casi
todas las fes, por lo menos en Occidente, han tenido que habérselas
con la nueva conciencia ecológica. En Oriente, las cuestiones
ambientales también están sirviendo para reafirmar
identidades religiosas . Si bien para algunos la crisis ecológica
que presuntamente se avecina ha sido entendida como un acontecimiento
secundario sin demasiada necesidad de acomodo doctrinal, para
muchos otros ha sido juzgada como crucial. Se halla ahora en el
núcleo de varias concepciones religiosas y ha venido a
formar parte de una variedad de cultos y rituales. En algunos
casos, ha llegado a convertirse en el elemento estructurante de
ese núcleo, aunque la nueva fe -la ecoreligión-
se halle poco organizada y sea difusa. La ecoreligión no
es una fe única. Es compartida por más de una. Constituye
un territorio común. En algunos casos es bastante periférica
dentro de los temas que ocupan a una religión dada. En
otros, no obstante, la ecoreligión puede hallarse en el
centro mismo de una nueva fe. Ese es el caso, por ejemplo, de
esa amalgama tan sintomática de actitudes y doctrinas que
apareció bajo el nombre de Nueva Era a fines del siglo
XX. Para ésta es esencial la 'cultura religiosa' representada
por sus cultos y creencias ambientales y cósmicas, su compresión
piadosa del mundo en términos de equilibrio ecológico
-parte de su concepción monista del ser humano y del universo-
así como su relación cúltica hacia la vida
y el mundo. Así es, sea cual sea la versión o rama
de esta nebulosa concepción de la Nueva Era, tan extendida,
a la que pertenezcan sus fieles .
No es menester presentar aquí una descripción sociológica
pormenorizada del desarrollo de la ecoreligión en el mundo
contemporáneo. Bastará identificar, aunque sea en
escorzo, algunos de los rasgos que han originado las ecoreligiones
o bien forzado a las religiones ya establecidas a responder a
los riesgos del cambio ambiental global . Para hacerlo dejaré
de lado los componentes políticos, económicos o
socioestructrurales, para concentrarme en las características
más simbólicas, culturales y doctrinales de la nueva
situación religiosa. Tales características podrían
resumirse de la manera siguiente, agrupadas bajo cuatro epígrafes
distintos.
(a) Ansiedad ambiental. Las religiones son soluciones al temor
y, muy en especial, al procedente de amenazas misteriosas y desconocidas,
aunque a veces sean bien fundadas. (Obvio es que la religión
es también otras cosas, aparte de responder a tal temor,
pero ello es decisivo.) Las mudanzas dañinas en el medio
ambiente global -que incluyen el posible desmoronamiento del biosistema
que nos sostiene- son, en cierto sentido, del todo nuevas. Cierto
es que la humanidad ha sido testigo ya del milenarismo apocalíptico
en varias ocasiones. Mas la nueva amenaza posee rasgos que estaban
ausentes en las grandes peurs que antaño acompañaron
a un temido fin del mundo . El 'gran pánico' que inspira
la ecoreligión no es enteramente distinto del reciente
temor general a un desastre nuclear o atómico universal
que lo precedió, ni a otros grandes temores, como el de
la invasión inmigratoria o el del terrorismo descontrolado,
que son coetáneos suyos. Tanto la amenaza de 'holocausto
nuclear' -por usar la inapropiada expresión periodística-
y el cataclismo ecológico que supuestamente nos aguarda
comparten una característica: son concebidos como resultados
de la conducta humana y también como peligros que el hombre
puede evitar por su propia mano y no mediante exorcismos y oraciones
solamente. Cuanto más se entiende que la amenaza nuclear
o terrorista se retira -sea o no justificada tal percepción-
mayor es la tendencia a que el desastre ambiental ocupe su lugar.
Pero no lo desplaza del todo. Tiende más bien a incorporarlo
en una nueva visión del riesgo global. La percepción
mundial o global del riesgo incluye también -desde el incidente
de Three Mile Island, pero más claramente desde Chernobyl
en 1986- los accidentes nucleares, entendidos como episodios de
una situación ambiental en empeoramiento. La causa de ello
es menos la tecnología nuclear misma que malentendidos
populares profundos sobre la explotación de la naturaleza
y sus recursos, una de cuyas manifestaciones es esa misma tecnología.
Los movimientos quiliásticos del pasado atribuyeron en
su día el advenimiento del Apocalipsis a la pecaminosidad
humana, a nuestra desobediencia de la ley divina o, sencillamente,
a la voluntad inescrutable del Todopoderoso. La ecoreligión
comparte con ellos un cierto sentimiento de culpa a causa de una
pecadora transgresión de las leyes de la naturaleza . La
penitencia por tal pecado, no obstante, requiere ahora, según
ella, un comportamiento esencialmente nuevo hacia la naturaleza
y sus recursos. La vida austera de los puritanos y los estoicos
de todos los tiempos se refería antes que nada a su propia
salvación como creyentes. No incluía directamente
el ambiente como tal, ni mucho menos el ancho mundo o hasta el
mismo cosmos. La ansiedad mana hoy, en cambio, de un flujo permanente
de información procedente de científicos, intelectuales,
periodistas y segregadores de ideología acerca de un posible
final a la supervivencia mundana, precisamente como consecuencia
de tales 'pecados'. Son éstos transgresiones dolosas del
orden natural. (‘Estamos destrozando el medio ambiente y
seremos castigados por ello’.) Varios macrofenómenos
-el exceso de población, el cambio climático, la
mengua de la biodiversidad- se entienden como consecuencias de
una acción humana irresponsable. La arrogancia y la hybris
del hombre, desde siempre consideradas por la religión
como causa de grandes males que nos vienen como castigo de los
dioses, se transforma ahora, a manos de la ecoreligión,
en aquella arrogancia que produce consecuencias perniciosas para
todos, engendradas por quienes desafían a la naturaleza,
cuya armonía –el equilibrio del ecosistema- es trascendente.
Desafían aquello a lo que pertenecen, a su propio ser.
En efecto, el ámbito humano se ha ampliado, al tiempo que
el universo que nos rodea se ha encogido en proporción
a nuestra capacidad de alcanzar lugares cada vez más remotos
o echar mano de recursos siempre nuevos. Su creciente escasez
es consecuencia de nuestra mala conducta. Y ésta, a su
vez, de concepciones erróneas o pasiones cuya falta de
contención entraña culpa.
La mayoría de quienes predican estas opiniones las expresan
mediante un discurso estrictamente secular. No obstante, aumenta
el número de quienes lo hacen en términos religiosos
o el de las religiones recibidas que incorporan el ecologismo
a su ideología . La respuesta social, sin embargo, es frecuentemente
religiosa. Contra los supuestos tradicionales acerca del discurso
racional -heredadas de la Ilustración- no parece haber
razón alguna por la cual una presentación matizada,
analítica, crítica, secular y compleja de ciertos
problemas y sus soluciones correspondientes no deba provocar respuestas
religiosas en ciertos ámbitos sociales. Ello es especialmente
cierto si la presentación entraña un mensaje que
se preste a fomentar temores populares.
(b) Los imperativos del discurso científico. La noción
de que el auge de una visión científica del mundo
y la expansión del racionalismo no desplazan necesariamente
la religión y la magia ha sido aceptada desde hace tiempo.
A pesar de ello las religiones han tenido que habérselas
con la hegemonía cognoscitiva de la ciencia (y con lo que
pretende ser conocimiento científico) así como con
la secularización relativa de la cultura. Algunas de ellas
han echado mano de la invocación a la ciencia y sus pretensiones
de verdad al atribuirse a sí mismas cientificidad. Ello
aparece ya, a veces, en su propio nombre (Christian Science o
Ciencia Cristiana, Scientology o Cienciología). Otras han
entrado en un proceso de acomodación más o menos
difícil con la ciencia (la teología católica
o protestante) mientras que las hay que se han desarrollado, paradójicamente,
en el suelo fértil fecundado por la misma hegemonía
científica. Dentro de esta última categoría
encontramos varias formas de ecoreligión. Trátase
de religiones para las cuales el mundo natural (y el hombre como
parte inseparable de él) es una entidad numinosa, un objeto
de solicitud piadosa, un portador fundamental de carisma. Son,
empero, también religiones que basan su visión del
mundo sobre su propia interpretación de las hipótesis
y los datos (entendidos sin más como 'hechos') que suministran
botánicos, biólogos, cosmólogos, astrónomos,
meteorólogos, demógrafos y muchos otros profesionales.
La inmersión en la información y la imaginación
científicas no significa que tales religiones sean científicas.
Sólo la ciencia es científica. Las ecoreligiones
son, a lo sumo, cientifistas y, a menudo, sólo se expresan
en un lenguaje que recuerda la ciencia o que pretende serlo. Pero
a menudo se sienten obligadas a incluir piezas de información
científicas o técnicas, según las necesidades
del momento. El uso de tales piezas es mucho menos arbitrario
de lo que pueda parecer. Las ecoreligiones 'procientíficas'
son consumidoras ávidas de los 'descubrimientos' de la
ciencia y de la información que acerca de ellos alcanza
al público. En general están mucho más dispuestas
que la mayor parte de las religiones tradicionales a incorporar
y forjar en su molde el flujo permanente de noticias y opiniones
que de la ciencia manan.
Las ecoreligiones continúan siendo religiones pero se legitiman
a través de una suerte de discurso científico. El
origen de esta actitud puede encontrarse en varios cultos de la
época ilustrada (la Francmasonería, pero también
el Deismo y el Teísmo) y se encarna claramente en la Teosofía
y otras religiones. La expresión de esta tendencia en el
siglo XX, por lo que al cambio ambiental se refiere, se encuentra
en especulaciones místicocientíficas de pensadores
como el cosmólogo y teólogo Teilhard de Chardin.
Su doble condición de paleontólogo y místico
lo convirtió en figura de culto a partir del decenio de
1950. De modo más explícito aún se hallan
en el que es su locus classicus: la doctrina de Mary Ferguson
formulada en los años 70 de aquel siglo. El imperativo
científico -la necesidad de que un discurso religioso estrictamente
moderno deba anclarse también en la ciencia- halló
en esta tradición en formación sus oráculos
y profetas. Algunos de ellos eran científicos con inclinaciones
hacia una visión religiosa del cosmos y de su tarea. También
se entregaron al profetismo varios periodistas científicos
e intelectuales dispuestos a confeccionar la necesaria amalgama,
producto sincrético o síntesis, según cada
caso. Barry Commoner, Paul Ehrlich, Fritjof Capra y la misma Mary
Ferguson son los nombres emblemáticos de este proceso cultural:
la infusión de la ciencia en la ecoreligión.
(c) Cosmocentrismo y ecocentrismo. Las ecoreligiones han desplazado
su sentido del temor y la piedad desde Dios, o los dioses, a lo
sobrenatural cósmico.También han desplazado su interés
en el hombre, como ser dotado de alma, al cosmos mismo, o a la
creación. Lo que las caracteriza es una forma especial
de veneración, a la que llamo piedad cósmica. Esta
no entraña que las fuerzas sobrenaturales tradicionales
se hayan desvanecido, sólo que se han reordenado las percepciones
y que ha surgido una nueva jerarquía de poderes religiosos:
los espíritus durmientes del mundo natural han sufrido
resurrección y han pasado a primer plano. El fenómeno
se presta a ser interpretado como una nueva forma de animismo,
veredicto que no parece justo para todas las formas de piedad
cósmica, aunque sí para algunas. El neoanimismo
se detecta en algunos cultos a la Tierra y ciertamente en el discurso
de muchos ecoideólogos.
El lugar prominente atribuido ahora al cosmos o a la Tierra misma
ha tenido consecuencias de largo alcance en el entendimiento ecoreligioso
del hombre. Así, la tendencia hacia el monismo (o el rechazo
del dualismo tradicional, ya sea cristiano o cartesiano) ha sido
muy pronunciado. Desde que James Lovelock pusiera en circulación
la llamada ‘hipótesis Gaia’ en 1979 se hizo
evidente su potencial para convertirse en firme creencia religiosa
en lugar de hipótesis científica más o menos
atractiva. (El nombre mismo dado por Lovelock a la Tierra, el
de la diosa griega Gaia, la Madre Tierra o Madre Naturaleza de
los antiguos, establecía ya la conexión religiosa.)
La deferencia y piedad que las ecoreligiones -a la sazón
en formación- comenzaron a mostrar por todas las formas
de vida se extendió fácilmente a un planeta que
se entendía ahora como organismo pulsante y vivo. Aunque
hasta entonces los seres humanos habían sido concebidos
como meras motas de polvo en la inmensidad del cosmos, algunas
tradiciones religiosas, al dotarlos de alma inmortal, les habían
asignado una suerte de centralidad en el universo. Por su parte,
una tradición occidental crucial, al atribuir razón
y conciencia moral a los humanos, les asignaba también
centralidad en el orden de las cosas. Hay precedentes de la relegación
contemporánea del hombre a un lugar mucho más modesto
en ese orden. También las hay del cosmocentrismo y del
culto a la Tierra en varias expresiones históricas del
animismo, así como en varias teorías panteístas.
(La atracción que sienten algunos ecofilósofos por
la obra de Spinoza es muy sintomática al respecto). Sin
embargo, lo que es innovador en la nueva piedad cósmica
es su desplazamiento de la atención desde el hombre como
principal objeto de especulación y de Dios como objeto
de adoración, a la naturaleza .
El hombre como ser religioso se ha ido relegando hacia el trasfondo.
Ello no significa, sin embargo, que las ecoreligiones le hayan
hurtado toda responsabilidad. Los humanos siguen considerándose
seres responsables (¿y por ende libres y pecadores?) frente
a la situación ecológica de hoy. Se les asigna la
tarea (¿el mandamiento divino?) de redimir el mundo natural
(ahora sagrado) de su amenazante final si corrigen sus faltas,
o bien si se transforman radicalmente, conviertiéndose
a la ecoreligión, o bien, en los casos más seculares,
a la ecofilosofía. El crucial fenómeno de la conversión
religiosa no está pues ausente del asunto. Hasta en ésta
última eventualidad, la de la conversión filosófica
o crítica al ecologismo, emerge vigorosamente la piedad
cósmica. Así por ejemplo, el movimiento Ecología
Profunda prescribe de modo explícito la veneración
ante la naturaleza como parte de la nueva ética, necesaria
según sus seguidores para la transformación moral
deseable .
(d) Los límites sociales de la explicación racional
y analítica. La sacralización del discurso científico
sobre la situación ecológica y la incorporación
de sus hipótesis y argumentos a los nuevos cultos, fés
y rituales se interpreta a menudo al modo tradicional. Según
él es un proceso cultural inevitable. La popularización
de teorías complejas topa con grandes dificultades. La
ignorancia popular endémica imposibilita a la mayoría
a labrarse una concepción serena, racional y bien informada
que entrañe una interpretación sutil de una situación
intrincada. Sólo las religiones y las ideologías
logran transmitir, con simplificación y distorsión,
algunas verdades superiores a una mayoría que sólo
oscuramente las entiende, si es que lo consigue. La cultura mediática,
por su parte, no sólo se muestra incapaz de superar las
limitaciones endémicas de la mente popular, sino que agrava
la condición plebeya al vulgarizar, simplificar y banalizar
las cuestiones. El tenor paternalista y hasta antidemocrático
de opiniones semejantes es obvio, aunque haya en ellas alguna
media verdad, sobre todo en lo que respecta a la baja calidad
de la cultura mediática.
Ello no obstante, tal vez existan limitaciones significativas
a la difusión societaria de argumentos científicos
complejos que manan de fuentes muy distintas a la de la supuesta
mente obtusa del gran público. Para empezar, la expansión
del conocimiento científico y el advenimiento de la mal
llamada sociedad del conocimiento o de la información ha
hecho casi imposible, hasta para los más educados e inteligentes,
entender con mínimo detalle un gran número de fenómenos
que son comprensibles sólo para secciones muy restringidas
y especializadas de la comunidad científica y académica.
Las explicaciones científicas y técnicas suelen
aceptarse así por confianza, y ello no sólo por
el gran público, sino también por parte de públicos
cultos restringidos y élites intelectuales. Aparte de estas
dificultades, es menester contemplar seriamente la hipótesis
de que, sea cual sea el nivel de inteligencia, predisposición
racional y preparación de un ser humano, éste mostrará
con frecuencia, una inclinación religiosa o parareligiosa,
incluida una necesidad de explicación metafórica
y cierto apego al mito. No obstante, todo enfoque que parta del
supuesto del homo religiosus debe empezar por admitir una anchurosa
variedad de manifestaciones, tanto en cuanto a su intensidad como
a sus formas de expresión.
En todo caso, la tendencia entre los más conocedores y
cultos a formar 'complejos conceptuales' expresados en creencias
y actitudes no sometidas a examen es demasiado evidente para necesitar
mayor análisis aquí. Baste recordar que hay límites
a toda explicación cabalmente racional y analítica
de la realidad. Sabemos además que las prácticas
racionales de un individuo en un terreno (verbigracia, la ciencia)
no impiden que abrace lealtades trascendentes y emocionales, como
ilustra con abundamiento el nacionalismo contemporáneo,
sin ir más lejos, o la creencia religiosa por parte de
un buen número de científicos descollantes . Para
algunos será posible establecer congruencias entre el talante
racional y la predisposición a la secularización
completa de su ánimo, pero no para todos. La insistencia
de Weber en la fría infertilidad de los intentos científicos
por explicar y conferir sentido (y carisma) a lo estudiado por
ellos ha encontrado su eco (no siempre reconocido) entre aquellos
teóricos del ambiente que hacen hincapié en la incapacidad
de la ciencia, en su abstracción contemporánea,
por comprender y transmitirnos la realidad.
La mudanza ambiental mundial en su senda hacia un empeoramiento
alarmante de las condiciones de la vida humana esconde considerables
compejidades. No todas ellas se dejan entender por todos y cada
uno de los miembros de las respectivas comunidades intelectuales,
por no hablar de la vasta ciudadanía de los países
democráticos en los que es más factible un diálogo
abierto e informado. Lo que es crucial en este contexto es que
tal mudanza pueda ser comprendida racionalmente y que, una vez
entendida, afecte favorablemente a las más elementales
tendencias humanas hacia su propia preservación como especie.
Estas, a su vez, no existen en un vacío psíquico:
están enraizadas en nuestra estructura emocional y se hallan
unidas directamente a nuestra dimensión religiosa e ideológica,
a nuestra inclinación a expresarnos en actitudes sintéticas
(no analíticas), reverenciales y piadosas hacia aquellas
fuerzas que nos trascienden al tiempo que mostramos hostilidad
a aquéllas que juzgamos enemigas de las entidades a las
que atribuimos carisma, es decir, entidades merecedoras de reverencia.
Estas parecen ser algunas de las condiciones previas sobre las
que se levantan hoy religiones, visiones del mundo e ideologías
(así como no poca indagación filosófica y
científica) ligadas al cambio ambiental mundial. Pasemos
ahora a un examen más detallado de sus supuestos generales
y su contenido para abrir camino al mi argumento principal sobre
la naturaleza de la nueva piedad cósmica y sus relaciones
con la racionalidad, por un lado, y con el carisma o aura natural,
por otro.
III
CARISMA,
RAZÓN Y ECOLOGÍA
Piedad Cósmica.
El desarrollo de una visión no antropocéntrica del
mundo y el surgimiento de una veneración cuasi religiosa
de los iconos naturales a través de un nuevo mito global
de carácter animista es resultado de un largo y azaroso
proceso histórico. El sentimiento y la práctica
de una piedad cósmica constituye un intento emocional de
largo alcance, místico. A menudo incluye un intento pseudocientífico
por alcanzar el significado último de las relaciones entre
la existencia humana, el mundo natural y el universo. Sus orígenes
pueden ya trazarse en las afectuosas reflexiones sobre plantas
y animales propuestas por San Francisco de Asís en el siglo
XIII así como, en otro orden de cosas, en la defensa por
parte de Galileo del sistema astronómico corpernicano.
Desde entonces, muchas de las ideas bíblicas sobre lo natural
se han ido poniendo en tela de juicio y reemplazando, hasta el
punto de que hoy, incluso dentro de la tradición cristiana,
se pueden oír voces que aseguran que la ciencia de la ecología
acabará por tener repercusiones serias en la teología
de la Revelación. Ello va a suponer, según algunos
pensadores, que "poco a poco vamos a reconocer que es más
probable que encontremos la trascendente presencia de Dios en
el mundo natural que en la Biblia o en la Iglesia" .
La piedad cósmica rompe con los supuestos bíblicos
al menos en tres sentidos. Primero, afirma que la presencia de
los humanos en la Tierra ni constituye la razón de la existencia
del universo: tampoco es el hombre la medida de todas las cosas.
En segundo lugar, ve a la especie humana como interconectada con
otros seres vivos y ello no de forma distinta a la biológica.
Tercero, la ciencia y la comunión con la Tierra se entienden
como medios de acercamiento a las fuerzas últimas que dan
sentido al Universo y al lugar de los humanos en él. Las
teorías y los descubrimientos astronómicos, geológicos,
geográficos, biológicos y, más recientemente,
ecológicos, han acabado por dibujar una visión del
cosmos muy distinta de la anunciada en el Antiguo Testamento.
Por consiguiente, ahora más que nunca es mucho más
difícil defender aquella visión en la que la Tierra
y todas sus especies fueron creados de manera independiente, en
seis días. La teoría darwinista de la evolución
asestó el golpe final a los asertos bíblicos sobre
los orígenes y la formación del mundo natural. Darwin,
en 1859, no sólo explicó las razones de las variaciones
dentro del mundo natural, sino que además proporcionó
el fundamento argumental para desacreditar la visión predominante,
en la que la especie humana tenía un carácter exento
e independiente y se encontraba por encima de todas las formas
de vida. Por vez primera en la historia del pensamiento occidental,
la evolución de la diversidad entera de los seres vivos,
incluidos los humanos, se explicaba convincentemente en términos
estrictamente seculares.
Esta visión general de la vida y de la naturaleza fue en
parte consecuencia directa de los avances en la ciencia positiva.
Sin embargo, la nueva sensibilidad occidental hacia el mundo natural
no fue únicamente producto de científicos y naturalistas
. Se originó también como movimiento contracultural
urbano, opuesto al industrialismo y al capitalismo inmisericorde,
especialmente en el mundo anglosajón del siglo XVIII. Desde
entonces y hasta hoy en día, movimientos utilitarios, ideológicos
y estéticos, unidos al crecimiento de la población
urbana y a la enorme transformación de la tierra tanto
en Europa como en los Estados Unidos, convergieron en una concepción
radicalmente nueva del mundo natural. "Lo silvestre"
dejó de entenderse como algo esencialmente arisco, ni como
territorio propenso a hacernos caer en la tentación o el
pecado. Las tierras silvestres o vírgenes se convirtieron
en símbolos para un vario valores emergentes, nacionalistas
y románticos, donde aun se podía encontrar la escapatoria
de la sociedad industrial, sentir la grandeza del propio país
a través del paisaje, experimentar intimidad con el orden
prístino de un paraíso que se desvanecía.
Donde antes moraban demonios, en la otrora hostil naturaleza,
ahora se hallaba Dios. Asimismo, dentro del ambiente y del paisaje
urbanos, a muchos elementos de la nueva naturaleza domada -árboles,
plantas, y animales de compañía- se les iba confiriendo
calidades humanas y sentientes . En el siglo XX se fortaleció
este nuevo modo de ver al mundo natural, no sólo por el
mayor desarrollo de las ciencias naturales sino que, de manera
particular, fue reactivada por varios acontecimientos en los decenios
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La tecnología
de la información, las imágenes de la tierra desde
el espacio, las noticias constantes sobre las crecientes riesgos
de la energía atómica y el anuncio de sombríos
desastres ecológicos venideros fomentaron una percepción
y concepción de la naturaleza como algo tan esencial para
la vida humana como frágil. Se extendió así
la ansiedad en torno a todo un nuevo haz de peligros ambientales.
Esta cundió merced a los esfuerzos de ‘nuevos sabios’,
heterodoxos, destinados a confeccionar más tarde la ordodoxia
ambiental. Fue el momento en que Rachel Carson, Barry Commoner,
Paul Ehrlich y el mismo Club de Roma suministraron algunas de
la bases racionales que inspirarían a los movimientos ambientalistas
por todo el mundo. Los datos objetivos acumulados posteriormente
no harían sino reforzar la construcción teórica
elaborada a partir de su aportación. Así, la conferencia
internacional sobre el destino de la Tierra, celebrada en Sudáfrica
el 2002, se realizó bajo una vasta masa de datos fehacientes
que confirmaba el hecho incontrovertible la degradación
ambiental. Aunque el lenguaje fue necesariamente laico y ‘neutro’
(como impone la discusión moral de la modernidad, por las
razones expuestas en el primer Capítulo) no estuvo ausente
de él la imaginación salvacionista y poética,
afín a lo religioso.
Estas concepciones y teorías (la mayoría presentadas
en bajo la vestimienta científica y no pocas basadas en
hallazgos científicos constatables) dejaron sin resolver
descollantes asuntos metafísicos. Estimularon, eso sí,
nuevas formas de agnosticismo e incertidumbre a cerca de las leyes
que gobiernan el mundo natural, la sociedad humana y el cosmos
en general. Pero por la misma razón, crearon las condiciones
y la necesidad de rellenar vacíos cognoscitivos y explicativos
con creencias y actitudes religiosas y pseudoreligiosas. Desde
el primer momento, los movimientos ecologistas mostraron una intensa
ambivalencia, entre lo racional y la irracional , lo científico
y lo religioso. Muchas de las nociones contemporáneas,
festivales, y ritos relacionados con Gaia, demuestran que buena
parte de los componentes arracionales de la entonces nueva forma
de ver a la naturaleza y la Tierra no fueron reemplazados por
aportaciones científicas ni por argumentos racionales fehacientes.
Al contrario, surgieron creencias acientíficas, aunque
no fueran siempre hostiles al pensamiento científico. El
reconocimiento de que la vida en la Tierra no ha de terminar necesariamente
con la extinción de la especie humana pronto abriría
el camino a una nueva experiencia de existencia cósmica.
En este sentido, el desarrollo de la ecología como ciencia
ha afectado el sentido de lo trascendente. La noción de
vida después de la muerte comenzó a depender menos
de las plegarias privadas o en los templos y más de las
actividades en pro de la naturaleza que presuntamente han de salvar
el planeta.
En algunos casos, los defensores de la ecoreligión creen
en el supuesto de que a largo plazo la naturaleza acabará
por imponer su justicia y sus propias leyes y que un comportamiento
ambientalmente respetuoso (incluyendo en esto que uno profese
los ritos correctos, esté libre de pecado o no transgreda
la naturaleza) será recompensado con alguna suerte de gratitud
cósmica o gracia natural. Si por un lado los piadosos serán
bienaventurados, por otro, la transgresión de las Leyes
de la Naturaleza, por la arrogancia y el descuido de las sociedades
humanas acabará por ser castigada. El análisis de
George Marsh sobre las causas de la decadencia de las civilizaciones
antiguas, o las cuatro leyes de la ecología de Barry Commoner
son ejemplos elocuentes de esta creencia .
La piedad cósmica también conlleva la idea que los
humanos habitan y comparten su lugar dentro de una unidad que
está sujeta límites. Agunos argumentaron que muchas
de las creencias, instituciones y estilos de vida de los europeos
fueron reforzados y extendidos gracias a su expansión biológica
al resto del mundo. En parte este fenómeno recuperó
el mito cristiano en el que los fieles serán recompensados
con la multiplicación del pan y los peces o, en otras palabras,
con recursos ilimitados. Sin embargo, ello también trajo
consigo un resultado tan inesperado como necesario para el mito
ecoreligioso: la cuasi completa exploración del globo,
pronto seguida de una serie de colapsos ambientales en antiguas
colonias hizo que muchos observadores occidentales a empezaran
a entender la naturaleza como algo frágil y finito, que
los humanos tenían la responsabilidad de salvaguardar .
Pronto, pues, se hizo evidente la íntima conexión
entre ecologismo y mundialización. Ésta última
no sería lo que es sin que previamente, una incipiente
sociedad mundial, una sola red asimétrica de economías,
comunicaciones y culturas interdependientes no hubiera cubierto
todo el planeta.
Aquellos ambientalistas que se adhieren a las creencias cósmicas
ecológicas a menudo consideran que ello supone un gran
esfuerzo personal, es decir, que deben actuar de modo ambientalmente
correcto, como parte esencial de su propia ética. Muchos
de ellos experimentan previamente alguna especie de conversión
ecológica, similar a los casos de conversión religiosa
o ideológica, en las cuales, en un momento epifánico
dado, el converso ve la luz, es decir, la que considera a partir
de entonces como verdad indudable. Se produce así un cambio
radical en la manera que evalúan el mundo natural. Suele
entrar en ello también la percepción de su belleza.
La experiencia epifánica es tanto ética como estética
Una vez ocurrida la conversión ecológica, la capacidades
para percibir y distinguir, mejoran los procesos que afectan al
medio ambiente. Pero ante todo, la conversión ecológica
implica un descubrimiento del significado carismático de
la interrelación profunda de todos los seres de la Tierra
. La mayoría de los pensadores ecológicos ha explicado
cómo y cuándo, en determinados momentos de sus vidas,
se produjo esta transformación. Así, una experiencia
emocional -la muerte de un lobo abatido por equivocación
por uno de sus compañeros-, llevó a uno de los primeros
artífices de la ética ambiental, Aldo Leopold a
afirmar que en cada ser viviente "existía un significado
más profundo, que era conocido sólo por la montaña
misma" . De guisa similar, Lewis Mumford entendía
que sólo se podrá evitar el total colapso de la
tierra si se adoptaba una visión del mundo completa y orgánica,
similar a la dibujada por Darwin, y si era así entendida
por la mayoría de un modo casi religioso, en todo el mundo.
En su opinión:
Para que el mundo efectivamente pueda salvarse, la humanidad necesitará
experimentar algo semejante a una conversión religiosa
espontánea: aquella que sustituye la imagen mecánica
del mundo por una imagen orgánica" .
Las conversiones ecológicas también suceden a personas
que se autodefinen como agnósticas o incluso ateas. Se
pueden producir por una progresiva e inconsciente preocupación
por los cambios que se producen en el mundo natural o, más
frecuentemente, por una experiencia súbita o una imagen
mental que permanece durante años. Un suceso personal y
emocional que no se explica en términos racionales puede
ser suficiente para producir la transformación personal
de la conversión.
La pena que importantes sectores de la opinión pública
occidental sienten cuando tienen conocimiento de la desaparición
de una especie de fauna o flora silvestre o cuando se les dice
que gran parte del planeta sufre cada vez mayor contaminación
o congestión constituye una de las fuerzas emocionales
que a menudo pueden traducirse en un amplio y popular apoyo a
las reivindicaciones ambientalistas. Sin embargo, la mayoría
de los habitantes urbanos contemporáneos sólo pueden
experimentar la pérdida de una especie carismática
o la destrucción de alguno de los últimos lugares
remotos y vírgenes de la tierra a través de los
medios técnicos de comunicación. Son las imágenes
televisivas de ballenas y crías de focas sangrando, de
albatros viajeros capturados por los kilométricos palangres,
selvas tropicales transformadas en desiertos, lo que impulsa la
primera percepción de los procesos antrópicos que
afectan al medio ambiente global y la ansiedad consiguiente lo
que facilita la conversión a la piedad cósmica.
Estos orígenes a veces cuasireligiosos de las creencias
y los valores terrenales raramente pueden explicarse sólo
en términos racionales tradicionales, ya que permanecen
en el territorio del carisma y del mito, donde las emociones humanas
se acercan a las actitudes religiosas o incluso se tornan en ellas.
Ellas son las que inspiran en algunos casos acciones sociales
concertadas o a los movimientos políticos ‘verdes’
o ambientalistas .
Los ecoconversos manifiestan su piedad cósmica en una multitud
de modos seculares, privados y públicos. Así, el
ascetismo ecológico es seguido por gente que se declara
a sí misma agnóstica, atea o racionalista radical.
Puede practicarse en casa, en el trabajo o durante el ocio, disfrutando
de una comida, utilizando determinados medios de transporte en
lugar de otros, o saliendo con amigos de similar inclinación.
Aunque las expresiones sociales de la ecoreligión varían
en diferentes contextos, es en los espacios silvestres donde los
mitos que exigen piedad y deferencia cósmicas pueden experimentarse
mejor y donde el individuo aprende más sobre el significado
trascendente de la vida y sus formas naturales. En todo caso,
la conversión necesita el reconocimiento de propiedades
carismáticas en el mundo natural. La definición
sociológica del carisma apunta este reconocimiento en ciertas
personas, objetos o símbolos. El carisma puede extenderse
a las naciones, las tribus, los lugares naturales o, como en el
presente caso, al conjunto de la naturaleza mismo. La difusión
y dispersión del carisma -o su atribución a algo
tan extenso como la naturaleza- puede crear problemas de análisis
–además, cómo no, de problemas de veneración-
aunque ello no lo elimina como fenómeno identificable .
La ecoreligión no necesita únicamente de prácticas,
sino también de lugares. Sitios sagrados, numinosos y carismáticos,
que representen el estado ideal de la naturaleza en medio del
mal, del cambio ambiental global inducido por el hombre, que debe
ser invertido. Como símbolos, estos lugares sagrados mantienen
un valor informativo y educativo enorme, tanto para las generaciones
actuales como para las futuras. No hay sitio mejor que la naturaleza
silvestre para la práctica de la piedad cósmica.
Más importante aún es el hecho de que el nuevo carisma
de lo salvaje o natural mantenga un componente racional, al menos
en la medida que éste puede contribuir al bien común.
Por lo tanto, la actitud que exige y las acciones a que induce
la piedad cósmica podrían llegar a prevenir algunos
de los peores efectos del cambio ambiental global. El historiador
de la ecología William Cronnon, reconoce que en lo silvestre
se encuentra su "propia religión" y de forma
característica cree que:
...el lenguaje que usamos al hablar sobre lo silvestre a menudo
está mucho más permeado de valores espirituales
y religiosos que reflejan los ideales humanos que en el mundo
material o en la naturaleza física. Lo salvaje cumple con
el antiguo proyecto romántico de secularizar los valores
judeocristianos en el sentido que edifica una nueva catedral no
en cualquier insignificante edificio humano sino en la propia
creación de Dios, en la misma naturaleza. Muchos ecologistas,
que rechazan las nociones tradicionales de la divinidad y que
se ven a si mismos como agnósticos o incluso ateos expresan,
sin embargo, cuando presencia lugares vírgenes, sentimientos
equivalentes a la reverencia religiosa (...) La autonomía
de la naturaleza no-humana me parece como un correctivo indispensable
a la arrogancia humana (...). Al recordarnos el mundo que no hemos
hecho, lo virgen puede enseñarnos sentimientos profundos
de humildad y respeto cuando nos enfrentamos con nuestros entes
prójimos y con la Tierra misma
Es pues plausible que la comunión de la gente y su reverencia
frente al mito que exige piedad cósmica a sus seguidores
implique un importante componente racional, necesario para encontrar
respuestas alternativas que permitan evitar algunos de los peores
escenarios de la crisis ambiental global en lo que respeta a sus
causas humanas. A continuación intentaré explicar
en qué sentido la racionalidad comprendida en el carisma
de lo natural puede ser necesaria para alcanzar un cambio racional
de dirección societario de tal magnitud.
IV
RACIONALIDAD
ECOLÓGICA.
Con ese fin examinaré, en primer lugar, algunas de las
implicaciones del concepto de racionalidad ecológica mundial,
también llamada global. Sostendré que esta nueva
forma de racionalidad va a tener éxito a nivel societario
sólo si la reconstrucción de creencias y piedades
locales sobre la naturaleza, y no únicamente nuestros buenos
modales, se extienden por el mundo a gran escala. La racionalidad
ecológica mundial, si logra arraigarse dentro de las actitudes
populares de manera general, surgirá de la transformación
radical de contextos particulares de acción en donde se
plasman muchas de las actuales contradicciones entre los fines
y los medios, entre lo local y lo global, así como la oposición
entre lo humano y lo natural . Entiendo por arraigo popular solamente
aquel que, transformado en conducta electoral de la ciudadanía,
es capaz de controlar a gobiernos e industrias y forzarlos a una
conducta ambiental correcta: el ecologismo es pues una virtud
esencialmente racional y republicana. Esta nueva suerte de racionalidad,
no obstante, no se alcanzará sólo por medios seculares.
Para que tenga un pleno éxito, será menester que
se imbuya profundamente de piedad cósmica. Veamos porqué
ello es así.
Las preocupaciones entorno de los problemas ambientales mundiales
difieren según contextos y grupos, al igual que ocurre
con sus significados . De la pluralidad de significados sobre
las cuestiones ambientales y sobre las formas de entender las
relaciones personales que mantienen los individuos con su medio
ambiente, resulta también una pluralidad de racionalidades.
Para algunos, dada la insostenibilidad evidente de nuestras sociedades,
intentar salvar el planeta o bien nuestras propias parcelas, es
una aspiración utópica e inalcanzable. Para otros,
por el contrario, aunque por el mismo motivo, actuar de un modo
ambientalmente correcto constituye la única opción
realista y racional . Así, creer en la existencia del cambio
ambiental mundial puede hacer creer a la gente que vale la pena
invertir tiempo, dinero, y esfuerzos para mitigarlo, a pesar de
la indiferencia de la población o de la opinión
de que el ecologismo es una amenaza al orden mundial. Las expresiones
y reacciones sobre los aspectos ambientales han sido intrínsicamente
ambivalentes desde los inicios de su aparición en la escena
pública y siempre han evolucionado rodeadas de visiones
contrarias. Siempre ha habido dualidad de opiniones, y enfrentamiento
entre ellas .
La práctica de una racionalidad congruente con los fines
relativos al medio ambiente mundial depende de contextos sociales
e históricos específicos que frecuentemente se oponen
a las situaciones sociales en las que emergen. La búsqueda
de la racionalidad ecológica es resultado, como señalaba,
de las consecuencias culturales de la urbanización e industrialización
masivas contemporáneas. Éstas han creado las condiciones
óptimas que socavan paradójicamente las bases de
su propio éxito. Por lo tanto, ellas mismas fomentan el
redescubrimiento de la naturaleza y la conciencia sobre el cambio
global. Es más, la expansión mundial de las instituciones,
la economía y la cultura occidentales así como la
progresiva aplicación de la ciencia y la ética interdiciplinares
en las relaciones internacionales ha puesto en evidencia un número
creciente de contradicciones socioambientales que han fomentado
modos nuevos de contemplarlas.
El cambio ambiental mundial impone un notable conjunto de cuestiones
tanto acerca de la racionalidad de los fines societarios últimos
y dominantes como de la racionalidad de los medios para conseguirlos.
Siguiendo la tradicional argumentación weberiana, puede
demostrarse como la racionalización del mundo y la aplicación
del enfoque científico en muchas esferas de la acción
social también ha engendrado nuevas formas de irracionalidad:
estas han sido particularmente agudas por lo que concierne a las
relaciones humanas con el mundo natural y el medio ambiente. Así,
Raymond Murphy opina que el viejo propósito de alcanzar
un dominio completo de la naturaleza mediante el único
medio de la racionalidad formal es en sí misma una aspiración
irracional: "La pérdida de conciencia sobre la ignorancia
humana y sobre el reconocimiento que los humanos deben adaptarse
a la naturaleza ha sido una consecuencia particularmente irracional
de la racionalización" .
La ecología como ciencia modifica la concepción
de lo racional según los objetivos perseguidos. Al menos
lo hace en el sentido de que la racionalidad no debería
oponerse a adaptación humana a los sistemas ecológicos
que mantienen la vida . Bajo esta perspectiva suelen argumentar
los ambientalistas que, en última instancia, las razones
que fomentan el comportamiento plenamente racional no pueden ser
otras que las razones ecológicas. El escollo, sin embargo,
surge al intentar definir en términos precisos el significado
de lo ecológico en este caso. Hay racionalidades diversas
e incluso en mútuo conflicto cuando se abordan problemas
ambientales globales. Surgen notorias dificultades cuando se trata
de identificar y concretar lo que proporciona a la acción
social un carácter racional ecológico. Es por ello
por lo que algunos autores distinguen entre objetivos ambientales
‘profundos’ y ‘superficiales’. También
se dividen entre aquellos objetivos cuya racionalidad ecológica
tiene un contenido menos antropocéntrico y los contrarios,
aunque una racionalidad totalmente ecocéntrica deba interpretarse
como otra forma de irracionalidad. Ello muestra claramente las
íntimas y a veces delicadas relaciones que surgen entre
racionalidad y ética, puesto que no pocas acciones sociales
son consideradas racionales o irracionales según los valores
morales de quien las observa.
En gran medida, sin embargo, la racionalidad ambiental expresa
una ética que incorpora valores ecológicos. Las
políticas globales orientadas a la protección de
la biodiversidad, por ejemplo, pueden seguir cursos de acción
dramáticamente alternativos según cuáles
sean los objetivos morales que se persigan. En este campo, el
propósito puede ser el de proteger los seres vivos debido
a su valor intrínseco o a su valor extrínseco (por
su utilidad a los humanos) o el de otorgarles derechos por el
hecho de su capacidad de sentir o pertenecer a una 'comunidad
biótica' interdependiente. El ideal de sostenibilidad puede
ser entendido como intento de superar estos juicios morales y
juntar en una misma noción todo el conjunto de racionalidades
económicas, sociales y económicas en juego. Sin
embargo, el propio concepto de sostenibilidad, que a menudo se
presenta como el objetivo o criterio más racional a partir
del cual las instituciones culturales, económicas y políticas
deberían evaluar su racionalidad, tampoco está exento
de duras contradicciones o ambigüedades Varios de los elementos
que definen la noción de sostenibilidad -las necesidades
futuras, la capacidad de carga de los ecosistemas, las relaciones
entre información y recursos o energía, entre otros-
son esencialmente desconocidos. En consecuencia, para decidir
si una estrategia particular de acción social es sostenible
o no, debe incorporarse un elemento arracional al análisis
. De hecho, hoy por hoy las sociedades humanas pueden sostenerse
a corto y medio plazo sólo a coste de ir extendiendo la
degradación calidad ambiental . Tal situación impone
la necesidad de decidir política o éticamente, o
ambas cosas, con qué nivel de calidad ambiental deseamos
vivir, al margen de si ello se considera o no sostenible.
La búsqueda de una racionalidad ecológica también
pone seriamente en entredicho la lógica de los medios para
conseguir los actuales objetivos sociales. Los procesos que moldean
las percepciones situacionales y que determinan la selección
de las alternativas sociales e individuales, que afectan tanto
a los ecosistemas presentes como futuros, se configuran por la
influencia de las instituciones económicas, políticas
y culturales cuya forma y orientación actuales poco tienen
que ver con los asuntos que aquí trato. Por ejemplo, el
actual sistema de valoración de los recursos naturales,
basado en la economía monetaria, puede considerarse como
el medio más irracional de otorgar valor a unos recursos
naturales cada vez más escasos; el sistema de elección
política cada cuatro años, típico de muchas
democracias puede ser visto como totalmente inapropiado para la
puesta en vigor de medidas que aseguren la mejora de la calidad
ambiental y la sostenibilidad a largo plazo; y, del mismo modo,
el sistema educativo y la promoción de una cultura y estilos
de vida altamente urbanos y consumidores de recursos y energía
es muy dañino no sólo para los sistemas naturales
sino también para la misma fábrica social de muchos
países. (Basta con pensar en el uso generalizado e imparable
del automóvil y sus consecuencias.) El corto plazo es con
frecuencia enemigo jurado del auténtico interés
común de las gentes . La irracionalidad ambiental de estas
instituciones debe ser contrastada en relación de insuficiencia
o indefinición que muestran los mismos objetivos ecológicos,
muchos de los cuales, por su parte, poseen un contenido esencialmente
ético.
La creciente especialización, burocratización, el
auge de las telecomunicaciones y la informatización social
mundial han entrañado que las racionalidades de hoy se
moldeen en contextos de acción más limitados, especializados
e incluso reduccionistas. En las sociedades tecnológicas
modernas, el espacio entre la mundialización de la información
y la localización de la acción se ha incrementado
hasta tal punto que vislumbrar una relación directa entre
los problemas globales y el comportamiento local por parte de
una buena parte del público lego se convierte más
en acto de fe y de esperanza que de conocimiento objetivo. La
lógica de las decisiones personales se encuentra limitada
por la disponibilidad de información compleja a cerca de
los diferentes escenarios mundiales futuros posibles. Muchos son
quienes han acabado por ser plenamente conscientes de los peligros
ambientales globales: ahora conocen los efectos perniciosos del
consumo de determinados productos sobre el clima o sobre la capa
de ozono. Sin embargo, muchos son también quienes se sienten
incapaces de abandonar aquellos artefactos y cachivaches (automóviles
privados, envoltorios superfluos, iluminaciones y calefacciones
innecesarias) que dañan la fábrica natural del mundo.
Es bajo tales condiciones cognoscitivas cuando entran en juego
fuentes míticas o carismáticas de conocimiento.
De hecho, inspiran ya muchos de los comportamientos ambientalmente
correctos contemporáneos. Como sostengo aquí –y
en general a lo largo de todo este libro- las creencias racionales
y las conductas racionales pueden quedar encubiertas de carisma
e incluso de mitos, o incorporarse en ellos. Lo cual no significa
en absoluto que los mitos ni los fenómenos carismáticos,
ni lo numinoso, sean racionales en todos los sentidos: identifico
solamente un componente, una dimensión. El caso es que
en determinadas circunstancias, la piedad cósmica puede
ser, como acaece a menudo, una respuesta esencialmente racional
(en especial, en términos socioestructurales) a las necesidades
de la humanidad respecto al frágil medio ambiente, de cuya
conservación depende la sdupervivencia de la especie humana.
No afirmo que la piedad cósmica sea la vía única
para extender y afianzar las creencias y comportamientos ambientalmente
racionales entre la población en general. Lo que sí
sugiero, en cambio, es que constituye un medio extremadamente
potente para lograrlo, por lo menos entre la personas menos proclives
a determinadas formas de pensamiento analítico, secular
y racional. La racionalidad inherente a la deferencia hacia la
Creación, la naturaleza, se situa en buena medida dentro
del contenido cognoscitivo del mito natural. La expansión
de una piedad cósmica expresada en una variedad de cultos
religiosos y semireligiosos o en ideologías políticas,
juntamente con la extensión de moralidades y costumbres
que lleven a la consolidación de buenas maneras o de prácticas
ambientales -como el reciclaje de desechos o el hábito
de ahorro de energía- ha comportado a su vez parte del
descubrimiento de los problemas que afectan al medio ambiente
mundial. Ha instigado la reformulación de las actuales
racionalidades y ha ayudado a amplios sectores sociales a creer
que muchos de los objetivos y medios previamente aceptados no
eran tan buenos para la buena vida como se pensaban. El razonamiento
ecológico se enraíza en una verdadera metafísica
cósmica y ambiental, según la cual el mundo genera
su propia ética así como los supuestos y hasta metáforas
que orientan la interpretación de la realidad y la aplicación
de cierta lógica . Los mitos pueden proporcionar conocimientos
a cerca de las sendas de conducta. Puede comprobarse la veracidad
de tales conocimientos por observadores informados de modo más
independiente o científico. Son ellos quienes corroboran
o descalifican la racionalidad de las creencias (más o
menos místicas) de quienes rinden culto al ambiente o a
la naturaleza. Los ecomitos proporcionan sentido así a
complejas relaciones sociales y ambientales y por ende también
se constituyen en fuente primaria de cambio ambiental social .
Cabe recordar que en la vida cotidiana, o hasta en el seno de
un movimiento social dado, es difícil integrar conocimientos
complejos y ajenos si no se presentan en un lenguaje emotivo y
simplificador compatible con la mentalidad de quienes actúan,
como pusiera de relieve la sociología clásica .
La piedad cósmica proporciona una predisposición
a un lenguaje universal integrable en diversas instituciones y
situaciones. Por tal razón desempeña una función
cultural en la empresa común de adaptar las sociedades
humanas al actual mudanza ambiental mundial .
Es evidente que hay otras condiciones estructurales, además
de culturales como las indicadas, que requieren modificaciones
y mejoras para que la humanidad pueda habérselas con las
consecuencias de lo que está sucediendo en el medio ambiente.
Obvios ejemplos son una legislación y una educación
adecuadas. En estas reflexiones, no obstante, sólo he considerado
algunos elementos que pueden incrementar una consciencia y fomentar
unas prácticas ambientales respetuosas a nivel local en
relación al cambio ambiental global. He argumentado que
el carácter ecológico de la racionalidad está
en gran medida determinado por sus valores éticos; que
hay tantas racionalidades que tratan con el cambio ambiental global
como situaciones distintas en las que los individuos llevan a
cabo sus acciones; que las fuentes de esta nueva racionalidad
mundial, necesaria para poder adaptarnos a la nueva situación,
debe hallarse en un conjunto de creencias y actitudes que emergieron
en unas sociedades densamente corporatizadas y especializadas
y que se ha materializado ahora en la expresión de un mito
planetario que conduce a la reverencia hacia lo natural y a un
ritualismo que he denominado piedad cósmica. (Un mito que
guarda estrecha relación con la vieja leyenda de la supuesta
Edad Dorada original, en la que el hombre vivía en armonía
con la naturaleza pero que es, esencialmente, una crítica
romántica de la modernidad ) Algunas de estas prácticas,
insisto, no son en modo alguno totalmente racionales. Mas tampoco
son irracionales por entero. Su componente racional se manifiesta
claramente si consideramos que sus fines últimos y sus
consecuencias son congruentes con el fin compartido por todos,
menos los cínicos, de permanencia de la especie humana.
Al que cabe añadir la esperanza de que no desaparezca la
respetable ambición de lograr una sociedad mejor.
Paradójicamente, sin embargo, si aceptamos que la piedad
cósmica ha tenido, y aún tiene, una destacada función
cultural a desempeñar en el continuo y arduo camino de
adaptación humana a la mudanza ambiental global, también
debemos ser conscientes del problemático futuro que le
aguarda a largo plazo.
IV. LA TRAGEDIA DE LA ECORELIGIÓN.
Tal vez llegue un día en que los aspectos más substanciales
de la piedad cósmica desaparezcan. Mientras tanto, todavía
le espera, un brillante porvenir, dadas las condiciones ambientales
de hoy así como las culturales de la ciudadanía.
Como ha acaecido en tantas religiones, su contenido mítico
y sus prescripciones morales sufrirán serias transformaciones
o perecerán, mientras que gran parte de la conducta práctica
que preconiza la ecoreligión quizás sobreviva el
paso del tiempo con mayor éxito. La ética ecologista
podría sobrevivir a la larga el espíritu de las
creencias que le dieron vida, al igual que la ética capitalista
ha continuado viva tras la muerte de las concepciones religiosas
que otrora la inspiraron. La paradoja de la ecoreligión
-su tragedia, para hacernos eco de una célebre expresión
que Simmel usó para referirse a la cultura moderna - podría
ser que, nacida como respuesta a la aparición de la ciencia,
perecerá no obstante a causa de su expansión permanente.
En todo caso, dado que no existe instinto alguno de preservación
espontánea de la naturaleza en el ser humano -contra lo
que predican algunas concepciones ingenuas del hombre como buen
salvaje- todo parece indicar que sólo una moral prescriptiva
(a ser posible, para muchos humanos, encarnada en la autoridad
piadosa de la religión, que puede ser también religión
civil) está en condiciones de garantizar el éxito
de esa preservación . La combinación de la legislación,
la justicia contra los delitos de leso ambiente y la sanción
policial punitiva, combinadas, no bastarán, aparte de que
no sea bueno para una politeya democrática que sólo
la represión guarde la naturaleza. Hará falta además
toda una cultura, todo un imaginario amigo de la naturaleza y
el cosmos, que sea interiorizado de modo estético por la
población . Aunque la educación racional de la ciudadanía
sea un factor muy importante, como lo es un diálogo público
informado, potente y democrático , aún no sabemos
si, por si sola, es suficiente para lo que requiere hoy la gravedad
de la situación cabalmente anunciada.
La secularización no se incrementa de modo linear, ni alcanza
nunca una absoluta plenitud. La piedad cósmica, como práctica
social de un mito, constituye la expresión carismática
del redescubrimiento de la naturaleza, de las consecuencias desconocidas
de las tendencias ambientales mundiales actuales y de nuestras
propias respuestas ante ellas. Una vez más, no obstante,
los ritos y cultos de la ecoreligión no son construcciones
sociales completamente irracionales. Han contribuido y siguen
haciéndolo a la conciencia ambiental, pública e
internacional. Inspiran la conciencia de gran parte de la incipiente
sociedad civil mundial e incluso las políticas proambientales
y de los gobiernos y las empresas . Los problemas ambientales
mundiales muestran, tal vez de modo más llamativo que en
ningún otro caso, cómo la comunicación y
los procesos de aprendizaje de cambios de actitud no dependen
solamente de una discusión y diálogo continuados
(cosa sin duda crucial) sino también de prácticas
rituales relacionadas con creencias no siempre comprobables empíricamente,
junto a sus anhelos y sentimientos correspondientes. La piedad
cósmica, a causa de sus rasgos cognoscitivos, educativos
e ideales ha mostrado su capacidad de producir repercusiones en
las políticas de conservación. No hay razones para
suponer que no continuará haciéndolo en el futuro.
Podría seguir ayudando a las sociedades humanas a adaptar
sus instituciones políticas, económicas y culturales
a las necesidades cada vez más perentorias que nos impone
la mudanza ambiental como ciudadanos racionales y responsables.
La ecoreligión ha suministrado un componente metafísico
y ético para la transformación de ciertas rutinas
privadas y políticas en las sociedades industriales y avanzadas.
Como tal constituye una doctrina de sustitución o equivalente
funcional de lo que sería una filosofía plenamente
laica, informada y racionalista del cosmos y la vida así
como de una ética enteramente secular de la responsabilidad
ante la naturaleza . Asimismo la austeridad, buena conducta, respeto
al universo, respeto y amor propio ante nosotros mismos como animales
racionales que son parte esencial suya, son consecuencia (y, de
momento, culminación) de un largo proceso civilizatorio
en que los buenos modales encuentran una dimensión metasocial.
La dicotomía tradicional entre natura y nurtura se funde
así en una sola experiencia y conducta al tiempo que nos
dignifica como humanos.
La nueva ética ecocívica no siempre está
al alcance de todo el mundo, pues a menudo requiere un trabajoso
esfuerzo de deliberación, análisis y diálogo.
Para el triunfo de una actitud mínimamente amistosa hacia
el ambiente es menester el apoyo activo de mayorías. Eso
último es lo que, precisamente, suministra un civismo y
una religión civil adecuados, así como una deferencia
hacia la creación inspirada por la suerte de religión
vinculada a la piedad cósmica, menos deliberativa, más
ligada a las buenas costumbres que fomentan las necearias rutinas.
La humanidad se enfrenta ahora con el reto de una mayor racionalización
y desencantamieto del mundo, como continuación del proceso
histórico indicado por pensadores como Weber, Simmel y
Elias. Así, a menudo se afirma que para habérnoslas
con el avance del cambio mundial ambiental debemos superar o hasta
ignorar la conducta arracional que los conversos a la ecoreligión
suelen predicar. Se recuerda que los problemas ambientales deben
ser definidos en términos racionales en los que causas
concretas, efectos y soluciones se identifiquen correctamente
y se resuelvan eficientemente. Mas sólo un número
relativamente reducido de personas está en condiciones
de actuar según tales normas de racionalidad en cada sociedad.
Que ese número crezca es, a no dudarlo, buena señal.
Mas lo decisivo será que alcance una masa crítica,
por un lado, y que sus representantes ocupen posiciones estratégicas
de responsabilidad, por otro. Mientras tanto, sólo hay
esperar y trabajar para que así sea.
Quizás un día la racionalidad, la ética y
la metafísica ecológicas se incorporen plenamente
en la vida cotidiana de las gentes. Tal vez penetren las maneras,
hábitos y estilos de vida de grandes sectores de la población.
Si ello llega a suceder la cultura del ecoascetismo laico comenzará
a olvidar sus raíces religiosas. Mientras tanto lo más
probable es que se necesite la piedad cósmica o ciertas
prácticas funcionalmente equivalentes para contribuir a
la urgente tarea de modificar las condiciones sociales actuales
y dirigirlas hacia una adaptación ecológica feliz.
Quizás convenga, pues, acoger favorablemente (aunque a
veces con la debida ironía, sin duda) las expresiones ecoreligiosas
de piedad cósmica. No permiten otra cosa los límites
cognoscitivos con que topa hoy la tarea de comprender y, por consiguiente,
enfrentarse racional y fraternalmente (es decir, pensando en los
demás de hoy y de mañana), con los daños
engendrados por la mudanza ambiental mundial que la raza humana
misma ha desencadenado.
NOTA
Este Capítulo revisa y amplía el estudio que publicamos
David Tábara y yo mismo en la revista International Sociology,
no. 14, Vol. 1, Marzo 1999, pp. 59-82, bajo el título de
‘Cosmic Piety and Ecological Rationality’. La versión
castellana apareció en la Revista Internacional de Sociología,
no. 19-20., enero-agosto, 1998, pp. 41-67, con el mismo título
que lleva el Capítulo. Agradezco a David Tábara,
coautor de aquel texto, el permiso para reproducir y revisar aquel
texto, que ambos preparamos en el contexto del proyecto europeo
ULYSSES, estudio sobre cambio global ambiental, en el que ambos
participamos.
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