FREUD:
EL MALESTAR EN LA CULTURA
Francesc
GOMÀ i MUSTÉ
Catedrático
de Filosofía de la Universidad de Barcelona y vicepresidente
del Ateneu Barcelonès
Fragmentos
del libro: Conocer Freud y su obra. Ed. Dopesa, Barcelona, 1977.
En 1930, Freud publicó El malestar en la cultura, libro
que viene a ser como un epílogo de su obra entera. A sus
74 años, resume los puntos más salientes de su doctrina,
en especial los que habían sido aceptados con más
reservas, como el principio de muerte, y, desde la dilatada perspectiva
que permite la vejez, enjuicia, en una pausada e ideal conversación,
las preocupaciones de sus contemporáneos más jóvenes,
y, por tanto, proyectados hacia el futuro.
El
título, en su versión castellana corriente, presenta
ambigüedades. El término alemán “Unbehagen”,
traducido por malestar, quiere decir propiamente incomodidad,
pesadez, desazón. El hombre moderno no se siente cómodo,
“a sus anchas”, en el ambiente donde vive, la cultura.
Son tantas las restricciones a que le obliga la civilización,
que no puede desplegar naturalmente sus tendencias, y, satisfacerlas.
El
otro término, “cultura”, tampoco tiene un sentido
preciso. Para Freud, cultura no significa ilustración o
formación intelectual, sino el conjunto de las normas restrictivas
de los impulsos humanos, sexuales o agresivos, exigidas para mantener
el orden social. Aunque en el mundo cultural haya un sinfín
de valores positivos, como la exaltación de la convivencia
con sus múltiples relaciones sociales, o la producción
y el goce del arte, sin embargo, estos mismos valores provienen
de una sublimación, y en general, de una renuncia a la
satisfacción de las pulsiones libidinosas que provocan
siempre una indefinida inquietud.
La
obra de Freud comienza con ocasión de un comentario, hecho
por su amigo Romain Rolland, a su interpretación de la
religión, expuesta en El porvenir de una ilusión
(1927). Rolland aduce que la religión responde a un sentimiento
de comunión indefinida con la naturaleza, que el hombre
experimenta algunas veces, algo de tipo místico, que Freud
denomina, por su cuenta, “sentimiento oceánico”.
La religión intentaría dar una configuración
intelectual de tal estado. Freud responde que no ha vivido jamás
este sentimiento de inmediata pertenencia al mundo. Reconoce que,
para él, la referencia a las cosas ha sido siempre de orden
intelectual, inquisitivo, más bien; no se ha “fundido”
con las cosas, sino que las ha puesto ante sí, a distancia,
como objetos a conocer.
La
indistinción a que alude Rollan no es propia del hombre
adulto, sino del niño. De ocurrir, hay que interpretarla
como una supervivencia de la infancia, nada extraña, porque
las fases primitivas de lo psíquico, no se pierden jamás.
Freud
concluye ratificando su tesis: la religión procede sólo
del desamparo infantil y de la nostalgia del padre; sus representaciones
son consuelos e ilusiones, correspondientes a sus deseos. Porque
es incontrovertible que el hombre quiere ser feliz.
La
felicidad encierra un doble objetivo: evitar el dolor y el sufrimiento
por una parte y «experimentar intensas sensaciones placenteras»
por otra.
Aunque
se haga especial hincapié en esta segunda vertiente, las
posibilidades de sufrimiento son muy grandes, y pueden venir de
tres lados del propio cuerpo, del mundo exterior y de las relaciones
con los demás seres humanos. Por esto, acostumbramos a
rebajar nuestras pretensiones, y con tal de no sufrir, ya nos
damos por satisfechos. De todos modos, si el mundo exterior impide
la satisfacción de los instintos –sentido natural
de la felicidad– esto mismo es causa de intensos sufrimientos.
Es
frecuente que el hombre trate de conseguir la satisfacción
de sus impulsos esquivando los obstáculos del mundo exterior,
ya sea mediante la sublimación, ya sea recurriendo a ilusiones
o imágenes, como pasa en el arte, ya sea volviendo la espalda
al mundo, como hace el ermitaño.
No
obstante, estos recursos sólo son accesibles a unos pocos,
que han sabido acentuar el tipo de placer que van a conseguir.
En realidad, es tan leve, que sólo puede servir de refugio
fugaz ante las dificultades de la vida.
Queda
el amor, seguramente el mejor camino para ser felices; pero, por
desgracia, es el que nos hace también más vulnerables
al sufrimiento.
El
sufrimiento, que procede de la propia flaqueza corporal, o de
la violencia de la naturaleza, parece inevitable, al menos dentro
de ciertos límites; en cambio, el que deriva de las relaciones
sociales, que en gran parte han sido estructuradas y ordenadas
por los hombres, creemos que puede ser combatido y resuelto en
provecho de todos.
Parece
oportuno plantear dos cuestiones entorno a esta actitud. La primera
es de si el sufrimiento que deriva de la convivencia, obedece
sólo a defectos de la regulación humana, o hay en
ello un obstáculo natural invencible. Es improbable que
el ser humano, racional y previsor, no haya conseguido una buena
regulación. La segunda cuestión es, que ante la
otra alternativa posible, quizá sería mejor abandonar
la cultura y volver a formas de vida más primitivas.
La
cultura, como regulación unitaria de la vida en común,
es el Derecho que restringe las posibilidades de satisfacción
de cada uno en aras de los demás. La cultura limita la
libertad y es frustrante. La etnología pone de manifiesto
que, ya en los primitivos, la vida sexual es objeto de prohibiciones,
tabús. Porque,
La
cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica,
pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la
energía psíquica que necesita para su propio consumo.
O
sea, los rodeos y mediaciones que ha sido necesario interponer
entre los impulsos humanos y su satisfacción, sólo
pueden funcionar, si se demora el goce inmediato, y queda una
energía excedente, no satisfecha, que por su inquietud,
se convierte en trabajo.
Se
corre, sin embargo, el riesgo de la neurosis, porque, como ha
explicado el psicoanálisis, las frustraciones sexuales
son su causa. De donde cabe inferir que siempre habrá un
antagonismo entre la cultura (en el sentido ya conocido) y la
sexualidad.
Las
innumerables restricciones que la civilización conlleva,
difícilmente son compatibles con la felicidad. Por esto,
el primitivo, tenía menos poder, pero podía ser
más feliz.
El
moderno civilizado ha trocado una gran parte de posible felicidad
por una parte de seguridad; pero, no olvidemos que, en la familia
primitiva, sólo el jefe gozaba de semejante libertad de
los instintos, mientras que los demás vivían oprimidos
como esclavos.
El
hombre es, además, un ser dotado de agresividad, que, de
no estar reprimida, pondría en peligro la vida en común.
Normas, sanciones, ideologías tratan de poner barreras,
más o menos eficaces.
La
cultura se defiende contra la agresividad, no sólo con
actos físicos de protección, sino “introyectándola”
en los individuos. El super-yo de cada uno de ellos, su conciencia
moral, se hace eco de las represiones e imperativos culturales;
desde la infancia, los introduce en sí mismo y los asimila.
Bajo su fuerza coactiva, la agresividad cambia de dirección,
y lo que podía ser destrucción de lo externo, se
convierte en auto-castigo, en sentimiento de culpabilidad, siempre
vigilante. Las frustraciones de la vida moderna, mucho más
frecuentes por las constantes incitaciones que se presentan a
sus protagonistas, acentúan el rigor del super-yo: el fracaso
da más énfasis a la culpa.
Se
puede establecer una relación entre la culpabilidad y el
progreso de la cultura: ambas aumentan en el mismo sentido. El
corolario es inevitable; a medida que progresa la culpabilidad,
menos feliz va a ser el hombre.
Esta
afirmación debe ser entendida según los principios
del psicoanálisis, a saber, que dicha culpabilidad es inconsciente,
y, por tanto, previa a toda acción “mala”.
No tiene nada que ver con el remordimiento, y va siempre acompañada
de angustia, por el peligro de la censura del super-yo.
Por
analogía con lo que ocurre en el ser humano individual,
el mismo proceso que se ha expuesto, acontece a la cultura, como
un todo. Posiblemente, nuestra cultura se haya vuelto “neurótica”,
por la acentuación de las represiones que condicionan su
funcionamiento. En tal caso, algunas irregularidades que presenta,
podrían ser sintomáticas, por lo tanto formaciones
de compromiso entre la represión excesiva y las fuerzas
impulsivas.
El
porvenir de la especie humana está pendiente de la superación
de las perturbaciones que proceden de la agresividad y de la autodestrucción,
y, por consiguiente, de la lucha entre los principios primeros:
Eros y la muerte.