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EL IDEALISMO Y EL SISTEMA HEGELIANO

Jacques D’HONDT

 

 

En última instancia, la filosofía de Hegel es un monismo. Recusa explícitamente, e incluso de manera agria, el dualismo. Sólo hay una substancia y es el Espíritu. Las «cosas», la naturaleza, los seres finitos no son más que instancias subordinadas, relativas y efímeras, que se dibujan provisionalmente en él. Las leyes del espíritu, dialécticas, son, pues, las leyes de toda realidad.


LA IDEA, CONCRETO ÚLTIMO

Hegel sitúa, él mismo, su filosofía en la tradición idealista, asimilando hábilmente a ella o recuperando en su provecho todo cuanto en la historia del pensamiento ha parecido separarse o contradecirse con él: materialismo, «realismo», empirismo, «naturalismo», etc. Todo cuanto ha podido creer que escapaba ilusoriamente al idealismo se reencuentra felizmente después de haber recorrido etapas que sólo en apariencia son heterogéneas. Hegel tiene la ambición de ser el idealista supremo. Una de sus singularidades, considerada por él como una culminación, consiste en no reducir ese idealismo a los datos de la conciencia individual, sino en hacer participar a éste de de una realidad espiritual independiente de ella y superior a ella: la Idea. Así Hegel piensa que funda una especie de idealismo objetivo, dispensado de los reproches que abruman al subjetivismo, el solipsismo, el individualismo exclusivo…

La idea es lo concreto último, aquello hacia lo que todo tiende, en que todo se parece y se unifica y que, al término de un proceso lógicamente inmanente, objetivado en la religión, en el arte, en la historia, toma totalmente conciencia de sí misma. Los adversarios de este idealismo no dejan de observar que, de hecho, y como bien muestra, aunque algo a pesar suyo, la FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU, – admirable obra, hazaña barroca inimitable –, sigue siendo el atributo de la conciencia y, todavía peor, de la conciencia del individuo Hegel y en su siglo y en su país.

Hegel no deja de asumir las consecuencias, incluso las más sorprendentes para el profano, de esa elección teórica fundamental, e incluso pese a comentarios circunstanciales, que manifiestan de manera bastante clara la línea directriz de la doctrina y su agotamiento necesario en la idealidad del mudo. Tal cosa sorprende al lector cuando se presenta por ella misma, separada del complejo sistema en que se encuadra, que le sostiene y que pretende probarla: «de alguna manera la objetividad es tan solo una envoltura en que se esconde el concepto (…) La Idea en su proceso se crea a sí misma esta ilusión (…) Es en esta ilusión donde nosotros vivimos y al mismo tiempo ella es tan solo el factor actuante en que reposa todo el interés del mundo.» O incluso: «el idealismo de la filosofía no consiste más que en eso: no reconocer lo finito como ser verdadero.»


EL SISTEMA HEGELIANO

Si todo cuento es finito es una diferenciación interna y relativa de la Idea absoluta, y si tal diferenciación se efectúa por derivación dialéctica, el resultado o lo producido no puede más que ser una especie de organismo espiritual, activo en su identidad. El filósofo no sabe expresarlo más que discursivamente y de manera abstracta, en una forma fija, inmóvil y articulada: una especie de exposición espacial de lo que es conceptual, es decir, un sistema. Hegel concibió muy pronto este sistema, con sus tres grandes partes: la lógica, la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu. Se obligó a amueblar cada vez más suntuosamente esos tres lugares, conectados positiva y negativamente.

Ello no autoriza a olvidar o a pasar por alto el funcionamiento del organismo entero, ni el impulso dialéctico que lo anima. El organismo y el sistema, la vida y el esqueleto, la dialéctica y los párrafos: ¡el arte consiste en mantenerlo todo conjuntamente! Pero el arte es difícil y la crítica aquí se amotina con facilidad. Una especie de conflicto interno germina y madura, al principio silenciosamente, entre la fiebre de la dialéctica y la parálisis del sistema, y este conflicto despierta, por contagio, todas las contradicciones que se imaginaban definitivamente superadas: real e ideal, monismo y dualismo, progresismo y conservadurismo, paz y violencia… Incluso los más fieles discípulos, como Edouard Gans o Bruno Bauer, se dieron cuenta de ese desasosiego y diagnosticaron esa fisura de la doctrina que otros –Marx especialmente ampliarán cual llaga abierta. La unidad, la identidad, la cohesión del sistema hegeliano explotarán a su vez. Pero, ¿podía Hegel dispensarse de elaborar un sistema?

Enraizado teóricamente en su idealismo absoluto, irrigado por una dialéctica mal contenida, vigilado por un espíritu de rigor y de objetividad, el sistema se expandió finalmente en frondosidades lujuriosas. Hegel constantemente desarrolla y depura las consecuencias particulares de su estructuración metódica del todo. Así se amplifican doctrinas derivadas, hasta el punto de representar en sí mismas, si se las arranca del tronco común, entidades relativamente independientes, instructivas y esclarecedoras, cada cual en su ámbito: el sistema es un «círculo de círculos».

En esta perspectiva se puede leer y estudiar por sí mismos los PRINCIPIOS DEL DERECHO NATURAL Y DEL ESTADO (1821), resumen en que el autor intenta fundar especulativamente el orden social y cultural establecido, desviándolo hacia el liberalismo económico, político e intelectual.

Pese a tratar cuestiones clásicas de de derecho y de política de una manera en apariencia bastante conformista (la propiedad, el contrato, la delincuencia, la moralidad, la familia, el Estado, la economía), pero con destellos reformistas e incluso revolucionarios y alumbrando un mensaje de tolerancia (especialmente en relación a los judíos de Prusia), de constitucionalismo (criticando ásperamente las apologías reaccionarias de la Restauración y de la monarquía absoluta), y del relativismo (insertando todas estas consideraciones en la historia mundial, a la cual consagra un capítulo, inhabitual en este tipo de obras, y por eso mismo ya significativo).


[Fragmentos]– Encyclopaedia Universalis, 2008. Trad. R.A.



 

 

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