(...) ¿Por qué Hobbes? Por
tres razones.
La
primera hace referencia a que su filosofía me parece portadora
de interrogaciones fundamentales, que estaban inevitablemente
enmascaradas por una interpretación exclusivamente histórico-política.
El hecho de que sus obras políticas mayores [ELEMENTS OF
LAW, 1640, DE CIVE, 1642 y LEVIATAN, 1651] hubiesen sido escritas
justo antes o durante la guerra civil inglesa parecía determinar
su sentido, como si se tratase de una tentativa de respuesta,
en el plano teórico, a los diferentes aspectos de la crisis
política en que se hallaba su país. Ello evidentemente
no es falso, pero no puede dar cuenta suficientemente de la amplitud
de las apuestas filosóficas de su obra. Para percibirlas
era necesario desplazar la mirada, substituir una interpretación
histórico- política por otra que se esforzase en
dar cuenta del proyecto de refundación racional del saber
que anima el conjunto de su filosofía y cuya política
constituye uno de los momentos. Me di cuenta con claridad que
esa filosofía comportaba mecanismos insospechados referidos
a las posiciones metafísicas que sustentaban las concepciones
políticas.
El
proyecto hobbesiano de refundación racional comporta efectivamente
dos aspectos: una reconstrucción racional de la ciencia
de la naturaleza por una parte y una reconstrucción racional
de la ética de la política, por otra. Todo la cuestión
consistía, pues, en saber si esa doble reconstrucción,
que reduce lo real a la materia en movimiento, pero que, al mismo
tiempo, promueve al hombre como actor decisivo en la construcción
de su propio mudo social y político, podía ser pensado
a partir de un principio único. Pues bien, tal me pareció
el caso: la lógica y la filosofía primera de Hobbes
proporcionan, en efecto, una crítica de la metafísica
de la esencia e impulsan a una redefinición de la relación
entre el conocimiento y el individuo, que permiten dar cuenta
del establecimiento de una nueva relación del hombre con
el mundo.
La
segunda razón hace referencia a que la filosofía
política de Hobbes restituye en forma de definiciones y
de deducciones puramente racionales, conceptos que se elaboraron
lentamente desde el siglo XIV hasta principios del XVII: individuo,
poder, soberanía, persona, Estado, ley, etc. En este sentido,
constituye al mismo tiempo un punto de llegada y un punto de partida.
Ofrece la versión canónica, por así decirlo,
que asumirán las preguntas políticas modernas. No
es posible señalar mejor que mediante la dinámica
interna en que su pensamiento se reelabora de una obra a otra,
los procesos a través de los cuales, por una parte, el
concepto de Estado, como orden institucional que dispone de los
derechos y de una fuerza específicamente políticas,
supone la domesticación de la figura comprender cómo
una multiplicidad de voluntades individuales pueden convertirse
en una voluntad política única; finalmente una de
las cuestiones jurídicas centrales llega a ser la de saber
cómo fundar un derecho penal que no contravenga al individualismo
ético.
La tercera razón hace referencia a lo que Hobbes percibe,
tal vez más nítidamente que los otros, como el carácter
paradójico de lo político, siempre en tensión
entre lenguaje y violencia, derecho y potencia, razón y
pasiones. Comencemos por la primera serie: lenguaje/derecho/poder.
La
importancia del lenguaje aparece ya en la ética, en que
el hombre es definido no sólo como un ser pasional, sino
como un ser de palabra. Esa expresión hay que tomarla en
sentido fuerte: el hombre no es simplemente un ser que habla,
es un ser que llega a ser lo que es por la palabra. La palabra
confiere al hombre las dimensiones más propias de su existencia
a la vez como individuo y en sus relaciones con los demás.
Ahora bien, la obra más considerable de la palabra humana
es la de instituir el Estado mediante el pacto social. Los términos
de este pacto fundan originariamente la distribución de
derechos y deberes, es decir, definen la extensión de los
derechos políticos de la soberanía y de la obediencia
de los individuos. La palabra da, pues, ser al Estado en tanto
que institución jurídica. Mejor dicho, el Estado
como ser jurídico artificial está fundamentalmente
ligado al lenguaje. Eso es observable, por ejemplo, en el nivel
de la teoría de la ley civil. La validez de ésta
reposa sobre dos cosas: que sea la expresión de la voluntad
soberana y que sea llevada al conocimiento de los individuos.
Así, es mediante la palabra, y más esencialmente
mediante la escritura como se realiza la notificación de
la ley. La teoría del pacto y la de la ley civil, entendidas
así, implican una concepción de la razón
política que, cuando el Estado sigue la lógica interna
de su funcionamiento máximo, no será trascendente
y exterior, sino idéntica a la razón de los individuos.
Como conclusión de esa primera serie puede decirse que
el Estado es un ser artificial de razón.
Pero
hay igualmente una segunda serie: violencia/potencia/pasiones.
La violencia es, en principio, una violencia arcaica, prepolítica.
Esa a la cual conduce la dinámica pasional de las relaciones
interhumanas cuando no existe poder político. Pero esa
violencia no desaparece en absoluto, como por milagro, con la
institución del Estado. Deviene, simplemente, virtual porque
se instaura una nueva dinámica de las relaciones entre
los hombres que reside en que el Estado dispone de una potencia
de coacción. Al final de esa segunda serie, el Estado aparece
como un ser artificial de potencia.
El
Estado no es, pues, lo uno o lo otro, o Estado de razón
o Estado de potencia, sino lo uno y lo otro a la vez. Es precisamente
eso lo que lo vuelve frágil, portador de gérmenes
indestructibles de sus crisis, incluso de su propia disolución.
©
Yves Charles ZARKA: HOBBES ET LA PENSÉE POLITIQUE MODERNE,
P.U.F, París , 1995 (p. 19-21). Reproducción exclusivamente
para uso escolar. [Trad. R. A.]