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INTELECTUALES: CRÍTICA DEL MITO Y MITO DE LA CRÍTICA

 

Texto publicado en la revista ARGUMENTS, nº 20 LA CUESTIÓN DE LOS INTELECTUALES
[París, 4º trimestre de 1960]

Si nos atenemos a la sociología, el problema es el siguiente: ¿qué es la intelligentsia? ¿Qué son los intelectuales? ¿Qué tipo de grupo instituyen en la sociedad? ¿Cuáles son sus estructuras y sus ideologías? ¿Qué papel desempeñan en la vida política?, etc...

Pero semejante examen pone entre paréntesis el problema de las ideas en sí mismas, de su verdad, de su validez. Este problema es normativo: ¿cuál es la actitud que debemos tener nosotros, los intelectuales? ¿Debemos, inclusive, aceptar esta noción de intelectual o debemos desprendernos de ella? ¿Debemos subordinar nuestra actitud de intelectuales a nuestra actitud política o nuestra actitud política a nuestra actitud de intelectuales? ¿Debemos más bien poner en discusión tanto nuestra actitud política como nuestra actitud de intelectuales en función de una interrogación más radical?

Pero, si bien importa no mezclar los problemas sociológicos con los problemas existenciales, importa igualmente vincularlos. El vínculo, en mi opinión, es doble, y doblemente metodológico. Antes que nada, nosotros, intelectuales, no podemos examinar la cuestión de los intelectuales sin partir de un autoanálisis o autocrítica. Es necesario poner en discusión nuestra pretensión de universalidad.

Por supuesto, no es necesario confundir esta operación con el antiintelectualismo masoquista tan frecuente entre los intelectuales. La autocrítica nos conduce a dos polos contradictorios y necesarios: por una parte, la distanciación con respecto a nuestra propia intelectualidad, y por otra a la profundización de esta intelectualidad, es decir, por una parte a una des-subjetivización y por la otra a una trans-subjetivización.

Pero, antes que nada, ¿qué es un intelectual? Una definición del intelectual debe ser mucho más genética que estadística. Los intelectuales constituyen más un movimiento que un estado. La demarcación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual no define a los intelectuales. La noción de trabajo intelectual es en sí misma demasiado vaga. Los “intelectuales” se definen a partir de las profesiones culturalmente valoirizadas desde el punto de vista de la cultura humanística o clásica.: escritores, artistas, docentes, abogados, médicos en el límite. Por el contrario, técnicos e ingenieros raras veces son considerados intelectuales. Además, la noción de intelectual corresponde no tanto a una profesión en sí misma como a un papel en la sociedad. A un médico en el ejercicio de su profesión no se lo considera un “intelectual” y solo es así cuando firma un manifiesto o participa de un acto político.

En otras palabras: el intelectual emerge sobre un fondo cultural y bajo una forma de papel político-social.

El escritor que escribe una novela es escritor; pero si habla de las torturas en Argelia es un intelectual. Podría hablar de las torturas en tanto que simple ciudadano, pero de hecho habla en nombre de un privilegio particular. Extrae este privilegio de los valores culturales o del conocimiento del hombre implícitos en su prefesión. Así aparece esencialmente como una “conciencia”, conciencia intelectual y moral a la vez, depositaria de las virtudes de la conciencia universal. Ya sea que hable en nombre del individuo, del Estado o de la historia, el intelectual imprime siempre a su frase el sello de la universalidad. De este modo, el intelectual se define a partir de una triple determinación: 1.- una profesión culturalmente valorizada, 2.- un papel político-social, 3.- una conciencia en comunicación con lo universal.

¿Podemos hablar indistintamente de los intelectuales y de la «intelligentsia»? La noción de intelectual es emergente, la noción de «intelligentsia» es englobante. La noción de intelectual es francesa, la noción de «intelligentsia» es rusa. La intelligentsia designaba el conjunto de personas “cultivadas”, a la vez con relación a una masa inculta y con relación a un poder bárbaro. Los intelectuales, por el contrario, emergen en una sociedad donde las oposiciones son menos brutales, en las que la cultura se halla difundida en una vasta esfera de la sociedad.

Sentado esto, podemos transplantar el término «intelligentsia» al contexto occidental, donde se convierte en una palabra colectiva que engloba el conjunto de profesiones cuyo ejercicio requiere una enseñanza superior.

Se trata aquí menos de apelar a una sociología diferencial de las “intelligentsias” (la «intelligentsia» en la URSS, en los Estados Unidos, en el Tercer Mundo) que a una problemática del intelectual. El intelectual es una noción del siglo XX, pero, como lo dicen aquí Elthen y Lapassade [1], puede ser considerado heredero del “sofista” griego, del “humanista” del Renacimiento y del “filósofo” del siglo XVIII. En este sentido, efectivamente, el intelectual se inscribe en una gran corriente racional y laica de la historia occidental: sus luces se funden, por una parte, con el espíritu crítico (que dispia supersticiones y mitos, que roe los tabúes) y por la otra con la afirmación de los principios universales, que son los de la razón. La emergencia del papel de los intelectuales corresponde, efectivamente, a la disgregación de las esencias sagradas; disgregación de los grandes mitos en la Atenas del siglo V, disgregación del dogma católico en la Europa del Renacimiento, disgregación del derecho divino en la Europa del siglo XVIII, disgregación de los valores tradicionales en la Europa del siglo XX.

Pero esta corriente crítica y racional no debe ocultarnos la otra corriente, una corriente de religiosidad que inspira por igual al intelectual. Es necesario comprender claramente que la disgregación de lo sagrado, de la que nace el intelectual, determina también en el intelectual la nostalgia de la gran Unidad desaparecida. El antepasado, a la vez, del intelectual y del pensador, es el «mago» presocrático. Heráclito, Empédocles, Parménides, heredero del «chamán» y del sacerdote. Al mismo tiempo que el mago inauguraba el pensamiento “laico” -es decir, la filosofía-, elaboraba mitos en la escala de la Totalidad del mundo o de la esencia del Ser. Los magos ceden su lugar a los filósofos, unos que perfeccionan la crítica de los mitos religiosos, y otros que buscan, a partir de esta misma crítica, la nueva Verdad, total y esencial. La oposición “sofistas/Platón”, es decir “intelectuales/filósofos”, es demasiado esquemática en Elthen. Elthen pasa alrededor de Sócrates, que es algo así como el mediador entre los sofistas y Platón, y a consecuencia de ello deja de ver que estos antagonistas se sitúan en el seno de la misma “intelectualidad”. Devaluar el escepticismo racionalista es efectivamente un momento fundamental en la dialéctica de la intelectualidad, dado que el escepticismo no es nunca “profundo”, y es siempre mediante la mediación de un mito como nos hundimos en la obscuridad del ser. Pero una filosofía vuelta a su vez mitificadora merece los asaltos del escepticismo crítico. La oposición sofistas/Platón no es exactamente la oposición intelectuales/filósofos, sino la oposición de dos momentos del pensamiento, el de la negación y el de la negación de la negación. Platón ilustra el momento en que la intelectualidad en su plano superior (el de la filosofía) de nuevo segrega mitos. Esta observación vale por igual para el nivel inferior de la intelectualidad (el de los intelectuales). En estos dos niveles el espíritu humano se halla animado, igualmente, por la necesidad de reunir los fragmentos del mundo dispersados por el escepticismo crítico, de buscar la verdadera Vida, el Ser verdadero, la participación cósmica. Hay una religiosidad que es como el polo antagónico del polo crítico, en el seno del mundo de la intelectualidad. La religiosidad puede llegar hasta destruir el pensamiento crítico. Con el cristianismo, asistimos, en Pablo y Agustín, a una destrucción de la intelectualidad crítica mediante la intelectualidad mítica. La religión subsume al filósofo o al intelectual. Desde Pascal hasta Péguy, los tiempos modernos nos muestran innumerables conversiones de esta clase.

El Renacimiento es la renovación del espíritu crítico, pero es a la vez la búsqueda de una participación cósmica. ; los humanistas, al mismo tiempo que socaban los mitos cristianos, segregan nuevos mitos o reactualizan temas cosmogónicos precristianos. Con los “filósofos” del siglo XVIII, la dualidad reaparece a un nivel diferente: La oposición Rousseau/Enciclopedistas, no es sólo la oposición tradicional entre el verdadero filósofo (Rousseau) y los “intelectuales”; traduce los dos movimientos de la intelectualidad que han de conciliarse más o menos en la generación revolucionaria que sigue (saint-Just, Robespierre). Por lo demás, llega un momento en que la razón que se opone a los dogmas se convierte en un dogma, es decir, en un mito. Ingénuamente, Robespierre expresa, el “culto a la diosa Razón”, ese movimiento transfiguradors.

Volveremos a encontrar esta transfiguración al término del camino racional, ya fuere en Comte o en Renan. Estos pensadores vuelven a convertirse en “magos”. En todo intelectual, inclusive en el más racional, hay un «chamán» inspirado, siempre dispuesto a renacer. En un plano más general, podemos decir que la «intelectualidad» segrega a la vez lo profano y lo sagrado, la crítica y la religiosidad –según un movimiento a veces simultáneo (Diderot, Rousseau) y otras globalmente alternativo («Aufklärung», romanticismo). La filosofía vive de esta contradicción, pero también el mundo de los “intelectuales”. No hay oposición fundamental entre filósofos e intelectuales, sino diferencia de nivel reflexivo. Los intelectuales se sitúan en el nivel de una «vulgata», de lugares comunes; los filósofos (los pensadores) ejercen su crítica sobre esta «vulgata».

Sentado esto, Guée, Elthen y Lapassade, muestran un problema fundamental: el de la autocrítica del espíritu, que socaba su propia pretensión a la universalidad. Autocrítica del escepticismo por sí mismo, que pone la duda en duda; autocrítica de la razón que cuestiona sus propios fundamentos. Hay una crítica de la crítica, una segunda crítica, que se sitúa después de la crítica de los mitos, y esta crítica de segundo grado tiene su oportundidad de oscilar en la mitología, porque, en ese momento de vacío, la intelectualidad angustiada, que ha perdido la confianza en “el espíritu”, trata de salir de la abstracción o del vacío. Es éste el motivo por el cual vemos a menudo como el ultracrítico vuelve a caer en la fe religiosa (Pascal, Péguy) o segrega nuevas mitologías.

La intelectualidad se anima de dos sentimientos contradictorios: el del privilegio y el de la miseria del espíritu con relación a lo real. Por una parte la arrogancia del espíritu que quiere dictar a todo su ley y que cree expresar la ley de todo, por otra, la debilidad del espíritu en la vida.

Cuando estos dos sentimientos se distancian, entonces tenemos la decadencia de la intelectualidad que se convierte, ya en idealismo pretencioso, ya en masoquismo místico.

El joven Marx quiso unir ambos temas antagónicos, el de la intelectualidad como privilegio y miseria del espíritu, cuando buscó la alianza, concebida en partes iguales, de la filosofía y del proletariado, alianza que implicaba una doble fecundación de la que nacería el hombre verdadero.

Con ello Marx se esfuerza por superar el problema del “intelectual”. Nadie tuvo hasta aquí más clara conciencia de la automitificación de la intelectualidad, que cree en su propia universalidad a la vez que no es más que ideología (ver el artículo de Michel Mazzola). Pero Marx no se desliza en el antiintelectualismo. Quiere ampliar los horizontes del intelectual humanista, del «Aufklarer» clásico. El nuevo “humanista” debe integrar en sí la ciencia del hombre nacida de la economía política, tratar de asimilar la ciencia de la cultura. Este intelectual nuevo, que supera la cultura clásica, debe en sí mismo ser más que un intelectual. La obsesión de Marx consiste en desinsularizar la inteligencia. Es la obsesión de “la praxis”, intercambios ininterrumpidos entre la teoría y la práctica donde se forja el «hombre total», que ya no es el intelectual sino el artesano de su propia historia, y la finalidad de esta historia es la unidad del hombre, es decir, el fin de la separación entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre gobierno y ejecución, entre explotadores y explotados.

Por ello, si hablamos con propiedad, no existe el «intelectual» marxista. El marxista deja de ser un intelectual a la vez que amplía el campo de la intelectualidad, dado que se convierte a la vez en practicante y en pensador, en militante y en sabio. El “revolucionario”, para Marx, no es un especialista de la revolución sino un hombre ya revolucionado que no se reconoce más en las antiguas categorías (intelectual, político, etc.)

Sólo se puede “asumir” la condición de intelectual en una perspectiva premarxista o antimarxista. Ser un intelectual es ser “un idealista” en el sentido marxista de la palabra. Es decir, un individuo que subordina siempre lo real al espíritu y que tiende a ignorar que el espíritu está determinado por lo real. Pero en la medida en que efectivamente existe en el siglo XX una esclerosis o degenerescencia del marxismo, en la medida en que la corriente revolucionaria se ha hundido en las arenas de la socialdemocracia y congelado en el estalinismo; en la medida en que la práctica está en manos de los burócratas y de los políticos, mientras que la teoría se ajusta sin entrar en juego, entonces nos vemos obligados a sufrir un divorcio efectivo entre lo real y la teoría, entre lo que ocurre y lo que deseamos: la conciencia de que “la socialización” estatista de los medios de producción no soluciona los problemas fundamentales de la humanidad nos plantea problemas que es necesario encara en primer lugar teóricamente. Por otra parte, la renovación de los conocimientos en los dominios del saber y la transformación acelerada del mundo restituye a la expresión “comprender el mundo” una urgencia de la que la habían despojado las tesis de Feuerbach. Por lo tanto, no se trata ya actualmente de superar la intelectualidad sino de restaurarla.

De este modo, con relación al mundo politico-social, somos arrastrados, manu militari, por la historia, a una condición de intelectuales, y con relación a la intelectualidad, somos llevados a volver a pensar sus problemas.

Pero este retorno al intelectual no puede existir para mí si soy premarxista o amarxista. Es un retorno postmarxista. Ya no podemos retornar pura y simplemente a la ideología intelectual, aquella, por ejemplo, del asunto Dreyfus, en la que se oponía la Justicia al Estado, el Laicismo a la Iglesia, el Progreso a la Reacción y donde eso bastaba. En una palabra, ya no podemos ser «Aufklärer» eufóricos. Ya no podemos concebir que la razón suministre la solución universal a los problemas de la vida. Pero, por contrapartida, si la «Aufklärung» ya no basta, nos es por lo menos necesaria. En todas partes las viejas religiosidades tienden a ahogar el ejercicio de la razón crítica. En una palabra, se trata de abandonar la razón mítica y salvaguardar la razón crítica. Esta última corre el peligro de ser asfixiada durante algunas décadas sobre el planeta. Sabemos cómo finalmente la Escuela de Atenas se extinguió por sí misma y cómo bastó un día, al poder cristiano decidir su cierre para que desapareciera durante algunos siglos el filósofo griego, es decir, el pensador no religioso.

Entonces algo me dice: es necesario seguir siendo «Aufklärer», es necesario conservar la energía crítica de la «Aufklärung», su ironía escéptica, su falta de respeto por los tabúes. Pero, al mismo tiempo, no es necesario creer sólo en las verdades intelectuales. No es necesario creer que aquello que emerge oscuramente del mundo sólo es oscurantista, que el mito sólo sea superstición. Es necesario saber que el mito no se agota en el racionalismo clásico y que éste es, en sí mismo, un pensamiento agotado.

Esto puede permitirme determinar mi posición con respecto al “intelectual de izquierda” contemporáneo. De lo que precede, el lector comprenderá que yo me reconozco como “intelectual de izquierda” y que objecto a la vez al “intelectual de izquierda”. Lo que objecto es esa mala mezcla de arrogancia idealista y de masoquismo pragmático que reina en nuestros ambientes. Por una parte se habla en nombre de un absoluto (derecho del hombre, justicia, verdad), de principios trascendentes, como si Maquiavelo o Marx no hubiesen existido; por la otra, se acepta la opresión y la mentira a partir del momento en que se ejercen en nombre del proletariado, a partir del momento en que se pronuncia la palabra mágica “socialismo”. Se comprende por cierto esa doble actitud: el intelectual de izquierda se esfuerza por por unir en sí ese “idealismo” que ha heredado de la la Ilustración y ese realismo cuya necesidad le ha sido inculcada por la vulgata marxista. Lo que desempeña el papel de vínculo entre ese idealismo y ese realismo es el “Narodnikismo”, su voluntad de ir hacia el pueblo, denominado actualmente “proletariado” a fin de abrevar en él la savia de la vida, el calor de la realidad, la participación en el mundo.

En este sentido, el intelectual de izquierda obedece al doble movimiento de la intelectualidad “crítica” y “religiosa”, del que hemos hablado en este artículo. Pero lo que objecto no es ese doble movimiento, que es el mío, sino la profunda debilidad, pobreza, ignorancia intelectual que lo degrada. Mientras que Marx exigía del intelectual que llegue a ser a la vez pensador y sabio (sociólogo, economista, historiador), el intelectual de izquierda descansa sobre una vulgata marxista de segunda mano: cree que el marxismo circula por el partido comunista, en particular el PSU [2], la clase obrera en general, como la sangre circula por las venas. Mientras que Marx desmitifica al intelectual, el marxismo se ha convertido en el mito del intelectual de izquierda. Éste lo ignora todo de la realidad sociológica e histórica en que vive, y cree conocerla repitiendo algunas fórmulas sobre el capitalismo y el socialismo.

No interroga la nueva edad planetaria. Su pobreza es total en el plano sociológico, político y filosófico. Hay una verdadera atrofia de la función pensante en el momento en que surgen en todos los horizontes el problema del mundo y el hombre-problema. No es necesario explicar esta pobreza intelectual mediante la estupidez. O más bien. es esta estupidez la que quedaría entonces por explicar. La “crisis de la totalidad” de que hemos hablado en otro lugar puede explicar, en parte, la decadencia cultural de la clase intelectual. Los intelectuales eran los guardianes y defensores de lo universal, del esfuerzo hacia la totalidad. La especialización científica, la especialización técnica, el acrecentamiento cualitativo de la «intelligentsia» han atrofiado el número de intelectuales propiamente dicho. Por el mismo movimiento, los hombres de inteligencia especializada y los intelectuales no especializados han perdido el acceso a una cultura global; los unos porque se hallan encerrados en su especialidad, los otros porque se hallan entregados al periodismo, a la literatura, a la filosofía escolar y a la pseudopolítica. Los problemas generales de la cultura y del saber son inevitablemente entregados a la frivolidad, a la pretensión, a las modas, a los eslogans. Por otra parte, los intelectuales sienten con más fuerza que nunca que están separados de la vida. La sociedad burguesa tabica a los individuos. El capitalismo ya no puede suscitar alguno de esos mitos tan caros a los intelectuales: el dinero se les aparece, por el contrario, como el fundamento sórdido de esta sociedad. De este modo, los intelectuales a menudo se ven llevados tanto más a la oposición contra esta sociedad y a la búsqueda de una religiosidad cuanto más efectivamente se ven atrapados en la vida burguesa o sometidos en el ciclo capitalista, ya se beneficien del privilegio que da el dinero (cineastas, periodistas de la gran empresa, pintores de éxito) o se sientan dependientes del dinero, es decir, la materia desespiritualizada entre todas. En algunos, este vacío de la vida suscita la nostalgia de una vida integrada o romántica, y el mito de la URSS o de la China ofrece la imagen del intelectual integrado y de una existencia creadora. Hasta cuando esta imagen los aterra, dado que significa una especie de vida disciplinaria en un orden comunitario para el que no se sienten hechos, los fascina por igual.

Es el “complejo de Hollywood” antes de MacCarthy y el complejo de Saint-Germain-des-Près actual. Cosa reveladora: la experiencia de los intelectuales de Polonia y de Hungría (que es, por lo demás, la de los intelectuales de la URSS) no ha disipado este mito, y sin duda, sólo la experiencia vivida de una democracia popular en Francia podría ahuyentar estos fantasmas del progresismo intelectual.

La enfermedad de los intelectuales de izquierda procede esencialmente, en consecuencia, por una parte de la pobreza intelectual a la que la evolución del mundo y la especialización del saber reducen a la intelectualidad; y por la otra, a la necesidad mitológica que provoca la conciencia del vació existencial. Pero cada vez que una experiencia real destruye esta mitología, cada vez que el vacío desaparece en una verdadera comunión a partir de una necesidad de libertad experimentada en común, entonces hay un verdadero despertar, como lo han mostrado los acontecimientos de Polonia y de Hungría, o los de Turquía y de Corea. Entonces los intelectuales expresan una experiencia colectiva al mismo tiempo que las aspiraciones fundamentales de los seres humanos. Son los voceros y la vanguardia.

En Francia hubo “despertar de los intelectuales” en setiembre y en octubre, en la protesta contra la guerra de Argelia. Efectivamente, ante la esclerosis de las organizaciones políticas y sindicales, los intelectuales se han visto llevados al proscenio político. Pero no hubo despertar intelectual, es decir, adquisición de conciencia de los problemas de fondo planteados por la política francesa, argelina y mundial, no hubo rompimiento de los esquemas tanto del idealismo intelectual como de la vulgata marxistizante. Es que, en las sociedades occidentales, salvo crisis interna grave, la comunicación entre los problemas sociales reales, la vida real de las masas populares, y el universo rarificado del intelectual, se ha vuelto muy difícil.

Los intelectuales en el mundo moderno son los “descontentos”, los «dissenters». Este descontento es la fuente de energías críticas, de una reflexión que puede llegar a ser profunda, sobre el mal de la sociedad. Pero puede ser también fuente de mitos de salvación ilusorios. Pero dondequiera que estos mitos de salvación sean criticados, dondequiera que el trabajo intelectual recomience a partir de cero, habrá despertar intelectual. Por eso en los medios verdaderamente desencantados en la URSS y en las democracias populares, por una parte, y en los Estados Unidos por la otra (entre los «dissenters») fermenta la nueva y verdadera intelectualidad.

Fermenta en círculos restingidos de exmilitantes, periodistas, sociólogos, etnólogos, a veces poetas, y muy raramente escritores o pintores. Son los últimos islotes de la «intelligentsia» literaria donde la cultura general sobrevive y trata de afrontar los prodigiosos problemas de la condición humana tal como los pone al desnudo el nuevo curso planetario. Pero sobre todo el verdadero pensamiento, como siempre, se elabora entre los aislados, entre los extraños a las ideologías intelectuales. Alrededor de estos islotes están el esteticismo, o el cinismo, o el intelectualismo, el nadordnikismo o el mesianismo.

Mientras, la «intelligentsia» técnica se desarrolla: ingenieros, planificadores, administradores, investigadores, son producidos en masa. Cada uno de estos técnicos posee un saber especializado, pero no tiene acceso a la «Aufkärung». Se encuentran más acá de la «Aufkärung» y sus ideales generales no alcanzan los niveles elementales de la intelectualidad. Esta nueva «intelligentsia» especializada no tiene contacto con el universo de los “intelectuales” (la «intelligentsia» literaria, artística o periodística). Y se produce el gran divorcio, la gran ruptura en el seno de la «intelligentsia»: los intelectuales ya no tienen acceso a un saber disperso en múltiples especializaciones y los técnicos ya no tienen acceso a la conciencia global.

La inteligencia técnica no hace más que aumentar de manera ininterrumpida: es la clase del porvenir. El progreso técnico tiende efectivamente a drenar todas las capas sociales hacia la tecnocracia. Es la futura clase universal, jerarquizada sin duda pero tendente a abarcar el conjunto de los trabajadores en las sociedades hiperindustrializadas del futuro. A los progresos de esta clase, si no se da un nuevo avance de la intelectualidad, correspondrá no una tecnocratización sino un conformismo.

Preveo por consiguiente, durante un tiempo, un período intelectualmente obscuro en el que ni la «intelligentsia» técnica, ni la «intelligentsia» literaria podrán segregar de manera suficiente los antídotos críticos para las pretensiones tanto de los aparatos políticos como de los mitos de la vida social. La historia de la humanidad nos muestra frecuentes regresiones en el plano del pensamiento. El tiempo y el alcance de la regresión no pueden calcularse. Por lo demás, habrá sobre el planeta fuegos nuevos que se encenderán mientras que otros habrán de extinguirse.

Estamos en el límite entre un crepúsculo y una aurora. Comprendemos que la «Aufkärung» debe ser superada y que, al mismo tiempo debe ser conservada. Lo que debe ser superado es, sin duda, ese gran mito de los intelectuales de la salvación mediante la cultura y la razón. Lapassade acierta al hacerse rousseauniano en esto: el progresos intelectual no determina el progreso del hombre. Por otra parte. ¿en qué nosotros, cultos, razonadores, podemos presentarnos como modelos?

NOTAS:

[1] Referencia a los artículos de otros colaboradores en el mismo número de la revista ARGUMENTS.

[2] Partido Socialista Unificado francés, entonces de extrema izquierda no comunista.

«ARGUMENTS», revista dirigida por Edgar MORIN. Consejo de Redacción compuesto por Kostas AXELOS, Jean DUVIGNAUD, Colette AUDRY, François FETJÖ, Pierre FOUGEYROLLAS, Serge MALLET, Dionys MASCOLO y Réa AXELOS

© Por la traducción: Raúl Gustavo AGUIRRE
© Edición Rodolfo Alonso Ed., 1969. Buenos Aires



 

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