INTELECTUALES:
CRÍTICA DEL MITO Y MITO DE LA CRÍTICA
Texto
publicado en la revista ARGUMENTS, nº 20 LA CUESTIÓN
DE LOS INTELECTUALES
[París, 4º trimestre de 1960]
Si
nos atenemos a la sociología, el problema es el siguiente:
¿qué es la intelligentsia? ¿Qué son
los intelectuales? ¿Qué tipo de grupo instituyen
en la sociedad? ¿Cuáles son sus estructuras y sus
ideologías? ¿Qué papel desempeñan
en la vida política?, etc...
Pero
semejante examen pone entre paréntesis el problema de las
ideas en sí mismas, de su verdad, de su validez. Este problema
es normativo: ¿cuál es la actitud que debemos tener
nosotros, los intelectuales? ¿Debemos, inclusive, aceptar
esta noción de intelectual o debemos desprendernos de ella?
¿Debemos subordinar nuestra actitud de intelectuales a
nuestra actitud política o nuestra actitud política
a nuestra actitud de intelectuales? ¿Debemos más
bien poner en discusión tanto nuestra actitud política
como nuestra actitud de intelectuales en función de una
interrogación más radical?
Pero,
si bien importa no mezclar los problemas sociológicos con
los problemas existenciales, importa igualmente vincularlos. El
vínculo, en mi opinión, es doble, y doblemente metodológico.
Antes que nada, nosotros, intelectuales, no podemos examinar la
cuestión de los intelectuales sin partir de un autoanálisis
o autocrítica. Es necesario poner en discusión nuestra
pretensión de universalidad.
Por
supuesto, no es necesario confundir esta operación con
el antiintelectualismo masoquista tan frecuente entre los intelectuales.
La autocrítica nos conduce a dos polos contradictorios
y necesarios: por una parte, la distanciación con respecto
a nuestra propia intelectualidad, y por otra a la profundización
de esta intelectualidad, es decir, por una parte a una des-subjetivización
y por la otra a una trans-subjetivización.
Pero,
antes que nada, ¿qué es un intelectual? Una definición
del intelectual debe ser mucho más genética que
estadística. Los intelectuales constituyen más un
movimiento que un estado. La demarcación entre el trabajo
manual y el trabajo intelectual no define a los intelectuales.
La noción de trabajo intelectual es en sí misma
demasiado vaga. Los “intelectuales” se definen a partir
de las profesiones culturalmente valoirizadas desde el punto de
vista de la cultura humanística o clásica.: escritores,
artistas, docentes, abogados, médicos en el límite.
Por el contrario, técnicos e ingenieros raras veces son
considerados intelectuales. Además, la noción de
intelectual corresponde no tanto a una profesión en sí
misma como a un papel en la sociedad. A un médico en el
ejercicio de su profesión no se lo considera un “intelectual”
y solo es así cuando firma un manifiesto o participa de
un acto político.
En
otras palabras: el intelectual emerge sobre un fondo cultural
y bajo una forma de papel político-social.
El
escritor que escribe una novela es escritor; pero si habla de
las torturas en Argelia es un intelectual. Podría hablar
de las torturas en tanto que simple ciudadano, pero de hecho habla
en nombre de un privilegio particular. Extrae este privilegio
de los valores culturales o del conocimiento del hombre implícitos
en su prefesión. Así aparece esencialmente como
una “conciencia”, conciencia intelectual y moral a
la vez, depositaria de las virtudes de la conciencia universal.
Ya sea que hable en nombre del individuo, del Estado o de la historia,
el intelectual imprime siempre a su frase el sello de la universalidad.
De este modo, el intelectual se define a partir de una triple
determinación: 1.- una profesión culturalmente valorizada,
2.- un papel político-social, 3.- una conciencia en comunicación
con lo universal.
¿Podemos
hablar indistintamente de los intelectuales y de la «intelligentsia»?
La noción de intelectual es emergente, la noción
de «intelligentsia» es englobante. La noción
de intelectual es francesa, la noción de «intelligentsia»
es rusa. La intelligentsia designaba el conjunto de personas “cultivadas”,
a la vez con relación a una masa inculta y con relación
a un poder bárbaro. Los intelectuales, por el contrario,
emergen en una sociedad donde las oposiciones son menos brutales,
en las que la cultura se halla difundida en una vasta esfera de
la sociedad.
Sentado
esto, podemos transplantar el término «intelligentsia»
al contexto occidental, donde se convierte en una palabra colectiva
que engloba el conjunto de profesiones cuyo ejercicio requiere
una enseñanza superior.
Se
trata aquí menos de apelar a una sociología diferencial
de las “intelligentsias” (la «intelligentsia»
en la URSS, en los Estados Unidos, en el Tercer Mundo) que a una
problemática del intelectual. El intelectual es una noción
del siglo XX, pero, como lo dicen aquí Elthen y Lapassade
[1], puede ser considerado heredero del “sofista”
griego, del “humanista” del Renacimiento y del “filósofo”
del siglo XVIII. En este sentido, efectivamente, el intelectual
se inscribe en una gran corriente racional y laica de la historia
occidental: sus luces se funden, por una parte, con el espíritu
crítico (que dispia supersticiones y mitos, que roe los
tabúes) y por la otra con la afirmación de los principios
universales, que son los de la razón. La emergencia del
papel de los intelectuales corresponde, efectivamente, a la disgregación
de las esencias sagradas; disgregación de los grandes mitos
en la Atenas del siglo V, disgregación del dogma católico
en la Europa del Renacimiento, disgregación del derecho
divino en la Europa del siglo XVIII, disgregación de los
valores tradicionales en la Europa del siglo XX.
Pero
esta corriente crítica y racional no debe ocultarnos la
otra corriente, una corriente de religiosidad que inspira por
igual al intelectual. Es necesario comprender claramente que la
disgregación de lo sagrado, de la que nace el intelectual,
determina también en el intelectual la nostalgia de la
gran Unidad desaparecida. El antepasado, a la vez, del intelectual
y del pensador, es el «mago» presocrático.
Heráclito, Empédocles, Parménides, heredero
del «chamán» y del sacerdote. Al mismo tiempo
que el mago inauguraba el pensamiento “laico” -es
decir, la filosofía-, elaboraba mitos en la escala de la
Totalidad del mundo o de la esencia del Ser. Los magos ceden su
lugar a los filósofos, unos que perfeccionan la crítica
de los mitos religiosos, y otros que buscan, a partir de esta
misma crítica, la nueva Verdad, total y esencial. La oposición
“sofistas/Platón”, es decir “intelectuales/filósofos”,
es demasiado esquemática en Elthen. Elthen pasa alrededor
de Sócrates, que es algo así como el mediador entre
los sofistas y Platón, y a consecuencia de ello deja de
ver que estos antagonistas se sitúan en el seno de la misma
“intelectualidad”. Devaluar el escepticismo racionalista
es efectivamente un momento fundamental en la dialéctica
de la intelectualidad, dado que el escepticismo no es nunca “profundo”,
y es siempre mediante la mediación de un mito como nos
hundimos en la obscuridad del ser. Pero una filosofía vuelta
a su vez mitificadora merece los asaltos del escepticismo crítico.
La oposición sofistas/Platón no es exactamente la
oposición intelectuales/filósofos, sino la oposición
de dos momentos del pensamiento, el de la negación y el
de la negación de la negación. Platón ilustra
el momento en que la intelectualidad en su plano superior (el
de la filosofía) de nuevo segrega mitos. Esta observación
vale por igual para el nivel inferior de la intelectualidad (el
de los intelectuales). En estos dos niveles el espíritu
humano se halla animado, igualmente, por la necesidad de reunir
los fragmentos del mundo dispersados por el escepticismo crítico,
de buscar la verdadera Vida, el Ser verdadero, la participación
cósmica. Hay una religiosidad que es como el polo antagónico
del polo crítico, en el seno del mundo de la intelectualidad.
La religiosidad puede llegar hasta destruir el pensamiento crítico.
Con el cristianismo, asistimos, en Pablo y Agustín, a una
destrucción de la intelectualidad crítica mediante
la intelectualidad mítica. La religión subsume al
filósofo o al intelectual. Desde Pascal hasta Péguy,
los tiempos modernos nos muestran innumerables conversiones de
esta clase.
El
Renacimiento es la renovación del espíritu crítico,
pero es a la vez la búsqueda de una participación
cósmica. ; los humanistas, al mismo tiempo que socaban
los mitos cristianos, segregan nuevos mitos o reactualizan temas
cosmogónicos precristianos. Con los “filósofos”
del siglo XVIII, la dualidad reaparece a un nivel diferente: La
oposición Rousseau/Enciclopedistas, no es sólo la
oposición tradicional entre el verdadero filósofo
(Rousseau) y los “intelectuales”; traduce los dos
movimientos de la intelectualidad que han de conciliarse más
o menos en la generación revolucionaria que sigue (saint-Just,
Robespierre). Por lo demás, llega un momento en que la
razón que se opone a los dogmas se convierte en un dogma,
es decir, en un mito. Ingénuamente, Robespierre expresa,
el “culto a la diosa Razón”, ese movimiento
transfiguradors.
Volveremos
a encontrar esta transfiguración al término del
camino racional, ya fuere en Comte o en Renan. Estos pensadores
vuelven a convertirse en “magos”. En todo intelectual,
inclusive en el más racional, hay un «chamán»
inspirado, siempre dispuesto a renacer. En un plano más
general, podemos decir que la «intelectualidad» segrega
a la vez lo profano y lo sagrado, la crítica y la religiosidad
–según un movimiento a veces simultáneo (Diderot,
Rousseau) y otras globalmente alternativo («Aufklärung»,
romanticismo). La filosofía vive de esta contradicción,
pero también el mundo de los “intelectuales”.
No hay oposición fundamental entre filósofos e intelectuales,
sino diferencia de nivel reflexivo. Los intelectuales se sitúan
en el nivel de una «vulgata», de lugares comunes;
los filósofos (los pensadores) ejercen su crítica
sobre esta «vulgata».
Sentado
esto, Guée, Elthen y Lapassade, muestran un problema fundamental:
el de la autocrítica del espíritu, que socaba su
propia pretensión a la universalidad. Autocrítica
del escepticismo por sí mismo, que pone la duda en duda;
autocrítica de la razón que cuestiona sus propios
fundamentos. Hay una crítica de la crítica, una
segunda crítica, que se sitúa después de
la crítica de los mitos, y esta crítica de segundo
grado tiene su oportundidad de oscilar en la mitología,
porque, en ese momento de vacío, la intelectualidad angustiada,
que ha perdido la confianza en “el espíritu”,
trata de salir de la abstracción o del vacío. Es
éste el motivo por el cual vemos a menudo como el ultracrítico
vuelve a caer en la fe religiosa (Pascal, Péguy) o segrega
nuevas mitologías.
La
intelectualidad se anima de dos sentimientos contradictorios:
el del privilegio y el de la miseria del espíritu con relación
a lo real. Por una parte la arrogancia del espíritu que
quiere dictar a todo su ley y que cree expresar la ley de todo,
por otra, la debilidad del espíritu en la vida.
Cuando
estos dos sentimientos se distancian, entonces tenemos la decadencia
de la intelectualidad que se convierte, ya en idealismo pretencioso,
ya en masoquismo místico.
El
joven Marx quiso unir ambos temas antagónicos, el de la
intelectualidad como privilegio y miseria del espíritu,
cuando buscó la alianza, concebida en partes iguales, de
la filosofía y del proletariado, alianza que implicaba
una doble fecundación de la que nacería el hombre
verdadero.
Con
ello Marx se esfuerza por superar el problema del “intelectual”.
Nadie tuvo hasta aquí más clara conciencia de la
automitificación de la intelectualidad, que cree en su
propia universalidad a la vez que no es más que ideología
(ver el artículo de Michel Mazzola). Pero Marx no se desliza
en el antiintelectualismo. Quiere ampliar los horizontes del intelectual
humanista, del «Aufklarer» clásico. El nuevo
“humanista” debe integrar en sí la ciencia
del hombre nacida de la economía política, tratar
de asimilar la ciencia de la cultura. Este intelectual nuevo,
que supera la cultura clásica, debe en sí mismo
ser más que un intelectual. La obsesión de Marx
consiste en desinsularizar la inteligencia. Es la obsesión
de “la praxis”, intercambios ininterrumpidos entre
la teoría y la práctica donde se forja el «hombre
total», que ya no es el intelectual sino el artesano de
su propia historia, y la finalidad de esta historia es la unidad
del hombre, es decir, el fin de la separación entre trabajo
intelectual y trabajo manual, entre gobierno y ejecución,
entre explotadores y explotados.
Por
ello, si hablamos con propiedad, no existe el «intelectual»
marxista. El marxista deja de ser un intelectual a la vez que
amplía el campo de la intelectualidad, dado que se convierte
a la vez en practicante y en pensador, en militante y en sabio.
El “revolucionario”, para Marx, no es un especialista
de la revolución sino un hombre ya revolucionado que no
se reconoce más en las antiguas categorías (intelectual,
político, etc.)
Sólo
se puede “asumir” la condición de intelectual
en una perspectiva premarxista o antimarxista. Ser un intelectual
es ser “un idealista” en el sentido marxista de la
palabra. Es decir, un individuo que subordina siempre lo real
al espíritu y que tiende a ignorar que el espíritu
está determinado por lo real. Pero en la medida en que
efectivamente existe en el siglo XX una esclerosis o degenerescencia
del marxismo, en la medida en que la corriente revolucionaria
se ha hundido en las arenas de la socialdemocracia y congelado
en el estalinismo; en la medida en que la práctica está
en manos de los burócratas y de los políticos, mientras
que la teoría se ajusta sin entrar en juego, entonces nos
vemos obligados a sufrir un divorcio efectivo entre lo real y
la teoría, entre lo que ocurre y lo que deseamos: la conciencia
de que “la socialización” estatista de los
medios de producción no soluciona los problemas fundamentales
de la humanidad nos plantea problemas que es necesario encara
en primer lugar teóricamente. Por otra parte, la renovación
de los conocimientos en los dominios del saber y la transformación
acelerada del mundo restituye a la expresión “comprender
el mundo” una urgencia de la que la habían despojado
las tesis de Feuerbach. Por lo tanto, no se trata ya actualmente
de superar la intelectualidad sino de restaurarla.
De
este modo, con relación al mundo politico-social, somos
arrastrados, manu militari, por la historia, a una condición
de intelectuales, y con relación a la intelectualidad,
somos llevados a volver a pensar sus problemas.
Pero
este retorno al intelectual no puede existir para mí si
soy premarxista o amarxista. Es un retorno postmarxista. Ya no
podemos retornar pura y simplemente a la ideología intelectual,
aquella, por ejemplo, del asunto Dreyfus, en la que se oponía
la Justicia al Estado, el Laicismo a la Iglesia, el Progreso a
la Reacción y donde eso bastaba. En una palabra, ya no
podemos ser «Aufklärer» eufóricos. Ya
no podemos concebir que la razón suministre la solución
universal a los problemas de la vida. Pero, por contrapartida,
si la «Aufklärung» ya no basta, nos es por lo
menos necesaria. En todas partes las viejas religiosidades tienden
a ahogar el ejercicio de la razón crítica. En una
palabra, se trata de abandonar la razón mítica y
salvaguardar la razón crítica. Esta última
corre el peligro de ser asfixiada durante algunas décadas
sobre el planeta. Sabemos cómo finalmente la Escuela de
Atenas se extinguió por sí misma y cómo bastó
un día, al poder cristiano decidir su cierre para que desapareciera
durante algunos siglos el filósofo griego, es decir, el
pensador no religioso.
Entonces
algo me dice: es necesario seguir siendo «Aufklärer»,
es necesario conservar la energía crítica de la
«Aufklärung», su ironía escéptica,
su falta de respeto por los tabúes. Pero, al mismo tiempo,
no es necesario creer sólo en las verdades intelectuales.
No es necesario creer que aquello que emerge oscuramente del mundo
sólo es oscurantista, que el mito sólo sea superstición.
Es necesario saber que el mito no se agota en el racionalismo
clásico y que éste es, en sí mismo, un pensamiento
agotado.
Esto
puede permitirme determinar mi posición con respecto al
“intelectual de izquierda” contemporáneo. De
lo que precede, el lector comprenderá que yo me reconozco
como “intelectual de izquierda” y que objecto a la
vez al “intelectual de izquierda”. Lo que objecto
es esa mala mezcla de arrogancia idealista y de masoquismo pragmático
que reina en nuestros ambientes. Por una parte se habla en nombre
de un absoluto (derecho del hombre, justicia, verdad), de principios
trascendentes, como si Maquiavelo o Marx no hubiesen existido;
por la otra, se acepta la opresión y la mentira a partir
del momento en que se ejercen en nombre del proletariado, a partir
del momento en que se pronuncia la palabra mágica “socialismo”.
Se comprende por cierto esa doble actitud: el intelectual de izquierda
se esfuerza por por unir en sí ese “idealismo”
que ha heredado de la la Ilustración y ese realismo cuya
necesidad le ha sido inculcada por la vulgata marxista. Lo que
desempeña el papel de vínculo entre ese idealismo
y ese realismo es el “Narodnikismo”, su voluntad de
ir hacia el pueblo, denominado actualmente “proletariado”
a fin de abrevar en él la savia de la vida, el calor de
la realidad, la participación en el mundo.
En
este sentido, el intelectual de izquierda obedece al doble movimiento
de la intelectualidad “crítica” y “religiosa”,
del que hemos hablado en este artículo. Pero lo que objecto
no es ese doble movimiento, que es el mío, sino la profunda
debilidad, pobreza, ignorancia intelectual que lo degrada. Mientras
que Marx exigía del intelectual que llegue a ser a la vez
pensador y sabio (sociólogo, economista, historiador),
el intelectual de izquierda descansa sobre una vulgata marxista
de segunda mano: cree que el marxismo circula por el partido comunista,
en particular el PSU [2], la clase obrera en general, como la
sangre circula por las venas. Mientras que Marx desmitifica al
intelectual, el marxismo se ha convertido en el mito del intelectual
de izquierda. Éste lo ignora todo de la realidad sociológica
e histórica en que vive, y cree conocerla repitiendo algunas
fórmulas sobre el capitalismo y el socialismo.
No
interroga la nueva edad planetaria. Su pobreza es total en el
plano sociológico, político y filosófico.
Hay una verdadera atrofia de la función pensante en el
momento en que surgen en todos los horizontes el problema del
mundo y el hombre-problema. No es necesario explicar esta pobreza
intelectual mediante la estupidez. O más bien. es esta
estupidez la que quedaría entonces por explicar. La “crisis
de la totalidad” de que hemos hablado en otro lugar puede
explicar, en parte, la decadencia cultural de la clase intelectual.
Los intelectuales eran los guardianes y defensores de lo universal,
del esfuerzo hacia la totalidad. La especialización científica,
la especialización técnica, el acrecentamiento cualitativo
de la «intelligentsia» han atrofiado el número
de intelectuales propiamente dicho. Por el mismo movimiento, los
hombres de inteligencia especializada y los intelectuales no especializados
han perdido el acceso a una cultura global; los unos porque se
hallan encerrados en su especialidad, los otros porque se hallan
entregados al periodismo, a la literatura, a la filosofía
escolar y a la pseudopolítica. Los problemas generales
de la cultura y del saber son inevitablemente entregados a la
frivolidad, a la pretensión, a las modas, a los eslogans.
Por otra parte, los intelectuales sienten con más fuerza
que nunca que están separados de la vida. La sociedad burguesa
tabica a los individuos. El capitalismo ya no puede suscitar alguno
de esos mitos tan caros a los intelectuales: el dinero se les
aparece, por el contrario, como el fundamento sórdido de
esta sociedad. De este modo, los intelectuales a menudo se ven
llevados tanto más a la oposición contra esta sociedad
y a la búsqueda de una religiosidad cuanto más efectivamente
se ven atrapados en la vida burguesa o sometidos en el ciclo capitalista,
ya se beneficien del privilegio que da el dinero (cineastas, periodistas
de la gran empresa, pintores de éxito) o se sientan dependientes
del dinero, es decir, la materia desespiritualizada entre todas.
En algunos, este vacío de la vida suscita la nostalgia
de una vida integrada o romántica, y el mito de la URSS
o de la China ofrece la imagen del intelectual integrado y de
una existencia creadora. Hasta cuando esta imagen los aterra,
dado que significa una especie de vida disciplinaria en un orden
comunitario para el que no se sienten hechos, los fascina por
igual.
Es
el “complejo de Hollywood” antes de MacCarthy y el
complejo de Saint-Germain-des-Près actual. Cosa reveladora:
la experiencia de los intelectuales de Polonia y de Hungría
(que es, por lo demás, la de los intelectuales de la URSS)
no ha disipado este mito, y sin duda, sólo la experiencia
vivida de una democracia popular en Francia podría ahuyentar
estos fantasmas del progresismo intelectual.
La
enfermedad de los intelectuales de izquierda procede esencialmente,
en consecuencia, por una parte de la pobreza intelectual a la
que la evolución del mundo y la especialización
del saber reducen a la intelectualidad; y por la otra, a la necesidad
mitológica que provoca la conciencia del vació existencial.
Pero cada vez que una experiencia real destruye esta mitología,
cada vez que el vacío desaparece en una verdadera comunión
a partir de una necesidad de libertad experimentada en común,
entonces hay un verdadero despertar, como lo han mostrado los
acontecimientos de Polonia y de Hungría, o los de Turquía
y de Corea. Entonces los intelectuales expresan una experiencia
colectiva al mismo tiempo que las aspiraciones fundamentales de
los seres humanos. Son los voceros y la vanguardia.
En
Francia hubo “despertar de los intelectuales” en setiembre
y en octubre, en la protesta contra la guerra de Argelia. Efectivamente,
ante la esclerosis de las organizaciones políticas y sindicales,
los intelectuales se han visto llevados al proscenio político.
Pero no hubo despertar intelectual, es decir, adquisición
de conciencia de los problemas de fondo planteados por la política
francesa, argelina y mundial, no hubo rompimiento de los esquemas
tanto del idealismo intelectual como de la vulgata marxistizante.
Es que, en las sociedades occidentales, salvo crisis interna grave,
la comunicación entre los problemas sociales reales, la
vida real de las masas populares, y el universo rarificado del
intelectual, se ha vuelto muy difícil.
Los
intelectuales en el mundo moderno son los “descontentos”,
los «dissenters». Este descontento es la fuente de
energías críticas, de una reflexión que puede
llegar a ser profunda, sobre el mal de la sociedad. Pero puede
ser también fuente de mitos de salvación ilusorios.
Pero dondequiera que estos mitos de salvación sean criticados,
dondequiera que el trabajo intelectual recomience a partir de
cero, habrá despertar intelectual. Por eso en los medios
verdaderamente desencantados en la URSS y en las democracias populares,
por una parte, y en los Estados Unidos por la otra (entre los
«dissenters») fermenta la nueva y verdadera intelectualidad.
Fermenta
en círculos restingidos de exmilitantes, periodistas, sociólogos,
etnólogos, a veces poetas, y muy raramente escritores o
pintores. Son los últimos islotes de la «intelligentsia»
literaria donde la cultura general sobrevive y trata de afrontar
los prodigiosos problemas de la condición humana tal como
los pone al desnudo el nuevo curso planetario. Pero sobre todo
el verdadero pensamiento, como siempre, se elabora entre los aislados,
entre los extraños a las ideologías intelectuales.
Alrededor de estos islotes están el esteticismo, o el cinismo,
o el intelectualismo, el nadordnikismo o el mesianismo.
Mientras,
la «intelligentsia» técnica se desarrolla:
ingenieros, planificadores, administradores, investigadores, son
producidos en masa. Cada uno de estos técnicos posee un
saber especializado, pero no tiene acceso a la «Aufkärung».
Se encuentran más acá de la «Aufkärung»
y sus ideales generales no alcanzan los niveles elementales de
la intelectualidad. Esta nueva «intelligentsia» especializada
no tiene contacto con el universo de los “intelectuales”
(la «intelligentsia» literaria, artística o
periodística). Y se produce el gran divorcio, la gran ruptura
en el seno de la «intelligentsia»: los intelectuales
ya no tienen acceso a un saber disperso en múltiples especializaciones
y los técnicos ya no tienen acceso a la conciencia global.
La
inteligencia técnica no hace más que aumentar de
manera ininterrumpida: es la clase del porvenir. El progreso técnico
tiende efectivamente a drenar todas las capas sociales hacia la
tecnocracia. Es la futura clase universal, jerarquizada sin duda
pero tendente a abarcar el conjunto de los trabajadores en las
sociedades hiperindustrializadas del futuro. A los progresos de
esta clase, si no se da un nuevo avance de la intelectualidad,
correspondrá no una tecnocratización sino un conformismo.
Preveo
por consiguiente, durante un tiempo, un período intelectualmente
obscuro en el que ni la «intelligentsia» técnica,
ni la «intelligentsia» literaria podrán segregar
de manera suficiente los antídotos críticos para
las pretensiones tanto de los aparatos políticos como de
los mitos de la vida social. La historia de la humanidad nos muestra
frecuentes regresiones en el plano del pensamiento. El tiempo
y el alcance de la regresión no pueden calcularse. Por
lo demás, habrá sobre el planeta fuegos nuevos que
se encenderán mientras que otros habrán de extinguirse.
Estamos
en el límite entre un crepúsculo y una aurora. Comprendemos
que la «Aufkärung» debe ser superada y que, al
mismo tiempo debe ser conservada. Lo que debe ser superado es,
sin duda, ese gran mito de los intelectuales de la salvación
mediante la cultura y la razón. Lapassade acierta al hacerse
rousseauniano en esto: el progresos intelectual no determina el
progreso del hombre. Por otra parte. ¿en qué nosotros,
cultos, razonadores, podemos presentarnos como modelos?
NOTAS:
[1]
Referencia a los artículos de otros colaboradores en el
mismo número de la revista ARGUMENTS.
[2]
Partido Socialista Unificado francés, entonces de extrema
izquierda no comunista.
«ARGUMENTS»,
revista dirigida por Edgar MORIN. Consejo de Redacción
compuesto por Kostas AXELOS, Jean DUVIGNAUD, Colette AUDRY, François
FETJÖ, Pierre FOUGEYROLLAS, Serge MALLET, Dionys MASCOLO
y Réa AXELOS
©
Por la traducción: Raúl Gustavo AGUIRRE
© Edición Rodolfo Alonso Ed., 1969. Buenos Aires