La palabra ‘neuroética’ tomó carta de naturaleza en un congreso organizado en el Golden Gate Club de San Francisco en mayo de 2002: ‘Neuroethics mapping the fiel’. Según Adina Roskies en un artículo prácticamente fundacional ‘Neuroethics for the New Milenium’ (publicado en en ‘Neuron’, vol. 35, julio de 2002; (http://www.dartmouth.edu/~adinar) se denomina ‘neuroética’ la parte de la ética que estudia:
(1) la ética de la neurociencia, es decir, las implicaciones éticas de los progresos neurocientíficos y de la práctica de los profesionales en este ámbito, y
(2) la neurociencia de la ética, es decir, la neurociencia en cuanto base o instrumento para la comprensión de las decisiones sociales, morales y filosóficas en sentido amplio. En cuanto estudio de las bases biológicas de las opciones morales propone, pues, en una aproximación científica a la conducta moral
En el primer sentido analiza la ética de las prácticas médico-quirúrgicas, genéticas y farmacéuticas que afectan al ámbito del cerebro y al de la manipulación de la conducta mediante uso de hormonas, psicofármacos, implantes u otros procedimientos. La neuroética consistiría, desde este punto de vista, en un análisis bioético sobre lo que ‘podemos’ (o no podemos) hacer moralmente en el ámbito de lo mental.
En el segundo (y más revolucionario) de los sentidos del término, el objetivo de la neuroética es integrar el conocimiento del cerebro (y/o de la mente), del mapa genético, etc. en nuestra comprensión de las condiciones que hacen posible el razonamiento moral, de sus bases, su crecimiento y su maduración. Tendría, pues, como objeto el estudio de los fundamentos neurológicos de la cognición moral. Así la neuroética integra lo que ‘sabemos’ sobre neurociencias en la explicación de los actos morales.
En lo que podríamos denominar su ‘programa mínimo’ la neuroética promueve el uso responsable de las neurociencias. Se puede definir como la bioética aplicada a los estudios sobre neurociencia y sobre los usos de las neurotecnologías. Aunque presupone largas discusiones epistemológicas referidas a la relación entre mente y cerebro, su ámbito de estudio se centra en el análisis de los criterios morales, especialmente en lo que se refiere a los usos de la psicofarmacología, de la neuroimágenes y a las interficies máquina/cerebro. Toda una serie de cuestiones de derecho y de justicia están en juego en el uso de la tecnología sobre el cerebro humano.
Pero en el nivel más profundo -en lo que podría denominarse su ‘programa máximo’-, la neuroética puede describirse como un proyecto de integración de las neurociencias en la ética. Cada uno de nuestros comportamientos refleja una función del cerebro. La mente, la conciencia y el pensamiento son aspectos de la actividad cerebral como lo son las acciones de correr, sonreír o aprender a soportar el sufrimiento. De la misma manera los traumas, las enfermedades psiquiátricas y neurológicas son la consecuencia de lesiones funcionales u orgánicas en el cerebro. Temas como la responsabilidad moral, la identidad personal y el papel de la afectividad en la ética, e incluso la posibilidad de ‘mejorar’ a los humanos por medios tecnológicos, toman una nueva dimensión cuando se conocen los fundamentos biológicos y neurológicos de la conducta.
La interpretación de las informaciones obtenidas mediante neuroimagen (encefalogramas, resonancia magnética…) podría, por ejemplo, ofrecer una buena clave para entender las decisiones éticas de un individuo. Pero en este contexto, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, los tres derechos fundamentales de la persona humana desde Jefferson, tomarían un nuevo significado si se pudiera comprende su origen y su estructura neurológica. Conocer cómo está organizado el cerebro ayuda a entender una larga serie de problemas morales, especialmente cuando estos problemas se plantean en términos dinámicos.
El cerebro es un órgano plástico, anticipador y evolutivo –no una ‘máquina’ rígida. En la medida en que la mente sólo puede describirse en términos de ‘proceso’, (es decir, en la medida que la mente no tiene ‘substancialidad’), la neuroética básicamente plantea problemas de acción y de comportamiento. En este segundo sentido, la neuroética nos plantea un problema filosófico fundamental. ‘¿quiénes somos ‘nosotros’?
Tanto en un sentido como en otro de los propuestos por Roskies, la neuroética asume y reelabora desde una posición de reduccionismo biológico, algunos temas de lo que la tradición había llamado ‘antropología filosófica’ (la construcción del hombre como sujeto biológico) y confronta los fundamentos neurológicos de la cognición con la estructura y los límites de la conciencia moral.
Así, la neuroética estudia, entre otras cuestiones: 1.- los problemas derivados de nuestra propia autocomprensión en términos biológicos, 2.- la influencia de neurotransmisores y hormonas en la construcción de los juicios morales y en la elaboración de la identidad personal, 3.- la influencia de las bases neurológicas y genéticas subyacentes en la responsabilidad personal y el criterio de responsabilidad derivado del uso de psicofármacos, 4.- Las bases neurológicas de los criterios lógicos y de la ‘normalidad’ en la razonamiento 5.- la forma de acceso a los estados de trascendencia espiritual, etc.
En su programa máximo, la neurociencia conduce a un ‘materialismo eliminativista’. Desde esta perspectiva, como decía Roskies: ‘nuestra moral nace de la sinapsis’. Cuando se logre desvelar el más mínimo rincón del cerebro, el lenguaje de la psicología popular y de los sentimientos románticos parecerá propio de los tiempos de brujas. En vez de decir que Pepito ama a Luisita lo correcto sería explicar su tasa de oxitocina y sus procesos neuroquímicos. Llevadas las cosas a su extremo, el pensamiento es una ilusión y la psicología debe ser substituida por las neurociencias, como la alquimia lo fue por la química.
Ya en 1956 Günter Anders (1902-1992) había sugerido que ‘El hombre está anticuado’ (DIE ANTIQUIERHEIT DES MENSCHEN, vol, 1, 1956; vol, 2, 1980), pero en su caso lo hacía para lamentarlo. Sin embargo, los progresos en neurología hacen pensable hoy que se produzca un ‘rediseño’ de los humanos. Y ante semejante perspectiva es necesario pensar en un programa neuroético.
En 1965 el neurólogo español de la Universidad de Yale, José Delgado (José Manuel Rodríguez Delgado) realizó uno de los primeros experimentos de neuroética. En la plaza de toros de Córdoba implantó un electrodo en el cerebro de un toro. Cuando el toro bravo salió dispuesto a embestirle, le bastó enviar una radioseñal para que el toro se detuviese ante él. José Delgado postuló en su libro PHYSICAL CONTROL OF THE MIND (1969) que algún día los humanos serían manipulados mediante la radioestimulación del cerebro. O en sus propias palabras: ‘Un día los ejércitos y los generales serán controlados por el estímulo eléctrico del cerebro’.
De hecho la relación entre daños en la corteza prefrontal y conductas antisociales estaba ya demostrada desde la década de 1930, y sabemos mucho sobre sistemas de agresión en mamíferos y en aves, por no hablar de la relación entre psicopatías, base neuronal de las conductas y agresividad. Pero conocemos bastante peor el cerebro en condiciones de normalidad y específicamente, cómo actúa la mente ante el planteamiento de dilemas morales.
A nivel del gran público, la divulgación de los problemas neuroéticos debe mucho al éxito mundial del libro de Antonio R. Damasio ‘El error de Descartes’ (1994) en que se narra la historia de Phineas Gage, un obrero del ferrocarril en Estados Unidos que en el verano de 1848 sobrevivió a un importante accidente. Tras de la voladura de una roca, una barra de hierro de la vía le atravesó el cerebro y como consecuencia, Gage perdió el ojo izquierdo pero sin que en apariencia sus capacidades cognitivas, su habla, ni su capacidad abstractiva quedasen afectadas. En cambio sufrió radicales cambios en su conducta y en las emociones; se convirtió en un individuo inconstante y caprichoso, de tal manera que durante los doce años de vida que le quedaron perdió capacidad de elección moral, capacidad social, etc. La peripecia de Gage, en la medida que mostraba cómo una lesión cerebral puede transformar radicalmente la vida de un individuo y sus opciones personales y morales, sensibilizó enormemente a estudiosos y al público en general.
Otro tema de neuroética que ha dado lugar a un importante debate social, es el uso del ‘Ritalín’, una anfetamina usada para combatir el síndrome de hiperactividad que en Estados Unidos usan cuatro millones de niños y adolescentes -lo que plantea el problema de las consecuencias que ese uso masivo puede tener en el futuro de los niños y de la medicalización indiscriminada de la población.
Está establecido que la mejora de las capacidades motrices se consigue mediante beta bloqueantes y litio. La de las capacidades cognitivas, con Ritalín, y la de las capacidades afectivas (y el humor), mediante Prozac. Pero entonces ¿cuál es la verdadera personalidad de alguien: la de antes o la de después de tomar estimulantes? Incluso algunos científicos usan medicamentos de este tipo para mejorar su rendimiento intelectual. Un artículo de Mónica L. Ferrando (en ‘El País’, 21 oct. 2008) afirmaba que el 20% de los científicos británicos reconoce que usa estimulantes en su trabajo intelectual. Y si admiramos obras artísticas realizadas bajo la influencia de las drogas ¿por qué criticar a un científico que se droga?
La distinción entre curar y ‘mejorar’ la naturaleza (o los humanos), no es nada clara. Si moralmente se asume que ‘curar’ es bueno, entonces la pregunta que se abre es obvia: ¿en base a qué criterios racionales debemos considerar moralmente indeseable ‘mejorar’ también la mente en los humanos? Al fin y al cabo cuando una mujer naturalmente infecunda consigue engendrar un hijo nos felicitamos por ello. ¿Por qué, pues, nos debería parecer inmoral que un deficiente mental logre abandonar su minusvalía por medios químicos, o que un científico se autoestimule para lograr resultados? El criterio distintivo que se invoca habitualmente es el propuesto por Norman Daniels: curar es reestablecer un funcionamiento humano normal y mejorar es ir más allá de lo normal. Pero no hay que ser excesivamente astuto para intuir que el concepto de ‘normalidad’ es de lo más elástico y manipulable. Al fin y al cabo para el cerebro del Dr. Delgado torturar a un toro era normal y para el cerebro de un integrista islámico también resulta normal lapidar a una adúltera.
Por lo demás, decir que el estudio de los problemas de la mente, e incluso suponer que en el cerebro se hallen inscritos determinados principios morales, no significa que estos sean justos o correctos. La ética debe seguir investigando sobre la relación entre nuestros conocimientos neurológicos y los valores y el hecho de que ciertas conductas puedan tener un origen evolutivo, o que incluso ayuden a una mejor conservación del ‘self’, no significa que sean justas y ni tan siquiera que, desde el punto de vista de la evolución, sean actualmente todavía la mejor apuesta posible. Al fin y al cabo, la evolución biológica no parece tan eficaz como la evolución cultural.
La neuroética tiene todavía más de proyecto de realidad consolidada, pero es plausible considerar que la mejora de los conocimientos en neurociencias permita más pronto que tarde la aplicación de las neurotecnologías a la explicación de las decisiones morales (programa máximo) -o, por lo menos a la clarificación de la génesis de dichas decisiones (programa mínimo). Preguntas como si llegaremos a leer nuestros cerebros, si podremos ser controlados a distancia, o si llegaremos a dominar nuestros miedos, se hallan explícitamente vinculados a nuestros conocimientos en neurociencias y a las decisiones morales que tomemos en consecuencia.