HUME:
SOBRE ROUSSEAU
(Una carta acerca de su viaje a Inglaterra)
HUME: ESCRITOS EPISTOLARES
Traducción de Carlos Mellizo. Ed. Noesis, Madrid,
1998
A
finales de 1765, Hume decidió llevar a Inglaterra a Rousseau
para permitirle vivir en paz tras los ataques de que el filósofo
suizo había sido víctima en el continente. Recurriendo
a sus amistades más influyentes, logró Hume asegurar
para el refugiado una pensión del Rey y un lugar de residencia
conforme a sus deseos. La difícil personalidad de Rousseau
y una cierta manía persecutoria (justificada en ocasiones
como suele ocurrir con todo síndrome paranoico) fueron
prudentemente tratadas por su anfitrión, quien hizo un
especial esfuerzo por complacer al famoso personaje. Que la relación
acabase de la peor manera posible era inevitable, dada la personalidad
del filósofo ginebrino. De hecho, Diderot había
profetizado el fracaso desde el primer momento (con su frase:
“Así sabrá Hume el tipo de hombre que es Jean-Jacques!).
No sorprenderá, pues, que el propio Hume decidiera obviar
ese episodio en su “Autobiografía”. Del hecho
ha quedado una abundante documentación, de la que entresacamos
una carta que constituye un magnífico retrato psicológico
de Rousseau.
[Al Reverendo Hugh BLAIR – Lisle Strett, Leicester Fields,
25 de marzo, 1776]
(Grieg,
II, 314)
(...)
Este hombre [Rousseau], el más singular de los seres humanos
me ha dejado por fin; y tengo muy pocas esperanzas de poder disfrutar
mucho de su compañía en el futuro, aunque él
dice que si me establezco en Londres o en Edimburgo, hará
un viaje a pie todos los años para visitarme.
Mr.
Davenport, caballero que posee unas cinco o seis mil libras y
una buena cabeza lo ha tomado a su cargo. Tiene una finca llamada
Wooton, en lo alto de Derby, situada entre montes y rocas, arroyos
y bosques, cosa que resulta grata a la imaginación y al
temperamento solitario de Rousseau. Y como el dueño apenas
reside allí y sólo ha dejado en el lugar una sencilla
mesa para la servidumbre, me ofreció dársela a nuestro
amigo. Lo he aceptado a condición de que [Mr. Davenport]
le cobre a Rousseau treinta libras anuales pare el hospedaje de
él y de su Gouvernante [Thérese]; a lo cual [Mr.
Davenport] ha sido tan amable de dar su asentimiento. Rousseau
posee una renta de unas ochenta libras anuales, suma que ha obtenido
de contratos con sus libreros y de una pensión vitalicia
de veinticinco libras al año, que aceptó de Lord
Marischal [George Keith, mariscal de Escocia y amigo de Hume].
Éste es el único hombre que ha sido capaz de hacerle
aceptar dinero.
[Rousseau]
estaba desesperadamente resuelto a recluirse en soledad, a pesar
de todas mis advertencias; y preveo que será infeliz en
una situación así, igual que lo ha sido siempre
en todas las situaciones. Estará allí sin ocupación,
sin compañía y sin entretenimiento de ninguna clase.
Ha leído muy poco a lo largo de su vida, y ahora ha renunciado
a toda lectura; ha visto muy poco y no tiene ningún tipo
de curiosidad por ver u observar. Propiamente hablando, ha reflexionado
y estudiado muy poco y, desde luego, no tiene mucho conocimiento.
Durante toda su vida se ha limitado a sentir; y en este aspecto
su sensibilidad se eleva a un nivel que va más allá
de cualquier otro ejemplo que yo he visto. Sin embargo, esta sensibilidad
le hace más susceptible de sentir dolor que de sentir placer;
es como un hombre que hubiera sido despojado, no sólo de
sus vestidos, sino también de su piel, y que en esta situación
se dispusiera a combatir los crudos y tormentosos elementos que
constantemente perturban este mundo inferior. Le daré a
usted un ejemplo de cómo es su carácter en este
aspecto. El episodio ocurrió en mi habitación la
víspera de su partida [hacia la residencia campestre de
Wooton]. [Rousseau] había resuelto salir con su Gouvernante
en una silla de posta; pero Davenport, queriendo engañarlo
con el fin de ahorrarle algún dinero, le dijo que había
encontrado una silla que iba a hacer el camino de vuelta [a Wooton]
y que podía alquilarse por una cantidad insignificante;
y que por suerte iba a salir el mismo día en que Rousseau
tenía intención de emprender viaje. El propósito
de Davenport era alquilar él mismo la silla y hacerle creer
esta historia. Lo logró al principio. Pero Rousseau, después
de rumiar las circunstancias, empezó a sospechar que se
trataba de una treta. Me comunicó sus dudas, quejándose
de que se le había tratado como a un niño; que,
aunque era pobre, antes prefería amoldarse a sus circunstancias
que vivir de la limosna como un mendigo; y que sentía mucho
no poder hablar la lengua [inglesa] con soltura suficiente para
protegerse de estas imposiciones. Le dije que yo ignoraba el asunto
y que sólo sabía lo que me había contado
Mr. Davenport; pero que si él lo deseaba, trataría
de enterarme. “No me diga usted eso –me replicó.
Si es un plan concebido por los Davenport, usted lo sabe y ha
consentido en él; y no podría usted causarme mayor
disgusto que éste”. Tras decir lo cual, se sentó
muy sombrío y silencioso; y fueron vanos todos mis intentos
por resucitar la conversación y hablar de otros asuntos,
pues él continuó respondiéndome lacónica
y fríamente. Por fin, después de pasar casi una
hora en esta actitud malhumorada, se levantó y dio un paseo
por la habitación. Mas imagine usted mi sorpresa cuando
hete aquí que, de pronto, se sentó en mis rodillas,
me echó los brazos al cuello y me besó con el mayor
afecto; y rociándome toda la cara con sus lágrimas,
exclamó: “¿Podrá usted jamas perdonarme,
mi querido amigo? Después de todos los testimonios de afecto
que he recibido de usted, le pago con esta insensatez y mala conducta.
Mas, a pesar de ello, tengo un corazón que es merecedor
de su amistad. Le quiero a usted, y en ningún momento han
caído en saco roto sus muestras de amabilidad para conmigo”.
Espero
que no tenga usted tan mala opinión de mí como para
pensar que no me enternecí en esta ocasión. Le aseguro
que lo abracé y le besé veinte veces con abundante
efusión de lágrimas. Creo que no ha tenido lugar
en toda mi vida una escena más conmovedora.
Ahora
entiendo perfectamente su aversión al trato social, cosa
que pudiera parecer sorprendente en un hombre tan bien dotado
para disfrutar de los placeres de la vida de sociedad, y que la
mayor parte del mundo considera que es una afectación.
Padece frecuentes y largos ataques de melancolía, provenientes
de su condición mental o corporal –llámela
usted como quiera– y de su extremada sensibilidad de temperamento.
Durante esos estados depresivos, el estar en compañía
es un tormento para él. Cuando recobra los ánimos,
la salud y el buen humor, su propia imaginación le proporciona
una ocupación tan intensa y grata, que le disgusta que
le saquen de ella. Ha llegado a decirme que incluso el escribir
libros, como limita y restringe su fantasía a un solo asunto,
no le resulta un entretenimiento agradable. Nunca volvería
a escribir nada más; y nunca hubiera escrito en absoluto,
si hubiese sido capaz de dormir por las noches. Pero por lo común
las pasa en vela; y para evitar aburrirse, suele componer alguna
cosa que anotó al levantarse por la mañana. Me asegura
que compone muy despacio y con gran trabajo y dificultad.
Es
por naturaleza muy modesto, e incluso ignorante de su propia superioridad.
Su pasión, que con frecuencia surge en la conversación,
es suave y moderada; jamás es arrogante y dominante en
lo más mínimo; y es, desde luego, uno de los hombres
mejor educados que he conocido. Le daré a usted un ejemplo
tal de su modestia, que necesariamente hace que esta sea sincera:
cuando estábamos de viaje le recomendé que aprendiese
ingles, sin lo cual –le dije– nunca podría
disfrutar de entera libertad, ni ser totalmente independiente
y dueño de sí. Él se dio cuenta de que yo
tenía razón, y dijo que había oído
que había dos traducciones inglesas de su Emilio o Tratado
de Educación. Las conseguiría tan pronto como llegase
a Londres; y como ya conocía el contenido, no tendría
más trabajo que aprender o adivinar las palabras. Esto
le ahorraría la incomodidad de consultar el diccionario;
y conforme fuese mejorando, le divertiría comparar las
traducciones y juzgar cuál era la mejor. De acuerdo con
sus deseos, le procuré los libros poco después de
nuestra llegada. Pero me los devolvió al cabo de unos días,
diciéndome que no iban a servirle.
.-
“¿Cuál es el problema?” –le repliqué
yo.
.-
“No puedo soportarlos –me dijo–; son mi propia
obra y siempre me ocurre que después de entregar mis libros
a la imprenta, no puedo abrirlos o leer una de sus páginas
sin disgusto”.
.-
“Es curioso –le dije yo–. Me extraña
que el buen recibimiento que el mundo ha dispensado a esos libros
no le haya hecho a usted sentirse más satisfecho de ellos”.
.-
“¡Vaya cosa! –dijo él–. Si me pusiera
a contar sufragios probablemente habría más en contra
de esos libros que a favor”.
.-
“Pero –le contesté yo– es imposible que
no le agraden a usted el estilo, la elocuencia y el adorno”
[de esas obras].
.-
“Para decirle la verdad –me replicó–
no estoy muy disgustado conmigo mismo acerca de ese particular;
pero sigo temiéndome que, en el fondo, mis escritos no
valgan para nada y que todas mis teorías no sean otra cosa
que extravagancias”.
Verá
usted que esto es juzgarse a sí mismo con la mayor severidad,
al criticar sus propios escritos por el lado que está más
expuesto a la crítica. No hay modestia fingida que sea
capaz de tanta valentía (...).
¿Le
he cansado a usted, o le gustaría escuchar más anécdotas
de este singular personaje? Me parece estar oyéndole a
usted decirme que continúe. En una ocasión intentó
darme justificación de la moral contenida en su Nueva Heloísa
–moral que, como él sabía, había sido
censurada por instruir a la gente joven en el arte de satisfacer
sus pasiones bajo la apariencia de virtud y de nobles y refinados
sentimientos.
.-
“Podrá usted observar –me dijo– que mi
Julia es fiel al lecho de su marido, si bien es seducida y falta
a su deber en su estado de soltera. Pero esta última circunstancia
no puede tener consecuencia alguna en Francia, país en
que todas las jóvenes damas son recluidas en conventos
y carecen de la posibilidad de cometer transgresiones. Sólo
puede tener, ciertamente, un mal ejemplo en un país protestante”.
Más,
a pesar de esta reflexión me dijo que había escrito
una continuación de su “Emile”, que pronto
sería publicada. Intenta allí mostrar los efectos
de su plan de educación, representando a Emilio en las
situaciones más difíciles, de las que no obstante,
sale siempre victorioso, con valentía y virtud. Entre otras
cosas [Emilio] descubre que Sofía, la amable, la virtuosa,
la estimable Sofía, le es infiel en el lecho: fatal accidente
que él soporta con varonil, superior espíritu.
.-
“En esta obra –añadió– he tratado
de representar a Sofía de tal modo que aparezca tan amable,
tan virtuosa y tan estimable como si no hubiera tenido tal fragilidad”.
.-
“Ya veo –le dije–. Encuentra usted placer haciendo
frente a situaciones espinosas en todas sus obras".
.-
Sí –dijo–. Detesto los acontecimientos maravillosos
y sobrenaturales en las novelas. Lo único que puede dar
placer en este tipo de obras es colocar a los personajes en situaciones
difíciles y singulares”.
Se
dará usted cuenta de que lo único que le falta es
escribir un libro para instrucción de las viudas, a menos
que piense que éstas pueden aprender la lección
sin instrucción alguna.
Adieu,
mi querido Doctor. Me dice usted que a veces lee mis cartas a
nuestros amigos comunes; ésta sólo debe ser leída
a los iniciados.
Suyo
usque ad aras,
David
Hume.