SADE:
UNA APROXIMACIÓN
Mi
manera de pensar, decís, no puede ser aprobada. ¡Pues,
qué me importa! ¡Bastante loco es quien adopta una
manera de pensar como la de los demás! Mi manera de pensar
es el fruto de mis reflexiones; está implicada en mi existencia,
en mi organización. No soy dueño de cambiarla; y
aunque pudiera no lo haría. Esa manera de pensar que vos
censuráis es el único consuelo de mi vida; alivia
mis penas en prisión, constituye todos mis placeres en
el mundo y la quiero más que a mi vida. No es en absoluto
mi manera de pensar la que ha hecho mi desgracia; es la de los
otros.
D.A.F.
SADE, Carta a Mme. de Sade, principios de noviembre de 1783
Eso
que Sade (1740-1814) llama "mi manera de pensar", generalmente
se ha denominado "perversión sexual" o, sencillamente,
"sadismo". El sadismo o "erotización del
dolor provocado", según rezan los manuales de psiquiatría,
es sin embargo mucho más que una enfermedad o un síntoma
enfermizo: tal vez sea una manera (perversa) de entender la vida.
Y Sade es bastante más que un libertino aunque comparta
con ellos algunos puntos cardinales (la afirmación de la
libertad absoluta de los individuos, la revuelta contra Dios,
la desesperación, la pasión por romper cualquier
límite). Este texto pretende ayudar, seguramente sin acabar
de lograrlo, a reflexionar sobre una pregunta: ¿Por qué
Donatien-Alphonse-François de Sade, sigue siendo un personaje
al mismo tiempo repugnante y fascinante? O, yendo más allá:
¿por qué nos fascina lo que nos repugna?
Maurice
Lever inicia su libro: "Que suis-je à present...?
Sade et la Révolution" (1998) con unas frases que
no dejas lugar a duda:
"Ningún
escritor posee menos que Sade el gusto por la teoría. Nadie
está más alejado que él del espíritu
de sistema. Nada se opone más a sus intenciones que la
institución, cuando pretende regir las sociedades humanas.
Rebelde a todo cuerpo doctrinal, sea filosófico, moral,
social o religioso, el autor de JUSTINE manifiesta la misma repugnancia
respeto a lo político. Paradójicamente, es el erotismo,
y sólo eso, lo que logra suscitar en él ese sentido
del orden que rechaza categóricamente en cualquier otro
lugar".
Es
precisamente esa sensación de estar ante un individuo excesivo
lo que obliga a cualquier estudioso de la Ilustración a
plantearse su particular respuesta al "enigma Sade"
por -al menos- tres razones básicas. Por una parte, Sade
obliga a "pensar el mal" no como algo exterior, que
nos cae impuesto desde nadie sabe que esferas celestes, sino como
un extraño resorte interior que cada uno de los miembros
de la sociedad lleva incorporado intrínsecamente, sin que
nada pueda evitarlo. Además, Sade permite adentrarnos (más
allá de la perversión que su nombre evoca) en el
mundo extraño -y ajeno por completo a la bondad- de la
relación íntima entre el deseo sexual y el orden
político: el sadismo de la política en la época
de la técnica (o en la posmodernidad, o como gustéis
llamarla...) obliga a leer retrospectivamente opúsculos
como FRANCESES, UN ESFUERZO MÁS SI QUEREIS SER REPUBLICANOS,
o LOS 120 DIAS DE SODOMA no sólo como la expresión
de un exceso (enfermizo pero estrictamente personal) sino como
un indicio inquietante del funcionamiento de los mecanismos de
poder en general. Finalmente, Sade (situado por cronología
al final mismo de la Ilustración) nos obliga a pensar si
hay algo en las Luces que desde el primer momento las (o "nos")
condenaba al fracaso. La pregunta, inevitable pero inquietante,
es la de si la Ilustración nos conduce por su propia lógica
interna a un mundo sádico.
Existen
mecanismos intelectuales para intentar obviar las reflexiones
a las que nos conduce eso que denominamos "enigma Sade".
Son, ciertamente, formas de calmar la mala conciencia, y de imponer
distancia entre el personaje y el estudioso (o el lector). Se
puede argumentar, por ejemplo, que Sade es un enfermo -y lo es,
ciertamente- pero eso no haría más que desplazar
la pregunta. Sin embargo hay claves biográficas, que ofrecen
también elementos de reflexión tal vez externas
a la materialidad de la obra, y que tienen su importancia cuando
lo que se pretende es comprender, más que juzgar.
En
primer lugar, no debiera olvidarse que Sade es, además
de un perverso, un puro oportunista político. Se conservan
las cartas a su abogado, Reinaud, a inicios de la Revolución,
donde se expresa como monárquico, aunque lamenta muy poco
la caída de Antiguo Régimen, pero no porque sea
un sistema injusto sino porque "me ha hecho muy desgraciado".
Sade siempre fue un monárquico, aunque en un cierto momento
le convenga hacerse llamar "Louis Sade" pues ello le
permite buscar más fácilmente su lugar como el hombre
de letras que siempre quiso ser. Cabe recordar que a finales de
1790 formó parte de la "Sociedad de Amigos de la Constitución
Monárquica", con su pariente el conde de Clermont-Tonnerre
y que su desprecio hacia las masas ("la canalla") es
inmenso. Aunque, si bien se piensa no hay nada más estructuralmente
monárquico que el sadismo, en la medida que es una variante
del comportamiento despótico y perverso.
El
mito de un Sade republicano desenfoca al personaje histórico.
Él era, estructuralmente, un nihilista: ni creyó
en la moral cristiana, ni (menos aún) en la moral republicana,
que le parecía un puro calco o una adaptación oportunista
de la anterior. Si Sade es monárquico eso se debe también
-además de inevitables cuestiones de origen familiar y
de apellido- al hecho de que su modelo político tiene un
mucho de biológico y la monarquía le parece el sistema
más natural, en la medida que es natural (ergo, correcto
y no sólo inevitable) que el pez grande se coma al chico.
En la HISTORIA DE JULIETA (cuarta parte), Sade declara que: "El
reino de las leyes es vicioso" y eso vale para cualquier
tipo de institución. Pero -no se olvide- la monarquía
comparte con la anarquía el hecho de no es un régimen
institucional, sino estrictamente arbitrario y biológico.
Los reyes desde siempre se fabrican en la cama -nadie los elige-
o llegan a serlo a través del asesinato (magnicidio); y
a Sade la institución monárquica le fascina profundamente,
en la medida que le obsesiona lo biológico de la política.
Sade
fue tan ateo en política como en religión y cuando
se prescinde de ese hecho, simplemente, no se le entiende. Nada
hay más contrario al pensamiento sadiano que la esperanza.
El hecho primordial que constituye al mundo es la agresión.
La monarquía, por ser brutal, nos lleva al Estado de Naturaleza;
pero Sade -que habitualmente en sus obras confunde a Rousseau
con Voltaire- no se engaña sobre este particular: el Estado
de Naturaleza nada tiene de bondadoso ni de ingenuo. Como dice
Dolmancé en LA FILOSOFÍA EN EL TOCADOR: "la
crueldad es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza".
O, si se prefiere decirlo así, el Estado de Naturaleza
en Sade es, sencillamente, el crimen.
Si
Sade está contra la política institucional no es
exclusivamente porque él sea un erótico perverso.
No debiera olvidarse que, además, conoce muy profundamente
el aspecto más patético de las cárceles francesas
(de las que ha sido casi inquilino perpetuo), la crueldad del
suplicio, la venalidad de los jueces y el cinismo de las detenciones
arbitrarias de, que destrozan a tantos de por vida. El marqués
jamás dejó de ser un prisionero, no sólo
por razones políticas sino también por su psicología
profunda. La denuncia del orden absurdo e impuesto (la disciplina
arbitraria, el trabajo que sólo pretende "matar"
el tiempo, etc.) aparece repetidamente en sus obras y es obvio
que la ha vivido en sus propias carnes, en la experiencia carcelaria,
pero jamás llega a formular ninguna alternativa -y mucho
menos, liberadora. Como tantos revolucionarios frustrados -si
la expresión "revolucionario frustrado" no es
redundante- él sabe perfectamente lo que no quiera, aunque
no sepa lo que, realmente, quiere.
Tampoco
debiera obviarse la influencia del padre en la obra sadiana. Jean-Baptiste
François Joseph de Sade (1702-1767) marcó a fuego
-sin necesidad de acudir a tópicos psicoanalíticos-
la personalidad de su hijo. Había sido el típico
voluptuoso de la corte de Luis XV (amante de Mlle. du Charolais,
de la princesa de Condé o de Mme de Luxemburg, entre otras)
que, a cierta edad, dio en retirarse a sus tierras de Provenza,
a repintar sus blasones y a escribir textos de moral y apuntes
sobre temas diversos que su hijo guardó toda la vida y
que, al parecer, tenía en gran estima. Los trabajos de
Maurice Lever, exhumando los "Papeles de Familia", nos
muestran que el ambiente donde nace y crece el futuro pornógrafo
era ya -estructuralmente- "sádico". Montesquieu
describe también a Jean-Baptiste como un tipo ridículo,
obsesionado por mantener costumbres que creía feudales,
y en cuya casa de París se padecía un frío
del demonio por pura avaricia del dueño.
Jean-Baptiste
no es otra cosa que un topicazo constante capaz de escribir frases
tan rimbombantes y nimias como: "gozo de una cosa que los
reyes no pueden dar, pues no poseen, la libertad". Ese será
el tipo de escritura sadiana. Pero hay muchos otros elementos
"de familia" en Sade: la obsesión por moralizar
sin venir a cuento, la negación -por vulgar- de todo pragmatismo,
el desprecio hacia el poder político considerado como una
intolerable intromisión en la vida privada, el modelo de
los Antiguos -y de su valor supuesto- exaltado por encima de cualquier
modernidad... todo eso lo encuentra Sade en su círculo
familiar. No por nada la famosa Lauretta de Sade (celebrada por
Petrarca) era una de sus antepasadas medievales. Esa idea de desprecio
intelectual -y fáctica- hacia la costumbre, una concepción
profundamente arraigada en lo pasional, no es, en modo alguno,
revolucionaria, sino producto de su educación feudal -y
ya perfectamente anacrónica en tiempos de Luís XV.
Finalmente,
no puede obviarse que Sade jamás escribió, en sentido
estricto, ningún texto filosófico aunque, implícitamente,
la cuestión de la ley se sitúa en el centro mismo
de casi todos sus libros. En positivo, sobre el tema de la justicia
y la ley, Sade no va más allá de Beccaria. Para
él el objetivo de la ley no es castigar el crimen (quia
pecatum est) sino prevenirlo. Si en su actividad política
defiende -y en ello se mantuvo siempre perfectamente firme- que
hay que erradicar la pena de muerte es porque la cree ineficaz,
pero no sólo políticamente. De hecho vivir es ya,
por si mismo, estar condenado a la pena de muerte. Que la administre
el Estado es una ordinariez, que sólo prueba, por si hiciese
falta, el carácter teológico de la dominación
estatal. Sade ha sido además víctima personal tanto
del terror (en las cárceles) como del Terror en mayúsculas
(es decir, del periodo histórico robespierrista). Pero
ello no le lleva a engaño: habrá leyes en todas
partes, e incluso en el castillo de Silling de LOS CIENTO VEINTE
DÍAS DE SODOMA, donde los cuatro amigos: "trabajaron
en un código de leyes" que fue firmado y comunicado
a los prisioneros esclavizados. En otras palabras: incluso las
orgías necesitan un orden para maximizar el placer. Incluso
la institución del crimen ha de dotarse de una serie de
prohibiciones, cuya violación se sanciona sin piedad. Nada
tiene que ver el Sade de sus textos con el que imaginaron los
surrealistas Sade tiene una auténtica pasión por
el orden. Para decirlo con Huges Chalon:
Las
sociedades libertinas son sociedades de orden en que la crueldad
se da sus propias leyes y se erige en sistema.
Lo que da que pensar filosóficamente es que, en la narración
sadiana, la supuesta aspiración (atea) al gozo absoluto
y a la liberación del cuerpo se ve contrarestada por la
clausura, por el miedo y por la brutalidad del poder, asfixiante
y omnipresente. La racionalización del exceso, su conversión
en sistema, el horror de una razón sin piedad se pueden
contemplar en Sade como en muy pocos autores de la historia de
las ideas. En definitiva, Sade nos cuenta que la liberación
nunca puede ser definitiva y que estructuralmente el poder -cualquier
poder, lo mismo da- nunca dejará de ocuparnos. Por eso
mismo, Sade constituye una lectura decepcionante -en la medida
que no admite ningún tipo de esperanza- pero, al mismo
tiempo, inevitable cuando parece que nos descubre ese tipo de
secretos perversos (no sobre el sexo explícito sino sobre
el poder implícito) cuya propia crueldad sirve para hacernos
más fuertes. Como decía Sollers, en el famoso nº
28 de Tel Quel, usando el rebuscado -y cursi- lenguaje estructuralista:
Sade,
al querer desnudar "razonablemente" hasta en sus raíces
la neurosis constituyente de la humanidad, y al no escribir, por
lo demás, más que para señalar incansablemente
el doblez donde el lenguaje se oculta para nosotros, debe inscribirse
bajo el signo de la perversión.
Lo terrible es que, en Sade, no existe ningún lenguaje
no perverso porque no hay -ni habrá jamás- ningún
lenguaje que no exprese poder. Para Sade es absurdo cualquier
intento de establecer una oposición entre anomalía
y norma. Todas las normas están siempre mostrando, estrictamente,
que el orden (de cualquier tipo) es un absurdo y que la razón
no es más que la otra cara de la anomalía. Por eso
mismo, Sade sólo podrá ser comprendido al llevar
al extremo los ideales de la Ilustración, y específicamente
el programa de Voltaire. Es decir, tomándose en serio las
consecuencias de "aplastar al Infame". Allí donde
Voltaire creía necesaria la crítica a la religión
para extender la racionalidad, Sade observa, y denuncia, que en
las Luces lo que realmente ha llegado a producirse es la emergencia
de un nuevo tipo de sacralidad: la racionalista.
Los
dos elementos que Sade que merecen ser pensados son, por una parte,
su crítica a la religión y, por la otra, su análisis
del poder. Eso no quiere decir que tenga razón -más
bien al contrario, no la tiene en absoluto. Hay en realidad, ciertamente,
formas de religión y modelos de poder que nada tienen que
ver con los que Sade describe. Pero cualquier teoría que
aspire a una sociedad justa (o, cuanto menos, "decente")
debe evitar modos de gobernación despóticos o nihilistas.
Y en ese sentido, el fantasma sadiano (o directamente "sádico")
de cualquier tipo de poder es algo que debe tenerse siempre presente,
ni que sea para intentar conjurarlo. Proscribir una religión
o un poder político que nazca del crimen (el común
denominador de ambas instituciones, según Sade) constituye
una exigencia ética fundamental en cualquier época.
Lo que cuenta Sade es una ficción literariamente mal escrita
(gimnástica y masturbatoria, para ser más concretos);
pero lo que su obra muestra, es decir, la extensión del
poder totalitario (que a él le parece maravilloso y a los
demás siniestro), podría estar sucediendo perfectamente
hoy si la sociedad no se dota de mecanismos para impedirlo.
La
crítica sadiana a la religión se encuentra perfectamente
reflejada en obras breves como el DIÁLOGO ENTRE UN SACERDOTE
Y UN MORIBUNDO, redactado en La Bastilla en 1782, o en FRANCESES,
UN ESFUERZO MÁS SI QUEREIS SER REPUBLICANOS. Como en cualquier
libertino, la "revuelta contra Dios" constituye algo
así como el grado cero de su pensamiento. Pero su ateísmo
no constituye una cuestión privada, el rechazo individual
a la transcendencia, sino que tiene una clara dimensión
política. No bastaría, según Sade, una República
atea, sino que se necesita una República que -una vez liberados
los ciudadanos de la coacción religiosa- también
los libere de (estrictamente) cualquier tipo de coacción
-sexual incluida, obviamente- pues se trata, simplemente, de extender
la libertad de actuar.
El
manifiesto FRANCESES, UN ESFUERZO MÁS... debe ser leído,
según dicen los eruditos, como una sátira de la
obsesión robespierista por la pureza moral. Para Sade,
la República puritana no sería otra cosa que la
expresión, con formas renovadas, de las viejas obsesiones
religiosas. La comunidad virtuosa es un espejismo que oculta el
hecho primordial y cierto: no ha habido, ni podrá haber
República sin violencia y sin insurrección, que
son los auténticos motores pasionales de la actividad humana.
Aparece, sin embargo un dato sorprendente, que ya advirtió
Pierre Klossowski en "Sade, mon prochain": parecería
que, una vez superada la coacción religiosa, los hombres
debieran vivir libres y felices (eso habían dado por supuesto,
en el canon ilustrado, Voltaire o Diderot). Pero ese no es el
caso según Sade; aunque de repente mañana todos
fuésemos ateos, continuaría vigente el miedo, la
coacción, el orden absurdo. El crimen (la muerte del inocente,
en sentido estricto) es celebrado tanto por la religión
como por el poder político, en cualquier tipo de organización
humana (pública o privada) que pudiera ser pensada. El
Mal (en mayúsculas) domina el mundo y no cabe pensar un
lugar sin su existencia. Lo significativo es ser capaz de verlo
cara a cara sin pretender que lo oculten las leyes o la parafernalia
racionalista. Pues, como dirá Saint-Fond en la HISTORIA
DE JULIETA:
Sólo cabezas organizadas como las nuestras saben que
la humillación de ciertos actos de libertinaje sirve de
alimento al orgullo.
El
"derecho a las experiencias prohibidas" es, estrictamente,
el derecho a saber la (escondida) verdad sobre un poder que a
Sade le parece perpetuo e inevitable, aunque se presente transvestido
con nuevos modelos republicanos. La República será,
tan solo, una nueva variedad del "movimiento perpetuo":
no una era feliz de la humanidad, sino un nuevo acto de la tragedia.
Lacan
propuso ver en Sade una especie de pensamiento complementario
al kantiano. (KANT AVEC SADE, - Écrits II). Sin poder seguirle
en todos sus extremos, algo hay de cierto en la idea según
la cual, Kant al consagrar "la separación irreductible
del placer y del deber" realiza un acto sadiano de crueldad,
mientras que Sade aporta un (hasta entonces impensable) nuevo
imperativo categórico, pues lo incondicionadamente bueno
es el placer. La ley, tanto en Kant como en Sade, implica dolor
y crueldad asumida, sin embargo, gozosamente. Aquí debemos
volver sobre lo expuesto: el problema sadiano no consiste tanto
en el hecho de la violencia más o menos gratuita sino en
el de la legitimidad de la ley y de la autoridad.
En
ALINE Y VALCOUR, Zamé resume la empresa en un párrafo
muchas veces citado:
El
gran arte sería el de combinar el crimen con la ley, hacer
de tal manera que el crimen, el que fuese, sólo ofendiera
mediocremente la ley, y que la ley, menos rigida, no se asentase
más que un pequeño número de crímenes.
Y
en LA NOUVELLE JUSTINE, Almani explica que:
El
motivo que lleva a entregarme al mal nace en mi del profundo estudio
que he hecho de la naturaleza. Cuanto más intento sorprender
sus secretos, más la he visto ocupada en dañar a
los hombres. Seguidla en todas sus operaciones, no la veréis
más que voraz, destructiva y maligna, más que inconsciente,
contraria y devastadora.
En
otras palabras, para Sade sexo y poder no son sino las dos caras
del hecho primordial: la extensión del mal y de la violencia
(que algunos pretenden domesticar en vano bajo forma de justicia)
como elemento fundador de toda cosa viva. A Sade ni siquiera le
importa el deseo; lo único que le preocupa es el placer.
El deseo sería todavía un concepto demasiado teológico,
por transcendente, y lo que él pretende es, estrictamente,
hacer imposible cualquier retorno a la idea de Dios. "El
libertinaje -dice en LOS 120 DÍAS...- supone principios
firmes" y, por lo tanto, sería incompatible con un
concepto tan ambiguo y contradictorio como "deseo".
El sistema de la agresión constituye así la regla
de las relaciones sociales. Lo libertino (lo sádico) es,
precisamente, no lamentarlo, sino gozar en la destrucción.
Es lo que Hugues Jallon llama la "sed natural de la destrucción"
(el sentirse extraño a toda piedad) lo que constituye la
prueba suprema del libertinaje.
Por
eso los hombres sadianos viven (y gozan) solitariamente y nada
hay más anónimo y egoísta que la orgía,
como nada hay más brutal que el poder despótico
(el Terror de Robespierre, o la "lettte de cachet" en
el Antiguo Régimen). Gozar es acumular, sin que importe
la utilidad de esa acumulación que -estrictamente- para
nada sirve, pues no es posible intercambiarla con nadie. En el
universo sadiano el "amor" es perfectamente absurdo.
Es claro que, como dice algún personaje de JUSTINE, no
se puede amar lo que se goza (pues, para Sade, el goce lleva a
la destrucción inevitablemente) pero ser un humano es estrictamente
buscar, en la soledad disfrazada de comunidad libertina, ese mínimo
instante de placer orgulloso. El esquema cristiano de caída
y redención es, estrictamente, una falacia antropológica
que Sade denuncia continuamente en todas sus obras por dos razones:
nada puede "redimir" a la materia (pues nada hay fuera
de ella) y -contra la ingenuidad ilustrada -la misma noción
de "progreso" no tiene sentido. Eso que Voltaire o Diderot
llamarían "progreso" no es más que una
forma (perversa) de profundizar en la autodestrucción que
es el designio interno de todo lo humano. 7
Una
vieja canción del difunto rumbero catalán "Gato"
Pérez dice: "Ebrios de soledad, los amigos se encuentran,
se buscan y se sienten". Sade estaría, tal vez, de
acuerdo en que la "ebriedad de soledad" constituye la
condición humana, pero no vería ningún sentido
a la amistad (sólo hay "amigos del crimen" en
su obra) ni al encuentro (pues en la clausura de la orgía
sadiana nadie encuentra ningún tipo de conocimiento -no
es al conocimiento a lo que se aspira en su ficción. Para
Sade, todo encuentro es casual. Y sólo se puede gozar en
(y desde) el sufrimiento -mejor: desde la vejación- de
otro, donde toda amistad se basa en la transgresión consciente
y voluntaria de las viejas reglas -pero no, como hemos visto,
en la anarquía. Si según Rousseau "sólo
los malos están solos", para Sade la soledad, la incomunicación,
el egoísmo original, el orden arbitrario y la supremacía
del poder absurdo constituye la única realidad de la vida.
En definitiva, la bondad no existe o -todavía peor- constituye
un prejuicio. Ese descubrimiento no puede ser más que perturbador.
Por ello una filosofía política debe empezar estableciendo
las condiciones que hagan posible una comunidad en que Sade no
pueda tener razón y donde los ideales ilustrados no parezcan
ingenuos. Ese es, estrictamente, el reto.
BIBLIOGRAFIA:
R.
BARTHES: Sade, Fourier, Loyola.
H. JALLON: Sade, le corps constituant.
P. KLOSSOWSKI: Sade, mon prochain - Le philosophe scélerat.
M. LEVER: Qui suis-je à present...? Sade et la Révolution
francaise