EL
EXPERIMENTO PESIMISTA
Un
artículo de Fernando SAVATER en el 200 aniversario del
nacimiento de SCHOPENHAUER
Publicado en EL PAÍS, lunes 28 de Febrero de 1988
Según
Elías Canetti: “los pesimistas no son aburridos,
los pesimistas tienen razón, los pesimistas son superfluos”.
La primera de estas afirmaciones resulta fácilmente comprobable;
la segunda requiere distingos y matizaciones, la tercera creo
que es rotundamente falsa.
De
que los pesimistas no tienen por qué ser aburridos puede
uno convencerse leyendo a Lucrecio, a Leopardi, a Schopenhauer,
a Mark Twain, a Freud, a Cioran... Nada menos monótono
que la decepción, nada más capaz de renovarse perpetuamente.
La invectiva da inventiva: alancear ilusiones parece servir de
tónico al estilo literario. A la tercera cucharada, el
optimismo resulta empalagoso; el pesimismo, en cambio, es como
esos aperitivos crujientes: te comes uno y ya no puedes parar
hasta acabarte todo el paquete. El caso de Schopenhauer es paradigmático:
introdujo el tema del hastío en filosofía y lo moduló
como nadie, pero en cambio su prosa nunca resulta aburrida. Pero,
en cambio, otros de sus colegas, profesionalmente exaltados y
edificantes, jamás mencionan una noción tan enfadosa,
pero avanzan suscitando irrefutables bostezos.
Los
pesimistas tienen razón, pero no toda la razón ni
todos los pesimistas por igual. Un verdadero pesimista no puede
creer que tiene toda la razón porque sería un exceso
de optimismo por su parte... Forma parte del pesimismo aceptar
que ni siquiera el pesimismo se sostiene por completo. Lamento
decir que rara vez los pesimistas lo han sido tanto como para
aceptar incluso la fragilidad del pesimismo: el admirable Voltaire
es una lúcida excepción a esta regla.
Contrariados
y convencidos
Hay
que distinguir además el pesimismo de fondo del pesimismo
superficial propio del optimista contrariado. Un optimista radical,
que cree que todo en la sociedad “debería”
ir bien, puede parecer pesimista porque atruena el aire con sus
quejas y busca donde sea culpables de que no se cumplan sus expectativas.
El pesimista convencido, en cambio, puede mostrarse razonablemente
optimista en lo cotidiano y agradece que haya de cuando en cuando
algo que no funcione tan mal como la realidad delicuescente impone.
Así
el pesimista absoluto hace relativos optimistas, lo mismo que
el absoluto optimismo desemboca en un pesimismo de hecho. Basta
recordar el caso de Leibniz, que a fuerza de optimismo sostuvo
la más pesimista de todas las teorías: ¡que
éste sea el mejor de todos los mundos posibles! Ningún
pesimista se atrevió a decir tanto.
Pero,
desde luego, el pesimismo no es superfluo. Gracias a él,
nuestras doctrinas y nuestros proyectos se someten finalmente
a la escala humana. Sin pesimismo no hay materialismo que valga,
ni el cuerpo es tratado justamente por el imperio teorético.
Es
la raíz pesimista lo que presta seriedad y verosimilitud
terrena al parcial optimismo. Antes de llegar a la piedra filosofal,
los alquimistas medievales tenían que someter sus experimentos
a la fase de “nigredo”, al momento de concienzuda
negrura sin la cual jamás alcanzarían el brillo
posterior.
Reflexión
filosófica
Lo
mismo ocurre con la reflexión filosófica. Personalmente
tengo mi “experimentum crucis” para averiguar si alguien
ha nacido para filósofo o para profesor de filosofía:
si no ha sentido nunca curiosidad por Leopardi, opina que Schopenhauer
es más literato que pensador (o es un pensador para literatos)
y dice que Cioran no hace más que repetir lo que todo el
mundo ya sabe, catedrático tenemos. Es un sabio de los
de a pie de página, cree en las virtudes redentoras de
la jerga especializada y lo más profundo y personal que
se le oirá serán siempre glosas al BOE [Boletín
Oficial del Estado]
Yo
me quedo con los pesimistas: no soy lo suficientemente pesimista
como para privarme también de ellos.