ARTHUR
SCHOPENHAUER: UNA INTRODUCCIÓN
REGLA Nº 49: La definición de “existencia
feliz” sería: una existencia tal que, vista objetivamente,
o (porqué aquí importa un juicio subjetivo) según
una reflexión fría y madura, sería decididamente
preferible al no ser. Del concepto de una tal existencia se sigue
que la queremos por ella misma, pero no solamente por el miedo
a la muerte, y de ello se sigue, a su vez que quisiéramos
que fuera de duración infinita. Si la vida humana se adecua
o puede adecuarse al concepto de una tal existencia es una pregunta
que, como se sabe, mi filosofía niega (...)
Arthur
SCHOPENHAUER: El arte de ser feliz. Explicado en 50 reglas para
la vida.
Con algunos filósofos sucede que producen resistencias
emocionales: gustan o no gustan. O tal vez sus hipótesis
conceptuales sólo pueden arraigar en los lectores cuando
“estamos preparados” para escuchar lo que nos dicen,
es decir, si hemos tenido algún tipo de experiencia más
o menos homologable a la situación desde la cual ellos
reflexionen. Conste que “no estar preparados” no debe
ser considerado algo necesariamente malo: no entender a un filósofo
por no haber pasado por las situaciones desde la que él
reflexiona puede ser (y muchas veces es) efectivamente una suerte.
En definitiva, ante algunos filósofos –pesimistas,
herméticos...-, deberíamos preguntarnos si tenemos
alguna opción a comprenderlos. Porque ellos, desde luego,
no nos van a ayudar en el camino. Muchas veces ni siquiera escriben
de una manera lo suficientemente clara. Escribir mal y hablar
mal en filosofía, como en la vida, acostumbra a ser un
pésimo indicio sobre el valor de una teoría. En
el caso de ese tipo de filósofos la pregunta por su misma
legitimidad es tan necesaria que, antes de introducirse en su
obra, conviene dedicar una especie de prolegómenos a justificar
si tienen una entidad suficiente como para dedicar tiempo a leerlos.
En
la historia de la filosofía, ser considerado como un filósofo
menor, un “ya no” (ya no Voltaire/Goethe/Humboldt)
pero también como un “todavía no” (pongamos
por caso, todavía no Nietzsche/Freud), dificulta obviamente
una comprensión autónoma del pensamiento de muchos
autores porque no se les lee en función de ellos mismos,
sino por lo que aportan a otros. Eso sucede con Schopenhauer y
con algunos otros pensadores de su mismo tiempo o algo posteriores
(como Feuerbach, por ejemplo), que en las escuelas –suponiendo
que alguien los recuerde todavía– sólo se
explican a guisa de “influencia de fulanito sobre la obra
de menganito”. Hay que empezar a leer a Schopenhauer asumiendo
que algunas preguntas son previas, necesarias y un muy mucho pertinentes.
¿La filosofía de Schopenhauer es una teoría
substantiva del pesimismo existencial o, tal vez, habrá
que situarlo, al modo académicamente consolidado, sólo
como un antecedente de Nietzsche y Freud? ¿Puede leerse
Schopenhauer por si mismo, o es sencillamente el eslabón
ochocentista de una cadena que empieza con los moralistas franceses
del XVII y termina –de momento, por lo menos– en Cioran?
Lo
fácil es rememorar a Schopenhauer como un “hacedor
de frases” y como el hombre que sostuvo que la realidad
es siempre peor de lo que se piensa. Lo difícil es seguirlo
por la intrincada senda de su análisis del dolor del mundo
(algo que tal vez por razones psicológicas sólo
acostumbran a hacer los muy jóvenes o los demasiado viejos).
Se olvida casi siempre, además, que Schopenhauer fue también
un filósofo “académico”, si palabra
tal fuese sinónimo de riguroso (que no es el caso en demasiadas
ocasiones). Y fue, además, el único filósofo
alemán que había viajado lo suficiente por una Europa
(Francia, Inglaterra, Italia...) que los autores alemanes de su
época sólo conocían por lecturas, de manera
que está bastante curado de una cierta mirada ingenua sobre
el progreso. A la hora de valorar su aportación, no debiera
pasarse por alto tampoco que Schopenhauer fue el primer filósofo
occidental a integrar en su pensamiento la sabiduría de
los Upansihads –y que la fórmula “tat twam
asi” [“tu también eres eso”] le llevo
a situar la idea de la piedad como signo de la comunidad del sufrimiento
en el corazón de su concepción moral.
La
metáfora del puercoespín
Con
su conocida metáfora del puercoespín, el propio
Schopenhauer indicó cuál es la distancia justa para
situarse ante las cosas humanas (y también para acercarse
a su obra, evidentemente). En un frío día de invierno,
una manada de puercoespines se junto para resguardarse de la helada
gracias a su propio calor, amontonándose unos encima de
otros. Pero sucedió que se pincharon entre ellos haciéndose
sangre y tuvieron que separarse rápidamente, con lo que
otra vez sintieron frío. Así entre el peligro de
morir de frío o de hacerlo por el dolor que se infringían
mútuamente con sus espinas, acabaron encontrando la distancia
correcta: la que no pide ni intimidad ni alejamiento, la que no
nos convierte en solidarios a la violeta ni nos lleva a desentendernos
por el dolor de los otros.
Eso
que Schopenhauer no es
Contra
lo que generalmente se repite en tantos libros, Schopenhauer no
se inscribe en la tradición de la “filosofía
popular”, sino en la universitaria, aunque fracasara en
el intento cuando en 1820 propuso un seminario en la Universidad
de Berlín sobre –ni más ni menos– “El
conjunto de la filosofía o la doctrina del mundo y del
espíritu humano”... que, encima, profesaba a la misma
hora de las lecciones de Hegel. Schopenhauer fue el primero, por
ejemplo, en caer en la cuenta de la contradicción entre
las ediciones A y B de la “Crítica de la Razón
pura” kantiana. Pero fijémonos en un libro de texto
perfectamente clásico y de referencia en el ámbito
hispánico: “El pensamiento alemán de Kant
a Heidegger” de Eusebi Colomer (Ed. Herder, Bcn.) No le
otorga siquiera un capítulo propio. Es un misterio de la
voluntad perdida...
La
posteridad de Schopenhauer resulta así un tanto compleja:
filósofo–para–literatos (o, por lo menos, filósofo
de cabecera para “mi” novelista del XX: Thomas Mann,
para Proust o para tantos otros), y filósofo “recurso
último” en momentos especiales y complejos de la
vida... Ya había dicho La Rochefoucauld que: “El
ingenio nos sirve a veces para cometer osadas tonterías”
(Máximas, nº 415) ¿Ha sido éste el destino
de Schopenhauer?
Para
no entender nada, o casi nada, de Schopenhauer, lo mejor –es
decir, lo peor– es creerse el pretencioso libelo (o “Consideración
intempestiva”) que Nietzsche tituló “Schopenhauer
como educador”. A la búsqueda de un padre espiritual
y de un biotipo que no era para nada el suyo, Nietzsche erró
en magnificar un aislamiento que nunca fue tal y una independencia
intelectual o moral que no existió jamás.
No
nos debería desorientar, por lo demás, el hecho
de que el anciano filósofo cascarrabias reconstruyese una
biografía más acorde con su imagen última
(ese famoso daguerrotipo, donde aparece mefistofélicamente
sonriente un viejo con el rostro surcado de arrugas, y con el
pelo desordenado ya definitivamente cano). Schopenhauer fue también,
aunque se olvide, un joven orondo y de pelo negro. En el famoso
daguerotipo aparece como un rentista lo suficientemente cínico
como para reírse también de sí mismo y, por
qué no, también un solitario –pero de los
que nunca valdrán para ermitaños. Pero hay algunos
retratos “juveniles” que lo presentan como un esnob
gordito, un poco soñador, pasado de lecturas y que, en
mi modesta opinión, lo reflejan mucho mejor desde el punto
de vista espiritual. Schopenhauer tenía construido todo
un sistema filosófico desde antes de los treinta años,
cosa extremadamente rara en el ámbito del pensamiento–
y su filosofía debería ser analizada desde lo que
conceptualmente pretendió ser: una alternativa al kantismo
y a la necesidad de replantear la metafísica.
El
reaccionario
Urge
superar la imagen de un Schopenhauer rentista que vive retirado,
dedicado a escuchar ópera, a traducir Calderón de
la Barca y Gracián y a glosar la filosofía hindú.
Es esa una imagen retórica y de ópera bufa que él
mismo alentó y muy propia (demasiado propia) de la reescritura
de su personaje llevada a cabo tras el fracaso de las revoluciones
de 1848 cuando se encontró, casi por azar, en una tesitura
histórica para la que no estaba preparado: la de encabezar
el pensamiento reaccionario y el patrioterismo germánico,
en “gran estilo”.
Schopenhauer
no debe etiquetarse automáticamente como un reaccionario,
sino como alguien que conoce muy bien las contradicciones de la
revolución francesa (se las había oído contar
de viva voz a Goethe, uno de los amantes de su señora madre)
y que sabe, por tanto, que en todo Robespierre anda escondido
un Napoleón y, en consecuencia, no está por la labor
de creer en ninguna filosofía de la historia. Es, además,
un filósofo que ha viajado y eso cura de cualquier enfermedad
pangermánica y evita caer en el pensamiento desiderativo.
De hecho, llegar a la conclusión antileibniziana de que
vivimos en el peor de los mundos posibles es el lenitivo imprescindible
para el deseo.
Teniendo
en cuenta que la filosofía alemana del XIX se basa en la
más brutal apología de las pasiones, y en intentar
lograr desde el ámbito del autodominio moral lo que no
se ha logrado desde la política, la crítica del
deseo debe ser muy tomada en cuenta. Como dice el tópico,
Francia hizo la revolución y Alemania –que no pudo
hacerla– la pensó. Eso obligaba a toda una generación
(la de la primera mitad del siglo XIX) a situarse en un ámbito
realmente muy complicado, justificando una sentimentalidad sublimoide
o un moralismo represivo extremo. Evidentemente, la filosofía
de Schopenhauer no resulta válida para este juego autocompasivo.
Schopenhauer
no es nuclearmente un filósofo reaccionario excepto si
uno está dispuesto a aceptar que lo progresista fuese la
defensa del Estado Hegeliano –así en mayúsculas–
como demiurgo de la Razón. Pero esa es una interpretación
que resulta ingenua a la vista de lo aberrante que llegó
a ser el hegelianismo político. Se observará que
Schopenhauer no está a favor del Estado sino (y no para
fastidiar) de la policía: es decir de un orden burgués,
provisional y confortable, y que nunca cayó en la trampa,
luego muy socorrida por los totalitarismos, de creer en una “racionalidad”
estatal. Schopenhauer no es lo suficientemente pesimista como
para creer que un Estado (o un Dios transfigurado de racionalismo
moral) pueda salvarnos de nosotros mismos.
Schopenhauer
conocía suficientemente por dentro la sociedad alemana,
todavía provinciana, austera y prudente, como para carcajearse
ante la simple posibilidad de que el “Espíritu”
pueda encarnarse en algo tan peregrino como la monarquía
prusiana o el culturalismo de Weimar. Su padre, Heinrich, había
salido huyendo de Danzig –hasta entonces una ciudad libre–
cuando en 1793 fue anexionada por Prusia; y el filósofo
había pasado dos años de la primera adolescencia
en Francia, concretamente en Le Havre, que siempre recordó
como los más felices de su vida. Además leía
en inglés. Con esos antecedentes es difícil imaginar
que su obra fuese a constituir un canto al prusianismo militarista
con el que como es sabido, coquetearon en uno u otro momento tanto
Hegel como Fichte o Schelling. Si alguien quiso ser cosmopolita
y poco “germánico” (tan poco como para traducir
a Gracián!) ese es nuestro filósofo.
Para
Schopenhauer, como para Kierkegaard o (mucho antes) para Pascal,
la política es algo que sucede a un nivel tan poco teórico
que, simplemente, debemos soportarla con el mismo gesto de fastidio
que uno pone cuando en la calle chirrían los frenos de
un coche o nos martillean con una música estridente o con
cualquiera otra algarabía desconsiderada. Existe lo político
y negarlo parece ingenuo; pero no recubre ningún “secreto”,
como supondrán después sus presuntos herederos en
la filosofía de la sospecha (el el fondo demasiado ilustrados
aún, aunque sea por la vía voltaireana). Lo político
–cree Schopenhauer– es, como mucho, un azar, una expresión
de la voluntad que, como todo lo excesivo, no puede más
que acabar en el fracaso. Lo importante está en otra parte.
Inevitables
influencias
En
su edición castellana de “Sobre la filosofía
universitaria” (Nathan, València, 1989) Jesús
Hernàndez i Dobon ya mostró que sus debates se centran
en la herencia del kantismo y que, cuanto hay en él de
cosmopolita ilustrado es, por lo menos, tanto como lo que hay
de subjetivista y de pesimista. Los temas de Schopenhauer son
los de Schleiermacher, Fichte o Humbold, aunque sus respuestas
sean, ciertamente, muy alejadas de las que ellos propusieron.
Cierto es que Schopenhauer constituye exactamente lo contrario
de un ilustrado y que su tesis central: el pesimismo de la carne,
la sumisión final de la voluntad a la naturaleza, es incompatible
con la creencia ilustrada en el progreso. Pero la importancia
que los ilustrados dieron a lo “orgánico” (sin
la que no se entienden ni Voltaire, ni Montesquieu, ni Diderot)
es también uno de los ejes del filosofar schopenhauriano.
Para
entender a Schopenhauer (o por lo menos para entender la lectura
de Schopenhauer que proponemos aquí) es necesario pasar
por dos únicos autores, que son, por demás, los
grandes ejes del pensamiento alemán de fines del XVIII:
Goethe, con su idea de la “protoplanta” (ese núcleo
originario del que todo emana) y Kant, con su obsesión
por el mundo nouménico que nos acompaña fantasmagóricamente
para recordarnos que lo formal es condición de lo empírico.
En
su “Viaje a Italia” Goethe había tenido la
visión una planta originaria de la que surge toda forma
de vida. Esa intuición de la existencia de un núcleo
vital primario del que deriva todo lo demás y de cuya energía
deriva toda otra forma viva acompañó a Goethe a
lo largo de toda su obra (piénsese en el descenso de Fausto
hacia las “madres del ser”, continuidad y reelaboración
de esa intuición básica). Pues bien, Schopenhauer
cree haber visto también un principio vital de fuerza ontológica,
creador de todo cuanto somos: arraiga en cada uno de nosotros
y se llama “voluntad”. El lugar de la “protoplanta”
en Goethe lo ocupa la “vida” que Schopenhauer entiende
como unidad de lo existente. La voluntad contiene y derrama vida.
Y
algo semejante podríamos decir de su replanteamiento del
“noumeno” kantiano que Schopenhauer traduce también
como “voluntad” (y que el schopenhauriano Freud identificará
mucho más tarde como “sexo”). Si el noumeno
kantiano resultaba incognoscible es porque se lo buscaba donde
no está: no es posible llegar a él por deducción
transcendental o por ningún otro artificio conceptual.
Más bien al contrario es por la voluntad que se hace posible
todo lo demás.
Ese
cruce de influencias Goethe/Kant es central. El punto de partida
de la reflexión será siempre kantiano (distinción
fenómeno [apariencia] / noúmeno [esencia - ser en
sí]) pero en Schopenhauer ese “algo” ontológico
y constitutivo no es, para nada, algo que deba permanecer ignoto:
puede nombrarse, describirse y analizarse como “voluntad”
y constituye, como la protoplanta goethiana, la esencia misma
del cosmos. Conviene matizar que la voluntad no quiere “nada”
en el sentido que no quiere nada en concreto que no sea su propia
expansión y su propia continuidad. Nada hay en la materia
si se busca en ella un plan o un objeto. La voluntad vendría
a ser el motor de la materia –y el amor, como el sexo o
como todas las otras pasiones–, no sería otra cosa
que un epifenómeno de la voluntad.
Otros
autores además de Goethe y Kant dejaron su huella en Schopenhauer.
Pero Gracián, La Rochefoucauld, la filosofía hindú,
e incluso su crítica al idealismo alemán, son puntos
de llegada, nunca influencias previas. Convendría no olvidar
que nada hay más alejado de un “moralista”
en filosofía que la moral tal como se entiende habitualmente.
Un moralista no puede ser jamás moralizante sin negarse
a sí mismo. Si el estilo del mejor Schopenhauer es voltaireano,
su intención será des/engañar o incluso provocar
– se le puede atribuir cualquier intención, la que
sea, excepto resultar edificante e ilustrado. Nada más
absurdo para él que creer en la ilustración como
panacea. El cerebro del hombre y la estructura ontológica
de la realidad no cambiarán nunca. El hombre es el mismo
de siempre, un mamífero agresivo, y resulta ingenuo creer
que va a “convertirse” a la racionalidad y a la armonía
cuando la fuerza y el desorden son características nucleares
de la voluntad.
Schopenhauer
no es lo que generalmente se entiende por un “moralista”
porque valora demasiado la individualidad o, para ser más
exactos, la fuerza de la voluntad que se hace presente en la subjetividad,
(de hecho lo que reprocha a Hegel es que su sistema aniquila y
asfixia la vida real y contradictoria de los individuos). Pero
al mismo tiempo se encuentra con la paradoja de que la voluntad
no es algo exclusivamente mío sino que todo lo que vive
está animado por esta fuerza. Lo que existe, pues, es la
voluntad. Lo demás no constituye sino apariencia, o en
su vocabulario, “representación”.
Ese
es el drama mismo de lo schopenhauriano: por una parte existe
el individuo y su diferencia. Por otra parte esa diferencia no
tiene la significación que subjetivamente quisiéramos
creer: Schopenhauer cree saber que en el amor ni siquiera se está
haciendo referencia al sexo sino a algo mucho más telúrico
y profundo: a la reproducción y a la continuidad de la
vida. El hombre tiene voluntad de permanencia, pero –en
realidad– lo único que existe es la vida y, por lo
tanto, cualquier anhelo de la voluntad no es más que un
disfraz mal disimulado de la fuerza ciega que jamás conseguiremos
cabalgar.
“El
mundo como voluntad y representación”
“El
mundo como voluntad y representación” es el título
del único gran libro de Schopenhauer, aunque esa gran obra
en cuatro partes, regularmente aumentada sea poco agradecida en
su lectura y resulta mucho más fácil iniciarse desde
cualquiera de las múltiples antologías de “Parerga”,
algunas de las cuales ya elaboradas en vida del autor.
La
filosofía de Schopenhauer parte de la distinción
kantiana entre la cosa en sí y el fenómeno, como
ya hemos dicho. Pero la cosa en sí se convierte en él
en “voluntad” a condición de no entender como
voluntad la facultad interior y demasiado humana de decidir que
el término designa habitualmente. Voluntad es una fuerza
natural que se manifiesta en todo lo que existe, desde la manzana
que cae hasta el movimiento de los planetas pasando por los seres
humanos. La voluntad como rasgo psicológico sólo
es una de sus manifestaciones, perfectamente superficial si cabe
decirlo. De ahí que muchas veces Schopenhauer escribiese
Voluntad con mayúsculas.
Ya
hemos dicho que la voluntad nada quiere. O mejor sería
decir que se quiere a sí misma. Sólo la mueve su
propia perpetuación. Por eso el concepto que sirve para
entender como ella mueve cosas es el de “representación”.
Representación es la imagen que el ser humano se hace de
la voluntad a través del prisma (distorsionado) del propio
pensamiento. A diferencia del fenómeno en Kant, la voluntad
schopenhauriana no tiene ningún valor de verdad. La representación
es siempre ficción, como es ficción el amor (el
sexo) que sólo encubren la reproducción. La representación
es “velo de Maya” (el nombre hindú de la ficción
y el símbolo de la muerte).
Y
de ahí el propio fracaso de la voluntad: aunque la voluntad
exista y se manifieste en el ciclo perpetuo del retorno, la muerte
es también el testimonio de la final impotencia de la voluntad
en las cosas. Entre la desgracia y la felicidad no hay simetría
posible. La felicidad es inconsciente: sólo la reconocemos
cuando la hemos perdido. La desgracia, la miseria, se hace patente
en cambio con mano de hierro en todo lo que existe y en la brutalidad
misma de la vida. Y lo mismo sucede con el dolor y el placer,
que engendra de inmediato el aburrimiento cuando dura demasiado.
Sólo la muerte, la paradójica última expresión
de la miseria, nos libera del ciclo. El mundo es un valle de lágrimas
y, sin embargo, Schopenhauer condena el suicidio como una afirmación
demasiado fácil y demasiado primaria del querer vivir.
Sólo
hay dos medios para arrancarse a la absurdidad de las cosas: la
moral que nos lleva a reconocer la identidad de todos los seres
(unidos por la cadena del nacer y del perecer) y, por lo tanto,
a sentir una piedad por todo lo vivo y el arte que nos permite
una evasión parcial entre el dolor del mundo.
El
arte
En
la filosofía de Schopenhauer el arte (esencialmente la
música) y la estética en general son mucho más
que un simple apartado. Mediante el arte el hombre se libera del
querer-vivir que nos ata al mundo como a un banco de una galera.
El arte posee la maravillosa capacidad de metamorfosear el mundo
en ideal.
Mientras
que Kant y Hegel habían situado la poesía como arte
supremo porque es el que hace un uso creador del lenguaje, en
cambio el arte supremo para Schopenhauer es la música porque
es pura abstracción y ni siquiera necesita palabras para
expresar la belleza. La música es una presencia directamente
manifestada, que no necesita ser traducida a formas y ni siquiera
expresa la Voluntad; escapa así a la representación
que es la limitación de las artes plásticas. Situarse
más allá del lenguaje y no representar nada (lo
que sólo lograría la música o la mística)
es la única manera de escapar a la Voluntad. Wittgenstein,
más que Nietzsche, intentará explorar ese camino.