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ARTHUR SCHOPENHAUER Y LOS PUERCOESPINES

 

 

Vincent VALENTIN

 

En invierno los puercoespines se encuentran aquejados por dos sufrimientos. O bien se alejan unos de otros y padecen frío. O bien se juntan unos con otros para mantener el calor y se clavan las espinas que les destrozan las carnes. Buscan, pues, una situación intermedia aceptable entre la soledad helada y la proximidad hiriente. Mediante esta fábula, Arthur Schopenhauer (1788-1860) resume de una manera sencilla uno de los aspectos importantes de su pensamiento. Como los puercoespines en invierno, los hombres se encuentran, según él, empujados los unos a los otros por «la necesidad de la sociedad surgida del vacío y de la monotonía de su propio interior (...) pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia intermedia que terminan por descubrir y en la cual la vida en común se hace posible, consiste en la cortesía y las buenas maneras».

Friedrich Nietzsche veía en el texto el estado de espíritu de una sociedad devenida vulgar y niveladora. Sigmund Freud apreciaba la parábola en que reconocía su propio escepticismo en lo tocante al proceso de civilización, necesario pero productor de neurosis. Tal vez no sea casual que tuviese en su mesa de trabajo un pequeño puercoespín como pisapapeles.

Para Arthur Schopenhauer este ejemplo ilustra la idea, recurrente en su obra, según la cual la vida: «oscila como un péndulo de derecha a izquierda, entre el sufrimiento y el aburrimiento»; lo mismo sucede con el amor en que uno –el que desearía aproximarse– sufre, mientras que el otro, indiferente, se aburre. Cada uno de nosotros duda necesariamente entre ambas miserias. De un lado, la soledad en que el hombre, animal social, se consume. Del otro, el juego social, en que lo que Schopenhauer denomina el «querer vivir», nos empuja a fin de satisfacer nuestros deseos, pero donde no encuentra mucho en que expandirse. En un mundo que es «el peor de los mundos posibles», las penas prevalecen sobre las alegrías. La vida en sociedad multiplica los deseos y, en consecuencia, las frustraciones.

El sufrimiento es redoblado por la conciencia que la «voluntad» no sólo nos somete sino que no tiene razón de ser. Actuamos sin saber verdaderamente porqué, obedeciendo a un instinto nunca pensado. El absurdo se hace trágico: no tan solo no tiene ningún fundamento, sino que actuamos como si lo tuviese. La vida en sociedad nos obliga a tomar en serio un juego absurdo y penoso.

¿Estamos condenados a la fría soledad, a la ilusiones sociales o a la mediocre «cortesía»? No, porque existe una alternativa que aparece al final de la parábola: «el que posee en sí mismo una gran dosis de calor interior, prefiere alejarse de la sociedad para no causar contrariedades ni sufrirlas». Preferir la soledad, pues, pero a condición de neutralizar la propia voluntad, de negar el querer-vivir y la propia individualidad. Sólo la filosofía y la contemplación estética permiten comprender la vanidad de la existencia. Ambas liberan de los instintos gregarios, de los deseos vanos y nunca satisfechos. Sin embargo la sabiduría que de ello resulta es negativa: no se trata de felicidad, sino de la simple capacidad de no sufrir. Del sosiego –cuando no se notan ni los pinchazos ni el frío– más que de la felicidad.


«Philosophie Magazine»; nº 13, octubre 2007.

 

 

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