ALEXIS DE TOCQUEVILLE:
LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA
Capítulo VIII (2ª parte, 1840)
Como frenan los americanos el individualismo con el principio del interés bien entendido .
En 1831, Alexis de Tocqueville, que se definía como "demócrata de cabeza y aristócrata de corazón" hizo un viaje de nueve meses por los Estados Unidos a partir del cual escribió LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA (1º vol, 1835, 2º vol, 1840) uno de los textos básicos del liberalismo y uno de los primeros libros de sociología política. Buena parte del desprecio de Mill por las masas proviene de la influencia de Tocqueville. [R. A.]
Cuando el mundo era regido por un pequeño número de individuos poderosos y ricos, estos gustaban de formarse una idea sublime de los deberes del hombre; se complacían en afirmar que es glorioso olvidarse de sí mismo y que conviene hacer el bien desinteresadamente, como Dios mismo. Tal era la doctrina oficial de aquella época en cuestión moral.
Dudo que los hombres fueran más virtuosos en los siglos aristocráticos, pero es cierto que en ellos se hablaba insensatamente de la belleza de la virtud, sólo en secreto se estudiaba por qué era útil. Pero, a medida que la imaginación vuela más bajo y cada uno se concentra en sí mismo, los moralistas se asustan ante la idea del sacrificio y no se atreven a aconsejarle al espíritu humano; se limitan, pues, a averiguar si la ventaja individual de los ciudadanos no consistirá en trabajar por el bien de todos, y, cuando han descubierto uno de esos puntos en que el interés particular viene a coincidir con el interés general y a confundirse con él, se apresuran a sacarlo a la luz; poco a poco se van multiplicando otras observaciones semejantes. Lo que no era más que una observación aislada se convierte en doctrina general, y al final se cree percibir que el hombre, al servir a sus semejantes, se sirve a sí mismo, u que su propio interés consiste en hacer el bien.
Ya hice ver en distintos pasajes de otra obra que los habitantes de los Estados Unidos sabían casi siempre ligar su propio bienestar al del sus conciudadanos. Lo que ahora quiero destacar es la teoría general con cuya ayuda lo consiguen.
En los Estados Unidos no se suele decir que la virtud es bella. Se afirma que es útil, y se demuestra cada día. Los moralistas americanos no pretenden que haya que sacrificarse a los semejantes porque sea hermoso hacerlo; pero dicen sin ambages que esos sacrificios son tan necesarios al que se los impone como a quien aprovechan.
Han adquirido conciencia de que en su país y en su época el hombre es llevado hacia sí mismo por una fuerza irresistible y, al perder la esperanza de contenerla, no se ocupan ya sino de guiarla.
No niegan, pues, que cada hombre tenga derecho a buscar su interés, pero se esfuerzan en demostrar que el interés de todos en particular consiste en ser honrados.
No voy a entrar ahora en el detalle de sus razones, pues ello me apartaría de mi tema. Me limitaré a decir cuáles han convencido más a sus conciudadanos. Hace tiempo dijo Montaigne: "Aun cuando yo no siguiera el camino recto por su rectitud, lo seguiría por haberme demostrado la experiencia que a fin de cuentas es comúnmente el más acertado y el más útil".
La doctrina del interés bien entendido no es nueva, por lo tanto; pero ha sido admitida de manera general por todos los americanos de nuestros días. Se ha hecho popular, se encuentra en el fondo de todas las acciones y de todos los discursos; y tanto en los labios del pobre como en los del rico.
La doctrina del interés es mucho más burda en Europa que en América; pero al mismo tiempo está menos extendida, y, sobre todo, ofrece menos ejemplos, fingéndose por ella una devoción que no se siente.
Por el contrario, los americanos, se complacen en explicar mediante el interés bien entendido casi todos los actos de su vida. Se complacen en demostrar que un sensato egoísmo les lleva sin cesar a ayudarse unos a otros y les predispone a sacrificar en bien del Estado una parte de su tiempo y de sus riquezas. Creo que a menudo no se hacen justicia en esto, pues en los Estados Unidos, como en cualquier otra parte es frecuente ver a los ciudadanos abandonarse a impulsos desinteresados e irreflexivos naturales al hombre; pero a los americanos no les gusta reconocer que ceden a esa clase de movimientos, y prefieren ensalzar a su filosofía antes que a ellos mismos.
Podría detenerme aquí sin intentar juzgar lo que acabo de exponer sirviéndome de excusa la gran dificultad del asunto. Pero no quiero aprovecharme de ella y prefiero que mis lectores rehusen seguir viendo claramente mi propósito, antes que dejarles en suspenso.
El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No persigue grandes fines, pero logra alcanzar sin excesivo esfuerzo lo que pretende. Como quiera que está al alcance de todas las inteligencias, todo el mundo la comprende fácilmente y la retiene sin trabajo. Adaptándose a maravilla a las flaquezas de los hombres, obtiene fácilmente sobre ellos un gran imperio que no le es difícil conservar, ya que vuelve el interés personal contra sí mismo y se sirve, para guiar las pasiones, del aguijón que las excita. La doctrina del interés bien entendido no provoca devociones extremadas, pero cada día sugiere pequeños sacrificios. Por sí sola no es capaz de hacer virtuoso a un hombre, pero si de formar gran número de ciudadanos ordenados, sobrios, moderados, previsores, dueños de sí mismos; de modo que, si no conduce directamente a la virtud por la voluntad, se le acerca imperceptiblemente a través de los hábitos que inculca.
Si la doctrina del interés bien entendido llegara a dominar enteramente el mundo moral, las virtudes extraordinarias serían indudablemente más raras. Pero creo también que serían menos comunes las depravaciones más groseras. La doctrina del interés bien entendido quizá impida a ciertos hombres elevarse sobre el nivel ordinario de la humanidad; pero otros muchos que caerían por debajo se mantienen gracias a ella. Si sólo consideramos algunos individuos, los rebaja; pero si contemplamos la especie, la eleva.
No tengo inconveniente en afirmar que la doctrina del interés bien entendido me parece, de todas las teorías filosóficas, la más adecuada a las necesidades de los hombres de nuestra época y que la veo como la más firme garantía existente contra ellos mismos. Hacia allí, pues, debe dirigirse principalmente el espíritu de los moralistas de hoy. Aun cuando la juzguen imperfecta, deben adoptarla como necesaria.
A fin de cuentas, no creo que haya más egoísmo entre nosotros que en América; la única diferencia es que hay allí un egoísmo cultivado y aquí no. Todo americano sacrifica una parte de sus intereses particulares para salvar el resto. Nosotros queremos conservarlo todo, y con frecuencia todo se nos escapa.
Sólo veo a mi alrededor gentes que parecen querer enseñar cada día a sus contemporáneos, con su palabra y su ejemplo, que lo útil jamás es deshonesto. ¿Será posible que no encuentre a nadie que pretenda hacerles ver como puede ser útil lo honrado? No hay poder en la tierra capaz de impedir que la creciente igualdad en las condiciones sociales lleve al espíritu humano hacia la búsqueda de lo útil, y que no predisponga a cada ciudadano a encerrarse en sí mismo.
Es de prever, pues, que el interés individual se irá convirtiendo cada vez más en el principal, si no en el único móvil de las acciones de los hombres; pero falta saber como entenderá cada hombre su interés individual.
Si los ciudadanos, al hacerse iguales, permanecieran ignorantes y toscos, resultaría difícil prever hasta qué exceso de estupidez podría conducirles su egoísmo, y no sería fácil anticipar en qué vergonzosas miserias se sumergirían ellos mismos por miedo a sacrificar algo de su bienestar a la prosperidad de sus semejantes.
No creo que la doctrina del interés, tal como se predica en América resulte evidente en todos sus puntos; pero al menos encierra numerosas verdades, y tan evidentes que basta con educar a los hombres para que las vean. Educadlos, pues, a toda costa; porque el tiempo de las creencias ciegas y de las virtudes instintivas huye ya de nosotros, y veo aproximarse aquel en que la libertad, la paz pública y el orden social mismo no podrán existir sin la cultura.