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RAÍCES INTELECTUALES, CULTURALES Y AFECTIVAS DEL FASCISMO

 

 

El fascismo despreciaba de una manera muy obvia a los ‘cabeza de huevo’ intelectuales, pero eso no significa que no hubiese un caldo de cultivo ideológico muy evidente en el movimiento. Los fascistas leían y tanto Mussolini como Hitler (aunque bastante menos) fueron grandes lectores. Timothy W. Ryback incluso explica en LOS LIBROS DEL GRAN DICTADOR (Barcelona: Destino, 2010), dedicado al análisis de la biblioteca de Hitler que en 1930 el mayor gasto deducible de impuestos de Hitler (tras los gastos personales y los viajes políticos) fue el de su biblioteca: 1.692 marcos en 1930.

Hay multitud de autores significativos en la estela intelectual del nazismo. Algunos hoy son casi ignorados o de lectura farragosa e insípida. Incluso el propio Hitler consideraba ‘impenetrable’ EL MITO DEL SIGLO XX de Rosemberg y aunque un ejemplar de la obra lleve el ex libris de Hitler, éste nunca leyó más allá de algunas paginas (y rehusó que el libro se publicase en la editorial del partido). Hitler era también un buen lector sobre temas de magia, brujería y ocultismo, cuya influencia en algunas tesis un tanto paranoicas del nazismo no pude ser pasada por alto. Y obviamente conocía los clásicos del pensamiento racista, incluidos los norteamericanos Henry Ford y Madison Grant. Pero quedarse en ese nivel sería ingenuo, porque significaría creer que Hitler o Mussolini era subculturales, lo cual es estrictamente falso. Marx, Nietzsche, Le Bon, Vilfredo Pareto y Georges Sorel fueron también lecturas recurrentes y sus escritos (sobre el fondo de la música de Wagner) están en el origen intelectual del fascismo.  

Friedrich Nietzsche (1844-1900), inspira al fascismo su odio por la pequeña burguesía, conformista y complaciente, y contra el moralismo en nombre de la voluntad de poder. Nietzsche en los años 1920-1930 es el filósofo de los hijos contra los padres y el debelador de la decadencia de sociedad tradicional, en nombre de un sentido heroico de la vida. De Barrès a Mussolini (y posteriormente de Sartre a Foucault), Nietzsche continua siendo hoy un emblema de todos las iconoclastas, nazis o antinazis.

George Sorel (1847-1922), ingeniero francés jubilado y sociólogo amateur, fue la lectura que más influyó en Mussolini. La idea de un ‘sindicalismo revolucionario’ y de un ‘único gran sindicato’ como elemento transformador de la sociedad están en la base del pensamiento mussoliniano (y de José Antonio Primo de Rivera en España). También es Sorel quien justifica la necesidad de un «mito» en el origen de todas las formas de gobierno. Aunque tras de la guerra Sorel creyó que sus ideas eran encarnadas por Lenin, entre 1920 y 1921 hay algunas alusiones muy favorables hacia el proyecto mussoliniano. [Sobre Sorel, véase también: Zoev Sternhell et al: Naissance de l’ideologie fasciste; París: Fayard, 1988]

Gustave Le Bon y Vilfredo Paretto (1848-1923), aportan, el primero una teoría psicológica sobre las masas y la manera de manipularlas y el segundo una crítica a la instrumentalización de la democracia. Paretto, por su parte era un economista liberal y utilitarista, Mussolini se inscribió en un curso universitario de Paretto en Zurich en 1904, cuando se hallaba exiliado en Suiza para eludir el servicio militar. Lo que le interesó de la obra parettiana fue el análisis de cómo las reglas superficiales de la democracia electoral eran inevitablemente manipuladas por las élites mediante el poder de las élites y por los «aspectos residuales» irracionales de los sentimientos populares.

Émile Durkheim (1858-1917) y Ferdinand Tönnies (1855-1936), fueron también, sin pretenderlo, una fuente de inspiración intelectual del totalitarismo nazifascista. El primero consideraba que la ‘solidaridad orgánica’, es decir, el nexo natural de relación humana se degradaba en las sociedades modernas que conducían a una ‘solidaridad mecánica’. Si algo pretendió el fascismo fue, precisamente, recuperar los lazos orgánicos. E incluso Franco y sus secuaces definieron España como «democracia orgánica». Tönnies, por su parte, recuperó la idea de ‘comunidad’ y los nazis usaron su concepto de «comunidad del pueblo» para definir el Estado que querían construir.

Oswald Spengler (1880-1936), y su teoría de la decadencia de Occidente por la degradación de la ‘cultura’ (natural, inmediata) en ‘civilización’ corrupta y sofisticada, se convirtieron rápidamente un una inspiración para el nazifascismo que veía en la Ilustración el origen de todos los males (no se olvide que Ortega hizo traducir inmediatamente el libro al español). En 1922, Spengler consideraba que un ‘cesarismo’ heroico podía, sin embargo, reconducir la situación, mediante una revolución espiritual. Conviene recordar, sin embargo, que Spengler, pese al ofrecimiento que le hizo personalmente Hitler, nunca formó parte del partido nazi, al que consideraba socialista, siendo el socialismo en su opinión, una forma decadente. Spengler, por su parte, se consideró siempre un partidario del individualismo nietzscheano.

Marx, Lenin, Bergson y Freud, pueden parecer fuera de lugar en una genealogía del fascismo, especialmente porque los dos últimos lo sufrieron brutalmente en carne propia. Pero es evidente que tanto Mussolini como Hitler eran socialistas en origen y que nunca dejaron de serlo. La idea de la preponderancia de las masas sobre el individuo, la crítica del liberalismo, la nacionalización de la banca, etc., son claramente socialistas (y Mussolini fue durante años el número tres del partido socialista italiano). Es claramente leninista la idea del ‘estado de excepción’ como forma de gobierno y el uso de campos de concentración para la disidencia. En cuanto a Bergson y Freud su énfasis en el irracionalismo y en lo inconsciente está muy claramente presente la manipulación de masas del fascismo. Freud, de hecho, no fue conocido mayoritariamente hasta que tras de la guerra sus tesis sobre la psicosis traumática) se popularizaron como explicación de los problemas emocionales de los soldados que regresaban del frente.

Evidentemente esos influjos intelectuales hubiesen sido insignificantes si, por lo demás, desde finales del siglo 19 i especialmente tras de la I Guerra mundial no se hubiesen reinterpretado dos conceptos especialmente significativos: «raza» y «nación». ‘Raza’ era un término descriptivo, de uso relativamente neutro (así lo es, por ejemplo, en Enric Prat de la Riba y en el nacionalismo catalán de la época), pero desde Francis Galton (hacia 1880) se sugirió que podía mejorarse mediante una ‘política eugenista’ y así lo usó nazismo (aunque Mussolini durante los primeros quince años de su gobierno no fue para nada antisemita e incluso tenía una amante judía). La palabra ‘nación’ era desde Mazzini el cuadro del progreso y de la fraternidad entre los pueblos y no una especie de ‘deus ex catedra’. La nación (el Volk) se entendía tradicionalmente como en la revolución francesa como el marco de convivencia natural. Sólo el germanismo más irracional, convirtió el concepto en algo distinto. El ‘hostes’, el enemigo irreconciliable, interno (sionista) o externo (bolchevique), de la nación (entendiendo a éste ya no como adversario político, sino como un no-yo en la terminología de Fichte) pasó a ser un elemento movilizador de primer orden. Por lo demás el fascismo en realidad no es una teoría de la nación, sino del Estado al que todo debe estar subordinado.  

Sin embargo, todo un movimiento cultural y literario hubiese quedado en nada o en muy poca cosa, si al mismo tiempo una crisis económica y política sin precedentes, no hubiese tocado también profundos resortes emotivos, muy mayoritariamente compartidos. Robert O. Paxton propuso una lista de lo que denominó «pasiones movilizadoras» del fascismo que, sin ser siempre explícitas, constituyen las bases emocionales sobre las que éste se asentó:

1.- El sentimiento de una crisis mayor contra la que nada pueden las soluciones clásicas.

2.- La primacía del grupo, ante la que cada cual tiene deberes superiores a todo derecho, sea individual o universal, y la subordinación del individuo al grupo.

3.- La creencia de que el grupo de pertenencia propio es una víctima, sentimiento que justifica no importa que acción contra los enemigos, tanto interiores como exteriores, sin límites legales o morales.

4.- El miedo a la decadencia del grupo bajo los efectos corrosivos del liberalismo individualista, de los conflictos de clase y de las influencias extranjeras.

5.- La necesidad de una integración más estrecha en una comunidad más pura, por consentimiento, si ello es posible, o por la violencia eliminatoria, si ello es necesario.

6.- El ejercicio de la autoridad por dirigentes naturales (siempre de sexo masculino), que culminan en un Jefe nacional, único capaz de encarnar el destino del grupo.

7.- La superioridad de los instintos del Jefe en cuestión sobre la razón arbitraria y universal.

8.- La belleza de la violencia y la eficacia de la voluntad, cuando se consagran al éxito del grupo.

9.- El derecho del pueblo elegido a dominar a los otros, sin ninguna reserva por parte de las leyes humanas o divinas; derecho decidido bajo el único criterio de las proezas del grupo en un combate darwiniano.

En palabras de Paxton: «Es difícil tratar históricamente sobre las ‘pasiones movilizadoras’ del fascismo, porque muchas de ellas son tan viejas como Caín. Parece, sin embargo, incontestable que la exacerbación fervorosa de los nacionalismos antes de la I Guerra mundial y las pasiones desatadas por el conflicto jugaron un papel detonante. El fascismo fue más una cuestión de tripas que de cerebro, y cualquier estudio del fenómeno que se interesase sólo por los pensadores y los escritores prescindiría de sus motores más potentes» (pp.76-77).      

  

FUENTE: Robert O. PAXTON: Le fascisme en action. París: Seuil, 2004, pp.: 61-77. Original: The Anatomy of fascism. Nueva York: Knof (2004). Véase especialmente: ‘Raíces intelectuales, culturales y afectivas’ del capítulo «La creación de los movimientos fascistas».

 

 

 

 

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