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UNA VALORACIÓN DEL TOTALITARISMO: EL MAL SEGÚN JANKELEVITCH

 

En la bibliografía habitual sobre la reflexión filosófica provocada por la 2ª guerra mundial, prácticamente nunca aparece citado un librito que el filósofo francés Vladimir Jankélévitch publicó en 1947, LE MAL, que es, sin embargo, uno de los más lúcidos intentos para comprender lo que había significado la guerra y donde se atrevió a diagnosticar que uno de los elementos esenciales de la guerra en Francia fue la profunda ambigüedad moral con la que la vivieron muchos de sus conciudadanos. Jankelevitch fue de los pocos (quizás junto a Ellul; otro auténtico resistente de primera hora), que se negó a aceptar el mito de la ‘Francia resistente’, y lo hizo, lo cual no deja de ser significativo, sin condenar radicalmente esa ambigüedad del colaboracionismo, sino considerándola una parte estructural de la ambigüedad del ser humano, lo que no deja de ser una forma de perdonar sin olvidar.

 

Jankélévitch resulta un filósofo ‘de lectura difícil’ por múltiples razones. Escribe en una forma complicada, más bien digresiva, usa un vocabulario muy propio y con unos referentes que no son necesariamente los de la Academia. Le interesaban los místicos españoles, los músicos catalanes, los poetas italianos… y en el piano de su casa tenía prohibido tocar obras de Bach porque le recordaban los años de la Ocupación... Si algo ha perjudicado su obra es la inevitable comparación con Sartre que como pensador era de una vulgaridad lamentable, pero que realmente escribía mucho mejor que Jankélévitch. Siempre tendrá que pagar un precio por haber sido catedrático en La Sorbona (es decir por ser ‘pensamiento establecido’), cuando en Francia imperaba como filósofo oficial Jean-Paul Sartre, que vivía del todo al margen de la universidad. Además Jankélévitch era judío, herido de guerra en 1940 y resistente en Toulouse, mientras que Sartre básicamente sólo conjugó en tercera persona el verbo ‘comprometerse’: durante la Ocupación sus obras de teatro podían verse en los teatros de París y fue abundantemente elogiado por la prensa nazi de París. En la reescritura gaullista de la historia, el testimonio de Jankélévitch sobraba porque no estaba dentro de las coordenadas de la IV República (como estaba de sobras el filósofo católico René Guitton, también prisionero de guerra y futuro maestro de Althusser). Mientras, Sartre resultaba imprescindible aunque fuese como coartada. Para colmo, Jankélévitch era discípulo y heredero de Bergson (es decir del filósofo ‘oficial de los años de la 1ª Guerra Mundial), y en este sentido formaba parte de una tradición muy específica y de difícil traducción fuera de Francia. Por todo ello sigue siendo hoy un ‘filósofo para filósofos’.

 

El razonamiento de Jankélévitch sobre la guerra y sobre el papel del genocidio contra los judíos se irá matizando muy seriamente, y haciéndose más grave en la medida en que toma más perspectiva; pero en todo caso en su obra EL MAL hace una primera aportación interesante: el mal está en la ambigüedad y esa ambigüedad fue inevitable durante la guerra, no tanto por razones sociológicas (que también), sino porque lo humano es en sí mismo ambiguo. Sin ironía, consigna que la malevolencia (la forma humana del mal) es nuestra contribución personal a un desorden que es lo propio de la vida. Lo que los terremotos o la escarlatina habían respetado, el hombre simplemente lo acaba por destrozar de una forma casi inevitable (p. 11).  El hombre es estructuralmente un ser ‘impuro’ (p. 19) y por ello mismo: «la confusión está inscrita en la naturaleza misma del cuerpo, en tanto que el cuerpo es el lugar y vaso del dolor». La guerra ha sido, precisamente, una gran experiencia de confusión cuando « lo imposible sólo se hace posible en las vidas mediocres» (p.25). Cuando el «absurdo constitucional», en un sentido ontológico se ha expresado en forma de ‘Confusión’, de ‘Imperfección’ y de ‘Mediocridad’, el mal se ha aparecido en su forma más vulgar: la mediocridad se complace «en el pantano de la pluralidad y de los malentendidos».

 

Ese mal hecho de absurdos cotidianos, la expresión de la confusión estructural, el meli-melo (batiburrillo), es lo que ha sido la guerra. Pero esa es la forma del nihilismo contemporáneo y la condición de vida del hombre actual en quien el conflicto de valores no sólo existe en relación con el mundo sino también, y básicamente, en la relación consigo mismo  — y sólo mucho más tarde juzgará el Holocausto de una manera mucho más expeditiva, como «lo imperdonable». En todo caso, lo imperdonable ha empezado siendo, lo vulgar, lo tópico, lo socorrido y lo esperable. Es decir lo absurdo cotidiano.   

 

Para Jankélévitch en 1947: «La maldad es inasible; a penas creemos aprehenderla deja de existir; cuando se cree encontrar al malo en flagrante delito sólo se encuentra a un inocente (…) cuando se mira de cerca ya no queda nada; todo el mundo jugaba el doble juego, todo el mundo quería el bien de Francia, los más infames tunantes [coquins] estaban en la Resistencia. La maldad es ambivalencia, ¡y sin embargo la evidencia del sentido común protesta que el malo es responsable!». (Vladimir Jankélévitch: LE MAL, París: Arthaud, 1947, p.128-129)

 

Además: «En la resistencia vivimos día tras día esa ironía del entero contraste entre una cotidianidad muy mediocre, muy mezquina, muy miserable y el ideal exaltante que, en la noche de la acción, daba un sentido a esta cotidianeidad. Porque ha sido dicho que las grandes cosas se harán con las pequeñas…». (Vladimir Jankélévitch: LE MAL, París: Arthaud, 1947, p. 41)

 

Salvar la vida lo había justificado todo; y por eso en opinión de Jankélévitch existieron el fascismo y el colaboracionismo. En la guerra hacer el bien puede significar hacer alguna cosa absurda o contradictoria. De la misma manera que para el héroe de la Resistencia era también morir. Hay algo de tremendamente cínico (e el sentido antiguo y moralista de la palabra) en el libro de Jankélévitch. Sin haber leído a Jankélévitch, en la disidencia comunista checa, Václav Havel en cierta manera retoma la idea de la mezquindad como caldo de cultivo del totalitarismo en EL PODER DE LOS SIN PODER, en el ejemplo del frutero, el encargado de una tienda de frutas que pone en el escaparate en cartel con la inscripción ‘Proletarios del mundo: ¡uníos!’, no porque crea en ello, ni porque le importe, sino simplemente porque es lo que está mandado. El totalitarismo logra que lo absurdo se convierta en costumbre sin que la gente se sorprenda. Y por eso llega a durar mucho tiempo. El sostén del totalitarismo se halla en esa gente que actúa ‘como está mandado’ sin preguntarse ni por qué, ni cómo, ni con qué legitimidad ‘está mandado’; la gente ‘normal’ que simplemente hace lo que se le obliga a hacer por comodidad, porque es lo ‘normal’. El totalitarismo según Havel existe porque sabe crear un mundo de ‘apariencias’ (de ‘mezquindad’ diría Jankélévitch) y vive de eso. Esa ‘vida en la mentira’ puede llegar a resultar incluso plácida. Aunque la ‘gente normal’ no se crea nada de lo que dice el poder y sea, por el contrario, incluso irónica ante las consignas oficiales, la continuidad misma del totalitarismo, según se desprende de esas lecturas, depende de esa multitud que se ha acostumbrado a la vulgaridad y a la miseria mental. El fascismo cotidiano con su estética de lo ‘cutre’, de lo vulgar sublimado, es el elemento que permite la continuidad y el éxito del fascismo político.   

 


 

 

 

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