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UNA VALORACIÓN DEL TOTALITARISMO: LA TESIS DE ERNST NOLTE

 

Ernst Nolte (1923), antiguo alumno de Heidegger y doctor en filosofía, es el más controvertido historiador del nacional-socialismo y blanco de las iras toda la buena conciencia europea progresista, especialmente movilizados por Habermas y su escuela en la década de 1980 y a principios de los años noventa del pasado siglo. Su peculiar interpretación del nazismo — que, por decirlo en breve, él considera como un movimiento reactivo ante el miedo al (previo y brutal) comunismo soviético —, constituye una especie de anatema historiográfico. Defender que el nazismo fue un episodio de lo que él denomina la «guerra civil europea», iniciada en 1917, sigue siendo una tesis herética y para muchos un escándalo moral. Los más de 1.200 artículos publicados en dos años sobre la ‘querella de los historiadores’ [Historikerstreit] que le enfrentó a Habermas en 1986, constituye un hito historiográfico que no se debiera obviar con algunos tópicos. De ahí la importancia de un libro como ENTRE LAS LINEAS DEL FRENTE [Conversaciones con Siegfied Gerlich; edición en alemán, 2005 – traducción francesa, 2008] en que viene a situar su producción en conjunto.   

 

Es significativo que Nolte desee pasar a la historia como un historiador que escribe desde la «consternación», concepto que toma de Tocqueville, también inquieto ante la crisis del Antiguo Régimen barrido por la Revolución o por la innovación que significaba en su época la democracia en América. El uso de esta palabra no es casual. Hay un eco heideggeriano en ella, en la medida que esa ‘consternación’ ocupa un lugar similar (¿tal vez idéntico?) al del «olvido del ser». El totalitarismo aparecería desde esta perspectiva como aquello que sucede cuando las ideologías (empezando por el marxismo) olvidando su origen de pseudofilosofías aparecen como ‘ciencia’ y como ‘salvación’. Para Nolte, como para Heidegger, una ideología es una simplificación (aunque él prefiera usar la palabra ‘esquema’) y en consecuencia se ha negado siempre a calificar a Hitler o al nacionalsocialismo como «diabólico», porque, en su opinión, esa etiqueta sirve tan solo para evitar un trabajo de reflexión y la comprensión de lo que sucede, en tanto que impone una determinada óptica sobre las cosas. Nolte cree seriamente que la existencia histórica es algo que supera de mucho la existencia humana y ese en ese transcendentalismo (perfectamente ‘ideológico’ también), donde reside lo más interesante y a la vez lo más tópico de su lectura del nazismo.

 

Según Nolte una historia construida con grandes categorías acaba siendo inevitablemente la fuente de una nueva teología. Algo así habría ocurrido con el concepto «Auschwitz». En sus propias palabras: «En esta hipótesis, ‘Auschwitz’ en tanto que acontecimiento símbolo del advenimiento del ‘mal absoluto’ ocuparía un lugar central, tomando el lugar del sacrificio de Cristo e impidiendo cualquier pensamiento que se relacione con eso. Cualquier tipo de crítica sobre eso sería prohibida, si no resultase directamente impensable, como sucedió con la crucifixión de Cristo en la Edad Media» (p. 21 de la trad. francesa). Pero la historia no es, ni puede ser, una teología laica. Por ello, en su (supuestamente) escandaloso artículo de 1986 «Un pasado que no quiere pasar», publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Nolte se preguntó si: «¿El archipiélago Gulag era más original que Auschwitz? ¿El asesinato por razón de clase perpetrado por los bolcheviques es el precedente factual y lógico del asesinato por razón de raza perpetrado posteriormente por los nazis?». Y la pregunta sigue dando que pensar.

 

Más que sobre «Auschwitz», Nolte cree que sobre lo que conviene proyectar luz es sobre el «exterminio». El exterminio comunista (el Gulag) no es ni tan siquiera un invento de Stalin: está ya teorizado en Zinoviev que propuso, el 17 de setiembre de 1917 ante el soviet de Petrogrado, asesinar a 10 millones de rusos para asentar el comunismo (no se olvide que Zinoviev acabó él mismo devorado en la red que tejió). El «lazo íntimo» de comunismo y fascismo habría que encontrarlo ahí. El terror rojo y el exterminio de los kulaks sería así el anuncio del terror nazi. De eso a decir que Hitler hizo tan solo lo que los comunistas ya habían pensado hacer, va un amplio trecho que Nolte recorre demasiado deprisa. El «terror» es común a ambas formas de gobierno, pero suponer que los nazis son sólo aventajados discípulos de los comunistas es una simplificación excesiva. El supuesto «nexo causal» que existe según Nolte entre el Gulag y Auschwitz podría ser sólo una analogía. Y reducir el problema del enfrentamiento entre ambos a la cuestión «¿quién mata a quién?» tiene algo de simplificación fuera de lugar. 

 

Cuando se presenta a Nolte como «historiador revisionista» (o como alguien que asume en parte algunas tesis revisionistas), se simplifica también en exceso su obra. Nolte nunca ha aceptado ser considerado tal. Su estrategia es otra: no niega el terror nazi, pero lo sitúa en una misma línea con el terror soviético. El revisionismo niega las cámaras de gas, Nolte hace algo más sutil: busca su genealogía. Y se pregunta básicamente si el concepto de «raza» en Hitler es sólo una reacción al concepto marxista de «clase» y si los judíos no fueron en parte responsables de su propio destino. De esa manera, el totalitarismo tiene dos caras (siniestras ambas) y el nazismo puede ser presentado como una reacción de miedo ante el ascenso del comunismo. Esas hipótesis resulta incluso estéticamente desagradable (y mucho) especialmente porque la inducen a poner al mismo nivel a víctimas y verdugos. Suponer que «el proyecto de asesinato racial ha surgido de un fenómeno que le ha precedido en el tiempo, el asesinato de clase» (p. 55 de la edición francesa) es algo que habría que probar con más profundidad. Pero, para ser rigurosos, las tesis de Nolte no implican en si mismas un proyecto negador de responsabilidades. Nolte puede resultar útil (incluso desde un punto de vista patriotero) para obviar un debate sobre la «culpabilidad alemana» que en todo caso convendría plantear a fondo. Pero considerar la revolución soviética de Octubre como la «catástrofe original del siglo XX» no implica ser un negacionista sino un genealogista (equivocado o no, esa es otra cuestión).

 

Que en esa genealogía, Nietzsche ocupe un lugar central en tanto que precursor del fascismo, como Nolte propuso en NIETZSCHE UND DER NIETZSCHEANISMUS, es también una bofetada al gusto del público, pero el tema en este caso está filológicamente resuelto y los argumentos para sustentar dicha tesis hoy son bastante fuertes. Para Nietzsche (más ‘antijudío’ que ‘antisemita’)  el triunfo del nihilismo era una amenaza existencial ante la que había que responder con fuerza. Nietzsche que se calificaba a si mismo de «exterminador por excelencia» habría tenido en Hitler a un lector en exceso literal. Los judíos responsables, según Nietzsche de resentimiento contra la vida, habrían sido así masacrados por la propia lógica vitalista encarnada en el nazismo. Si eso es llevar las cosas demasiado lejos, o si realmente, como defiende Nolte, Hitler y Mussolini realizaron una síntesis de Marx y Nietzsche, lo dejaremos al arbitrio del lector.

 

Para un filósofo de formación como Nolte, lo que se discute en el totalitarismo es el tema de la muerte y su papel como motor de la historia. Y no deja de parecer sorprendente que esta cuestión no plantease casi nunca en el debate entre los defensores y los detractores de Nolte, cuando es lo más polémico y lo más intolerable se su argumentación. En su hipótesis, Marx habría sido básicamente un pensador de la muerte. La burguesía, en la lectura marxista, pretende lograr el exterminio de los obreros, de la misma manera que ha exterminado la sociedad tradicional. La fábrica que destruye la salud de los proletarios no sólo es una herramienta productiva; es sobretodo una máquina de matar, de producir pauperización y miseria (emocional y económica). Y la lucha de clases conceptualiza la alternativa marxista a esta guerra de exterminio. El Gulag sería la respuesta a la muerte mediante la muerte. Si la clase obrera es explotada hasta reventar de enfermedad y de miseria en tugurios inmundos, el marxismo habría llegado a la conclusión de que resulta legítimo administrar a la burguesía algo de su propio medicamento. Y Hitler sería la respuesta (mediante la muerte, mediante el exterminio de millones de individuos) al miedo que en Alemania producía la revolución rusa, que habría transferido la lucha (a muerte) de clases hacia la lucha de naciones. La hipótesis es tal vez demasiado simple (y poco original), pero enlaza con Heidegger y con el tópico hegeliano de la lucha por el reconocimiento. En definitiva, la deshumanización tiene una larga historia. Una lucha activa contra el totalitarismo no puede ser otra cosa que la defensa de la vida contra la muerte y del papel transformador de Eros contra la brutalidad fanática. Heidegger y Nolte creen muy en el fondo que la historia es muerte y que es mejor estar muertos que estar vivos. Por eso son perversos y por eso luchar contra su herencia pasa por reivindicar, contra quien sea, la herencia epicúrea de la Ilustración.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

Ernst NOLTE: Entre les lignes de front. Entretiens avec Siegfried Gerlich. Monaco: Editions du Rocher, 2008. Traducción francesa de Jean_Marie Argelès.           

 

 

 


 

 

 

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