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SOBRE LA UTOPÍA

Friedrich-Georg JÜNGER

 

 

Páginas iniciales de la edición en español del libro PERFECCIÓN Y FRACASO DE LA TÉCNICA. Traducción de R.A. Murena y D. J. Vogelmann. Buenos Aires: Ed. Sur, 1968. Texto original. DIE PERFEKTION DER TECHNIK (1949). 

Las utopías técnicas, como lo prueba la observación de la literatura, no son cosa rara; antes bien, son tan frecuentes y se las lee con tanto placer que es lícito presumir una necesidad general de tal lectura. Podría plantearse la cuestión de por qué precisamente la técnica provee de tanto material a la inteligencia dedicada a la utopía. En tiempos anteriores, esta inteligencia tomaba como base al Estado, y el libro que dio nombre a todo el género, la obra de Tomas Moro DE OPTIMO REPUBLICAE STATU, DEQUE NOVA INSULA UTOPIA, es una novela de argumento estatal. En la elección del tema, y en la mutación de tales temas se refleja el cambiante interés con el que se los enfrenta. Pero ocurre que no es lo acabado, lo concluido, lo abarcable, lo que despierta tal interés; ese interés no atiende al pasado ni al presente, se torna hacia aquello que será posible en el futuro, explota las posibilidades. La utopía exige un esquema que permita un desarrollo racional, y la técnica es el esquema más apto de esa índole que hoy podría hallarse. No existe ningún otro esquema que pudiese competir con el de la técnica, pues hasta la utopía social pierde su brillo si no se apoya en el progreso técnico. No puede renunciar a él sin tornarse inverosímil.

El utopista no es profeta ni vidente; ni siquiera lo es cuando sucede lo que él predice, cuando sus pronósticos se verifican. Nadie buscará el don profético en un Julio Verne o en un Bellamy, pues para ser profetas les falta prácticamente todo, en primer lugar la función, la vocación, y por lo tanto también el saber requerido y el lenguaje en el cual éste se comunica. En el mejor de los casos, los utopistas adivinan algo de lo que vendrá, juegan con lo imaginario, con el porvenir, que jamás podrá tener para ellos aquella certidumbre que tiene para el hombre que vive y piensa dentro de categorías religiosas. Lo que proyectan sobre el porvenir es tan sólo la posibilidad que emerge del presente y que ellos desarrollan mediante un procedimiento lógico, racional. Y sería injusto pedirles más. Si a las profecías y visiones les exigimos que sean infalibles, que se cumplan con incondicional certeza, a la utopía no le pediremos más que un cierto asomo de verosimilitud: debe satisfacer nuestra inteligencia con un poco de probabilidad. Pues lo absolutamente inverosímil e improbable sólo produce malestar y aburrimiento y no vale la pena ocuparse de eso. Si, por lo tanto, lo fantástico debe despertar nuestra atención y participación, hará bien en buscar los medios para ello en nuestra inteligencia. Tendrá que sobornarnos con su coherencia, con su consecuencia, con la frialdad espiritual del argumento. Quien busque convertir lo improbable en probable, tendrá que hacerlo con la lúcida sobriedad de su exposición, con un estilo desnudo. Y tales son en verdad comúnmente los medios de que se vale el autor de una utopía a fin de atraernos, ya sea para conducirnos a la luna, al centro de la Tierra o a otro sitio. Llama en su ayuda a la ciencia a fin de ocultar lo fabuloso de su fábula.

¿Qué es, empero, lo específicamente utópico de la utopía? Reside en una reunión de lo que no puede unirse, en la transgresión de una frontera, en las deducciones injustificadas que se extraen de premisas contradictorias. Aquí no vale el dicho: «Ad posse ad esse non valet consequentia». Pero si contemplamos una utopía semejante, pongamos por caso una novela técnica, hallaremos que lo utópico no radica, como podría suponerse, en el esquema técnico que el autor desarrolla. Cuando este nos describe ciudades con calles rodantes, en las cuales cada casa es una perfecta máquina de habitar, donde cada techo tiene su propio aeródromo, donde a las amas de casa se les suministran todos sus pedidos mediante un sistema tubular perfecto que desemboca en la cocina, cuando nos asegura que tales ciudades están construidas con una sustancia que en la obscuridad comienza a irradiar una suave luz y que las vestimentas sedosas que allí se llevan son productos extraídos de los desperdicios o de la leche agriada, entonces no es todavía un auténtico utopista. Pues, todo esto, ya llegue a realizarse o no, está dentro de las posibilidades de la organización técnica. Nos conformamos con la constatación de que tales instalaciones son imaginables y desdeñamos por el momento la cuestión acerca de qué se ganaría con un estado de cosas semejante. La representación sólo se vuelve utopía cuando el utopista abandona ese ámbito de posibilidades, cuando intenta persuadirnos, pongamos por ejemplo, de que en tales ciudades viven seres humanos más perfectos y mejores, de que allí no se conoce la envidia, ni el asesinato, ni el adulterio y que en ellas no existe necesidad alguna de leyes ni de policía. Ahí, pues, abandona el esquema técnico dentro del cual lucubra sus fantasías, uniéndolo, de un modo utópico, a otra cosa, a algo no pertinente, que no hace juego, que jamás podría inferirse de ese esquema. Por este motivo, Bellamy es un utopista más grande que Julio Verne, pues este último se atiene más extraordinariamente al esquema técnico. Un utopista social, como Fourier, creía muy seriamente que, de adoptarse y realizarse sus teorías, la misma agua marina se convertiría en una dulce limonada y que las ballenas, enganchadas, tirarían alegremente de los barcos. Adjudicaba, por lo tanto a sus pensamientos, una fuerza que actuaba con mayor poderío que el canto de Orfeo, y aún lo seguía haciendo cuando su falansterio, ‘La  reunión’, se había derrumbado. Una razón tan delirante resulta ridícula, siempre que uno no forme parte precisamente de los que caen aniquilados. Sin embargo, todo sistema suficientemente redondeado como para despertar nuestro interés espiritual exige un grano de sal utópica. Nos proveen de un ejemplo de ello las doctrinas de Comte. Esto adquiere hoy día mayor evidencia, puesto que el positivismo se bate en retirada por doquier, y también en el campo de las ciencias específicas se ve apremiado a desalojar sus heredades. Por lo visto, ya hemos atravesado aquel estadio tercero y supremo de la evolución humana, esto es, el positivo, que Comte afirmaba haber alcanzado para sí mismo y su doctrina y su lema «Voir pour prévoir, prévoir pour prévenir» ya sirve de tan poco como toda la jerarquía natural de las ciencias que él estableció. Las doctrinas de Comte tienen algo de separatista; se basan además en una seguridad que nosotros hemos perdido. Cuando la vida entra en nuevas zonas de peligro, todo se modifica, tanto el observador como las observaciones. El positivismo es siempre una ocupación para épocas tranquilas.

PERFECCIÓN Y FRACASO DE LA TÉCNICA. Traducción de R.A. Murena y D. J. Vogelmann. Buenos Aires: Ed. Sur, 1968. Texto original. DIE PERFEKTION DER TECHNIK (1949); § 1, páginas  7-9 de la edición en español del libro.

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