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EL HOMBRE Y LA TÉCNICA
Agustín González Gallego


Catedrático de Antropología Filosófica.
Vicerrector Universidad de Barcelona.
agonzalez@ub.es


Resumen/abstrac

La historia de los inventos técnicos pertenece a la historia de la humanidad. Técnica y naturaleza no se oponen pues la historia del hombre es, también, historia de la naturaleza. La técnica es la capacidad de aumentar el poder hacer del hombre, su capacidad creativa. Proceso creador que arranca de la conciencia de no saber y de la confianza en la capacidad de saber. La ciencia participa de la libertad creadora. La moderna tecnología nos plantea problemas morales de los que no tenemos ningún referente. Tenemos que enfrentarnos a ellos sin armas y ,además, constituir un nuevo concepto de dignidad humana. El control que el hombre ha obtenido sobre la naturaleza ha sobrepasado, con mucho, al que posee sobre sí mismo.
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The history of technical inventions belongs to the history of mankind. Technique and nature are not opposed,because the history of mankind is also the history of nature. Technique is the capacity man has to increase his power, his creative capacity. A creative process that stems from the awareness of the own lack of knowledge and from the confidence in the capacity of knowledge. Science participates in creative freedom. Modern techenology raises moral issues for which we have no referents. We must face them disarmed and, furthemore, establish a new concept of human dignity. The control that mas has gained over nature has gone beyond the control he has over himseilf.

Homo habilis – tecnología – inventar – responsabilidad – dignidad humana – moral universal.

Homo hablilis – technology – invent – responsability – human dignity – universal moral.

 

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a) Función antropológica de la técnica

“No sólo se da una naturaleza opuesta a la técnica, que la destruye y profana, una naturaleza que hace que la monstruosa inutilidad de los esfuerzos humanos resbale sobre ella y se deja sentir en la continua aniquilación de sus instrumentos; también hay una naturaleza que pide a gritos la rienda y freno del hombre, sus caminos y puentes, utensilios que la agarren y aparatos que la arreglen, sus juguetes y el placer de su consumo”, afirma H. Blumenberg , y si es así, no es osado pensar que la historia de la humanidad también podría ser contada como “historia de inventos de herramientas mejores”. La historia del hombre está estrechamente ligada a los inventos técnicos, por lo que no debe haber una oposición entre técnica y naturaleza, pues la historia del hombre es también historia de la naturaleza, o una determinada historia natural: la historia del homo sapiens. “La técnica, en su aspecto fenoménico, es un reino de mecanismos”. Pero un reino de mecanismos sin autonomía propia, creado por el hombre. La capacidad de nuestra especie es una capacidad finita, poco definida y poco dotada; pues bien, por medio de la técnica esa capacidad ensancha hasta límites impredecibles su poder. Su radio de acción se extiende en el espacio y en el tiempo y posibilita que el individuo dé saltos cualitativos, impensables sin la técnica. “Sin la técnica el hombre no existiría ni habría existido nunca. Así, ni más ni menos”, dice Ortega y Gasset al comienzo de Meditación de la técnica.

El hombre arranca trozos de la realidad y los convierte en objetos, cosas, que desde ese momento pasan a formar parte de una red, donde únicamente tienen sentido de medios, motivos o fines. El objeto es, pues, ese trozo contemplado. Una piedra es un trozo de roca, pero puede ser contemplada como objeto totémico, como objeto recuerdo, como objeto físico, como objeto de arte, como objeto del gemólogo. La técnica es el manejo de los objetos para intentar resolver problemas existentes o que ella misma se plantea, o mejorar las soluciones de los ya resueltos. La piedra no sabe que existe, el animal percibe su entorno pero permanece prisionero, atado a él. Es el hombre, el animal que tiene percepción de la percepción, quien puede poner distancia entre percepción y reflexión, quien puede reflexionar e imaginarse lo que no existe o proponer lo que tiene que existir. El objeto técnico es el producto de esa reflexión. Cualquier ser natural, cuando lo analizamos fenomenológicamente, nos abre una dimensión inabarcable; del objeto técnico lo podemos tener todo, la nave espacial más complicada está toda ella en los planos de los constructores. La técnica sirve para separarnos de la naturaleza y para dominarla. Pero la técnica también tiende a separarse del hombre en la medida en que se va haciendo más complicada, y esa progresiva autonomía de la técnica es la que nos hace pensar en su posible independencia del hombre.

El homo habilis comenzó a construir herramientas hace unos dos millones y medio de años. Lo más antiguo que hemos encontrado es una ligera lasca de no más de veinticinco centímetros de largo, afilada y dentada, de posible uso polivalente: atacar, desgarrar, arma defensiva, cazar. Éste es el verdadero salto cualitativo del homo habilis, la frontera con el resto de los animales. En todos los lugares donde se han hallado restos de homo habilis, o erectus y, por supuesto, sapiens aparece esa frontera: creación de herramientas en complejidad creciente, es decir, lo que entendemos como habilidad técnica o simplemente técnica. El pájaro rompe / huesos puede utilizar una piedra para romper los huesos o tirarlos desde las alturas, pero no es capaz de utilizar la piedra para defenderse o para adornarse, ni de modificar la piedra para algún otro fin. “Actos técnicos, decíamos, no son aquellos en que el hombre procura satisfacer directamente las necesidades que la circunstancia o la naturaleza le hace sentir, sino precisamente aquellos que llevan a reformar esa circunstancia eliminando en lo posible de ella esas necesidades, suprimiendo o menguando el azar y el esfuerzo que exige satisfacerlas.” En eso reside la diferencia entre el animal atécnico y el animal técnico que es el hombre. La técnica del resto de animales es repetitiva e intuitiva, la llevan a cabo aunque los fines ya no sean posibles. Sin pecar de antropomorfismo podemos afirmar que la técnica del homo habilis es pensada, comprendida, relación de medios y fines polivalentes, y propia del entendimiento.

La técnica es la capacidad de aumentar el poder hacer del hombre, la capacidad de inventar; es lo contrario de la adaptación al medio, propio del resto de los animales, es la “adaptación del medio al sujeto”, es no contentarse con lo que el mundo es. Por medio de los actos técnicos el hombre invierte el proceso biológico y se propone cambiar el determinismo de las circunstancias materiales que le circundan. “Un hombre sin técnica, es decir, sin reacción contra el medio, no es un hombre”, sigue diciendo Ortega y Gasset.

Fueron los griegos quienes establecieron la distinción entre tekné y ciencia. Entendían por tekné una habilidad mediante la cual se hace algo, se transforma una realidad natural en una artificial según reglas, y por eso se puede transmitir y aprender. La tekné que englobaba todo lo artificial incluido lo artístico, por lo que fue frecuente en la cultura medieval traducir tekné por ars –técnica de navegación por arte de navegar. La tekné era la relación de un conjunto de acciones para alcanzar un fin, la ciencia era la búsqueda o contemplación de la verdad; la tekné manejaba la realidad, la ciencia daba razón del por qué de esa realidad y es capaz de imaginarse realidades más allá de la experiencia. Una y otra tenían sus ámbitos de actuación perfectamente diferenciados; más aún, no eran ni compatibles ni complementarias: la tekné era cosa del entendimiento, la ciencia de la razón.

La esclavitud y la fuerza humana barata fueron fundamentales para que la técnica se mantuviera durante siglos en el ámbito artesanal. Era una técnica accesible al grupo y apta para la transmisión gremial. La técnica medieval, al igual que pasó en Grecia, tampoco contaba con el apoyo de la ciencia; sin embargo, no estaba tan constreñida por los poderes fácticos y esa mayor libertad propició la aparición de nuevos descubrimientos aunque seguía siendo confiada a artesanos de manera un tanto despectiva por ser conocimiento de segundo rango. En el Renacimiento comenzaron a desarrollarse las llamadas ciencias naturales, que necesitaban la técnica, y comenzaron a relacionarse con ella para resolver problemas. Por ejemplo, Tartaglia (1564) fue capaz de calcular el ángulo necesario para lanzar una bala de cañón hacia su blanco.
La relación ciencias naturales-técnica va a hacer posible, por primera vez, penetrar teóricamente en los entresijos de la naturaleza. El modelo es el inventor dominado por la pasión de llevar a la praxis lo que él ha pensado que se puede hacer. Y el experimento, cosa que los griegos no conocían, lo que diferencia la nueva ciencia de la ciencia griega.

Poco a poco la técnica comienza a investigar metódicamente, enredada con la ciencia, y a ser cosa de técnicos, no de artesanos o de obreros. El progreso técnico libera al individuo de ataduras de todo tipo, produce espacios de ociosidad, libera de preocupaciones cada vez menos inmediatas y aumenta el tiempo dedicado a las tareas del espíritu. Es consecuencia directa del proceso de emancipación de la naturaleza que la técnica lleva a cabo y apunta a la posibilidad de un reino cada vez más autónomo del hombre, de una humanización de la naturaleza. Sus espectaculares logros alimentaban una ilimitada confianza en la técnica. ¿Cómo negar la estrecha relación que existe entre democracia y técnica?. El hombre comenzó a soñar con posibles mundos tecnológicos creados por él mismo.

Ya en el siglo XX la técnica y la ciencia pasan de estar enredadas a establecer estrechos lazos de colaboración hasta el punto de ser muy borrosos los límites de separación entre una y otra. Es lo que conocemos como tecnociencia y sus logros han superado las aspiraciones más osadas del hombre occidental. Un mundo tecnificado ya no es un sueño. Y es a partir del momento en que la máquina ha ido ganando autonomía cuando comienza a cuestionarse la bondad, que parecía connatural, del progreso tecnológico. Ahora la técnica tiende a explotar la naturaleza y no sólo a manejarla. Tanto Ortega y Gasset como Heidegger distinguían entre la técnica antigua, que tenía por fin el manejar la realidad para liberar al hombre, para aumentar su poder, y la técnica de nuestros días, la tecnociencia, que lo que pretende es explotar la naturaleza, dominarla para manejarla y transformarla. La primera la juzgaban positivamente, la segunda creían que producía una deshumanización de la naturaleza, un mundo sin alma. La técnica cruzó una frontera a no se sabe dónde y, al mismo tiempo, puso en las manos del hombre un poder como no había tenido nunca.

Por primera vez el hombre se ha visto obligado a pensar sobre la técnica y no sólo a celebrar sus logros. A pensar sobre su uso, sus límites, sus fines. El momento crítico fue cuando la máquina comenzó a separarse del hombre, a ser algo ajeno, y es en ese momento cuando se plantea la posibilidad de crear el mundo deshumanizado a que hacíamos referencia. Podemos pasar de la libertad que proporcionaba la técnica al reducir el tiempo necesario de la producción, a la tiranía de la técnica.

Las ciencias sólo pueden entender al ser humano como cosa, como objeto, no pueden entenderlo como “debe ser”. La ciencia en sí, como pasaba con la técnica, no es ni mala, ni perversa, pero puede ser una cosa o la otra, todo depende del uso que de ella hagamos, y es aquí donde reside el verdadero peligro: en el desequilibrio, cada vez más inquietante, entre un creciente poder actuar y la prudencia en su uso, cada vez más decreciente. La tekné era un medio para luchar contra la necesidad, lo que significaba que el homo faber estaba al servicio del homo sapiens. Con el dominio de la tecnología, en la era de la tecnología, el homo faber reina sobre el homo sapiens. “En otras palabras, incluso independientemente de sus obras objetivas, la tecnología cobra significación ética por el lugar central que ocupa ahora en la vida de los fines subjetivos.”
“Los productos de la tecnología han penetrado tan profundamente en nuestra vida cotidiana, hasta en los detalles más pequeños, que la “condición natural” del hombre moderno viene representada por su mundo artificial.” Y pronto entraremos en la era de la “evolución volitiva”, en cuanto seamos capaces de “alterar no sólo la anatomía y la inteligencia de la especie sino también las emociones y el principio creativo, que es el verdadero núcleo de la naturaleza humana”, como nos recordaba E. Wilson en1980. Los avances técnicos pueden alterar lo que antes se consideraba natural en el hombre y nos sitúan ante un proceso de desacralización de la vida, “que pasa de un estadio de evolución natural, intangibilidad e indeterminación, a otro de preselección y determinación de nuestros caracteres hereditarios”. Por ejemplo, ¿cómo queda la sexualidad como único medio de procreación ante la concepción “in vitro”?, o si la muerte, teóricamente, ya no es límite, ¿cómo pensar el hombre para la muerte? Como afirma el prestigioso físico Javier Tejada: “El camino hacia el futuro siempre es borroso dada la “aparente” imposibilidad de articular en un sistema coherente la gran variedad de fenómenos que ocurren. Pero si somos optimistas, y no hay razón para no serlo, deberíamos alabar esta bendita complejidad en que vivimos que siempre nos pone delante de nuevos retos para descubrir y en la que aun conociendo muchos de los elementos que regirán en el futuro no sabemos como combinarlos [...]. Espero que todos contribuyamos a que los cambios que nos llegarán en el futuro no nos conduzcan al ayer. Deberíamos entender que el tiempo de tiempos, el que bisectará la historia, está hecho de “nosotros y ellos” y que además de cambiarnos nos hará “volver” allí donde nunca estuvimos.”

 

b) Ciencia y libertad creadora

La naturaleza como perfecta es una de las ideas más antiguas de la humanidad. Bien porque ha sido creada por un Dios perfecto y omnipotente, o bien porque ella es perfecta en sí misma. Ambas ideas proceden de Platón y Aristóteles. Arte y ciencia, durante siglos, tuvieron a la naturaleza como modelo para alcanzar sus objetivos y su perfección. Fue la modernidad la encargada de acabar con ese mito. El consejo “imitar a la naturaleza” ha tenido una vigencia secular y aún mantiene un cierto halo romántico, artístico y de tono ecológico. La mimesis, como imitación, era el método, pero desde el momento en que el hombre moderno colgó del sujeto el atributo de creador se derrumbó el mito. En cascada, ciencia, arte y técnica comenzaron a depender de él y a existir en sus propios mundos: artístico, científico, técnico y, por qué no, metafísico.

“La invención es el acto significativo por antonomasia del mundo moderno no porque la necesidad despierte la inventiva; y las estructuras técnicas emergen en las obras de arte de la época en forma de reproducciones no porque nuestra realidad esté tan impregnada de ellas, sino que lo que aquí se nos da a sentir es, más bien, la fuerza acuñadora de ese impulso homogéneo que apremia a articular una autocomprensión radical del hombre.” El hombre moderno, al quedarse huérfano de tutelajes trascendentales, descubrió su capacidad creativa, su capacidad de crear originalmente, su yo como principio y como juez. “El ser humano ya no mira a la naturaleza, al cosmos, para extraer de ella el rango que le corresponde entre los seres, sino al mundo de las cosas surgido sola humana arte” (Ibíd.). El hombre como creador no imita, pero tampoco se contrapone a la naturaleza. Simplemente, alcanza objetivos que se propone o sueña, sin imitar a la naturaleza. El invento es su producto y la técnica su medio. “El tópico de la imitación de la naturaleza es un encubrimiento de la incomprensión de lo que es la originalidad humana, falsamente considerada como un acto de violencia metafísica.”

El paso de la Edad Media a la Edad Moderna no se habría dado ni sería comprensible sin la técnica. Pero ¿en qué consiste ese nuevo pathos? Surge contra la tradición metafísica que identificaba naturaleza y ser, y que tenía como consecuencia la propuesta de la imitación. En la modernidad el aliento procede de la actividad creadora. Se pasa del sabio al genio, aunque todavía el concepto de sabio mantiene una semántica ambigua. La distancia entre Leonardo da Vinci y los hermanos Wright es un buen ejemplo. La ilusión de volar, no sólo como metáfora sino también el cómo poder hacerlo, era una vieja aspiración. La figura mitológica de Ícaro su simbolización. Siempre se intentó volar con alas, a la manera de las aves, “imitando a la naturaleza”. Pues bien, los primeros que volaron realmente fueron los hermanos Wright y lo hicieron con hélices y motor, algo de lo que no tenemos modelos naturales, algo que nunca ha producido la naturaleza ni se deriva de ella (los órganos rotativos no se dan en la naturaleza). Ícaro se cayó. Pensar lo imposible, sentirse creador, es el nuevo pathos.

Genio y artista representan creación, origen, no imitación. “La vida individual es perspectiva, está envuelta en una atmósfera de ilusión y de no saber”. De todos modos, esa limitación es indispensable para los procesos de vida creadores. “Lo saben muy bien los artistas, en los que las manías y las obsesiones son fuerzas impulsoras. Pero saben también que sólo el cálculo frío, la voluntad reflexiva de la forma y el entendimiento constructivo endurecen la materia caliente del entusiasmo para conseguir una figura lograda. Esto vale para el arte y también para la cultura en general. El proceso concreto de la vida, con su apasionado espíritu de contradicción, tiene que refrigerarse en el medio de la técnica.” El proceso creador arranca de esa conciencia de no saber y de la confianza en la capacidad de saber. En la naturaleza todo está determinado, su regularidad es la manifestación de esa determinación, y por eso podemos conocerla, preverla, dominarla y modificarla. Lo propio de la especie humana es el salto cualitativo que supone la libertad entendida como no-determinación. Las vanguardias artísticas y la ciencia moderna son claros exponentes de esa libertad. Un arte nuevo para un hombre nuevo, como diría Nietzsche.
El arte de las vanguardias fue arte de creación, de concepción, de interpretación, es decir, paso de la reproducción visual (imitación de lo exterior) a la reconstrucción de lo interior (ve la inteligencia, no los ojos). El artista mantiene una postura crítica con voluntad de renovación, ruptura con el pasado y constancia de la necesidad de un nuevo lenguaje artístico. Crear significa, ahora, realizar obras a partir de una idea, de una concepción de lo que se quiere representar, de la invención, no de una reproducción o imitación de la realidad de la naturaleza. Las vanguardias distinguen con claridad entre lo que es arte y lo que es naturaleza, la realidad interior y la realidad exterior, por lo que el verdadero arte tendrá que utilizar el lenguaje que le es propio y no el de la naturaleza. El juego de colores, formas y volúmenes es libre y no tiene por qué estar condicionado por la reproducción de la realidad. La realidad óptica queda sacrificada en beneficio de la concepción formal. La creación de otra realidad es el objetivo. En palabras de Kandinsky, “El artista debe tomar como punto de partida la imposibilidad y la inutilidad de copiar el objeto sin otro propósito que la copia misma. Si quiere alcanzar el verdadero arte, partirá de la experiencia “literaria” del objeto y de este modo llegará a la composición”

La obra de arte debe tener una realidad independiente de la realidad externa: concepción / creación frente a visión / imitación. No se desprecia la naturaleza, se ve como recurso, como repertorio de formas y fuente de inspiración. El artista reinterpreta el hecho natural en su interior. El cuadro ya no nos remite a un original con respecto al cual se juzga, él es el objeto que atrapa nuestra atención. La mirada queda atrapada en su superficie y nos obliga a pensar, a descifrar, o a escuchar lo que nos dice. La reflexión y el concepto pasarán a un primer plano; se da un verdadero quebrantamiento de la función denotativa del cuadro, de la forma cerrada. La pintura, ahora, obliga a mirarse por dentro, a descubrir nuevos mundos.

La ciencia también participa de esa libertad creadora. Su praxis descansa en dos principios: a) la actividad humana fija formalmente el esquema de captación o de relación de la realidad, y a esto llamamos racionalidad, y b) esta manera de relacionarnos con las cosas, o de manejarlas, no significa que la realidad sea racional o que obedezca a principios a priori por nosotros marcados. Es decir, no necesita ni formal ni implícitamente la racionalidad del Universo y, podemos añadir, la razón para el científico es independiente de la racionalidad particular. La ciencia se constituye como tal cuando se despega del “imitar a la naturaleza”, cuando maneja hipótesis, soluciones imaginarias para problemas imaginarios, cuando actúa libremente, cuando, en definitiva, comienza a crear. La electricidad, la energía atómica, los rayos láser, no son intuitivos. Ciencia y arte habitan mundos parecidos. Es perfectamente lícito llamar arte a productos técnicos o científicos.
La ciencia responde a la pregunta “¿qué hay?” afirmando que hay tres clases de cosas y sólo tres: “partículas (cadena discontinua, o discreta en matemáticas, de cosas movientes), una estructura tridimensional y continua, llamada “espacio absoluto” y una estructura unidimensional, continua, llamada “tiempo absoluto”. Pues bien, esto que nos parece tan obvio no tiene una base intuitiva. Las tres forman parte de nuestra red de aprehensión de la realidad. Son como las categorías kantianas, conceptos puros que no proceden de la experiencia, que no son nada por sí mismos y necesitan de las intuiciones. Este separarse de la naturaleza, este no actuar de forma natural, es lo que nos permite irla dominando, irla transformando, lo que pone en nuestras manos una capacidad creadora / destructora. “No es insensato pensar que la era científica y técnica es el principio del fin de la humanidad; que la idea del gran progreso es un deslumbramiento, como también la del conocimiento final de la verdad; que en el conocimiento científico nada hay de bueno o deseable, y que la humanidad que se esfuerza por alcanzarlo corre a una trampa” decía Wittgenstein. Pero también es cierto que con la ciencia hemos alcanzado un bienestar inimaginable sin los logros tecnológicos. Es un poder y un arma en manos de su creador, el hombre. La técnica puede servir a cualquier clase de poder, todos pueden usarla. Cuando Heidegger critica la técnica, o cuando la escuela de Frankfurt pone en tela de juicio el progreso tecnológico, no están juzgando la ciencia, sino su uso. La ciencia por sí misma, una vez más, no es ni buena ni mala. La energía atómica la podemos usar en medicina o en aeronáutica, pero también para matar millones de vidas. “Creamos objetos, pero no nos detenemos a asumir responsabilidades morales sobre ellos. La ingeniería genética muestra en toda su crudeza, en tanto que nos afecta directamente, como seres biológicos que somos, este problema, esta carencia de asunción de responsabilidades asociadas a la ciencia contemporánea. Como también lo muestra el mundo de la microelectrónica, de las comunicaciones digitales, que está construyendo un mundo nuevo, sin plantearse siquiera si es un mundo que queremos, del que deseamos hacernos responsables.”

La capacidad creadora de la tecnología es vertiginosa: se busca la novedad “independiente de lo que semejante novedad pueda representar para el “avance del saber”, para la comprensión más profunda de los fundamentos teóricos en los que se asienta la ciencia”, se crean problemas inexistentes para luego buscar sus posibles soluciones. Hoy en día la ciencia ni tan siquiera está atada al pragmatismo. Los laboratorios están llenos de experimentos para ver qué pasa, y si pasa algo ya veremos para qué sirve. Decía Faraday que los resultados de la investigación básica son imprevisibles, pues no conocemos las respuestas, y que sus consecuencias prácticas son más la excepción que la regla. Un día de 1800 lo visitó un parlamentario en su laboratorio de Oxford y le preguntó: “¿Por qué se pasa la vida, profesor, jugando como un niño con esos cables e imanes?”, a lo que Faraday le respondió: “No lo sé, pero sus sucesores cobrarán cuantiosos impuestos con los resultados de mi trabajo”.

La ciencia básica es cosa de aventureros, en el sentido más noble de la palabra: la aventura que se revela en la investigación. El experimento nos permite ir hablando cada vez mejor de lo que sea la realidad, probar hipótesis explicativas, y esto, en el fondo, son metáforas de la realidad en sí, de esa realidad en sí que nos es negado alcanzar, que supera los límites cognoscitivos del ser humano. El hombre conoce como puede conocer y se mueve en dos planos: mundo observable y mundo inteligible. El mundo observable depende de la técnica, el mundo inteligible es, en palabras de J. Mosterin, “nuestra construcción teórico-conceptual máximamente comprensiva acerca de la realidad en su conjunto, en la medida en que ésta nos sea accesible científicamente”, y este mundo inteligible es la verdadera creación de la ciencia que tiene que dar cuenta del mundo observable, es cierto, pero no está determinada por él. La ciencia siempre ha dado saltos cualitativos por encima de los horizontes explicativos del momento. Desde el paradigma newtoniano ni tan siquiera podía plantearse la posible curvatura del espacio, pues la geometría euclidiana, que es uno de sus horizontes comprensivos, no lo permite. El modelo del Big Bang no nos permite plantearnos el segundo anterior a la gran explosión. Los cuanta que Max Planck introdujo en 1900 eran totalmente incompatibles con la física clásica, como cinco años después demostraría Einstein. Este mundo inteligible es el objeto de lo que denominamos ciencia básica o ciencia pura, el observable es el objeto de la ciencia aplicada o tecnología. Uno y otro son creaciones humanas a partir de esa realidad que está ahí.


c) Derechos humanos y tecnología.

En nuestros días, el derecho natural ya no tiene su origen y fundamento en nada ajeno al hombre, en nada trascendente, ni se entiende como absoluto en sí mismo. Por derechos naturales entendemos el conjunto de derechos anteriores a toda ley y pertenecientes, por tanto, a una moral que consideramos universal. Esta moral universal no proviene de ninguna trascendencia, son los hombres los que la constituyen. Valorar los derechos como fundamentales significa que los reconozco en mí y en el resto de los hombres, que no son otorgados por ningún derecho positivo. ¿Cómo se determinan esos derechos fundamentales, esos derechos naturales? Si repasamos su historia nos daremos cuenta que siempre fueron propuestos por el hombre, pero, contra la tentación de relativizarlos, también encontraremos que a partir de ese momento ya nunca fueron negados. No los tenemos por naturaleza, en estado natural, como diría Hobbes. Libertad y dignidad humana son sus ejes.

Ya no sólo pensamos en el hecho del reconocimiento de los derechos fundamentales, sino que exigimos al Estado el crear las condiciones objetivas para que podamos ejercerlos. Si tienes derecho pero no puedes ejercerlo (educación, salud, justicia), o tienes que ejercerlo en clara desventaja con el resto de los miembros de tu sociedad, la validez del principio es nula. El concepto que utilizamos para construir esa moral universal es el de dignidad humana, dentro del cual la libertad ocupa un lugar preferente.

Si a lo largo de la historia hemos ido descubriendo, proponiendo, los diferentes niveles de la libertad (movimiento, religión, política, pensamiento, expresión), con el concepto de dignidad nos está pasando algo parecido: su contenido se va haciendo cada vez más amplio. Este nuevo marco es en el que tenemos que decidir hasta dónde debemos exigir esos derechos, es ahora cuando hemos comenzado a poner límites a la libertad libertaria, es ahora cuando podemos exigir respeto a las minorías, es, en definitiva, cuando podemos distinguir entre los diferentes niveles de derechos, en su jerarquización. En un mundo intercultural como el nuestro las discusiones sobre cuál sea el contenido de esa dignidad son constantes. La ciencia y la técnica están en el centro de las mismas.

En la ética tradicional toda relación con lo que no era humano era neutra; sólo las relaciones con los otros hombres y consigo mismo tenían carácter ético, era una ética antropomórfica. La técnica era algo que el hombre usaba para su supervivencia y bienestar, no formaba parte ni del destino ni de las principales preocupaciones de los hombres. La vida en general fluía al margen de la técnica, tenía sus propias finalidades, no se percibía la posibilidad de peligro o transformación esencial. Por otro lado, la eticidad de la acción siempre se contemplaba en presente, tanto en el tiempo como en el espacio. “A nadie se le hacía responsable de los efectos posteriores no previstos de sus actos bien-intencionados, bien-meditados, y bien-ejecutados.” Era una ética de la inmediatez que aún sigue presente. “Pero esta esfera queda eclipsada por un creciente alcance del obrar colectivo, en el cual el agente, la acción y el efecto no son ya los mismos que en la esfera cercana y que, por la enormidad de sus esfuerzos, impone a la ética una dimensión nueva, nunca antes señalada, de responsabilidad. Tómese, por ejemplo, como primer y mayor cambio sobrevenido en el cuadro tradicional, la tremenda vulnerabilidad de la naturaleza sometida a la intervención técnica del hombre, una vulnerabilidad que no se sospechaba antes de que se hiciese reconocible en los daños causados. Este descubrimiento, cuyo impacto dio lugar al concepto y a la incipiente ciencia de la investigación medioambiental (ecología), modifica el entero proyecto de nosotros mismos como factores causales en el amplio sistema de las cosas. Esa vulnerabilidad pone de manifiesto, a través de los efectos, que la naturaleza de la acción humana ha cambiado de ipso y que se ha agregado un objeto totalmente nuevo, nada menos que la entera biosfera del planeta, de la que hemos de responder, ya que tenemos poder sobre ella. ¡Y es un objeto de tan imponentes dimensiones que todo objeto anterior de la acción humana se nos antoja minúsculo! La naturaleza, en cuanto responsabilidad humana, es sin duda un novum sobre el cual la teoría ética tiene que reflexionar.”

En la medida en que la naturaleza es necesaria para la posible existencia de futuras generaciones es, también, una ética antropomórfica, preocupada por el hombre. Ahora la tecnología tiene una estrecha relación con el futuro, una responsabilidad. Somos responsables ante generaciones futuras, algo totalmente nuevo, de lo que no tenemos experiencia. En la ética de la responsabilidad sus mandamientos nos obligan sin tener correspondencia con el otro; otro que ni siquiera conocemos. “El hecho de que precisamente hoy estén en juego esas cosas exige una concepción nueva de los derechos y deberes, algo para lo que ninguna ética ni metafísica anterior proporciona los principios y menos aún una doctrina ya lista.” La biosfera, la biodiversidad, las generaciones futuras, ¿pueden tener exigencias morales por sí mismas?; y si es así, ¿quién o quienes tienen autoridad para determinar sus derechos y nuestros deberes? Quizá sean estas las preguntas clave, y en las respuestas el papel de las ciencias es central. Ya no sólo nos tiene que doler el presente, también nos debe doler el futuro. Ojalá Blade Runner (R. Scott, 1982) no sea una profecía.

Los que hoy consideramos derechos fundamentales siempre fueron propuestos en momentos en que estaban amenazados. Vida, naturaleza, dignidad humana, están ahora en esa situación de presente y de futuro. La ética de la responsabilidad nos debe obligar a tener en cuenta la trascendencia de nuestras acciones: no sólo soy responsable ante mis contemporáneos sino también ante las generaciones futuras. Esa responsabilidad ha pasado de las manos de los dioses a las manos de los hombres. O dicho de otra forma: estamos obligados a preocuparnos por los costes del progreso.

Y aquí nos asaltan nuevas preguntas: ¿hasta dónde tiene que llegar el sacrificio, las renuncias del presente respecto a ese futuro?, ¿qué futuro queremos?, ¿la ciencia tiene que tener una autonomía vigilada? La ciencia, ya lo hemos señalado, como sistema de conocimiento no tiene relevancia ética, pero en la medida en que forma parte de la acción humana no puede sustraerse a la responsabilidad. “Todo esto indica que el crecimiento de la ciencia y la técnica impone una dinamización de la moral, que no significa relativismo moral, sino hacer que la moral sea capaz de enfrentarse con la situación efectiva del hombre contemporáneo[...]”, y aquí el concepto riesgo tiene una especial relevancia. Afirmar que “toda actividad humana puede sufrir limitaciones como consecuencia de la existencia de normas morales” es ya perfectamente lícito y compatible con la libertad, pues la responsabilidad la incluye. “Todo hombre debe poder tener confianza en el comportamiento de los otros, porque habría de saber que usarán responsablemente de sus posibilidades de acción, de la misma forma que él usa responsablemente de las suyas” La responsabilidad ya es de todos. El control que el hombre ha obtenido sobre la naturaleza ha sobrepasado, con mucho, al que posee sobre sí mismo.

La problemática de la bioética es especialmente candente en torno al comienzo y final de la vida. Los grandes avances biomédicos han provocado que la naturalidad que poseían el nacer y el morir se haya diluido, convirtiéndose en procesos extraordinariamente complejos y polémicos. Uno y otro entran de lleno en el concepto de dignidad humana. No podemos hacer oídos sordos al poder que la biotecnología ha puesto en nuestras manos, ni dejar el futuro en sus manos sin ninguna prevención. Ya no podemos definir a la persona sólo con las representaciones tradicionales, no porque hayan perdido su vigencia o sean insignificantes, sino porque estamos ante retos totalmente nuevos.

Se necesitan nuevos modos de realización normativa que correspondan a las nuevas capacidades adquiridas: proteger las innovaciones tecnológicas por el interés de la humanidad o proteger a la humanidad de las innovaciones tecnológicas es la cuestión.

La biotecnología no es como cualquier otro de nuestros saberes, nos obliga a repensar el concepto de persona, y eso significa mucho más que acomodar las innovaciones tecnológicas a nuestras creencias y costumbres. Las posibilidades que tenemos de manejar el cuerpo humano modifican sustancialmente el mundo de la vida que nos había sido entregado, y la pregunta por el hombre se transforma en pregunta sobre qué debemos hacer con él. En pocas palabras: debemos decidir cuáles de estas tecnologías son intervenciones para remediar disfunciones físicas y cuáles pueden ser punto de partida para producir modificaciones que atañen al campo de la subjetividad, de la dignidad humana.

Lo que nos ocupa ahora es una verdadera revolución remodeladora o recreadora del hombre, una revolución antropoplástica. Las revoluciones anteriores nunca tuvieron al hombre como objeto directo. Las nuevas tecnologías operan sobre el cuerpo humano produciendo una progresiva tecnificación de la vida, de la sexualidad, del deseo, reduciendo el cuerpo a objeto. Maternidad, paternidad, filiación, familia, como categorías culturales, son las que están en juego. Si lo simbólico es lo propio del hombre, será necesario delimitar con precisión qué es lo que tiene valor estructural y debe ser conservado y qué tanto variable y contingente puede ser transformado. Es necesario fijar los márgenes de esa dignidad humana para no reducir la función del conocimiento a mera eficacia mercantil o explotadora del hombre por el hombre.

La posesión de un conocimiento no nos obliga per se a usarlo, o, dicho de otra manera, lo que puede ser hecho no arrastra la necesidad de que se haga. “La ciencia, hasta el presente, nunca tuvo que arrepentirse de sus aportes, ni anular ninguno de sus progresos. Por el contrario, siempre los ha mantenido y consolidado, con el apoyo de la opinión pública, aún cuando ésta se mostraba un tanto reticente. La ciencia jamás se ha encontrado en la situación de tener que dar un paso atrás [...]. Y sin embargo, hoy, en ciertos momentos, una ligera duda nos invade [..]. Y nos preguntamos si la ciencia no está a punto de tocar un límite más allá del cual sus avances pueden ser más dañinos que ventajosos [...] ¿ No será que, poco a poco, habremos accedido a campos que hubieran debido permanecer cerrados? ¿No será que tal vez no teníamos el derecho a remontarnos hasta las fuentes del ser? Tal vez la vida humana debía seguir propagándose en la sombra, sin que la ciencia viniera a proyectar sobre ella sus luces indiscretas. En el punto en que nos encontramos, sabemos demasiado para volver atrás, para no continuar en nuestra aventura [...]. Pero, por audaces que seamos –o creamos serlo-, por preparados que nos sintamos para comer los frutos del árbol de la ciencia, debemos reconocer que hay algo en nosotros que se inquieta, que se rebela, que protesta viendo esbozarse en las brumas del futuro el extraño paraíso que nos prepara la biología [...]. Nacidos de gametos seleccionados, todos provistos de genes sin defectos, habiendo beneficiado de hormonas superactivas y de una ligera corrección de cerebro, todos los hombres serán bellos, sanos, inteligentes. Vivirán doscientos años o más. Ya no habrá fracasos, angustias, dramas. La vida será más segura, más fácil, más larga, pero[...] ¿valdrá la pena de ser vivida?” O, con palabras de H. Jonas “Sólo la previsión de la deformación posible del hombre nos aporta el concepto del hombre que nos permite protegernos”. El reto está ahí, la respuesta depende de nosotros.

La Asamblea de La UNESCO de 1994 en La Laguna aprobó La Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Generaciones Futuras. Cuando se propuso a la aprobación del Comité Ejecutivo, antes de tomar una decisión, se plantearon una serie de preguntas: “¿son derechos jurídicos o solamente morales?, ¿habrán de entenderse como derechos humanos o como derechos en sentido lato del derecho internacional?, ¿habrán de ser representados como derechos individuales de las personas pertenecientes a las generaciones futuras o como derechos colectivos de las generaciones venideras?”. Después de una larga discusión acabaron redactando un provisional “Anteproyecto de declaración sobre las responsabilidades de las generaciones actuales para con las generaciones futuras”. El cambio de título es significativo para lo que venimos manteniendo: en lugar de “derechos” aparece “responsabilidades”.
Pero, una vez más, ¿quién o quiénes reclama o reclaman nuestra responsabilidad? ¿la Humanidad o la especie humana? La primera es cuantitativa, el conjunto de los hombres, y la relación negativa es la que denominamos “delitos contra la humanidad”: genocidios, destrucción de patrimonios ecológicos, culturales, etc. La segunda representa la esencia, lo que consideramos la esencia de la especie, al margen de la cantidad de individuos que sean o puedan ser, y la relación negativa es la que conocemos como delitos contra la dignidad humana o contra el ser humano. La bioética entra de lleno en este segundo caso; cuando intervenimos en el proceso genético introducimos modificaciones en la persona directamente afectada y, al mismo tiempo, intervenimos en todos sus descendientes. Y con ello se está influyendo en la esencia misma de la persona. Esta vez, la ciencia ha dado un paso de gigante, radical, y la moral y el derecho han seguido en su lento caminar. Pero los resultados científicos ya están aquí, tenemos que enfrentarnos a ellos sin armas, pues las clásicas ya no nos sirven, y nos están demandando una nueva concepción de la dignidad humana.

 

 


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